D’A 2019

La danza de Salomé

 

La danza de Salomé abrió simbólicamente el D’A Film Festival, es decir, el festival de cine de autor que todas las primaveras trae a Barcelona una parte de esas películas que tienden a llegar con más morosidad a nuestras latitudes (o a no estrenarse nunca). Salomé es la protagonista de Love Me Not (2019), en la que Lluís Miñarro recrea la historia de la hija de Herodes y Herodías más o menos en su ubicación original —algún lugar de Oriente Medio— pero trasladándola a una base militar estadounidense de nuestros principios del siglo XXI. No fue la película inaugural del certamen pero sí fue exhibida los primeros días y, además, la imagen magnética de Ingrid García Jonsson bailando para reclamar después la cabeza del profeta fue proyectada antes de todas las sesiones, en el conjunto de breves clips que recibía a los espectadores al entrar en la sala antes de cada sesión. Love Me Not, con su muy teatral traslación del relato de la antigüedad a nuestros días, con su danza hipnótica y con su extravío hacia lo abstracto (o hacia lo simplemente extravagante), fue a su manera una carta de presentación de las cuestiones y las formas que recorrieron todo el cine exhibido en el festival.

Love Me Not, de Lluís Miñarro

Porque, aunque solo Love Me Not se refirió al guirigay que hay montado en Oriente Medio y al papel nefasto que ha jugado ahí la intervención de Occidente desde el 11-S, muchos otros filmes de la muestra nos hablaron del mundo disfuncional de hoy de manera oblicua, evitando tanto lo documental como el discurseo propio del cine manifiesta y voluntariosamente político. Es el caso de Sophia Antipolis, de Virgil Vernier: en lugar de un film tediosamente didáctico sobre las enfermedades de la sociedad francesa de hoy, Vernier filma una digresión que va de un personaje a otro —incluso de un plano a otro— con un sentido más poético que narrativo. Su elegía nos habla del miedo, del sentimiento de desamparo y de la callada fascistización de una civilización con pies de barro. Si Take Shelter (2011), de Jeff Nichols, acababa con la imagen de una tormenta que se acercaba materializando la paranoia de su protagonista, Sophia Antipolis acaba con la evocación de un cataclismo indefinido —natural, nuclear…— de parecida significación.

Esa misma Francia desamparada es la de Paul Sanchez est revenu! (Patricia Mazuy, 2018), protagonizada por unos policías obtusos y chapuceros como los Hernández y Fernández de Hergé que dan palos de ciego durante todo el metraje y muestran una dudosa ética profesional. El film tiene la virtud de ser un antithriller rarísimo que descoloca hasta al más pintado; y enrarecer el thriller es también una de las formas características del cine de autor de hoy, como vemos en A Land Imagined (2018), de Yeo Siew Hua, que tampoco es exactamente un thriller ni un film social al uso. En él, el film noir se encuentra con lo onírico y, por ende, roza lo fantástico. Resulta una película algo apagada que no acaba de florecer con toda la exuberancia posible pero atesora reminiscencias del cine de David Lynch, David Cronenberg o incluso Paul Thomas Anderson. Por el contrario, An Elephant Sitting Still (Da xiang xi di er zuo, 2018), del malogrado realizador chino Hu Bo, es un logro mayor: una suerte thriller intimista o quizás un western contemporáneo de aire impasible, atrapado en constantes, prolongados y penetrantes primeros planos. La cámara va a buscar sin descanso los rostros apesadumbrados de los personajes, siempre a media luz, como si se quisiera reencontrar con las expresiones del cine neorrealista, con los amantes de Ossessione (Luchino Visconti, 1943) o el padre desesperado de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, Vittorio De Sica, 1948). Solo ha habido primeros planos igual de intensos en Your Face (Ni De Lian, 2018), último giro radical de Tsai Ming-liang, empeñado en filmar el tiempo, la duración. Your Face, casi un film escultórico, es una experiencia electrizante que nos embarca en la aventura del rostro humano, y en el raro suspense de captar los fugacísimos encuentros entre las pupilas de los bustos filmados y el objetivo de la cámara.

Your Face, de Tsai Ming-liang

Volviendo a Love Me Not, no se trata, en sentido estricto, de un film sobre el presente sino más bien de un encuentro entre el mundo de ayer y el de hoy, entre la imagen cinematográfica y el mito. Y es curioso que lo musical haya sido un recurso también para otros dos cineastas que nos han hablado de la representación de la memoria en la pantalla. Ramón Lluís Bande ha firmado, con sus Cantares de una revolución (2018), un verdadero musical revolucionario que recrea textos y viejas canciones asturianas relacionadas con la revolución de 1934 y la subsiguiente represión. A Bande no le interesa exactamente el carácter documental del cine sino más bien su capacidad de filmar lo ausente, aquello que carece de imagen, como en el cine de Claude Lanzmann o en el de Rithy Panh. Al fin y al cabo, el musical siempre ha expresado mediante la danza lo que no se puede representar con exactitud de otra manera más prosaica; y Cantares de una revolución indaga una emoción más que unos hechos, plasma la, digamos, materialidad de la memoria en las canciones, en los testimonios, en los espacios mudos y en los rostros que parecen reflejar el pasado igual que el movimiento de las hojas refleja el viento en el aforismo de Robert Bresson. Por su parte, Lav Diaz ha ensayado también un tipo extrañísimo de musical en Season of the Devil (Ang panahon ng halimaw, 2018), que, como ya comentamos a propósito del último festival de Sitges, con su forma radical (todos los personajes cantan los diálogos, nadie habla en ningún momento de sus cuatro horas de metraje), parece buscar un distanciamiento, una manera de trascender el mero relato de los acontecimientos históricos.

Y, en La portuguesa (A portuguesa, 2018), la música la pone Ingrid Caven. El último largometraje de Rita Azevedo Gomes transcurre en un tiempo no definido con precisión pero es fácil situarlo más o menos en el siglo XVI. Esto es, en la Europa del Barroco, cuyos temas y sensualidad comparte la película, rica en imágenes frontales y atentas a la incidencia natural de la luz sobre los objetos que guardan una cierta similitud con las telas de la pintura de la época. En el cine de Azevedo Gomes, vemos a través de las imágenes el poso cultural que subyace tras ellas. Porque el cine, como se dijo en su momento, nació ya con trescientos años de historia, con el acervo acumulado desde que, en el Renacimiento y el Barroco, los pintores empezaran a relatar la experiencia humana en cuadros, en paralelepípedos que llegan hasta las pantallas de nuestros días. Y las capas de cultura acumuladas en La portuguesa pasan por el texto de Robert Musil, por su adaptación a cargo de Agustina Bessa-Luís y finalmente por las imágenes de Azevedo-Gomes. Y, para que quede claro que no se trata de una simple adaptación, ahí está el personaje extemporáneo de Ingrid Caven, extravagante cantante cabaretera que va salpimentando el relato con sus libérrimas intervenciones, como un aparte que salta sobre todas esas capas y conecta el arte barroco con el cine de Rainer W. Fassbinder (Caven fue una de sus actrices recurrentes). Además, la colaboración con Bessa-Luís subraya lo que resulta evidente: que Azevedo Gomes es hoy, por proximidad y por estilo, la más valiosa heredera del cine de Manoel de Oliveira.

La portuguesa, de Rita Azevedo Gomes

 

De ‘flâneurs’ y depresivos

En otra cara del cine moderno, los avatares del individuo son el tema central y el desencadenante de todo. Y el individuo por excelencia del D’A 2019 ha sido el protagonista de Belmonte (2018). Con El apóstata (2015) y con este nuevo largometraje, Federico Veiroj se erige en fino relator de la sensación individual de abandono, incomprensión y hastío que acontece lo mismo en la adolescencia que en el tránsito a la vida adulta o en la crisis de los cuarenta, esa tristeza y desapego que todos hemos sentido alguna vez. Belmonte filma el ensimismamiento e incide en la figura del varón desorientado o zarandeado, un tipo recurrente del cine de hoy que tuvo otro noble representante en el film inaugural —este sí, oficialmente— del festival: en Un hombre fiel (L’homme fidèle, 2018), Louis Garrel se filma a sí mismo como un flâneur urbano y taciturno que se debate entre dos mujeres. Su hombre fiel es uno más entre los descendientes del Antoine Doinel de François Truffaut. Y, también como en el cine del director de La piel dura (L’Argent de poche, 1976), la figura de un niño da un importante contrapunto al protagonista y aporta la luz de la conciencia. Lo mismo pasa en Belmonte: el sentido común habita en los menores, no en la viciada mente de los adultos.

Belmonte, de Federico Veiroj

Los niños se quedan solos, muy solos, en El día que resistía (2018), de Alessia Chiesa, diríase un cruce entre Nadie sabe (Dare mo shiranai, 2004), de Hirozaku Kore-eda, y El bosque (The Village, 2004), de M. Night Shyamalan. La película de Chiesa, igual que Los campos magnéticos (2018), de Lluís de Sola, responde a un tipo de cine del despojamiento y del desamparo muy propio de la primera década de nuestro siglo: son películas de la misma estirpe que La línea recta (2006), de José María de Orbe, o que La influencia (2007), de Pedro Aguilera. Pero Los campos magnéticos es también una noble descendiente de la Repulsión (Repulsion, 1965) de Roman Polanski, aunque su diletante protagonista, ociosa y melancólica como el Belmonte de Veiroj, no se recluye sino que se siente atraída por una montaña mágica donde practica senderismo y adquiere el poder de borrar las cintas de vídeo analógicas, de borrar el cine a la vez que, con su cámara, registra el vacío y se graba a sí misma.

Vuelve a ser un grupo de niños, los cinco hermanitos de una familia de carelios, los que son filmados por Andrés Duque en Carelia internacional con monumento (2019). El propio realizador explicó, al presentar la película, que fue en ellos donde encontró la magia que había ido a buscar al noroeste ruso. Pero lo curioso es que el film acaba siendo menos un documento sobre la gente de la zona y la memoria histórica, que un autorretrato del cineasta: de su sensibilidad, de su cultura cinéfila, de su visión y su estilo. No sé si son referentes tenidos en cuenta por Duque pero, ante su film, es inevitable pensar en El espejo (Zerkalo, 1975), de Andrei Tarkovsky, o incluso en esas digresiones poéticas de Terrence Malick cuando filma a los seres humanos en contacto con la naturaleza. Por el contrario, el autorretrato es explícito y manifiesto en otra película familiar, La casa de verano (Les Estivants, 2018), un episodio más del prolongado diario íntimo en estilo indirecto que supone la filmografía como directora de Valeria Bruni-Tedeschi. En su cine, se encuentran una cierta tradición del cine popular italiano y ese característico acento del cine de autor europeo atento al malestar del individuo, a los estados depresivos.

Carelia internacional con monumento, de Andrés Duque

Bruni-Tedeschi insiste en explotar y transparentar las resonancias entre vida y cine, una de las claves de la obra de Hong Sang-soo, presente en el D’A con dos largometrajes que se incorporan a la compacta telaraña que forma su cine. En Grass (Pul-ip-deul, 2018), una joven escritora juega un papel demiúrgico sentada en uno de esos bares característicos de su universo, que acaba aglutinando a los personajes del film. En Hotel by the River (Gang-byun Hotel, 2018), un poeta convoca a sus hijos en el bar de un hotel y se cruza con dos jóvenes amigas que protagonizan la otra mitad de la trama. Los paralelismos, las variaciones y el azar rigen ambas películas, que se ramifican como el jardín de los caminos que se bifurcan de Jorge Luis Borges, o como el díptico de Alain Resnais que forman Smoking/No smoking (1993). Con una mesa en un bar bien surtida de comida y espirituosos, cuatro localizaciones exteriores y otras tantas interiores, Hong arma sus películas, que parecen cada vez más sencillas pero, en realidad, entrañan cada vez más hondura y complejidad: las mil variaciones de sus historias, lo mismo que las mil variaciones sobre los mismos temas que componen sus filmes, han ido escribiendo una verdadera filosofía personal del cine. Grass y Hotel by the River confirman al surcoreano como uno de esos raros realizadores que han alcanzado la maestría de hacer cada vez más con menos.

 

Hermosa juventud

Entre los niños de El día que resistía o Carelia. Internacional con movimiento y los adultos deprimidos de Belmonte o Los campos magnéticos, están los adolescentes y los jóvenes que han protagonizado un importante segmento de los filmes mejores del D’A 2019. Como en el proyecto Quién lo impide, un conjunto de materiales aún inacabado con el que Jonás Trueba da voz a los alumnos de un instituto de Madrid y encuentra en ella un espíritu de libertad y de compromiso del que se contagia su cine. Más que un documental o una puesta en escena exactamente, Quién lo impide es un documental sobre su propio rodaje que resucita el concepto y el valor del cinéma-vérité y nos hace felizmente copartícipes de la educación sentimental de sus jóvenes protagonistas.

<3, de María Antón Cabot

El cariño con el que Trueba filma a sus adolescentes solo es comparable con el de María Antón Cabot en <3 (2018) —que estuvo también en la última edición de L’Alternativa—, en la que entrevista a multitud de jóvenes en el parque del Retiro, también en Madrid, sobre sus impresiones a propósito del amor y el deseo, a la manera de Pier Paolo Pasolini en Comizi d’amore (1964). Si alguna vez una película ha merecido ser adjetivada como generacional, es el caso de <3, que acaba diciéndonos muchas cosas sobre la sensibilidad y la visión de las cosas de los millennials, y deviene una celebración de la vida y de la hermosa juventud en un espacio, el parque público, muy similar al de L’Île au trésor (2018), de Guillaume Brac, otro film luminoso y vitalista que permanece indefinido entre lo documental y la ficción. En un parque recreativo de las afueras de París, en plena canícula, los chavales se cuelan, se saltan las normas, ligan y hacen el ganso hasta que llega el final del verano y acontece una melancolía muy felliniana, muy Amarcord (Federico Fellini, 1973). L’Île au trésor es el reflejo perfecto de Quién lo impide y <3 en el espejo francés, y llama la atención que un cierto cine galo actual en el que sopla un aire fresco y renovador incida precisamente en este tipo de espacios: pienso en Allons enfants (2018), de Stéphane Demoustier, y en Le Parc (2016), de Damien Manivel.

En cambio, L’Époque, de Matthieu Bareyre, se queda en las calles de París para dialogar con multitud de millennials, muchos de ellos, implicados en movilizaciones desde el atentado contra Charlie Hebdo en adelante. Hablan de su visión de la sociedad, de su desapego hacia un sistema que no les ofrece ningún futuro y de su inquina contra una policía clasista y racista que reparte mandobles sin miramientos. De nuevo se trata de un logro mayor urdido con los más sencillos mimbres: Bareyre no hace más que salir a la calle e ir al encuentro de los chicos que se sinceran ante su cámara, y halla no solo oradores vibrantes sino breves destellos de belleza como los de Jonas Mekas. Y, aunque esta vez no hay ambigüedad ninguna sobre el estatus documental del film, L’Époque se estructura estableciendo un escenario principal al que va volviendo, la plaza de la Repúbica parisina, y elige un brillante corifeo, la joven que, siempre alrededor de la estatua de Marianne, se pinta el cuerpo, filosofa, bromea con antidisturbios y manifestantes y se emociona al compartir su desesperación con la cámara.

L’Époque, de Matthieu Bareyre

Pues no todo es exaltación de la vida y del amor cuando hablamos de los jóvenes de nuestro tiempo. La adolescente sospechosa de estar embarazada de Alice T. (2018), de Radu Muntean, parece ser la réplica de mal rollo de los chicos de Quién lo impide. De hecho, los personajes de Muntean tienden a estar siempre de mala leche, a hallarse en callejones sin salida vitales y morales. Es el caso de su Alice, que no es honesta con los adultos de su entorno, que se aferra a satisfacciones pasajeras y que no sabe qué diantre quiere. Muntean filma su desorientación con la sequedad y con las gotas de suspense tan de su estilo. Por su parte, los protagonistas de Young & Beautiful (Marina Lameiro, 2018) son diez años más mayores que Alice pero tampoco saben qué quieren. Como Trueba, Lameiro interpela a sus personajes desde detrás de la cámara y se identifica sin duda con su apego a la libertad y su inconformismo. Pero también comparte su melancolía, que acaba imponiéndose en el film: el abatimiento ante la imposibilidad de detener el tiempo, ante el final ineluctable de la juventud y todo lo que puede comportar. Y los chicos de Young & Beautiful, por cierto, no pueden ser más diferentes de sus coetáneos modernillos de clase media de Els dies que vindran (2019), la película que clausuró el festival. Uno diría que su director, Carlos Marqués-Marcet, ha optado más bien por explotar las facetas más banales de su cine; el único tramo en el que su nueva película adquiere por instantes una estimulante energía es el momento en que la pareja protagonista entra en crisis y, como pasaba en 10.000 Km (2014), Els dies que vindran cobra entonces una vitalidad similar a la de las agrias discusiones de Faces (1968) y de todo el cine de John Cassavetes.

 

Melancolía americana

Filmar la desorientación y la depresión parece también el principio motriz de dos partes importantes del D’A 2019 que nos quedan por comentar. Es el caso, en primer lugar, del cine de Christophe Honoré, objeto de una retrospectiva durante el festival, y muy especialmente de su último y quizás mejor largometraje, Vivir deprisa, amar despacio (Plaire, aimer et courir vite, 2018). Un film que de nuevo nos devuelve a la memoria de François Truffaut, de quien el cine de autor actual parece haber heredado no tanto el estilo y los temas como una determinada sensibilidad. Se adivinan trazos autobiográficos en Vivir deprisa, amar despacio, y Honoré arma una trama más digresiva que concluyente, una forma cinematográfica de plasmar los vaivenes de la vida y la melancolía que acarrean.

Vivir deprisa, amar despacio, de Christophe Honoré

Pero, en segundo lugar, debemos hablar de la muy encomiable representación del cine norteamericano en el festival con tres películas que coinciden en transmitirnos un estado de zozobra e inestabilidad. Fourteen (2019), de Dan Sallitt, es casi una versión femenina de Vivir deprisa, amar despacio, nos recuerda al ambiente y la sensibilidad del cine de Ira Sachs, está poblada por personajes de una rara veracidad y gestiona la emoción con un sentido del equilibrio digno de Yasujirô Ozu. Se parece en varios sentidos a Diane (2018), de Kent Jones, que se conduce con la misma energía contagiosa que los filmes de Olivier Assayas, nos habla con intimidad e ironía de la vida del norteamericano medio y refleja con acidez el clima moral de la América de Trump. En cambio, Rick Alverson no nos brinda un film cálido sino desolador con The Mountain (2018), epopeya de un adolescente tímido que lo ha perdido todo y acepta jugar un rol sanchopancesco en las andanzas de un neurólogo alcohólico y mujeriego que, a mediados del siglo XX, recorre sanatorios para practicar electroshocks y crudelísimas punciones en la córnea de muy dudoso resultado. La América de The Mountain es un páramo emocional recorrido por virtuales zombis, una visión devastadora de la sociedad americana de un pesimismo poco común.

El aire lunático de los personajes de The Mountain nos sirve para introducir la última metamorfosis del cine de autor del D’A 2019: pocos filmes, de hecho, son tan extravagantes y lunáticos como Coincoin et les Z’inhumains (2018), en realidad una serie de Bruno Dumont que retoma los personajes de P’tit Quinquin (2014) y radicaliza aún más su delirante sentido del humor y su extravío por los fangos de lo fantástico. Dumont parece tener cada vez menos contemplaciones y más desparpajo en su cine, lo mismo que Peter Strickland, de quien se ha visto en el festival In Fabric (2018), otro acercamiento en extremo imaginativo y colorista al cine de serie B de los setenta que pasó también por el último festival de Sitges. Y la verdadera revelación fantástica del D’A ha sido La ciudad oculta (2018), de Víctor Moreno, que es a la de la ciencia ficción lo que era su anterior largometraje, Edificio España (2014), al cine de fantasmas. Moreno recorre el subsuelo de Madrid para encontrarse con la fisicidad específica de la ciencia ficción, con la experiencia predigital de las texturas de Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) o 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968). Es también una forma irónica de ciencia ficción cercana a la de las películas sin efectos especiales de Alexander Kluge o a Lemmy contra Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, 1965), de Jean-Luc Godard. Film de extrema belleza, La ciudad oculta nos devuelve a sensaciones primigenias de nuestro contacto con el cine que quizás habíamos olvidado al alejarnos de nuestra infancia.

The Mountain, de Rick Alverson

Un último film de tono lunático y descacharrantemente guasón, Bêtes blondes (2018), de Alexia Walther y Maxime Matray, se cierra sobre sí mismo y cierra también el círculo descrito por el festival. Su inefable protagonista —un colgado con la misma amnesia espasmódica que el tipo de Memento (Christopher Nolan, 2000), nulo sentido del gusto, obsesión por nutrir de salmón a sus gatos y amplísimo gaznate a la hora de tragar vodka— se pasa la película tras un singular McGuffin, la cabeza del joven en cuyas exequias se cuela de la manera más inopinada. Al recuperarla, uno sospecha que la verdadera destinataria de la ofrenda es Salomé, princesa informal del D’A, que obtiene así la recompensa por su baile hipnótico al final del certamen, después de un recorrido por el nuevo y asilvestrado cine francés, por el cine americano más íntimo y pesimista, por un cine español que se resiste a encorsetarse en fórmulas dadas, por la celebración de la juventud y el amor y por el deambular melancólico de los desorientados flâneurs del cine moderno. Y vemos en perspectiva que toda la experiencia humana está en el cine, en un arte que se entretiene por el camino captando destellos de belleza y que se deja llevar por los movimientos abstractos de la danza.

 

© Lucas Santos, mayo de 2019