Conversación con Carlos Losilla sobre Raoul Walsh

El desalojo del clasicismo

A pocas horas de decretarse el estado de alarma, los ejemplares de Raoul Walsh (Editorial Cátedra, Signo e Imagen. Cineastas, 2020), el nuevo ensayo de Carlos Losilla, llegaban a las librerías españolas, donde quedarían confinados a la espera de una incierta reapertura, que no se produciría hasta varias semanas después. Ese período de pausa fue una invitación a volver sobre el inagotable cine de Walsh desde casa, con la confianza de poder contrastar nuestras impresiones con las del libro de Losilla una vez el panorama mejorase y pudiésemos adquirir su libro presencialmente. Además, ¿cómo no dejarse arrastrar por unas películas que celebran el movimiento constante de sus personajes cuando uno debe enfrentarse a la reclusión impuesta por la pandemia?

La lectura de esta monografía, sin embargo, nos acaba sugiriendo que nada es exactamente lo que parece en la obra de Walsh, hasta el punto que ese carácter tumultuoso y agitado de su cine no debe ocultar la relevancia de los momentos de pausa, de reposo, que se volvieron cada vez más frecuentes tras su célebre etapa como director en el seno de la Warner Bros durante los cuarenta. ¿Hasta qué punto los prejuicios y los lugares comunes han condicionado nuestra visión sobre el autor de Murieron con las notas puestas (They Died with Their Boots On, 1941), Al rojo vivo (White Heat, 1949) o Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939), pero también de títulos tan infravalorados como Mi chica y yo (Me and My Gal, 1932), The Man I Love (1946) o La rebeldía de la Sra. Stover (The Revolt of Mamie Stover, 1956)?

En su ya lejano La invención de Hollywood (2002), Losilla sentaba las bases de su visión del clasicismo, muy alejada de las lecturas superficiales y homogéneas que todavía perduran en el imaginario sobre el cine estadounidense de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Decía lo siguiente: “Hollywood también es un invento de los eruditos. David Bordwell, en El cine clásico de Hollywood, legitima el estilo «clasicista» e incluso le otorga un período dinástico (1930-1960) sin apenas preocuparse por las distintas corrientes subterráneas que transitan ese vasto océano. Del mismo modo que los cinéfilos han inventado el Hollywood de la nostalgia, el mundo académico ha hurgado en su chistera para dar forma a un cine clásico entendido como sistema cerrado de escritura, la variante principal de lo que Nöel Burch llamó Modo de Representación Institucional. Incapaz de ajustarse a esos baremos, el cine americano de esa época es multiforme y variado, incluso pone en duda que algún día existiera en su seno un canon clásico. El propio hecho de que muchos sigamos llamándolo «americano» —y no «norteamericano» o «estadounidense»— delata su condición evanescente y volátil: un estado mental cuyos componentes míticos se desplazan con demasiada fluidez como para atender a cualquier tipo de clasificación rígida.”

Raoul Walsh

Carlos Losilla

En su nuevo libro, que llega tras La invención de la modernidad (2012), otra obra muy lúcida en la que se cuestionaba hasta qué punto el origen de la modernidad cinematográfica se hallaba en ese mal llamado clasicismo, Losilla disecciona la carrera de Walsh obviando anécdotas biográficas y sin apenas consideraciones contextuales habituales en esta colección de Cátedra dedicada a los cineastas: las formas y los gestos se imponen en un recorrido fílmico sugerente, apasionado y no carente de osadía. Al fin y al cabo, el Losilla fabulador y literario de ensayos como Un sitio de Viena (2008) o En busca de Ulrich Seidl (2004) sigue estando aquí, aunque aparezca discretamente.

Sobre todo ello, y en el contexto de un año sin apenas estrenos de películas de Hollywood en todo el mundo ni cines abiertos en Barcelona —la ciudad que ambos compartimos—, conversamos en esta entrevista desconfinada, que aspira a fomentar el redescubrimiento de Walsh, un cineasta que merecería mucha más atención de la que hoy en día recibe de nuevas generaciones de cinéfilos.

Me gustaría empezar por el principio. ¿Cómo se gesta este ensayo dedicado a Walsh? ¿Hasta qué punto supone una culminación de tus distintos textos en los que has ido cuestionado una idea uniforme del cine clásico de Hollywood? En la “Nota Introductoria” de tu libro, ya adviertes al lector de que no seguirás una vía convencional y optarás por “un discurso que, como los propios personajes de Walsh, sea capaz de moverse libremente no solo por los entresijos de las películas, sino también por lo que sugieren en relación al cine de tu tiempo”…

Tras publicar La invención de la modernidad, propuse a la editorial varios cineastas sobre los que podría escribir, entre los que estaba Walsh. Al cabo de un año, me dijeron que sí, y desde entonces fue un libro de larga gestación por la investigación, por volver a ver las películas y, sobre todo, por las interrupciones que me impedían dedicarle el tiempo necesario. No sé si es una culminación… Es más bien otra vuelta de tuerca sobre lo que significa acercarse a la obra de un director. No quería tomar a Walsh como excusa, ya que me apetecía escribir sobre él, pero sí era alguien que me venía muy bien para hablar de determinadas cosas sobre lo clásico y lo moderno, aunque fuesen a modo de pinceladas que no están del todo desarrolladas en el ensayo.

El libro lo fui concibiendo a medida que iba revisando y repensando las películas. Lo único que tenía claro era la estructura más o menos cronológica para obedecer un poco la línea de la colección “Cineastas” de Cátedra, aunque sí tiendo mucho a ir hacia adelante y hacia atrás en el tiempo.

Jane Russell en «La rebeldía de la Sra. Stover»

Imagino que, por una cuestión de extensión, era casi imposible abordar una a una todas las películas de Walsh con su contexto, ¿no?

Totalmente… Hubiese sido una locura. Es un cineasta de más de cien películas, aunque muchas de las mudas estén perdidas, y, además, ese tipo de análisis historicista ya se ha hecho.

Aunque tu ensayo es muy escurridizo y amante de las digresiones, ocasionalmente sí asienta conceptos muy definidos, como cuando aludes a las distintas etapas en la carrera de Walsh: una primera época muda poco definida en la que se tiende a “la acumulación y el movimiento”, unos años treinta también agitados en los que el cineasta parece estar persiguiendo “su forma” mientras salta por distintos géneros, una etapa de éxito popular en Warner Bros más codificada y realista durante los años cuarenta y, por último, dos décadas, las de los cincuenta y los sesenta, en las que su cine tiende a “la saturación y a la ausencia”,… Parece que tu voluntad en el libro sea la de integrar toda su filmografía en un solo discurso, sin caer en las jerarquizaciones… ¿Hasta qué punto querías reivindicar todos aquellos títulos olvidados que no suelen incluirse dentro del canon Walsh?

Algo de eso hay… Sí quería negar, aunque fuera implícitamente, que el mejor Walsh es el de los cuarenta, el del cine negro de Humphrey Bogart y James Cagney. Quería reivindicar que hay distintos Walsh. No sé si es exactamente un director que busca pronto un estilo definido, ya que es alguien que, en el fondo, es muy dependiente de la industria en las distintas épocas. En los treinta, va dando bandazos y al mismo tiempo experimentando, pero cuando hay un clasicismo más estabilizado en el seno de la Warner su cine también se vuelve más equilibrado. Y cuando todo el sistema empieza a desintegrarse en los cincuenta, su estilo también lo refleja… A diferencia de otros directores, que intentan seguir haciendo las mismas películas clásicas, Walsh se deja llevar por esa crisis del clasicismo y entonces aprovecha para mostrarse con la mayor libertad, también en producciones cercanas a la serie B y con actores menos dotados a los que saca provecho, como Rock Hudson. Lo suyo fue saber adaptarse a las circunstancias y aportar su personalidad.

Rock Hudson en «Los gavilanes del estrecho»

Aprovechando lo que comentas de los intérpretes…Me gustaría que hablásemos de los actores y de las actrices con los que filmó Walsh en varias ocasiones, estableciendo un vínculo entre sus distintos personajes y mostrando, en ocasiones, al ser humano tras el personaje. Pienso en hombres como Errol Flynn, Clark Gable o James Cagney, y en mujeres como Virginia Mayo, Yvonne De Carlo, Dolores Del Río, Jane Russell, Olivia de Havilland o Ida Lupino… En varios momentos del libro, aludes al concepto de “metteur en scene” que practican algunos intérpretes para “dirigir” determinadas escenas y también en cómo Walsh se despedía, de algún modo, de los actores/actrices con los que había compartido varias películas en escenas muy significativas, como el final de The Man I Love con la mirada al fuera de campo de Lupino… ¿Hasta qué punto crees que la personalidad de determinados intérpretes marcaba la puesta en escena de Walsh?

El de Walsh no es un caso comparable al de John Ford, que filmó la evolución de John Wayne desde La diligencia (Stagecoach, 1939) hasta El hombre que mató Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), pero sí que es un director que supo acomodarse a muchos intérpretes a lo largo de su carrera y que establecía con ellos un diálogo, un intercambio. Es, quizás, el cineasta del clasicismo más preocupado por el cuerpo, por la gestualidad particular de cada actor o actriz. Él se comparaba con un pintor, ya que filmaba según lo que veía. Howard Hawks o Ford tenían más claro lo que querían captar de los actores, no eran tan intuitivos. Aunque también hay que tener en cuenta que la relación de Walsh con los intérpretes variaba según las normas del cine de cada época…

Es un poco lo que comentabas antes de Hudson… De hecho, en la película de Mark Rappaport (Rock Hudson’s Home Movies, 1992) se abordaba el erotismo de este actor en Los gavilanes del estrecho (Sea Devils, 1953), donde le vemos siempre con el torso desnudo, casi como una actualización del Douglas Fairbanks de Ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1924)…

En los cincuenta, no solo está el caso de Hudson, sino también el de Yvonne De Carlo, a la que Walsh filma con una carnalidad muy llamativa en dos películas tan distintas como Los gavilanes del estrecho y La esclava libre (Band of Angels, 1957) y luego sigue una línea similar con Jane Russell en Los implacables (The Tall Men, 1955) o La rebeldía de la Sra. Stover. Es una forma de acercarse a las actrices que nada tiene que ver con cómo retrataba, por ejemplo, a Ida Lupino en los cuarenta.

James Cagney en «Al rojo vivo»

Y luego está el caso de James Cagney, que tiende a la sobreactuación y al que Walsh sabe sacar mucho partido…

Es que Cagney era un volcán… Pero, desde Los violentos años veinte, Walsh ya sabe aprovechar su movimiento continuo para experimentar con las imágenes. Y eso es algo que ya estaba presente en los años treinta, que es una década de su obra a la que se hace poco caso. Él filma entonces varias comedias que van dando tumbos, pero también dan forma a algo, que debe parar en los cuarenta, y que solo se puede retomar en los cincuenta… Por ejemplo, Joan Bennett en Mi chica y yo se muestra como una actriz muy saltimbanqui. Nunca para de moverse, hasta el punto que Walsh acaba mostrando su culo durante treinta segundos en primer término cuando danza para el personaje de Spencer Tracy… Esta suerte de estudio del movimiento le sirve mucho para desarrollar una “poética del traspié” de la que hablo en el libro, ya que a Walsh no le importa que los intérpretes puedan llegar a desmontarle el equilibrio de un plano. Algo que creo que Ford no aceptaría…

El trasero de Joan Bennett en «Mi chica y yo»

Sobre esto que comentas, en tu ensayo das mucha relevancia al concepto de puesta en escena y hay muchas alusiones a la horizontalidad y a la verticalidad tanto de los actores como de las composiciones. Un aspecto interesante es que detectas que en muchas películas de Walsh ese “orden del mundo” que otorga la puesta en escena es muy precario, siempre está a punto de desvanecerse. Esa renuncia a la armonía y al equilibrio, como ocurre en algunos filmes suyos previos al Código Hays (1934), como la ya citada Mi chica y yo o Hello, Sister! (1933): “En los años 20 y 30, parece que ni siquiera las tres paredes del escenario, o lo cuatro bordes del encuadre, deban ser objeto de respeto alguno. Los personajes se convierten en una multitud y alborotan tanto que no sabemos dónde mirar, a veces incluso tememos un desbordamiento que podría dar al traste con la belleza del plano. Los héroes caen y dejan el encuadre vacío, desamparado, siéndole negada esa función que le permite mostrarnos el mundo. Pues no hay más belleza que el tumulto y el desorden, por mucho que a veces, fugazmente, también la encontremos en un segundo de equilibrio y simetría, en una cierta musicalidad perfecta”. ¿Esta concepción “tumultuosa” de la puesta en escena es atribuible a la personalidad artística de Walsh o es propia de una época en la que el lenguaje del cine, por así decirlo, aún estaba en construcción?

Creo que se debe un poco a las dos cosas, ya que en los cuarenta este aspecto tumultuoso estará menos presente en su cine. Pero creo que sus películas de los treinta nos dan la idea de otro Walsh posible o incluso del verdadero Walsh, que, de algún modo, se domestica en la época Warner. Hay que tener en cuenta que era una productora muy reglamentada y debías ceñirte a los thrillers y al cine social. No era tan habitual hacer comedias, aunque allí rueda La pelirroja (The Strawberry Blonde, 1941), que tiene que ver con lo que hacía en los treinta, pero de forma más equilibrada. Aunque abandona su estilo libre en esa época, Walsh sí sigue jugando con la horizontalidad, con la verticalidad, con la musicalidad… Y, a veces, tensa el plano, como en los dos desmayos de Olivia De Havilland en La pelirroja y Murieron con las botas puestas que comento en el libro. Por otro lado, es significativo que su última película sea Una trompeta lejana (A Distant Trumpet, 1964), que es muy representativa de esta última etapa en la que vuelve a experimentar… Es un filme al que se le ha acusado de impresionista, deslavazado y poco estructurado, pero que, en realidad, está al borde de la modernidad. De hecho, esa modernidad ya se intuye en su cine de los treinta…

El desmayo de Olivia de Havilland en «Murieron con las botas puestas»

Pero, quizás, se ha estudiado muy poco esa década de su cine, ¿no? Se piensa que es más una etapa de transición para Walsh hasta que se consolida con Los violentos años veinte

Es algo que pasa con Walsh y con casi todos los directores clásicos americanos… Con Ford sucede lo mismo: sus películas de los treinta son las menos comentadas hasta que llega La diligencia. La excepción de esa época serían las screwball comedies de directores como Hawks, Leo McCarey o Ernst Lubitsch, que sí despiertan mucha atención entre los analistas. Pero sería interesante relacionarlas con las comedias de Walsh de los treinta, que luego él deja de hacer en la Warner.

Aunque el humor y la musicalidad nunca desaparecen del todo, ¿no? En Gentleman Jim (1942), recuerdo una escena en la que reaparece la bulliciosa familia del boxeador protagonista antes de un combate muy trascendental y agitan totalmente la puesta en escena con un número musical inesperado, que altera el orden y el tono de la película…

Sí, o esa escena que comento en el libro en la que se produce una interrupción total de un wéstern como Murieron con las botas puestas para tocar una canción al piano…Sí, esas suspensiones permanecen y son algo definitorio de Walsh, que no vemos en otros cineastas clásicos.

Cambiando de tema, me gustaría recuperar una declaración de Walsh, que decía que “en todas mis películas, toda la historia gira en torno a la escena del amor”. En este sentido, en tu libro matizas que “las “historias de amor” walshianas se caracterizan por hacer efectiva esa misma denominación. No constan solo de “amor” sino que también son “historias”, se mueven, avanzan y retroceden, se trasladan de un sitio a otro, no tanto atravesando grandes distancias como girando alrededor de enclaves específicos que a veces pueden ser lugares, a veces hombres o mujeres, a veces objetos. Y, claro está, esas historias no pueden desarrollarse de una manera lineal (…)”. ¿Coincides con Walsh en que las escenas de amor eran fundamentales en sus películas? ¿No son acaso más importantes esos movimientos que la culminación en sí del romance?

Es que las historias de amor no se pueden separar del movimiento en Walsh. Está el tema que ya hemos comentado de los desmayos como expresión del ansia amorosa, que es algo que luego hereda curiosamente François Truffaut…Y algo parecido sucede en La rebeldía de la Sra. Stover, donde Jane Russell no llega a desmayarse, pero también se reclina en una de las escenas finales cuando tiene una decepción amorosa. Esta vinculación del amor con lo físico, con los cuerpos, rompe con el tradicional plano/contraplano del clasicismo. Es interesante también plantearse hasta qué punto estas historias de amor eran las que guiaban las películas de acción con las que se asocia el cine de Walsh. Y, curiosamente, un filme abiertamente amoroso como The Man I Love es de los menos valorados de su filmografía. Creo que es uno de sus títulos más personales, que puede verse hoy sin los prejuicios de mi generación, que asociábamos su cine solo a los grandes géneros…

Ida Lupino en «The Man I Love»

Tengo la impresión de que, a diferencia de otros autores del Hollywood clásico muy celebrados hoy (como Hawks, Ford, Fritz Lang, Douglas Sirk o Alfred Hitchcock), Walsh ha quedado un tanto olvidado por las nuevas generaciones de cinéfilos. En este sentido, en tu ensayo recuerdas que nunca fue un director especialmente celebrado por los Cahiers du cinéma y puede que todavía perdure la impresión de que era un cineasta con un estilo un tanto indefinido, difícil de abordar desde un discurso autoral. ¿Cómo crees que se puede integrar a Walsh en el discurso crítico de hoy? ¿Hasta qué punto la obsesión con la teoría del autor ha perjudicado la valoración de su trayectoria fílmica?

Sigo pensado que es un director difícil de aprehender en cuanto a estilo. No es un cineasta tan reconocible en cuanto a los planos como un Ford, un Hawks, un Lang, un Hitchcock o incluso un Jacques Tourneur… Es mucho más escurridizo. Parece como si él mismo boicotease la concepción formal que se podría tener de su cine. Es un director que tiende a ocultarse, a esconder los rasgos de lo que sería su puesta en escena. Y, además, en cada período cambia su máscara…A mí, de hecho, me interesaba analizar un cineasta de estas características porque, al fin y al cabo, el propio concepto de cine clásico es escurridizo. Más allá de la cuestión autoral, es interesante ver cómo cada director de esa época dialoga de un modo distinto con el sistema de estudios que se les impone. Y Walsh, de alguna manera, es el que hace más juegos de manos…

Pero luego, es curioso que también haya cineastas clásicos con rasgos autorales mucho más definidos que Walsh, como King Vidor, que tampoco parecen ser muy estudiados y celebrados hoy en día… Es como si el efecto Cahiers todavía perdurase al abordar esa época.

Sí, lo del peso de lo que defendían los Cahiers de los años cincuenta es cierto, pero en el caso de Vidor también ha habido muchos prejuicios ideológicos con su cine, por esa apuesta por el individuo soberano, por todo lo que supuso El manantial (The Fountainhead, 1949)…Y luego está el caso de las influencias. Hoy, por ejemplo, Pedro Costa se reivindica heredero de Tourneur y de Ford, que políticamente también ha sido cuestionado, pero lo hace, sobre todo, porque son directores formalmente más reconocibles que Vidor y ya no digamos que Walsh. Estos dos no tienen herederos claros en la actualidad… Sería un tema muy interesante a tratar en un futuro ensayo.

Uno de los aspectos que tratas en tu libro es el de los remakes, más o menos declarados, que efectúa Walsh sobre sus propias películas. Está el caso de esa nueva versión de La pelirroja que es One Sunday Afternoon (1948), pero también el paso de El último refugio (High Sierra, 1941) a Juntos hasta la muerte (Colorado Territory, 1949). Y luego, aunque no escribas de ello, creo que también se podría considerar que Los implacables es un remake de La gran jornada (The Big Trail, 1930). En tu ensayo, te detienes especialmente en One Sunday Afternoon resaltando que la película, en relación a su versión previa, supuso “una derrota, la demostración implacable del paso del tiempo. Para la poética de Walsh y del propio cine clásico”. Me gustaría que hablásemos un poco brevemente de los otros dos remakes… Mi impresión es que en Juntos hasta la muerte, con la traslación del contexto de cine negro de El último refugio a las formas del wéstern, se produce una depuración estilística que deja la trama en los huesos, mientras que en Los implacables percibo una mirada desencantada, afectada por el paso el tiempo en el cine y en las vivencias de los personajes veteranos, pero todavía perdura una gran vitalidad, no la “petrificación” de las formas que tú adviertes en One Sunday Afternoon

Volviendo a lo que decíamos antes sobre lo amoroso en Walsh… Los implacables es una de sus grandes historias de amor. Está llena de meandros y zigzags, de encuentros y desencuentros, pero logra unir a los personajes de Gable y Russell mediante objetos que invitan a la horizontalidad y al reposo, como la manta o las botas, tal y como trato en el libro. La gran jornada la veo más como una película de los inicios, de la conquista, y su final, con esos personajes aplastados respecto a los árboles y con la cámara subiendo al cielo, es casi como una muestra de una idea de América en la línea de Walt Whitman. Los implacables es una película más íntima, no tan grandilocuente, y tiene un punto autoirónico. El personaje de Gable no quiere ya fundar los Estados Unidos como el de John Wayne en La gran jornada; solo aspira a refugiarse con su amada. 

«La gran jornada» / «Los implacables»

Coincido contigo en que Juntos hasta la muerte es mucho más abstracta que El último refugio. Es una película más esencial y mineral… Por eso quise que la imagen de las dos manos entrelazadas de los amantes en la tierra de su final fuera la portada de mi libro, ya que es muy definitoria de Walsh. En El último refugio hay un cierre mucho más operístico con Lupino recogiendo el cadáver de Bogart… Habían pasado unos años entre ambas películas y Walsh podía permitirse en la segunda ir más lejos, cuando ya está a punto de dejar Warner.

«El último refugio» / «Juntos hasta la muerte»

Me gustaría detenerme ahora en el papel de la mujer en el cine de Walsh. Creo que su filmografía ofrece ejemplos muy estimulantes de figuras femeninas fuertes, que son mucho más que meras comparsas de los héroes, algo notorio en la última etapa de su carrera. Así, en tu libro apuntas que en Esther y el rey (Esther and the King, 1960), Los implacables y Un rey para cuatro reinas (The King and Four Queens, 1956), “la figura femenina llega al final del relato en pie de igualdad con la masculina, dispuestos ambos a compartir un futuro común en el interior de un mismo plano”. Creo que a esta lista cabría añadir una de las películas que más reivindicas en el ensayo, The Man I Love, donde la mirada del personaje de Ida Lupino parece dirigir las escenas más que el propio Walsh. La película, además, está escrita por Catherine Turner, una de las pocas guionistas mujeres de esa época, que también estuvo implicada en la escritura de los libretos de Alma en suplicio (Mildred Pierce, Michael Curtiz, 1945) o Esposa de guerra japonesa (Japanese War Bride, King Vidor, 1952)…

Seguro que Turner tuvo incidencia, aunque no tenemos documentación para valorar exactamente quién hizo qué en The Man I Love. Lo que sí sabemos es que Walsh y Lupino eran muy amigos… Solían irse de juerga los dos en compañía de Errol Flynn. Ambos compartían una forma de vida y pienso que es una película que, pese a ser muy de Walsh, tiene que ver también con las que dirigió Lupino en esa época. Hay un intercambio muy especial entre ambos, hasta el punto que, tal y como tú comentas, hay momentos puestos en escena por el personaje de Lupino, como esa organización del caos que ella efectúa cuando llega a casa de su hermana al principio del relato. Y en cuanto al final, la mirada al fuera de campo supone el desbaratamiento de esa puesta en escena, con la desaparición del amante del personaje de Lupino, con su familia al margen de ella y con un Walsh que también mira hacia su futuro como cineasta…De hecho, a partir de entonces, su relación como director con las actrices comienza a cambiar, como comentábamos antes. Lo interesante es que en su última etapa otorga mucho peso a los personajes femeninos y acaba demostrando, a lo largo de las décadas, ser un gran director de mujeres, un mérito que suele ser atribuido, en cambio, a otro tipo de cineastas clásicos, como Georges Cukor…

«Esther y el rey»

Al abordar un ensayo como este, en el que debiste revisar todas las películas disponibles de Walsh, imagino que rompiste con alguna que otra idea preconcebida y vislumbraste nuevas interpretaciones, tanto en relación al conjunto de su obra como respecto a sus vínculos con el cine de Hollywood o con los contextos históricos-políticos-sociales en los que se gestaron su filmes. ¿Cómo te enfrentas a la obra de alguien sobre el que ya se ha escrito mucho?

Aunque sé que es imposible lograrlo del todo, cuando me acerco a una determinada época, a un género concreto o a un director reconocido intento hacer tabula rasa y apartar las ideas generales preconcebidas al revisar las películas. Intento ir más allá de lo que ya tengo aprendido y, en el caso de Walsh, sí era una obsesión desde hacía muchos años lo de romper con su asociación con la época Warner… De hecho, en el libro había un apartado introductorio, que al final tuve que descartar por su extensión, en el que abordaba mi relación personal y de mi generación con su cine. Descubrí las películas de Walsh de joven en un ciclo que se emitió en 1981 en La 2 y quedé muy impactado. Pero, sobre todo, me dejaron mella los títulos de Warner, por lo que en los años posteriores tuve que desaprender esa idea de que el gran cine de Walsh solo era el vinculado a esa productora… Curiosamente, en el ciclo televisivo se emitían las películas más realistas de Warner los jueves por la noche, mientras que los sábados por la tarde se optaba por sus películas de aventuras…Ya se producía esa división entre el Walsh de cineclub y el Walsh más festivo.

Creo que lo que dices también tiene que ver con la juventud cinéfila… Yo, al menos, cuando era adolescente rechazaba las películas más humorísticas y ligeras, como el cine teen, y me quedaba con las más serias y autorales. Con lo años, uno cambia progresivamente de visión…

Sí, en lo que fue mi formación cinéfila tuvieron mucho peso autores serios como Ingmar Bergman, Alain Resnais, Joseph Losey… Son directores que me siguen gustando, pero si uno descubre también Los gavilanes del estrecho se da cuenta de que hay otro tipo de cine…

Al igual que muchos otros directores, Walsh rodó varias películas antinazis. Pero en tu libro, en vez de centrarte en esos títulos, prefieres efectuar una búsqueda sinuosa en filmes menos explícitos del director para detectar indicios de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Pienso en Sin conciencia (The Enforcer, 1951), Al rojo vivo o Un león en las calles (A Lion Is in the Streets, 1953). Querría preguntarte hasta qué punto crees que la crítica de cine tiene la labor de perseguir sentidos ocultos, inconscientes, en las imágenes del pasado.

No sé exactamente cuál es la labor de la crítica [risas]… Pero creo que estas películas reflejan que los efectos de esa guerra perduraron en ciertas imágenes del cine de Walsh más allá de sus títulos antinazis. Ese aire de los tiempos es innegable y, de hecho, Al rojo vivo podría ser perfectamente una película sobre la locura de un líder fascista. Aunque creo que Walsh no intentaba trazar un discurso estructurado y lo cierto es que toda esa tensión, que tampoco podemos desligar de su vínculo con la Warner, acaba dando lugar un poco más tarde a la relajación de los personajes, a filmes como Los implacables o Un rey para cuatro reinas. Por tanto, con los años Walsh parece querer alejarse de los problemas del mundo y olvidar ese fascismo —con alguna excepción, como Los desnudos y los muertos (The Naked and the Dead, 1958)— y toma un camino contrario al de Ford, que se obsesiona cada vez más con los efectos de los mitos en su país. Le interesan cada más los individuos que son dueños y soberanos de sí mismos y que abandonan la sociedad… Esto se ve en muchas de sus películas, como en el final de El mundo en sus manos (The World in His Arms, 1952), donde aparecen Gregory Peck y Ann Blyth compartiendo el timón del barco, pero son vistos por otros marineros y uno de ellos dice la frase que da nombre al filme: “No le interesa Alaska mientras tenga el mundo en sus manos…”. Ese punto de vista desde fuera constata que los dos protagonistas de la película ya no quieren formar parte de ese mundo, que ya lo abandonan.

El final de «El mundo en sus manos»

En un fragmento de tu libro, te refieres en términos negativos a la obsesión cinéfila con determinadas imágenes “totémicas” que abundan en el clasicismo (con el ejemplo inevitable de Ethan en la puerta de Centauros del desierto – The Searchers, John Ford, 1956), que acaban haciéndonos olvidar el resto de planos de las películas y perjudican a cineastas no tan explícitamente iconográficos como Walsh. ¿Crees posible escapar del todo del influjo de este tipo de imágenes emblemáticas? Lo comento porque incluso en tu propio ensayo acabas logrando que el lector se obsesione con determinados planos de Walsh de los que insertas los fotogramas en el texto y que se vuelven casi “totémicos”. Pienso, sobre todo, en la silla vacía de Marines, Let’s Go (1961) y en las manos entrelazadas de Juntos hasta la muerte

Es difícil escapar de ello porque, inevitablemente, cuando destruyes algo tiendes a crear otra cosa. Y, en mi caso, frente al Walsh más totémico y pletórico de los años cuarenta, me quedo con la silla vacía de Marines, Let’s Go. La evolución del cineasta nos lleva a eso. De hecho, si pensamos en qué podría haber tras los finales de Los implacables o La esclava libre, en los que los enamorados se alejan, respectivamente, en carreta y en barco, lo consecuente sería imaginar un plano vacío. En el libro, sostengo que en su última etapa Walsh efectúa un proceso de desalojo de las escenas de sus películas, un gesto que es previo a la llegada del cine moderno. Él es el único cineasta del clasicismo que efectúa ese vaciado.

Sobre esto que apuntas, llegas a escribir en tu ensayo que Walsh “se encargó de “vaciar” las imágenes clásicas, de “desocuparlas”, como no hicieron ni Ford ni Hawks, ni siquiera Dwan, y mucho menos los premodernos como Ray o Fuller”. También efectúas una descripción del Nuevo Hollywood sugiriendo que los cineastas estadounidenses de aquella época quisieron recoger la modernidad de los nuevos cines europeos, pero sin renunciar del todo a la tradición clásica. De ahí que celebres lo que supone Una trompeta lejana, donde destacas la desorientación que experimenta el espectador al no poder distinguir la naturaleza de las imágenes de una película “todavía clásica pero también en el borde de la modernidad”. Pese a todo este ejercicio de desalojo, defiendes que Walsh nunca llegó a “poner de relieve esa ausencia que ha detectado como signo de los tiempos”, que ya llegaría con los nuevos cineastas… En cualquier caso, ¿crees que Walsh merece ser considerado un autor esencial, casi a nivel genealógico, para comprender el paso del clasicismo a la modernidad?

Lo es, sin ninguna duda. Y eso choca con la impresión de un Walsh poco riguroso con sus imágenes. Creo que, aunque fuera un tanto inconscientemente, sí se volvió con los años un cineasta sistemático y, para verlo, cabe indagar en sus títulos aparentemente intrascendentes a partir de los cincuenta. El desprecio crítico que han sufrido películas como Marine’s, Lets Go, Negocios del corazón (A Private’s Affair, 1959), Esther y el rey o Un rey para cuatro reinas debería revertirse. La poca valoración de la última etapa de muchos cineastas clásicos nos impide hacer lecturas interesantes y, en al caso de Walsh, aquello que quizás no podía decir en sus películas más serias, lo sugería en estos títulos, a los que fui dando cada vez un papel más preponderante cuando escribía el libro. De hecho, fui desplazando el protagonismo, involuntaria y voluntariamente, hacia esta etapa porque me permitían trazar ese vínculo que tú comentas entre clasicismo y modernidad.

La silla vacía de «Marines, Let’s Go»

En tu ensayo dejas muchas puertas abiertas interpretativas, con las que invitas al lector a efectuar nuevas investigaciones cinematográficas y con las que plasmas tus propias especulaciones como analista. Pienso, por ejemplo, en el momento en que apuntas que en el cine de los años treinta que practicaba Walsh ya hervía esa mise en scène que más adelante concebirían André Bazin y Truffaut y que acabaría siendo, según tus propias palabras, “un prólogo teórico de la modernidad” o en esos vínculos osados que trazas con cineastas como Michelangelo Antonioni, Jean-Luc Godard, Carl T. Dreyer, Roberto Rossellini, Rainer W. Fassbinder o Kenji Mizoguchi en relación a Walsh. ¿Es la duda un elemento fundamental en tu forma de escribir? ¿Hasta qué punto, en tanto que analista y al mismo tiempo en tanto que escritor, te dejas llevar con las lecturas interpretativas y comparativas, aunque no siempre sean del todo evidentes?

Sin duda, es la duda [risas]. Cuando vuelvo sobre unas imágenes, siempre me replanteo mis ideas anteriores. Incluso cuando escribía este libro, con la convicción inicial de no otorgar tanta importancia al período de Walsh de los cuarenta, me di cuenta al revisar esas películas de la Warner que no podía dejarlas atrás del todo, dada su importancia. Inevitablemente, tuve dudas. De hecho, si abordas la trayectoria completa de un director tienes que asumir que tus pensamientos sobre su obra pueden desmontarse en cada nueva película que revisas. La duda es fundamental y es algo que también me pasó al volver sobre los cineastas modernos que cito en el libro, como Godard. Te das cuenta de que algunos de ellos pensaban en cómo podía evolucionar el clasicismo y en eso no estaban tan lejos de Walsh, aunque sí pudieron ir un paso más allá. De hecho, las primeras películas de Godard surgen de ahí y no tanto de un deseo abstracto de modernidad. ¿No es acaso la segunda parte de Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965) deudora del cine de aventuras de serie B que practicó Walsh?

Sobre lo que comentas de ponerse límites en la escritura sobre cine… Cada vez me cuesta más frenarme. En este libro, me tocaba controlarme para ajustarme a la colección de la editorial, pero no pude evitar incorporar todos esos puntos de fuga. ¿Hasta qué punto tenemos derecho a negarnos las lecturas personales? Por mucho que intentemos disfrazarlo de objetividad o de academicismo, lo personal está en la esencia de todo lo que escribimos. Al ejercer la crítica, sí procuro ser fiel a las imágenes de las películas y, en cambio, no hago mucho caso a las entrevistas a cineastas, sobre todo a los clásicos, que tenían menos libertad en el seno de los estudios. Esto me hace pensar en el prólogo del libro sobre Hitchcock de Robin Wood, donde él se preguntaba sobre los límites de la crítica de cine y recuperaba una cita de un crítico literario que se me quedó grabada de joven: “Haz caso a la obra, no al autor”. De todos modos, si lees a un pensador como Jean-Louis Schefer te das cuenta de que es capaz de elaborar un discurso muy interesante sin tener apenas en cuenta la imagen original cinematográfica… Puede partir en un ensayo suyo del cine y acabar hablando sobre Sandro Botticelli. Cada lector decidirá si le sigue o no en ese camino, aunque a mí me parece una vía perfectamente válida. Ahora bien, la cuestión clave aquí es la siguiente: ¿hasta qué punto la crítica de cine puede incluirse dentro de la literatura? Ese es el gran tema.

Cambiando de asunto, me gustaría hablar sobre revisionismo histórico, a raíz de la polémica por la retirada temporal de Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939) de HBO. Coincidiremos en que, independientemente del racismo que puedan desprender determinadas películas, la riqueza del lenguaje cinematográfico no puede verse reducida a lecturas superficiales, complacientes o binarias. Precisamente, una de las películas más interesantes de la última etapa de Walsh, La esclava libre, es una suerte de relectura de Lo que el viento se llevó y en tu ensayo destacas la ambigüedad de sus imágenes, que no son conciliadoras ni evidentes, hasta el punto que pueden resultar incómodas para el espectador. De hecho, la pareja protagonista da literalmente la espalda al progreso en uno de los últimos planos del filme… ¿Qué opinas sobre este tipo de debates revisionistas? ¿Hasta qué punto una película como La esclava libre puede ayudarnos a entender y problematizar conflictos del presente?

En todo este debate, más allá de la corrección política y de todo lo que esta puede tener de dictatorial, me parece preocupante no tanto la cuestión ideológica como la estética. Porque nos dice mucho de las dificultades que tenemos hoy para leer las imágenes en profundidad… Es algo que me ha sucedido en clase, donde algunos alumnos se oponen a ver determinados fragmentos de filmes porque son “racistas”, porque están dirigidos por Woody Allen o porque pertenecen a un Hollywood clásico en el que presuntamente siempre tratan a las mujeres como “floreros”… Yo no intento imponerles estas películas sino invitarles a observar determinadas imágenes por sí mismas, al margen de este tipo de consideraciones previas. Creo que si renunciamos a tantas obras porque no encajan en nuestra ideología estaremos desaprovechando el potencial de las imágenes. Este reduccionismo es contraproducente y, aunque decidamos considerar Lo que el viento se llevó racista, eso no restará importancia a una película, que, por ejemplo, es estéticamente clave para entender el paso del clasicismo al manierísmo gracias al uso del color. Es evidente que la historia del cine deber ser releída desde muchas perspectivas, pero la estética no puede quedar al margen.

Clark Gable y Jane Russell dando la espalda al mundo en «La esclava libre»

La esclava libre, por ejemplo, tiene más que ver con la visión del racismo de Imitación a la vida (Imitation of Life, Douglas Sirk, 1959) que con la que ofrece Lo que el viento se llevó. Walsh, en cierto modo, está reflexionando sobre cómo Hollywood ha tratado a otras etnias históricamente. Pero también es una película que manifiesta en su final lo que antes comentábamos: que a Walsh le interesaban más las personas que este tipo de debates. Es decir, que le preocupaba más la relación que había construido entre Clark Gable e Yvonne de Carlo que las consideraciones sobre el racismo. Hay aquí una distancia con el espectador, que ya no puede identificarse claramente con ninguno de los personajes, y que debe enfrentarse a unas imágenes ariscas.

Mi última pregunta hace referencia al pesimismo que has mostrado en varios textos y declaraciones sobre el estado actual de la crítica de cine, que, obviamente, se ha agravado con esta pandemia que ha puesto patas arriba a la industria de Hollywood y al sector cultural en su conjunto. ¿Qué camino deberíamos tomar? ¿Qué podemos hacer exactamente con imágenes como las de Walsh y con el conjunto del cine clásico para que sigan vigentes en los debates cinéfilos? ¿Es un refugio o una necesidad volver al clasicismo? ¿Deberíamos centrarnos en la época actual, donde el cine de la modernidad se ha convertido en un simulacro, donde la etapa posmoderna parece ya superada y donde las imágenes digitales viven cada vez más al margen de las películas?

Primero querría decir que volver a Walsh no es, en absoluto, un refugio, sino una necesidad. Es más, yo no concibo el clasicismo como un cine del pasado, sino como un cine del presente, que todavía puede enseñarnos muchas cosas sobre la evolución del medio y, si sabemos leerlo, nos puede ayudar a entender nuestro mundo contemporáneo. ¿Acaso no sigue siendo más moderno el precipitado final de Los gavilanes del estrecho (1) que todo lo que hemos visto este año en cines y plataformas? De todos modos, sí hay un peligro al enfrentarse al clasicismo, que es el de caer en la cinefilia nostálgica, en la mitomanía ante ciertas películas, que es algo que también rechazo. Tampoco creo que debamos ver las películas clásicas por historiografía, solo para completar huecos, ya que lo interesante está en la riqueza de sus formas, que nos dicen mucho de la indigencia estética que predomina en la actualidad. En este sentido, creo que la pandemia solo ha puesto en evidencia que la crisis del cine como arte y como industria ya era muy notoria antes, por mucho que exhibidores y distribuidores le atribuyan ahora todos sus males. Recientemente, compartí en Facebook un texto de Mariano Llinás en el que se decía que el cine ya estaba enfermo… El coronavirus solo ha sido la puntilla. Soy pesimista porque, más allá de un puñado de cineastas que nos siguen interesando, el cine de hoy en su conjunto, como arte colectivo, no vive sus mejores momentos. No sé cómo lo ves tú, que eres más joven y formaste parte de la nueva cinefilia…

Yo creo que, pese a todo, todavía hay cine que descubrir y, por ejemplo, hay críticos que rastrean muchas películas mainstream y acaban dando con imágenes estimulantes. O también hay obras atractivas en el cine de vanguardia. Aunque coincido en que ha habido tiempos mucho mejores. Parece que estemos en una etapa de transición y que el futuro de la imagen no esté necesariamente en el cine. No existe hoy en día una generación de autores equiparable a la que irrumpió entre finales del siglo XX y principios del XXI, con Gus Van Sant, Claire Denis, Tsai Ming-liang, Richard Linklater, Apichatpong Weerasethakul, Arnaud Desplechin… Esos autores fueron los cineastas que en su día me animaron a escribir sobre cine.

Sí… Ese fue, quizás, el último momento en el que tenías la impresión de que el cine era un movimiento colectivo, con distintos focos creativos a la vez entre los que surgían conexiones. Ahora ya cada uno de estos cineastas parece trabajar aisladamente, sin esos vínculos cinéfilos entre ellos que antes sí podían trazarse, y la mayoría ya son veteranos. No hay hoy esa interconexión que a principios de este siglo sí se percibía y es difícil percibir relevos claros entre los jóvenes… No vislumbro una promesa clara de futuro para el cine. De todos modos, hay que seguir mirando nuevas imágenes e interrogándose sobre el cine de hoy, por mucho que, a veces, cunda el desánimo.

El moderno final de «Los gavilanes del estrecho»

 

© Carles Matamoros, julio de 2020

 

(1) Carlos Losilla lo describe así en su libro: «Tras filmar el velero desde una cierta distancia, la cámara de Walsh se precipita hacia él y vemos, sentimos esa precipitación, ese impulso que la mueve. Al tiempo que la embarcación se desplaza a la derecha, la cámara se acerca, mediante un fundido encadenado, para que podamos ver a los amantes, y parece que un movimiento choca con el otro, el movimiento del barco y el movimiento de la cámara, hasta que todo estalla en un momento deslumbrante: la pareja pasa ante nuestros ojos, atraviesa la pantalla y desaparece, como si Walsh no quisiera que viéramos ese movimiento que los acerca a la plenitud, pero que igualmente plasma en sí mismo el tiempo que pasa, la fugacidad de ese instante».