Encuentro con Mike Hoolboom

Todas las cosas brillan

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El cineasta canadiense Mike Hoolboom fue el invitado especial de la ultima edición de Curtocircuíto, que tuvo lugar del 6 al 11 de octubre en Santiago de Compostela. Su obra se extiende a lo largo de 30 años y ha tomado muchas formas: largos, cortos, celuloide, vídeo y, recientemente, digital.

Hoolboom ha promovido y explorado varias formas de cine fringe (periférico o marginal) —término que él prefiere a experimental o vanguardista— tanto mediante su trabajo como director, como con sus escritos y su labor de programador en festivales y eventos de todo el mundo. Particularmente ha contribuido a escribir y promover la rica historia del cine fringe canadiense.

La retrospectiva que le dedicó Curtocircuíto se concentró, a lo largo de tres sesiones, en algunos filmes clave de su filmografía: desde la aclamada Frank’s Cock (1993) a la más reciente Buffalo Death Mask (2013), pasando por el torrente emocional que es Tom (2002), la ficción biográfica creada a partir de fotografías ajenas en Damaged (2002), o el estudio de los seis tipos de personalidad desarrollado en Public Lighting (2004, reeditada en 2014). Mike también ofreció una cautivadora masterclass que ha sido publicada en inglés en su fantástica web.

En medio de la vorágine de un festival lleno de propuestas tentadoras, Mike Hoolboom encontró un momento para sentarse con nosotros y responder generosamente a nuestras preguntas.

Mike-Buffalo-Death-Mask

 

Cristina Álvarez López: Los tres programas de la retrospectiva que te ha dedicado Curtocircuíto han ofrecido un pequeño porcentaje de tu obra total. ¿Cómo se llegó a esta particular selección de trabajos?

Mike Hoolboom: La retrospectiva es un cóctel de trabajos antiguos y nuevos, pero he desarrollado el desafortunado hábito de volver a trabajos que ya estaban terminados para pulirlos. Incluso lo acabado permanece inacabado. El largometraje Public Lighting (2004), por ejemplo, fue remodelado solo unas semanas antes del festival (el digital hace que sea posible hacer ajustes de última hora hasta que la cortina se levanta, en el futuro los directores estarán editando mientras la proyección avanza, solo unos cuantos planos por delante del público). Había hecho otro largometraje documental biográfico sobre mi amigo Tom Chomont pero, años después, tras adquirir una visión más razonable, corté 25 minutos. Las películas se vuelven más compactas y cortas a medida que envejecen, hasta que un día desaparecen por completo. La mayoría del trabajo que he hecho ha ido a parar a la basura. El parking del edificio de apartamentos donde vivo tiene un impresionante receptáculo para la basura y muchas obras terminan ahí: masters en vídeo, copias y negativos originales de película. El alivio de la purga está solo a un viaje en ascensor.

Adrian Martin: En realidad, leímos sobre esto en tu página de Wikipedia pero no sabíamos si creerlo o no. ¿Por qué te deshaces de tus filmes?

M.H.: Vivimos en una cultura del exceso, donde hay demasiado de todo. El viejo sueño de los sesenta según el cual todo el mundo se podría convertirse en artista y en emisor internacional se ha cumplido ya en muchas partes del mundo. El resultado es una multitud tremenda de trabajos. Incluso aquí, en Curtocircuíto, el equipo de programadores vio 3500 trabajos que se presentaron oficialmente para ser seleccionados, es una locura. Yo estoy intentando descongestionar el atasco, liberarlo de algunos trabajos que ya no sirven.

Algunas películas pertenecen al momento de su estreno que, normalmente, es local, frente a un público de familiares o conocidos que toman contacto con ellas por primera vez. El trabajo de la película se encuentra con el trabajo del público, ambas caras crean una rara visibilidad, como una cerilla prendida en la oscuridad.

Otros filmes pueden dividir su vida entre un par de ciudades, como si cada miembro del público tuviese un gemelo. Y luego —aunque estos son los casos más extraños— hay películas que sobreviven al año de su realización, que pueden arrastrarse cuatro o cinco años más, hasta que se quedan sin uso para sus futuros habitantes. Se supone que las películas duran para siempre, pero la mayoría de obras vienen marcadas con un fecha de caducidad. Algunas películas, quizás las más importantes, expiran antes incluso de haber sido vistas.

A.M.: ¿Conservas por lo menos algunas partes de las películas para darles un nuevo uso?

M.H.: En las dos décadas que pasé trabajando en 16mm era más fácil volver reunir las partes. Hoy los formatos de vídeo se vuelven impopulares con la misma rapidez con que un técnico alza la bandera. Debe haber ingenieros sociales en Tokyo para quienes todo lo que sabemos hoy es ya parte de una distante obsolescencia.

Hacer filmes significa estar comprometido con un proyecto de revisión de un archivo. El archivo puede consistir en un solo plano, pero ese plano es explorado de arriba abajo, examinado desde cada ángulo, estado de ánimo y temperamento. Frecuentemente estas revisiones provocan insatisfacciones, puede que haya demasiado de algo, o puede que no haya suficiente. A veces la solución es instantáneamente aparente, pero lo más normal es que esta insatisfacción nos conduzca a un productivo estado de frustración. Yo voto por el expsicólogo infantil Adam Phillips, quien insiste en que la frustración es el lugar donde se origina la creatividad.

A.M.: En la clase magistral que impartiste en Curtocircuíto hablaste sobre la atención —prestar cuidadosa atención a la gente— y sobre tu concepto de un cine de la atención. Pero, al mismo tiempo, en tus filmes, el montaje de imágenes y sonidos es como una avalancha de libres asociaciones. ¿Cómo resuelves esta tensión entre la idea de atención y una estética que apunta hacia la distracción?

M.H.: El acercamiento clásico del cine vanguardista a la cuestión de la atención es mirar a una sola cosa durante mucho tiempo. Pienso, por ejemplo, en la piscina de Trapline (Ellie Epp, 1976) —12 planos, una única piscina— o en Wavelength (Michael Snow, 1967) —una sola habitación filmada a lo largo de varios días—. A mí me encantaría hacer este tipo de películas pero no sabría cómo, es por ello que me acerco a la cuestión de la atención desde la otra orilla.

Las películas tradicionales convocan al público para crear una respuesta comunitaria, nos reunimos no solo para ver la misma cosa, sino también para verla de la misma manera. La experiencia corporativa cinematográfica sutura a diferentes personas como si fuesen partes de un mismo cuerpo. El artista fringe tiene otras esperanzas. La ideología fringe insiste en que solo cuando nos reunimos podemos desentrañar quiénes somos como individuos. Cuando expresamos nuestra individualidad, cuando somos capaces de encontrar nuestra firma, nuestra singularidad, entonces es cuando podemos producir un coro de voces, un colectivo.

Esto es lo que da urgencia a una voz individual, el hecho de que solo encontrando nuestra propia voz podremos producir lo colectivo. Las bandas de jazz a veces trabajan así. La estructura es horizontal y produce una imagen encarnada de democracia. Con imagen encarnada quiero decir que el público fringe se convierte (por lo menos en algunas ocasiones) en una imagen de estados posibles, en una visión utópica, pero también significa que nosotros somos ese estado mientras la película nos recorre.

¿Cómo puedes promover este tipo de reunión como artista? Quizás ofreciendo no tanto un signo exclamativo de atención que apunte en una única dirección, sino un campo de visión. Dentro de ese campo puede haber señales y marcadores —para que no se convierta en un simple vomitorio— que ayudan a cada espectador a encontrar su camino a través de la película. La esperanza es que cada miembro del público pueda regalarse a sí mismo momentos de reflexión (momentos decisivos) sobre cómo está juntando las piezas de la película. ¿Por qué elijo recordar esta imagen? ¿Por qué están esas frases flotando sobre ese sonido? Es como volver a mirar un campo nevado y ver tus pisadas. ¿Cómo llegué aquí? Siguiendo este camino tanto el contenido como la forma se vuelven visibles, pero ninguno existe hasta que el espectador los activa. Puedes cruzar o no. Y, por supuesto, hay una historia de formas fringe que le permiten a uno navegar por el campo o bien hacer opacas ciertas partes de ese campo. Si los espectadores nunca han visto una obra experimental, incluso la más corta de las películas puede parecerles interminable. Pero, en esos minutos que se sienten como horas, algo extraordinario puede suceder y el proceso de atención puede focalizarse. Entonces no solo vemos un camino que se despliega, sino que nos convertimos en el camino mismo.

C.A.L.: Tus filmes están llenos de ambigüedades. Por ejemplo, no sabemos si los textos leídos o escritos son generados como ficción o son transcripciones de “la vida real”. Cuando escuchamos a alguien hablando, las posiciones de “yo” y el “tú” no son claras y parecen cambiar todo el tiempo. Hay también una relación ambigua entre imagen y sonido, sin que podamos asegurar cual de los dos llegó primero. ¿Qué es lo que te atrae de estas ambigüedades?

M.H.: Déjame decir algunas palabras sobre Buffalo Death Mask (2013). Con esta película tenía una única esperanza que abandoné para hacer la obra más visible. Cuando me volví positivo (aka seroconverso) aprendí a mirar de una manera nueva. No a causa de la división entre los que éramos positivos y los que no, ni a causa de las ideas que separan a los que están muriendo o simplemente enfermos de aquellos con una salud de hierro. Estoy hablando en un sentido fisiológico, a nivel de sensaciones y percepciones. En esos años, rodeado por tanta gente que estaba a punto de morir, aprendí a ver cómo un cuerpo envejece y muere en un solo instante, del mismo modo que un lapsus verbal, una postura de yoga o una molécula de ADN sintetizan una tendencia perpetuada a lo largo de distintas generaciones. Aprendí a ver el modo en que la luz emanaba de los cuerpos. Nuestros cuerpos moribundos emitían una cualidad de la luz muy particular de la que tomé conciencia en las salas de espera del Hospital General de Vancouver, donde toda una generación de hombres se había convertido en zombies. Estaban tristes y enfadados, derrotados y no derrotados, y hermosos, y aterradores, y cada uno de ellos emitía una luz que yo podía ver cuando superaba la pura dificultad, el terror y la profecía-espejo que cada uno de nosotros significaba para el otro. Éramos una promesa para el otro. Hoy soy yo, con las lesiones faciales y el bastón. Tres meses atrás levantaba pesas de cuatrocientas libras, ahora apenas puedo ponerme en pie. Y un día, demasiado temprano, serás tú. Pero de los pechos de esos hombres con bastón, de esos esqueletos inclinados, emanaba una rara y hermosa luz en la que aprendí a confiar; y aún fui capaz de encontrar más confianza a medida que la frecuencia de mis visitas creció y me involucré en la versión local de ACT UP (Coalición del SIDA Para Desatar el Poder).

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Muchas de las imágenes de Buffalo Death Mask presentan esta cualidad de la luz, muestran cómo la luz emana de los cuerpos. Esto, más que ninguna otra cosa, es lo que yo quería compartir en el filme. De hecho, en las primeras versiones, que no tenían ningún diálogo, la esperanza era demostrar y enseñar al espectador esta forma de ver. La película actuaría como un taller secreto, enseñando a los espectadores lo que yo solo había descubierto a causa de una terrible enfermedad: que nuestros cuerpos transmiten luz. Pero, cuando mostré el filme a los primeros espectadores —que son siempre mis amigos Gary y Steve (yo los llamo la música: cuando la película está hecha, es hora de enfrentarse a la música)—, ellos me aseguraron que eran incapaces de ver nada. Sí, seguro, había momentos de belleza, pero a lo lejos. ¿Por qué debería importarnos? Convierte esos rostros en algo que importe, esto es lo que me dijeron. Entendí entonces que esas imágenes necesitaban la compañía de las palabras. Como es habitual, había llegado al final solo para encontrarme volviendo al principio.

Esas imágenes requerían la compañía de las palabras. Necesitaba, pues, mantener una conversación, pero ¿con quién? Cuando volví a pensar en esa particular cualidad de la luz, el rostro del artista canadiense Stephen Andrews vino a mi mente. Él ha transformado su itinerario transitando por varios medios; su trabajo refleja una suntuosidad muy meticulosa, autodidacta, hecha a mano, pero hay algo instantáneamente reconocible en lo que Stan Brakhage llamaría su “pensamiento cinematográfico”. Puesto que Stephen había aprendido a mirar en la misma escuela de la muerte a la que yo asistí, sus imágenes están llenas de esa luz que viene de los cuerpos. A veces, me encuentro frente a una masa de amarillo o naranja, o frente a la silueta de un edificio, o frente a un oficial de la construcción señalando a un techo desnudo, y no puedo evitar llorar porque puedo sentir las raíces y el esfuerzo que implica esa obra, y cuánto ha trabajado Stephen para traer a sus pinturas todos esos años de plaga.

Había otra razón totalmente egoísta por la que quería hablar con Stephen. Quería preguntarle cómo había sobrevivido al hecho de no morir. Antes del cóctel de fármacos nos habíamos preparado para el final, pero ¿quién podía enseñarnos cómo vivir después de este momento y abrazar una segunda vida? Últimamente esta se ha convertido en una cuestión muy apremiante para mí. En los años que siguieron al cóctel, yo fui tirando, pero arrastrando la culpa del superviviente a cada paso. Ahora, muchas noches después, todo eso vuelve a estar aquí, ha vuelto de nuevo, como un recaudador de impuestos que llega para reclamar sus deudas. ¿Por qué deberíamos estar aquí cuando hay tantos otros que murieron? El pacto silencioso que había hecho con mis amigos era que yo me marcharía antes, pero ganaría el consuelo de no tener que verlos morir. Ahora mis amigos están muriendo y eso es insoportable. Quiero saltar a cada tumba y ocupar su lugar.

Buffalo Death Mask despliega dos tipos de tiempo: el ahora y el entonces. Los cuerpos están envueltos en luz porque así es como morían entonces. Pero el filme trata también de esa conversación necesaria del presente en la que Stephen pule su luto con ligereza e hilaridad (¿de qué otro modo se puede sostener un pasado insostenible, por no hablar de sobrevivir a la propia muerte?).

Y sobre la ambigüedad autoral que mencionas, sobre el lugar cambiante del que habla… Creo que, en términos psicológicos, el proyecto de los filmes fringe es destronar al Rey o al Padre, de modo que podamos vivir en un reino de niños. Aunque siempre habrá aquellos que estén preparados para consagrar a alguien en el trono.

La noción del autor que comanda, que te dice cómo son las cosas, es frecuentemente puesta en cuestión en mi cine. En el filme que hice con Steve Sanguedolce titulado Mexico (1992), el narrador (que se dirige a los espectadores como “vosotros”, como si ellos fueran los que hacen el viaje al sur) va proyectando su ciudad natal, Toronto, en las nuevas ciudades mejicanas que encuentra; frecuentemente vemos escenas icónicas de Toronto, pero él insiste en que estamos dentro del Méjico profundo.

Los instantes más personales en mis películas son aquellos que han sido más planeados, o que parecen fragmentos que he tomado prestados. ¿Cómo lo diría Oscar Wilde? Dale una máscara a un hombre y te contará la verdad. Por otro lado, hay momentos absolutamente diarísticos, material filmado a la carrera, tomado de la vida misma, pero estos fragmentos normalmente están llamados a servir de algún modo concreto a la película, así que rápidamente se vuelven ficción.

A.M.: Tus filmes examinan realmente en “yo”, el sujeto, el yo individual. A veces nos parece como si intentaras volar o escapar del la prisión del yo. Pero, al mismo tiempo, tu experiencia de enfermedades asociadas con el SIDA necesariamente ha debido ponerte (tal y como tus filmes documentan) en una relación extraordinariamente íntima con tu propio cuerpo y con los cuerpos cercanos a ti. ¿Cuál es tu postura en relación al “yo”?

M.H.: Cuando pasé de los 16mm al vídeo, con el cambio de siglo, empecé a hacer retratos, un interés que es muy tradicional para el artista. Hice largometrajes sobre mi amigo Tom, sobre mi editor Mark Karbusicky —Mark (2009)—, y sobre el padre del vídeo Colin Campbell —Fascination (2006)—. Pero este conjunto de retratos fue problematizado cuando mezclé el género biográfico con otro conjunto de filmes fringe que, a primera vista, parecen estar en estricta oposición con el arte del retrato. Empecé a interesarme por La Fuente —el orinal de Duchamp— y por el flujo de imágenes robadas que surgían de sus atractivos interiores de porcelana. O por ponerlo en forma de pregunta: ¿cómo puede uno crear un efecto autoral a partir de material robado? ¿Pueden los momentos decisivos de una vida pertenecer a otros, incluso esos recuerdos y fotografías de extraños a los que nunca llegamos a conocer?

Si bien esto puede parecer una exageración, la comunicación adulta más frecuente es el lenguaje. No sé vosotros, pero yo todavía no he inventado una sola palabra. Todo lo que hago es robar las palabras de otros, libros de aforismos pertenecientes a vivos y muertos, que salen felizmente de mi boca con una alarmante regularidad. Sigo hablando como si esas palabras fueran mías. Con frecuencia escucho, por ejemplo, opiniones políticas acerca de países lejanos que obviamente han sido robadas (o medio robadas) a algún comentarista local o a alguno de esos insulsos ingenieros empresariales a los que se paga para transmitir las noticias de los jefes. Mis expresiones de deseo parecen, más bien, condicionadas de forma obvia por la cultura. ¿Cómo iba a saber algo sobre el amor si alguien no hubiese estado allí antes y me lo hubiese contado todo? Lo que parecen ser impulsos arrebatadores, tormentas eléctricas, disparos neuronales, están también sujetos a las redescripciones heredadas del lenguaje, donde contamos al otro lo que queremos y cuán lejos estamos deseando ir (para asegurarnos de que nunca llegaremos al lugar). Lacan lo dijo en la más económica de las maneras cuando escribió: el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Ditto, ditto.

Lo que intento hacer aquí es jugar con las ideas de la figura y del campo. El material robado sería el campo; la gran mujer o el gran hombre que cuenta su verdad, la expresión singular que solo puede llegar con su rostro, sería la figura. Pero si un miembro del público fringe encuentra su singularidad al reunirse en un colectivo, quizás la biografía fringe alcanza la subjetividad solo tras tomar un desvío por las imágenes de todos los demás. Por supuesto, esta cuestión de los recuerdos prestados, de segunda mano, es también la del mundo de los inmigrantes, donde el viejo país es superpuesto al nuevo, y la doble visión resultante es frecuentemente dirigida por recuerdos agudos que no pertenecen a aquel que los tiene.

Lo que intento localizar es una subjetividad sin subyugación. ¿Cómo puede llegar uno a la subjetividad sin tener que ser algo menos, sin tener que revivir el éxodo, sin tener que volver a abandonar Egipto?

Damaged (2000) es un filme en 16mm realizado enteramente a partir una colección de postales adquiridas en una sola tienda. En el exterior estaban anunciadas como un carrusel de vistas giratorias que contenía unas cincuenta fotos. La restricción que me impuse para el filme fue la de utilizar solo esas fotos. La cuestión era cómo iba a poder hacer un filme con fotos que, inmediatamente, sugerían una biografía, por ejemplo: la de una vida que podría haberme gustado llevar en lugar de la mía. ¿Qué fotos voy a elegir o cuáles van a elegirme a mí para que me convierta en quien soy? Hemos sido entrenados por nuestra cultura para enfatizar siempre nuestras diferencias, nuestros particulares rasgos y excentricidades. Cuando estaba en secundaria recuerdo que practicaba mi firma una y otra vez, en diferentes estilos, ¿este soy yo? ¿o este otro? Cuando era joven deseaba declamar mis diferencias, pero cuanto más mayor me hago no puedo evitar notar las similitudes. ¡Cómo nos gusta defender a nuestra tribu llamando enemigo a otro! ¡Qué llenos de miedo estamos! Por no mencionar nuestra anatomía compartida… Todos salimos de África juntos y nuestras reacciones físicas se volvieron un contraplano de nuestra geografía. Si estamos tan obsesionados por expresar nuestras diferencias, quizás sea porque en el fondo nos provoca ansiedad lo parecidos que somos unos a otros.

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Damaged trata sobre cómo las fotos del exterior se convierten en fotos proyectadas dentro del cuerpo. Las fotos ofrecidas a una persona se convierten en el modo en que esta va a vivir su vida. Hay una serie de mujeres en las que él proyecta los roles creados por las fotografías: madre, hermana, esposa. Al final, el narrador se disuelve en un colectivo uniforme que pinta casas. Aquí está el típico credo postmoderno encarnado en una imagen: la superficie se ha convertido en la vida interior. Estoy totalmente aquí, en la superficie, y estamos aquí todos juntos. Como si no pudiera ser yo mismo hasta que no soy parte de todo o de todos.

C.A.L.: Has mencionado la constante revisión a la que sometes algunos de tus trabajos. En el caso de Public Lighting ¿qué cambios presenta la nueva versión?

M.H.: La sección de apertura tenía un lánguido plano inaugural donde cruzábamos el agua en ferry. Había imaginado esto como un necesario acercamiento a la película. Pero, con el tiempo, me volví cada vez más impaciente y empecé a desear solo la felicidad de la otra orilla. Así que la primera sección, Writing, ha sido radicalmente reeditada. Para crear un archivo en vídeo en alta definición tuvimos que volver a recopilar todo el material apropiado utilizado en las secciones dedicadas a Madonna y a Philip Glass, por lo tanto esas dos partes han sido recompuestas. El título con el que se abre el filme es completamente nuevo y los capítulos del medio han sufrido pequeñas o grandes intervenciones.

A.M.: El filme comienza anunciando (en boca de su primer “personaje”) la idea de que hay seis tipos básicos de personalidad. ¿Se mantiene fiel a esto el resto de la pieza? ¿Es esa estructura evidente o la abandonaste deliberadamente?

M.H.: Yo esperaba que la estructura fuese clara pero tu pregunta sugiere que no es así. El primer capítulo, Writing, presenta a la escritora holandesa Esma Moukhtar. Ella anuncia su proyecto que es también el proyecto de la película: narrar los seis tipos de personalidad, los seis tipos de tristeza, de conocimiento. No un estereotipo, un hexatipo. Ella hace esta curiosa declaración: “Sigo pensamientos que no parecen pertenecerme, que no pertenecen a mi vida. Los llamo ‘public lighting’”. Es como si ella solo pudiera conocerse a sí misma al conocer a otros. Y, por supuesto, esta declaración la señala como la autora de Public Lighting —la película— y problematiza de nuevo la noción de autoría e identidad que está en el corazón de este filme.

Ella continúa diciendo: “Voy a contaros seis historias, a veces con la voz de un hombre, a veces con imágenes, y todas juntas se llamarán Public Lighting. Son estudios de casos particulares, biografías, que demostrarán los seis tipos de personalidad. Constituirán mi trabajo como joven escritora”. Imágenes como trabajo, como zona de construcción, como lugar donde las personalidades son hechas y deshechas.

Detengámonos en uno de sus capítulos. Se llama Hiro, diminutivo de Hiroshima, la primera ciudad devastada por la bomba atómica y, casualmente, el nombre real de su personaje principal, el actor Hiro Kanagawa. Hiro interpreta a un hombre que tiene una cámara en lugar de su personalidad. Él usa sus fotografías para distanciarse de los eventos. Se siente atraído por accidentes espectaculares, incendios, tragedias, posiblemente relacionados con la feroz destrucción de Hiroshima, pero no tiene una relación emocional con lo que ve. Entra en un callejón del infame Lower East Side de Vancouver, el barrio más pobre del Canadá, y ve a un hombre inmóvil, tumbado sobre el cemento. ¿Está muerto? ¿Necesita ayuda? Hiro levanta su cámara para sacar una foto pero no puede. Baja la cámara y pronuncia la primera palabra que oímos en el filme: “Hey”. La película existe solo para hacer posible esa palabra, para mostrarnos a Hiro abriéndose al lenguaje, del psicodrama de la soledad de su cámara al intento de abrazar la vida de un extraño. Después de hablar, él hace realmente algo, llama a una ambulancia. Este gesto señala su llegada a la subjetividad, se convierte en un sujeto al alcanzar a alguien, y esto está simbolizado por su entrada en el lenguaje.

A.M.: Tu término favorito para el tipo de cine que haces es fringe, ni experimental, ni alternativo, ni vanguardista, etc. En tu masterclass también evocaste el concepto de microcine: situaciones de exhibición pequeñas, fugaces, que no son necesariamente para grandes masas.

M.H.: ¡Tampoco me importaría! Mi teléfono está esperando…

A.M.: … Pero ¿cómo concibes al público (real o potencial) de tu obra?

M.H.: Creo que aquí estás preguntando por el viejo problema de los nombres. Una vez has hecho algo, ese algo necesita un subtítulo, quizás un género. O, por lo menos, una tipología. ¿Qué clase de cosa es?

Mi trabajo es normalmente llamado fringe o vanguardista (aunque yo me veo a mí mismo como un realizador documental), así que su lugar de exhibición más frecuente es en programas junto a otros filmes experimentales. Esto llama a un público de artistas similares —junto a programadores, distribuidores, profesionales— que hacen también este tipo de películas. Me siento un poco derrotado por este escenario. Por supuesto, a veces está bien, pero cuando se convierte en una práctica regularizada significa que mis películas están condenadas a espectadores que han visto ya demasiadas películas del mismo tipo. Me parece políticamente reaccionario que solo podamos hablar a miembros de la misma subfamilia, agrupados para balbucear nuestros dialectos de especialista.

Yo intento poner agarraderos en mi trabajo, tomar la mano de espectadores que nunca han cruzado la parcela avant-garde para que puedan, aún así, relacionarse con algo. Cuando hago mis filmes tengo en mente a mi madre. Ella es muy inteligente, pero no recibió ninguna educación en cultura visual. ¿Cómo continuar nuestras conversaciones en lugar de darle la espalda y retirarme a los códigos secretos de nuestra sociedad secreta? Creo que hay una tensión inevitable entre la creciente profundidad de la práctica especializada que uno desarrolla como artista y un público que no está involucrado en este campo. ¿Puedo entrar en una performance de danza contemporánea o en una escena de poesía vanguardista, y encontrar placer en ello, incluso si hay citas que no conozco, incluso si no puedo acceder a la información necesaria? Hacer un filme significa verlo mil veces, mientras el espectador lo ve pasar solo una vez. ¿Puede haber placer, incluso humor, en nuestro encuentro? ¿Pueden existir puntos de acceso amigables? La cuestión política es: ¿podemos usar este diligente trabajo formal para llegar al mundo, incluso para proponerle a ese mundo diferentes estructuras que podrían posibilitar nuevas formas de encuentro e incluso nuevas formas de vida?

C.A.L.: El estilo de montaje de tus filmes a la hora de combinar imagen y sonido nos parece fascinante. ¿Cómo construyes esas estructuras de montaje? Nos intriga especialmente el juego con distintas capas y tipos de sobreimpresiones.

M.H.: La película sobre mi amigo Tom Chomont empezó en dos momentos, cuando pienso en ellos a la vez, eso ya es una sobreimpresión. El primer momento fue una llamada telefónica en la que él me contó su nueva locura experimentada en fiestas que duraban toda la noche. Una mañana mantuvo sexo con un bello desconocido y, en ese momento de euforia, no estaba seguro de si había usado preservativos o no. Un par de semanas más tarde, contrajo una gripe que despertó la sospecha de que quizás se había infectado con el VIH. Dos semanas más tarde, su doctor confirmó la información: no solo había dado positivo, sino que además su nuevo virus personalizado era ya inmune a algunas de las medicinas disponibles. Mientras tanto su Parkinson había empeorado, y lo habían echado de la compañía de abogados en la que había estado trabajando a tiempo parcial durante la pasada década. Estaba arruinado, incapacitado para trabajar, y se sentía mal físicamente. Fue un momento devastador.

Un par de meses después, yo estaba en el Impakt Fest en Utrecht donde volví a juntarme con mi colega Caspar Stracke. Nada más verlo supe que quería pasar todo el tiempo con él, así que planeamos realizar un filme. Le hablé sobre Tom y ambos estuvimos de acuerdo en que si alguien merecía eminentemente una película memorial (o tres) era él. ¡Empecemos enseguida! Caspar puso una sola condición para nuestra colaboración: yo tenía que conseguir esa sofisticada y temida cosa llamada email. Me resistía a ello porque mi amiga Joanna me había introducido a la idea del email contándome cómo había roto con su novia tras una impulsiva sesión de intercambios por correo electrónico (¿quieres decir que tecleas la carta y esta es enviada al instante?, tuve que preguntarle más de una vez). En una sola tarde, un romance que había florecido a lo largo de tres años se había convertido en cenizas. Haciendo gala de mis extraordinarios poderes adivinatorios, le dije que el email era una moda pasajera que no iba a durar.

Como Tom estaba en tan baja forma, necesitábamos encontrar un modo de hacerlo llegar, de hacer aparecer algo de su Tomicidad, sin apuntar la cámara y pedirle simplemente que nos contara todo el asunto. Ante todo, no queríamos que él apareciese como un objeto del que compadecerse. No importaba que sus miembros se agitaran o que se congelaran por completo debido al Parkinson. No hay nada lastimero en Tom, ni una nota. Él permaneció, hasta el último momento, más lúcido y dignificado y erudito que toda la aristocracia del Upper East Side.

Tú has usado esa hermosa y extraña palabra: sobreimpresión. Incluso mientras hablamos aquí, hay tantas imágenes entre nosotros. Cada palabra que decís desata un recuerdo, una asociación, una imagen en forma de flash. Es algo que ya está aquí, en esta escena perfectamente ordinaria y misteriosa, donde todo está iluminado en la misma luz artificial llena de lluvia y brillos. Hay dúos, tripletes y cuartetos de imágenes que se superponen y se disuelven, unas dentro de otras. Aprendí a mirar los rostros observándolos muy despacio o muy deprisa, haciéndolos moverse hacia adelante o hacia atrás en mis aparatos de edición. Y aquí, ahora, mientras presentamos nuestros rostros al otro, no puedo evitar notar cómo vuestras caras van cambiando, de la maravilla al escepticismo, de una distancia que parece próxima a una curiosidad que se acerca. Creemos que nuestros rostros presentan una continuidad en el tiempo, pero en realidad son una sobreimpresión de muchos momentos arqueológicos que parpadean entrando y saliendo de foco. Cuanto más puedes abrirte a alguien, cuando más están deseando mostrarte, más obvio se vuelve que lo que en el cine llamamos sobreimpresión es, en realidad, un tropo del documental vivido que llega siempre que intimamos con el otro.

Creo que el cuerpo está hecho de memoria. Y, a veces, esa memoria puede llegar por el modo en que alguien te toca. En este filme, Tom se convierte en una especie de pantalla de proyección y nosotros también nos convertimos, con él, en pantallas de proyección. ¿Dónde termino yo y dónde empiezas tú? Esa es la cuestión que me perseguía: ¿puedo dejar que él toque esa parte de mí para la que yo aún no he encontrado palabras? ¿Podemos correr el riesgo de cambiar al otro y podemos ofrecer esas imágenes como evidencia de dicha transformación?

Tom-Hoolboom

Tom formó parte del New American Cinema. Ellos eran héroes Bolex de los sesenta, embarcados en una cruzada visionaria que privilegiaba las subjetividades hiperbólicas. Cómo se disgustarían estos padres y madres si viesen que las singularidades por las que lucharon duramente se han convertido en géneros. Tom presentó a Robert Beavers y Gregory Markopoulos, y sus cortos, vivamente editados, son parte de esa corriente de estética homo-fringe, aunque más inclinados hacia el diario, tejidos a través de una cascada de luz blanca.

Recuerdo la primera vez que nos sentamos hasta tarde en su apartamento de Elizabeth Street, al oeste del Bowery, que era del tamaño de un sello. Entonces todo en la habitación se volvió más y más luminoso. Todos los objetos brillaban, el apartamento entero nadaba en luz. Su mirada se volvió ligeramente bizca y una desinhibida sonrisa idiota cruzó su rostro y se quedó ahí durante una o tres horas. Esta luz blanca era un acompañamiento regular durante nuestras sentadas y él encontró una manera de reproducirla en sus películas: haciendo una copia en blanco y negro de alto contraste de una escena y superponiendo a esa copia la película reversible original en color. El efecto de esto es que las partes más luminosas se sobreexponen, creando un aura blanca que lo cubre todo, mientras las sombras son aplastadas. El rollo en alto contraste actúa como un matte, así que la imagen en color aparece solo donde hay negro. Me asombró el hecho de que Tom hubiese encontrado una técnica para reproducir su experiencia. Se la llamó “experimental” claro, pero en realidad era documental. Él estaba siendo totalmente fiel a lo que veía.

Para volver a tu pregunta sobre las sobreimpresiones, este brote de luz blanca es también una especie sobreimpresión en “la vida real”, y así Tom encontró una manera de compartir su particular forma de mirar vía la figura fílmica de la sobreimpresión.

A.M.: Otra cuestión relacionada con la estructura. Normalmente utilizas una estructura en partes, sean las múltiples pantallas de Frank’s Cock (1993) o los sucesivos retratos/historias de Public Lighting. ¿Acercarte a las cosas desde esta perspectiva prismática es una característica esencial de tu temperamento artístico?

M.H.: Lo que intento es pensar en cada película como en una progresión de escenas. ¿Dónde comienza, cómo se desarrolla y de qué manera termina la escena? ¿Cuál es la trayectoria de la escena y cómo pasa a la siguiente? Buffalo Death Mask está enmarcada por rostros en sobreimpresión que se mueven a cámara lenta, ofreciendo una puerta de entrada a este mundo misterioso y, luego, una puerta de salida. Durante este acercamiento hay una serie de títulos que hablan sobre el encuentro: ¿cómo digo hola, cómo entro en esta habitación hecha película? Estos títulos describen el encuentro entre dos amantes que podría ser también el del filme y su público. La escena final está liberada de la necesidad del lenguaje, así que lo que tenemos es repetición con una diferencia. En medio de esas dos puertas, hay una serie de escenas que empiezan con un plano general de una ciudad. En la gramática clásica de Hollywood este es el plano de situación, que ofrece la vista de una ciudad y que debería ser seguido por el plano de una casa, y después por el plano de dos personas hablando en su interior. Pero en lugar de un primer plano de gente hablando, lo que tenemos aquí es un primer plano de dos voces y un montaje asociativo.

Después de los planos que enmarcan al filme, hay dos secciones con conversaciones en voz over y, entre ellas, un interludio musical. La primera conversación termina con Stephen hablando sobre su compañero Alex que murió de SIDA. Él dice: “No solo los pierdes a ellos, también pierdes lo que recordaban de ti. Y si no te entiendes a ti mismo, entonces estás doblemente despojado”. En otras palabras, estamos hechos de los recuerdos de otros. Entonces entramos en el interludio, dos manos se acercan en el agua, eco de la mano solitaria que vimos al principio del filme. De nuevo: repetición con una diferencia. Hay un grupo de gente reunida bajo una luz humeante, como si todos fuésemos seropositivos. Después volvemos a la conversación donde Stephen y yo hablamos sobre la vida después de la muerte. ¿Voy a morir hoy? Tal y como Stephen comenta: “Me llevó tres o cuatro años volver a reconstruir a Humpty Dumpty”.

En mis años jóvenes me abandoné insensatamente a la realización de películas. Lo que necesitaba era encontrar una manera de organizar el material, de entender los modos más elementales de la estructura audiovisual (aquellos que no conforman las estrategias del plano-contraplano del cine dramático). Pero, al carecer de mentores o de oídos atentos a consejos razonables, creé muchos universos fílmicos oscuros.

Un día, azarosamente, di con el trabajo de Matthias Müller. Incluso en los operísticos experimentos en Super-8 que había realizado en su sala de estar, pude ver de forma muy clara: “Oh, sí, esto es el principio, esto es el nudo, y esto es el desenlace de la escena. Y aquí comienza otra escena”. Por supuesto, desde entonces, él ha salido del armario y ha anunciado al mundo que es el fan número uno de Hitchcock. Todo el mundo necesita un padre, aunque solo sea para decirle que no eventualmente. Matthias tuvo a Alfred, y yo tuve a Matthias.

C.A.L.: Frecuentemente tus filmes tratan de la experiencia íntima entre dos personas. Pero, tal y como dijiste en tu masterclass, esto se convierte siempre en un trío, porque algo interviene o actúa como mediador: la cámara. Y después llegará el público (grande o pequeño) que verá el filme. ¿Cómo conectas estos dos reinos de lo privado y lo público?

M.H.: Siento que el montaje crea una movimiento muy básico que Freud describió como fort da (lejos/aquí). Mientras estoy editando necesito estar muy cerca del material; sentir cómo llega el ritmo de cada corte. Vosotros habéis estado haciendo remontajes digitales, por lo tanto sabéis que si cortas dos o tres fotogramas de la cabeza o de la cola de un fragmento, eso marca la diferencia entre una respiración brusca y una prolongada, estos fotogramas articulan el flujo, la erupción, el pulso. La longitud de la cola de un plano cambia el modo en que recibimos al siguiente. También puede construir el final de un gesto —como el gesto de salir por una puerta, que podría ser la última puerta o parte de una infinita serie de puertas que nunca dejarás de cruzar—. ¿Cuándo llegaremos al final del otro, al final de tu sonrisa?

Necesito estar cerca de cada corte, pero luego necesito estar lejos. Necesito mirar al material como si perteneciese a un extraño. Nunca he vivido en esta casa antes, ¿cuáles son las costumbres de ese lugar? Es difícil mantener ese movimiento de ida y vuelta. Cuando me alejo del material estoy intentando ocupar el lugar del público que tiene la fantástica ventaja de ver esa película por primera vez. Cuando edito, siempre estoy moviéndome entre público y artista.

C.A.L.: ¿Qué nos dices sobre la música de tus filmes? Obviamente tú tienes un sentimiento fuerte por la música y también un sentido musical. ¿Compones o tocas música? ¿Cómo trabajas con ella en tus filmes?

M.H.: Me encanta la música, pero nunca aprendí a tocar una sola nota. Cando era adolescente, el vinilo rasgaba las palabras que yo todavía no había aprendido a gritar, las emociones que mi cuerpo sufría por recrear. Pero estos fueron conocimientos convencionales. Yo había sido programado por la cultura corporativa y, un día, abandoné toda mi colección de vinilos en el sótano de una pensión. Cuando no tuve más discos, entonces pude empezar a escuchar de nuevo, no ya los surcos cerrados de la cultura dominante, sino simplemente todo aquello que sucedía a mi alrededor. Enfermar fue la clave. Otros empiezan a tocar el violín, o a manosear acordes de piano. Yo tuve mononucleosis, fallos renales, hepatitis. Hubo una larga serie. Y, tras cada uno de estos largos episodios de enfermedad, después de que el mundo entero se hubiera reducido al tamaño de mi cuerpo, me tambaleaba hasta la puerta principal y escuchaba cada una de las bocinas de los coches, podía escuchar cómo el viento cantaba a través de cada brizna de hierba. La enfermedad me ayudó a despertar al sonido.

Cuando estábamos trabajando en el filme sobre Tom, Caspar me inició en un nuevo tipo de música con la que él estaba muy entusiasmado. Él siempre está saltando a nuevas ciudades, a nuevas situaciones, no tiene miedo a nada. Para ser honesto, cuando reprodujo esta música por primera vez, yo estaba esperando a que empezase. ¿Cuándo va a empezar? Él me miró confundido: “No, no, es esto”. A veces grabo un CD para los amigos, ellos se lo llevan a casa y comienzan a preguntarse si hay algún problema con sus altavoces. No queridos, eso que suena es la música. Puede sonar como un manojo de tuberías atascadas, o como el retumbar profundo de un pecho congestionado. Solía gustarnos mucho el sello Mille Plateaux. Actualmente la música que más me gusta es la de Machinefabriek, que saca una espléndida colección nueva cada mes y cuyo acompañamiento musical aparece generosamente en algunos de mis trabajos.

La música sigue siendo una especie de ambición en mi trabajo. Todo aspira a una condición musical: las imágenes, los sonidos, la voz. Todo surge como ritmo, sinergia, pausa, respiración, pulso, expulsión, crescendo. Hay un tono dominante que la música produce instantáneamente, filtrándose en lo que sea que pensemos de lo que está sucediendo, oponiéndose o apoyando los eventos visuales. Normalmente trabajo con muchas, muchas pistas de loops, atmósferas y drones. Y mientras lucho por encontrar una forma para el filme que, entre otros, mi madre pueda considerar sensata, lo que conduce al proyecto es cierta urgencia rítmica interna.

A.M.: Una última pregunta. No te veo como a uno de esos directores en contra de lo intelectual o de la teoría. Parece claro que esto forma parte de tu vida. Escuchando tu clase magistral tuve la impresión de que cada teórico bueno y útil es, para ti, una especie de artista. En tanto que artista ¿qué papel juega para ti la teoría o, más bien, las teorías particulares?

M.H.: Cómo aprecio las palabras que escribís, Adrian y Cristina. Pero, como artista, necesito encontrar una manera para sobrevivir a ellas. ¿Cómo puedo sobrevivir a vuestras verdades fatales? Quizás puedo tomar esas verdades, o cualquier cosa contada en esta entrevista, como parte de lo que Roland Barthes llamó “la ciencia de lo particular”. Sus leyes no se sostendrían a lo largo de todas la épocas y circunstancias, sino que serían relevantes solo en un caso, un hápax legómenon de la ciencia.

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Adoro muchas de las cosas que Barthes escribió, particularmente los pasajes que no entiendo, que son muchos más que los que tienen sentido para mí. Es bonito bajar la colina de la mano de alguien ¿no? Me encanta su curioso e idiosincrático trabajo sobre la fotografía, La cámara lúcida, donde él lee la historia del medio como un cuento familiar. Y la persona más importante en la historia de la fotografía es… ¡su madre! Por supuesto, ella también es la persona más importante en su vida. A partir de la historia de la relación con su madre, él crea una historia de la fotografía basada en la noción del punctum, el punto que perfora, la parte de la fotografía que te hace daño, que te empuja hacia ella y se separa del resto. Sus frases perfectas llegan de un lugar de apasionante intimidad, puedes sentir cuánto le costó escribir esas frases, cuánto había en juego al mirar unas pocas fotografías, y su habilidad para traducir todo esto de manera que incluso un extraño puede compartirlo.

Durante los últimos tres años he estado leyendo a Adam Phillips, un prolífico expsicólogo infantil británico. Él tiene consulta con sus pacientes todos los días excepto los miércoles, que es cuando escribe; y produce un libro nuevo cada ocho meses. Vuelvo a sus páginas solo por el placer de recorrer con mi lengua sus frases inmaculadas, es una máquina de máximas. En su último libro, Missing Out: In Praise of the Unlived Life (2012), está muy interesado en la cuestión de la frustración y los obstáculos. Él sugiere que los obstáculos nos muestran lo que realmente queremos. Como alguien que se ha vuelto peligrosamente mayor, todavía estoy intentando aceptar eso. Para Phillips la frustración es una cualidad muy infravalorada, él siente que es el terreno del que surge la creatividad. Si todo fluye, si vas encontrando respuestas a todo, ¿por qué ibas a inventar algo nuevo? El escritor noruego Karl Ove Knausgard dijo más o menos lo mismo de su épico monumento en cinco tomos, My Struggle. Sus más de 3500 páginas fueron precedidas por un periodo de cuatro años en el que fue incapaz de escribir nada. Él insiste en que el acto de no escribir y el acto de escribir están íntimamente unidos: sin el no escribir, el escribir no sería posible. Pero nuestra cultura está entrenada para mirar solo la exhalación, no la inhalación. Estamos acostumbrados a centrar nuestra atención en los logros, los resultados, la expresión, no en los años de frustración y vacío. ¿Por qué no están nuestras revistas llenas de avatares de la frustración? ¿No sería eso mucho más útil que ver el desfile de todos esos ganadores de premios?

Como artista, creo que Phillips me esta preguntando: ¿cómo puedo invitar a la frustración? ¿Cómo puedo crear un ecosistema de frustración en el que sea capaz de encontrar nuevas soluciones? Ahora mismo, llevo cinco años con una película titulada We Make Couples. Es sobre la cuestión del lugar que ocupa la pareja dentro del capitalismo, y sobre cómo los miembros de la pareja pueden reproducir entre ellos las cuestiones del capitalismo. Por ejemplo: ¿te estoy convirtiendo en mi propiedad exclusiva? ¿Nos pertenecemos, en cierto modo, el uno al otro? ¿Me estoy presentando como un marca particular? ¿Qué pasa si esa marca cambia? ¿Está bien eso? Normalmente cuando las parejas se hacen mayores tienen hijos, lo cual requiere buenos trabajos, vivir en buenos vecindarios, poseer una casa bonita, etc. Y, entonces, de repente, parece que eres parte del sistema, un defensor del status quo.

¿Pero podría la pareja ser también una forma de resistencia? Y, si es así, ¿en qué modo? En la película varias personas preguntan a la otra estas cuestiones para intentar encontrar formas y contenidos que puedan nadar juntos. Ellos están preguntando: ¿cómo podemos vivir juntos? ¿Y si conseguir lo que quiero no es lo que quiero? ¿Es una regla la geometría de las parejas? ¿Qué hay del plancton o de las pirámides? ¿Existen estructuras más sostenibles?

Las teorías están girando a nuestro alrededor y cuando cantan a través de tu cuerpo y del cuerpo de las ciudades, entonces están vivas y es hermoso. Cuando son usadas como un garrote, para decirnos cómo se supone que deben ser las cosas, entonces es el momento de volver a convertir esas respuestas en preguntas. O si no ¿qué?

 

Traducción al español: Cristina Álvarez López

 

 

© Mike Hoolboom, Cristina Álvarez López, Adrian Martin, diciembre 2014