S. Oficial + Perlas de Donosti 2011

Donostintransit 0: Introducción

La 59ª edición del Festival de San Sebastián traía novedades y sorpresas. La primera, cinematográfica y del festival, el estreno del nuevo presidente José Luis Rebordinos. La segunda, política y de San Sebastián, la inclusión de Bildu en el Ayuntamiento donostiarra. La tercera, consecuencia de esta última, la convocatoria de una manifestación antifílmica independentista el mismo sábado 17, a media tarde. Como todo el fin de semana, eso sí, los que nos manifestábamos transitando de acá para allá, en defensa de la independencia fílmica, nos adecuábamos al ritmo climático danzante: al sol liviano, el chirimiri o el viento, y a la luz negra norteña de la que habla Chillida.

Amén las consabidas Sección Oficial en Competición y Zabaltegui (y la inane alfombra roja que, quien esto suscribe, apenas si se acerca (para aquellos que pudieran esperar quizá comentarios sobre el escote de tal o el paquete de cual), esta presente edición recoge numerosas “Perlas” procedentes de pasados festivales y que la cinefilia ibérica anhelaba; también un crisol de obras de Nuevos Realizadores y se extiende en varias retrospectivas, como la dedicada a Jacques Demy (con presencia de Agnès Varda e hijo incluida), la radiografía del Cine Negro Americano (1990-2010), una selección del último cine mexicano y, muy especialmente, la que recoge títulos de la cinematografía china contemporánea, en el ciclo “Sombras Digitales: Cine Chino de Última Generación”, todo un gesto cinematográfico y político. Toda una novedad y una sorpresa.

Como exordio a lo que viene, creo no esté de más seguir unas líneas con esta primera persona, no por modernidades (aunque suene extraño, pues ya hace tiempo de Montaigne) ni afanes narciso-boyerísticos (porque algo voyeurístico sí que hay en el hábitat festivalero, desde luego, en el dispositivo de la transparencia, el escaparate y el paseo junto al mar). Y, eso sí, la primera persona es connatural a lo crónica, no tanto es cierto a la crítica, a la que no sienta bien; pese a todo, compárese a Boyero en su estolidez veneciana con Rosenbaum (por cierto, Jurado del Premio a Nuevos Realizadores aquí en Donosti) y sus crónicas desde el Festival de Róterdam.

Siguiendo ese hilo azul de la primera persona, una confesión (el origen del género, es cierto, no es Montaigne, sino San Agustín): en un programa milimetrado (el mío), en el que no solo los filmes tienen su hora fijada, sino las pausas laborales, los momentos de edición, el número de películas que se verá en San Sebastián a lo largo de esta semana el Sujeto Kinéfilo que les habla llega a la treintena. Esta confesión no es una bravuconada, sino una explicación de un método, y una justificación. De esas casi treinta, catorce pertenecen al ciclo mentado de cine chino contemporáneo. Como política es la programación de un ciclo de esta índole (verdaderamente, aquí hablamos, con la excepción de Zhang-ke y Bing, de cine invisible), política –y personal- es la elección. Por ello, pido perdón por la menor atención, en los tránsitos que siguen, hacia las secciones oficiales y convencionales del festival, y por las propias justificaciones (y entro en un bucle llamado “complejo de Martín Romaña”). Serán albergadas en sendas categorías: “S(H)OC(K)” y “Perlad@s”. Debido a ello, a la sección de cine chino se le dedicará un mayor y especial tiempo y espacio, como podrán comprobar. No pido perdón por ello. Pese al capitalismo chino, en dicho programa han cabido, posiblemente, algunos de los mejores momentos fílmicos de esta 59ª edición del Festival de Donostia.

Disfruten del tránsito.

 

Donostintransit 1

 

S(H)OC(K):

Take This Waltz, Sarah Polley
No hay entradas para Intruders, de Juan Carlos Fresnadillo.
No hay entradas para No habrá paz para los malvados, de Enrique Urbizu.
¿Habrá críticos que hablen/escriban de oídas?
De Fresnadillo, hablan de petardeo y hacen la pedorreta.
De Urbizu, dicen que Coronado se sale y que no es como para tirar petardos.

Decía Walter Benjamin en su clásico La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, que yo releo aquí en una edición de casimir (con minúscula) titulada La obra de arte en la época de su reproducción mecánica: “El cine es la forma artística que mejor se corresponde con la vida cada vez más peligrosa a la que se enfrenta el hombre de hoy. La necesidad de exponerse a efectos de shock es una adaptación de las personas a los peligros que les acechan.”

Ignoro si lo último del director de la estimable 28 semanas después es un verdadero shock o si lo que es un shock es que se acaben las entradas, pero lo cierto es que el cine, como único arte producido por aparatos, introduce una mediación, diríamos, ortésica entre nuestros sentidos y la realidad: esto es, el shock del cine no es una noción estética, sino existencial. En el cine habitamos, y el shock es el resultado del tránsito de un espacio a otro, de un mundo a otro. Cada vez, quizá, mundos más acordes a nuestros deseos.

Puro s(h)oc(k), resultado de la selección de un grupo de películas a concurso en el que hay no pocos focos de gran interés, es el segundo largometraje de la actriz Sarah Polley. Como ella misma decía en la rueda de prensa de la mañana del domingo, esta historia de una joven mujer (mujer por estar casada, si no la “joven” bastaría), que descubre la pasión en otro hombre que no es su marido y que trata inútilmente de reprimirla, gira en torno a un vacío existencial que todos sentimos de vez en vez, y que hace que la vida no tenga sentido, y pierdas los vínculos y etc. Una vez más, el adulterio como el gran crimen de la clase burguesa, aquí en clave indie a la canadiense y con su nueva musa: Michelle Williams. Ese horror vacui emotivo del que Sarah Polley habla, no obstante, se refleja mágicamente en un vacío cinematográfico, tierno y dulce pero vacío, que es mejor llenar, como hace la señorita Polley, con un gran tema como el que da título a su película: Take This Waltz. Como Isabel Coixet, y con canciones.

Perlad@s:

Martha Marcy May Marleen, Sean Durkin
Shame, Steve McQueen
Nader y Simin. Una separación, Asghar Farhadi
(El árbol de la vida, Terrence Malick)

Hubo un tiempo en que este Sujeto Kinéfilo vivía en Euskadi y hacía que estudiaba Periodismo. Antes de abandonar tal carrera porque no tenía salida y optar por la de Filosofía, lo que ocurriría al año siguiente, se dedicó, junto con un amigo donostiarra que se había echado (que sí que estudiaba y acudía a las clases y hoy trabaja en H&M), a crear una cinefilia sustentada en una colección de VHS del padre de aquel. Vamos, el canon, los Papás: mucho Bergman, Fellini, Kurosawa, Hitchcock, Ford, Buñuel, etc., pero también algo más clase B, tipo Aldrich, Fuller, Tourneur, Boetticher, Mann… Muchos eran programas de Garci grabados. Los consumíamos de forma frenética, como si estuviéramos de anfetamina. Nos alimentábamos con chucherías y cruasanes. Una noche, viendo concretamente la primera película de Spielberg, El diablo sobre ruedas, que por aquel entonces, por alguna razón, la ponían frecuentemente, y muy precisamente, los sábados a las cuatro o cinco de la madrugada en La2, mi compañero cinéfilo dijo: “Vaya perlada”. Ahí descubrí entonces que la noción de perlar, que para mí iba indisociablemente unida a sendas imágenes de a) gotitas de sudor adheridas e inmóviles en una frente y b) dientes nacáreos, siempre femeninos, esa palabra, “perlar”, con un sinnúmero de variaciones, se utilizaba en San Sebastián (y en ningún otro lugar, descubrí después) para designar aquello que a) no es ordinario b) se realiza o es de forma extremosa, para lo bueno y para lo malo. Así, podías decir: “la he perlado” o, “eres un perlado”, o “vaya perlada que llevo”, o “esta peli es una perlada” (lo que podía ser a) que te encanta y te parece magnífica b) que la consideras un producto de oligofrénicos, en este caso, serían “perlados”.

En Donosti perlados y perladas seguro que habrá. En eso consiste el cajón des-astres que supone Zabaltegui y la colección de Perlas y Nuevos Realizadores: en momentos de gran expectación y grandes estrenos procedentes de Cannes, Venecia, Toronto u otros festivales de renombre, y en la disposición de un pandemónium fílmico inabarcable y sin duda interesante. En palabras del propio festival: “Libre”. Toda una perlada.

Sirvan todas estas explicaciones y justificaciones como contexto, sí, para la posibilidad de una crónica, o una crítica. En todo caso, seguirá siendo lo que al principio: una confesión.

El estreno en largo del estudiante de cinematografía Sean Durkin había sido un shock en su paso por Sundance (Mejor Director), y algo menor la alteración producida en Cannes (Premio Mirada Joven), donde el joven Durkin ganara el Premio a Cortometrajes hace unos pocos años. Martha Marcy May Marlene es una película rarificante, habitada por una atmósfera extraña a la que sin duda le debe mucho la encarnación de la actriz Elizabeth Olsen, interpretando a una joven que, tras estar un tiempo en una secta (una cobertura de un tipo carismático que atrae desesperadas con autoconfianza y toques new age para conseguir su propio harén en una granja en mitad del campo), vuelve a casa de su hermana, su única familia, tras varios años de silencio. Filme que consiste en una nueva disección de la desestructuración familiar (ese tótem del american way of life), aquí sus consecuencias, y también del horror vacui del que hablaba Sarah Polley, y que guarda con Winter’s Bone, de Debra Granik, un cierto paralelismo: grandes personajes femeninos como protagonistas, un aire de drama post-grunge y resacoso con tintes rurales e idéntico protagonista masculino, el tipo carismático, el actor John Hawkes. Martha Marcy May Marlene tiene una estética potente, con una tensión contenida que se expresa con el encuadre (utilizado aquí como modo de separar a los personajes, más bien que unirlos), con la fijeza de las tomas, la querencia por los negros y los azules, y con el uso sutil del zoom in o zoom out con parsimonia. Pero, sobre todo, por un montaje alterno que mezcla el presente y el pasado de Martha, o de Marcy May o de Marlene, espejando, en esa rotura temporal, la esquizofrenia impenitente de la protagonista de la película, fantasma que recorre todo el filme. Antes de la secta, antes de la hermana. Porque no tener familia te vuelve loco. Pero tenerla es una perlada.

También hay una hermana trascendental en Shame, el segundo filme de Steve McQueen, el director londinense que sorprendiera a propios y extraños con su debut, la notable Hunger (2008). Llegaba transida con cierta aura procedente de Venecia. Y la tiene. Shame podría en cierta manera ser un filme no redondo, con estrambotismo musical, con un final quizá indigno, pero tiene un buen número de cualidades, y bien podría ser la película perfecta y definitiva sobre Pajas, Putas, Pornosoft y Puños contra la pared. En una versión Irish Psycho sin ultraviolencia de la obra de Brett Easton Ellis, el yupi onanista prot-agonista del filme se ve inmerso en un proceso vergonzoso que es su propia existencia: Macho Alfa soltero, depravado y pajillero. Parte del logro de McQueen está inscrito en la mera descripción entomológica (que se materializa en imágenes de un increíble magnetismo, imágenes, se diría, táctiles) del personaje pervertido que compone de modo deslumbrante Michael Fassbender (entre Mark Renton y Patrick Bateman): adicto a la pornografía, incapaz de mantener relaciones sexuales si hay algún sentimiento de por medio, un Peter Pan pero con complejo Rocco Siffreddi. Brandon, el protagonista de Shame, es una vívida ilustración de las tesis post-feministas sobre la heterosexualidad falocéntrica. Beatriz Preciado vería en él una máquina-sexual-macho prototípica de la era fármaco-pornográfica, y vería en él lo que McQueer: un bear que reprime sus impulsos homosexuales, un insecto kafkiano del que se diría, como se dice de K. al final de El proceso: “Era como si la vergüenza fuera a sobrevivirle.”

El proceso de Brandon está mostrado con imágenes clínicas, de un poder visual estético digno de una galería de arte. Algunas escenas son sencillamente sublimes en su programación, en su computación. Logros de puesta en escena y control indudables, como los mostrados ya en el comienzo (en un mero intercambio de miradas que alberga ya todo el potencial subversivo del filme, en su estatismo, en su violencia latente), o en las escenas de Brandon con mujeres (las de sexo hardcore inclusive). En cierta manera, algunos de los rasgos de Shame la asemejan a la magnífica Road to Nowhere de Monte Hellman (de futuro estreno español en Sitges): la importancia de pantallas dentro del marco (portátiles sobre todo, y esta importancia no es intrascendente), una hiperformalización con resultados estéticos inmensos, una forma obsesiva de relación con lo femenino, ambos son estudios sobre la ambigüedad de la propia identidad, de lo que uno hace, dice, o calla. Y, perdóneseme la expresión, donde Monte Hellman da un enorme y largísimo beso al cine (en un último plano de gran belleza), Steve McQueen sencillamente se corre encima. Raudo y sucinto. Quínicamente (con q y con n).

La idea del proceso kafkiano es también nodal en la perlada Nader y Simin. Una separación del director iraní Asghar Farhadi, que venía de ganar en el pasado Berlín. En el comienzo está el «proceso de identificación»: significativos los títulos de crédito insertados en el momento del fotocopiado de los documentos de la pareja protagonista, un matrimonio en proceso de divorcio porque ella quiere irse del país y él no. A continuación, el «proceso de divorcio» mismo: filmado en plano fijo desde el punto de vista del juez. El cine mismo se nos presenta como juez en la película, como gesto y signo de que estamos ante un filme de un proceso en el sentido judicial, y que a nosotros nos toca ser testigos. Filme de tesis que es también, en cierta manera, una lección de gnoseología: en el tránsito en el que se dilucida el caso, nuestro pensamiento establece no uno, sino varios tránsitos. Cine que insta a mover las ideas, grávido de humanismo (que diría con Straub, de un humanismo impenitente, schopenhaueriano), con simpleza y concreción, o mejor se diría, con claridad y distinción, muy cercano en tema y forma al Kiarostami de Close-up. Tras el proceso de divorcio llegará otro más complejo, que creará un micro-tejido social en el que nuestra figura de testigos en el «proceso de atestado» (en una línea cinematográfica de alta alcurnia, como aquella que teorizaba Noël Burch), será crucial, pues el filme acabará poniendo a cada uno en su lugar, dejando a cada uno como Sartre diría que están: en su abismo, allí donde solo nosotros, los testigos, podemos acompañarles.

De la otra Gran Perlada, la última Palma de Oro, es mejor no comentar nada sobre ella. No, no porque ocurra como con Fresnadillo o Urbizu, no, aquí no voy de oídas (ni de leídas): la vi el viernes en un supermercado. No es Jonas Mekas ni Nathaniel Dorsky exhibido en el Carrefour pero, filmando en la tierra, es enorme: no es visionario, pero es lírico, por utilizar los conceptos puestos en liza por P. A. Sitney. Solo puedo decir que uno de los planos más maravillosos de The Tree of Life está homenajeado (o sampleado, o copiado) en una de las piezas que acompañarán la retrospectiva de cine chino (la tercera, muy seguramente). Pero en tiempos del hipercapital, la copia tiene un estatuto neo-aurático, una débil fuerza mesiánica aún, sigue siendo aquello de una “aparición única de un lejano”. Como (algún/el) cine: hay que exponerse al peligro.

 

Donostintransit 2

 

S(H)OC(K):

The Deep Blue Sea, Terence Davies

Los pasos dobles (y El cuaderno de barro), Isaki Lacuesta

 

Antes de entrar al Kursaal 1 hará una mañana fresca, de chaqueta y fular, con un viento ligero. Saliendo camino del Principal, el sol será tan injusto que decidirás perder y/o desprenderte de la bufandilla. Pasarás a dejar la chaqueta. Antes de transitar hacia los cines Príncipe, pasarás a coger el abrigo, habrá un vientazo húmedo y lo que caerá es algo más que chirimiri. Entre los Príncipe y el Museo de San Telmo, de puerta a puerta, habrá unos 50 m. Suficientes para empaparte, aunque corras, y cogerte un frío de mil demonios mientras ves el filme chino. Camino a casa, te comprarás dos palestinos. Encuentras el sentido del trastorno bipolar prototípico de los habitantes del norte, como tú. Entre tránsitos, cada vez que cruzas el puente rumbo al Kursaal, tomas el mismo plano mirando al mar, siempre en el mismo lugar. Cielo gris, nubes y claros, noche espesa, negritud, un cielo grande, sobre el mar, amplios y azules los dos.

Sobre el azul, escribía Goethe en su Teoría del color, una cosa bien curiosa: decía de ese color que era una “nada encantadora”. Pues bien, el último filme del británico Terence Davies es, sin dudarlo, una de esas nadas encantadoras, como el cielo o el corazón del hielo.

El Davies de The Deep Blue Sea no es un nihilista, ni mucho menos, ni hace naderías. Es cierto que no es tan intensa ni memorable como Distant Voices, Still Lives, La Biblia de neón, El largo día acaba o, sobre todo, su último filme-homenaje a su ciudad natal, Liverpool, la excelsa Of Time and the City y que, por ello, puede distanciar primeramente a conocedores de la obra de Davies. Simplemente ha hecho un filme “azul”, una encantadora nada, y ello por dos razones: The Deep Blue Sea es una nada desde el momento que decide contar una historia más o menos trillada con altas dosis de indulgencia autoconsciente. Todo gira en torno a una joven, la señorita Page interpretada por Rachel Weisz, que se intenta suicidar porque el amante por el que ha abandonado a su marido y la vida del “entusiasmo comedido” -suegra dixit– se olvida de su cumpleaños. Haremos entonces un flashback tragicómico y luego un flashforward anticlimático, en esta melodramática historia que está, no obstante, mucho más cerca de Kenji Mizoguchi que de Douglas Sirk. La nada surge en el desinterés por el destino de esta joven histérica, su ex marido, su amante o su suegra. Pero te pueden gustar las nadas lo mismo que puedes ser heideggeriano.

Pero, ¿y el encanto? Terence Davies, seguramente consciente de la intrascendencia de esta su última película, prefiere adoptar un tono distanciado e irónico con sus personajes, a los que, desde el principio, envuelve muy concretamente en esa nada cerúlea: en un comienzo arrebatador, orquestado con maestría y gusto marca de la casa por los cuartetos, en el que, sin palabras, y por medio de fundidos en azul que hacen descender cada plano al profundo azur del mar, nos cuenta básicamente todo el filme, que luego deconstruirá nuevamente, con cierto trastorno bipolar, norteño, como si pudiéramos pasar de estar viendo un plano de Peter Greenaway seguido de uno de Manuel de Oliveira. Nos dice: la historia, el argumento («esa treta del diablo», en palabras de Alexander Kluge), no tiene importancia. Lo trascendente es la forma, lo que hay entre los planos y los mueve. Y es entonces donde The Deep Blue Sea puede convertirse en una gran obra, cuando Davies olvida por completo a los personajes y se concentra en la composición de cuadros, un trabajo pictórico descomunal, menos basado en los movimientos de cámara (el barroquismo que acostumbraba, trabajando las escenas como frescos vivientes) que en la iluminación, en el estatismo y perfilamiento de las figuras. Esa distancia, por momentos cómica, con la que la historia nos es contada, desvela los intereses y las obsesiones perennes de Davies: la nostalgia años cincuenta y sus canciones, el humor y la dicción de la clase alta de la que Davies se mofa, la declamación en clave victoriana, el esnobismo ilustrado (evidente en las selecciones musicales, en las referencias a la historia de la pintura tardoromántica inglesa, en un desde ya antológico chiste de Alta Cultura: frente a un cuadro cubista, el joven se muestra incapaz de descifrarlo. Ella le dice que es como un Braque, a lo que él responde con un algo así como «un brack es un brick». Ella no ríe en absoluto, y se mete con él. Alejándose, a voz en grito, en plena sobreactuación -querida, deseada por Davies durante todo el metraje-: «¿Dónde vas?», ella. «¡A los impresionistas!»). Este chiste, contado entre paréntesis, reúne todas esas obsesiones juntas. Y es, seguramente, lo que ha pretendido Terence Davies en The Deep Blue Sea. Divertirse. Y lo logra, «de qué forma». De una forma encantadora.

Isaki Lacuesta regresaba a la Sección Oficial tras su paso último con Los condenados, una película que, por ser una ficción con actores, rompía en cierta manera con la trayectoria previa de Lacuesta, dirigida hacia lo que se dio en llamar “documental creativo” (no en vano, Lacuesta procede del máster con tal nombre, de la Universitat Pompeu Fabra). Los pasos dobles sorprende por un motivo: es un documental totalmente ficticio. Sería inaudito ver un documental en la Sección Oficial, desde luego, pero para intentar entender la entidad de este filme, vamos a dar no uno sino dos pasos atrás fenomenológicos. Más allá de que la hibridación entre la ficción pura y lo documental esté en auge, la obra de Lacuesta se ha caracterizado desde sus inicios por esa querencia medial.

 

Primer paso atrás. En sus largometrajes, Lacuesta ha mostrado siempre interés por investigar la historia de personajes-espectro, frecuentemente muertos: el caso de Arthur Cravan, Camarón o los muertos de una revolución. En ese deseo por filmar fantasmas sin hacer cine de género, Lacuesta ha encontrado su expresión propia, primero en el documental de metraje encontrado, entrevista y reconstrucción (Cravan vs Cravan), luego con la puesta en escena de no actores (La leyenda del tiempo) y después con actores (Los condenados). En ese proceso, Los pasos dobles es un paso atrás. Pero de eso va la cosa. Lacuesta quiere sentirse plenamente libre, y se está convirtiendo en un artista polifacético, con un sinfín de proyectos allende sus largometrajes. Cortos (sus magníficas Variaciones Marker), cartas filmadas (con Naomi Kawase), exposiciones, instalaciones… Por ello, quiere sentirse libre para llevar a cabo una ficción como Los pasos dobles: una falsa biografía del pintor François Augiéras, mítico pintor francés que acabó bunquerizándose en Mali, y cuya figura está siendo dada a conocer por el pintor Miquel Barceló y, ahora, Lacuesta. Y es que, sin Barceló, Los pasos dobles no existiría.

Segundo paso atrás. Lacuesta ha querido sentirse libre para hacer una película fordiana, casi un western rodado en África con actores no profesionales. Siendo la vida de Augiéras un mito sin memoria, el cine ha hecho lo que se supone que había de hacer: imprimir la leyenda. Todas ellas: la del pintor-escritor-loco, la del legionario, la del Mesías, la del muerto. Filmar fantasmas. Por eso, el filme gana cuando no cuenta nada, y simplemente deposita su mirada sobre el espacio, las paredes, los restos de la obra devorada por las termitas, a Barceló trabajando. Y es entonces cuando damos el paso atrás (o adelante, en este tránsito). El cuaderno de barro, presentada en Zabaltegui, es la hermana gemela de Los pasos dobles. Su versión documental, si se quiere. Pero lo cierto es que es «anterior», en sentido justamente fenomenológico. La cosa sería: sin Miquel Barceló no hay El cuaderno de barro y sin El cuaderno de barro no hay Los pasos dobles. Porque la cosa era, en principio, filmar a Barceló junto a Josef Nadj llevando a cabo la performance “Paso Doble”, lo cual es la sustancia de esta película.

Por ello, quizás, la película empobrece frente al documental (si se me permite decirlo con tales términos maniqueos), en lugar de complementarse. El cuaderno de barro es un pequeño documento en tamaño pero grande en valor artístico (ver a Barceló en su taller africano trabajando, la puesta en escena de “Paso Doble”, en verdad poderosa), donde Lacuesta consigue penetrar en la materia del filme: la arcilla, el carbón, la lejía sobre madera, el papel carcomido, y hacérnoslo ver, y tocar, como hacía H. G. Clouzot en El misterio Picasso. Aquí la película entronca en esa tradición de cineastas que hacen obras sobre pintores, como Resnais, Kluge o los Straub-Huillet, salvando las distancias. Los pasos dobles es una leyenda sobre un fantasma, contada con brío y mariachis, pero una leyenda. Es quizá significativo de las elecciones de Lacuesta, en un futuro, el siguiente gesto: en El cuaderno de barro, Barceló pinta con carbón sobre las paredes de una gruta, en plan primitivo. Un caballo, un toro, una serpiente, unos peces… Al tiempo, y subido a una escalera, habla de que, debido al viento que le impedía pintar al aire libre, descubrió la arcilla como técnica pictórica. Barceló, en ningún momento, ha querido ser actor, como no se cansa de repetir. En Los pasos dobles, sin embargo, tres hombres que actúan hacen que buscan el búnker del francés y dan con la gruta pintada por Barceló en la «primera» película. Para que nadie los siga (“la mejor forma de huir de tus perseguidores es caminar hacia atrás borrando tus huellas”, se dice en ambas), «borran» los dibujos de Barceló.

La de Lacuesta es una de las representaciones del cine español en el S(H)OC(K), junto con Enrique Urbizu, Juan Carlos Fresnadillo, Asier Altuna y Benito Zambrano, y posiblemente la más arriesgada de todas ellas. Además de este nutrido grupo ibérico-oficial, en la sección paralela “Made in Spain” se exhibían los siguientes filmes nacionales, recogiendo lo mejor y lo peor de la producción patria: la floja Primos de Daniel Sánchez Arévalo, las regulares Balada triste de trompeta de Álex de la Iglesia y Torrente 4 de Santiago Segura, las pasables No Controles de Borja Cobeaga y No tengas miedo de Montxo Armendáriz, la interesante Todas las canciones hablan de mí de Jonás Trueba, la buena La mitad de Oscar de Manuel Martín Cuenca, la notable Finisterrae de Sergio Caballero, y las últimas obras de Mateo Gil, Pablo Llorca, Ramón Térmen o Diego Galán. Necesidades ibéricas del Zinemaldia.


Perlad@s:

Crazy Horse, Frederick Wiseman

Pina, Wim Wenders

«Das Dasein ist rund«

Karl Jaspers

 

O Wiseman el sabio. O Wiseman sí que sabe. O Wiseman filma el origen de la ontología, lo que importa.

Lo ha hecho él. El mismo realizador que dedicara su carrera a cartografiar con incisión las instituciones estatales (la policía, los institutos, los frenopáticos, la administración) se ha pasado a las instituciones espectaculares. Pero no solo eso. El clásico director de documental americano –cine directo y mosca en la pared o cojonera como dispositivos básicos-, el que materializara filmes ineludibles como Titicut Follies, High School o Welfare, documentos que de manera harto concisa describían el funcionamiento de un sistema, él y no otro, ha hecho la película definitiva sobre Curvas, Caderas y Culos (femeninos, en todo caso). Frederick Wiseman puede competir con Steve McQueen (el de las Pajas, las Putas y el Porno) por ver quién ha hecho la película más tórrida del festival: y seguramente gane el vetusto director americano.

Crazy Horse, Frederick WisemanWiseman ha realizado un camino similar al del último Woody Allen, abandonando los States para seguir rodando, concretamente en Francia, donde ha llevado a cabo su anterior documental, La danza, y este que nos ocupa, centrado en el garito de bailes hot Crazy Horse de la capital francesa. Wiseman, como acostumbra, llevará a cabo un procedimiento analítico del funcionamiento sistemático, con sus diversas capas semióticas, sus distintos niveles de expresión: de lo alto a lo bajo, pero sin salir apenas del Club Crazy Horse (unos mínimos planos que precisamente recuerdan el comienzo de Midnight in Paris de Allen, con sus postales parisinas). Pero en Crazy Horse esto parece ser lo de menos, y ahí esta la gran sorpresa que el viejo maestro nos tiene guardada. El deslavazado seguimiento de los entresijos del Crazy Horse (la rutina de las bailarinas, las reuniones creativas, las dudas de técnicos y coreógrafos) se compensa con un trabajo delectante sobre el propio cuerpo de las bailarinas, lo que es el verdadero objetivo de Wiseman: un documento corpóreo sobre la figura femenina, con concreción en el espacio entre el ombligo y las pantorrillas. Así, el grueso del metraje de Crazy Horse se podría definir como un experimento visual con nalgas: experimentar con el culo. Sea dicho: esta preeminencia de tal parte anatómica femenina no es solo una elección del realizador (puede serlo), sino del propio club, que concentra sus espectá-culos en tal sitio. Esta centralización de los pompis, llevada a cabo por el mítico Crazy Horse (el club más chic de bailes de desnudos para intelectuales, como asevera el coreógrafo del mismo), permite al filme Crazy Horse transmutarse en una brillante e hipnótica coreografía de redondeces. Wiseman filma los traseros con devoción, no como un viejo verde, sino con un afán esteticista encomiable, convirtiendo la puesta en escena del club, sus ensayos y shows, en un trip psicodélico de luces, círculos y abstracciones de carne. Surge la problemática entonces: el intelectualismo sobre el culo (el pensamiento acerca de su importante papel en la estructuración psíquica -fase anal-, tipo cagar=hablar como dirían Deleuze y Guattari), parece responder a un fijación falo-epistémica. Quizás por ello el tránsito hacia el exterior de la sala de cuerpos femeninos, a lo largo de la proyección, fuera asaz continuo. Quizás a las propietarias de esos cuerpos no les agrade tal delectación, sea visual o intelectual: la redondez del Ser, esa gran idea de la fenomenología y la hermenéutica que Jaspers mencionara, esa perlada ideológica que Wiseman ilustra con pasión, con fijación, con gran belleza.

Otro documental de espectáculo que participaba en Zabaltegui, en uno de esos momentos de grandes colas, de esperación y conmoción cinéfilas, era Pina de Wim Wenders. Tras el visionado de los documentos digitales chinos, el tránsito hacia un trabajo documental realizado con la última tecnología 3D era como pasar de Jonathan Caouette a Errol Morris. El filme de Wenders, sobre la figura de la coreógrafa germana Pina Bausch (proyecto ideado hace años entre Bausch y Wenders, que no pudo realizarse hasta la aparición del 3D, cuando la bailarina ya había desaparecido), se basa fundamentalmente en el uso de esa caca hipertecnológica, con el que filma a la compañía de Bausch representando partes de coreografías, o llevando a término “respuestas danzadas” (el método de composición coreográfica de Pina). Según Wenders, la herramienta 3D le viene fenomenal al documental, abriéndole nuevos espacios. No parece ser Wenders aquel que pueda, a estas alturas (tras casi dos décadas de inanidad fílmica), descubrir nuevos terrenos. La aplicación de una tecnología añeja (inventada en el año 1953, como es bien sabido, en el filme Crimen perfecto de Alfred Hitchcock) no sirve para renovar las formas de expresión por sí sola. De tal forma, Pina no es interesante por el uso tecnológico y sus resultados, acompañados siempre de esa oscuridad fotográfica, de ese astigmatismo de las figuras, sino por el registro de los cuerpos y los movimientos de los bailarines. Wenders añade entrevistas, realizadas con bustos parlantes que no hablan, la voz en off, y materiales de archivo en los que aparece la coreógrafa, pero la médula de Pina reside en las actuaciones de los discípulos de Bausch, llevando a cabo sus magistrales obras y métodos, tan revolucionarios para el arte de la danza como la obra de Merce Cunninghum (quien colaborara en filmes con Nam June Paik, desde luego mucho más subversivos que Pina).

Pina, Wim WendersEl proyecto del decadente Wenders se sostiene gracias a los bailarines, a quienes filma danzando en espacios abiertos, pero es disfuncional como obra cinematográfica. Hilvanada ad hoc de forma presurosa, funciona más como un sentido homenaje de los alumnos de Pina a su maestra que como película en sí misma. Falto de discurso, Wenders se contenta con trastear con el juguete tecnológico, que deja marcas en la nariz de los videntes y cansancio retiniano. Porque, si se me permite hacer un símil con el filme fundacional, el 3D funciona como el Crimen Perfecto del que hablaba Jean Baudrillard: una conspiración invisible para dar vida a un simulacro con consecuencias. Un efecto que no produce ningún cambio, sino su propia reproducción, y el enriquecimiento de los propietarios del juguete. ¿O es que Wenders espera que los documentalistas, frecuentemente obligados a trabajar en contextos de penuria material, puedan acercarse a la carísima tecnología 3D?

Esta superproducción documental nos sirve para introducir una última y triste conclusión, muy contemporánea. A lo largo del martes corría como la pólvora la infausta noticia de la cancelación del Festival Punto de Vista. Al Estado, que se deja los dineros en unas cosas quitándolas de otras, está claro que le gustan las superproducciones con millones de extras y no la producción periférica, marginal (que no elitista, como muy bien dice Josetxo Cerdán en su comunicado de prensa hecho público el martes mismo) y ultranecesaria que podía verse en Pamplona, sin dudarlo, el festival más interesante que teníamos en este país. Antes que James Benning, Jem Cohen o Ben Russell en Iruña, el Estado prefiere a la JMJ en Cuatro Vientos. Quizá para el Estado la Cultura sea justamente esa “nada encantadora” de la que hablaba Goethe: un objeto del que es grato alabar y hablar bondades encantadoras, pero al que no se le apoya en absoluto, al que se le trata con la superfluidad del lujo innecesario, de la nada más anonadante.

 

 

Donostintransit 3

S(H)OC(K):

Kiseki / I wish (y The days after), Hirokazu Kore-eda

El director nipón Hirokazu Kore-eda tenía una participación prominente en esta 59ª edición del festival donostiarra, con una película en competición oficial, otra en sesión especial en Zabaltegui y como productor de una tercera. Su relación con la cinefilia de esta ciudad viene de largo, siendo esta su cuarta oportunidad de llevarse la deseada Concha. Ello, además, se evidenciaba en una muy calurosa bienvenida y en un ambiente de compadreo máximo. “Tengo más ‘fanes’ en España que en Japón”, diría el propio realizador en petit comité (lo de ‘fanes’, fruto de la traducción).

Kiseki, KoreedaKiseki (vertida al inglés como I Wish y al castellano como Milagro) es una obra netamente kore-edaziana, caracterizada por el protagonismo de las figuras infantiles, una ternura inconmensurable y una fijación metronómica en homenajear al maestro japonés Yasujiro Ozu (algo que ya hiciera con gran acierto en la muy apreciable Still Walking, su versión particular y contemporánea de Cuentos de Tokio). Kore-eda ha desarrollado un estilo personal e intransferible, fácilmente reconocible, basado en formas tradicionales y un humanismo a prueba de bombas, terremotos y centrales de Fukushima.

En esta historia, los protagonistas son dos hermanos obligados a vivir separados debido a la ruptura del hardcore familiar. El mayor de ellos, que vive con su madre, está obsesionado con la idea de la reunión de sus padres, y luchará denodadamente por lograrlo. El más joven habita la casa de su padre disfuncional y no sufre especialmente por la situación. El drama de la separación tiene su materialización simbólica en el volcán humeante y ceniciento a cuya sombra reposa la ciudad de la madre y el hijo mayor, quien desea ciegamente que explote para hacer realidad su sueño: el milagro de que las cosas vuelvan a ser como antes, antes de la tragedia (sea esta un divorcio o un maremoto). Kore-eda se posiciona desde el comienzo junto a los infantes (sin la necesidad de descender la cámara hasta el punto de vista típico de Ozu, situado a 50 cm. del suelo, la altura aproximada de los ojos de una persona arrodillada (oséase, un niño), a los que no abandonará en todo el filme.

Lo milagroso se introduce con una naturalidad pasmosa, ciertamente alejada del canon de los milagros de la historia del cine: Dreyer, Rossellini, Tarkovski. Si estos autores basan sus milagros (el renacimiento, la levitación) en una trascendentalidad metafísica, Kore-eda (como, por otro lado, el Rohmer de los «Cuentos Morales»), propone una noción inmanente del milagro: lo sorprendente, parece decir con Martin Heidegger, es que las cosas sean. Lo milagroso es la mundaneidad. En Kiseki, curiosamente, el milagro surge de un hallazgo tecnológico descubierto por los niños: cuando sendos trenes balas avanzan el uno hacia el otro a 260 km/h en el momento en que se cruzan, quien esté presente puede pedir un deseo y este se le hará realidad. Aquí aparece el leitmotiv de la película, la búsqueda de lo maravilloso. En esa pesquisa, que llevará a un nutrido grupo de niños a encontrarse con el cruce mágico de trenes, Kore-eda propone una entrañable historia que en ningún momento adopta tonos rosáceos o blandichosos. Recordando al Ozu de Buenos días o He nacido, pero…, y con ese humor suave del viejo maestro, Kiseki logra tocar la fibra sensible del personal, hacer sonreír, y que incluso la vetusta señora de Amara Viejo, desmelenada, vuelva a ser una niña.

Kiseki, KoreedaLos niños protagonistas, no solo la pareja de hermanos, sino su grupo de amigos (media docena en total), llevarán a cabo su plan de intentar hacer realidad sus sueños: ser actriz, que renazca un perro, correr más rápido, que un padre deje de apostar o que otros dos vuelvan a estar juntos. Para ello, como los niños protagonistas de Nadie sabe (abandonados por su madre y completamente capaces de vivir solos, sin el cuidado de los adultos), los niños milagrosos de Kiseki actuarán con independencia, solidaridad y voluntad, y en el camino irán dejando perlas de sabiduría y gracia: que el milagro no es la consecución de esos deseos recónditos e ignotos, sino «la apreciación del mundo». No es necesario acercarse a la analítica existencial de Sein und Zeit (Ser y Tiempo), para saber que los niños saben lo que dicen, y dicen verdad. Kore-eda logra una obra enternecedora, que remite a la tradición del manga más interiorista y emocional representada por Jiro Taniguchi (el autor de las excelentes El almanaque de mi padre o El caminante), cargada de buenos sentimientos (en el mejor de los sentidos: no nos encontramos aquí con un buenismo falaz de escaparate). Más allá de la moraleja y/o la enseñanza, Kiseki logra el milagro de, sin hacer nada nuevo, hacer germinar la esperanza. De forma sencilla, de parvulario cinematográfico nipón: magistrales, en este sentido, son la serie de pillow-shots a la Ozu que cierran el filme, regresando a esos pequeños gestos del propio filme, esas pequeñas cosas del mundo que hacen que este tenga valor. Simplemente, que el mundo sea, ahí reside el milagro.

Un niño es también el protagonista de la pequeña película The Days After, probablemente la historia más oscura de Kore-eda hasta la fecha. Pequeña por su duración exigua (no alcanza la hora de metraje), oscura porque el niño en cuestión está muerto, y la historia que se plantea es entonces, se podría decir, transmundana: una historia de fantasmas contada con las herramientas del realismo. De tal forma, The Days After es un pequeño gran logro por su ambigüedad, por su indiferenciación. Extraño caso en la obra del cineasta japonés, esta película, basada en una antigua novela nipona y narrada en capítulos, cuenta la historia de una joven pareja que ha perdido a su hijo y cuyo fantasma (¿o es el hijo de otro por ellos secuestrado?) regresa para compartir unos cuantos días más con ellos. Teñida de negritud, Kore-eda nos narra esta fantasmática y triste historia con gran eficacia, con un uso inteligente de los desenfoques y la profundidad de campo (ese campo es en sí, aquí, un fantasma, un más allá, una realidad de la que los padres, clausurados en su trauma, se encuentran separados: han perdido, justamente, el mundo), de nuevo los pillow-shots, la ilustración visual de lo que podría ser un haiku cinematográfico grávido de pesadumbre: un cerdo de cerámica que desprende humo, una bola de papel de colores hinchable, unos nenúfares flotantes en agua estancada. Puros fantasmas, ponen en imágenes la tristeza, la carencia, el dolor, con un ánimo que solo se nos ocurriría tildar de poético. El niño, aunque aquí espectral, vuelve de nuevo a enseñar al hombre, al adulto: ahí afuera hay un mundo. Porque, como dice Kore-eda, los adultos se han acostumbrado demasiado a pensar solo en sí mismos, y necesitan una lección, si así se quiere expresar, de infantilismo.

The days after, Koreeda

 

Perlad@s:

L´envahisseur / The Invader, Nicolas Provost

Estar una semana en un festival de cine videando tres o cuatro filmes (o incluso cinco, aunque no siempre en completitud, todo sea dicho) es en sí una perlada, por muy cinéfilo que sea uno, supongo estarán de acuerdo.

Como que Benito Zambano y Nacho Vigalondo (sí, como Urbizu y Fresnadillo) agoten todas las entradas para cada sesión. Y qué decir de Chapero Jackson, o del estreno engalanado de la serie Isabel (de próximo estreno en TVE) o de la película basada en la serie Águila Roja. Todos esos son perladas dantescas, está claro.

La de Nicolas Provost, el reputado video-artista, es una perlada también, pero de otro tipo bien distinto.

Todo comienza, con justeza, con El origen del mundo de Courbet: un coño.

El origen del mundo, CourbetEn The Invader, las partes pudendas son las de una actriz nívea y rubia, tumbada en la playa. En un plano secuencia de gran belleza, realizado en dos movimientos de alejamiento y acercamiento, la mujer se levantará y avanzará por la arena hasta la orilla, donde un grupo de hombres arribará: los inmigrantes, los intrusos, hasta encuadrar la vigorosa y descomunal figura de un negro africano, el invasor. Escena onírica, cargada de significado. Los blancos en pelotas ven asaltado su espacio por un grupo de alienígenas negroides.

Todo sigue, tras los créditos, con una secuencia de índole experimental que parece sacada del cortometraje de Provost Papillon d’amour o de una pieza de Ken Jacobs: la imagen partida en dos (en Provost, trabajando una escena de Rashomon de Akira Kurosawa que transforma una mujer en crisálida y mariposa; en Jacobs, el avance esquizoide de un tren), que ilustra gráficamente la separación ontológica de dos mundos, dos realidades claramente diferenciadas. Los unos, los otros.

A continuación, y sorprendentemente, The Invader no retornará a los cauces de la experimentación, moviéndose por sendas más convencionales de las que podían presuponerse en la puesta en largo de Provost, tras una carrera como artista visual basada en piezas de vanguardia e instalaciones de museo. El debut en el largometraje del belga es ciertamente un filme que produce cierto extrañamiento, con un poderío visual incontestable (una fotografía hiperrealista en la que la ciudad de Bruselas aparece como una urbe metálica, opaca y futurista) y una narrativa a bandazos, casi delicuescente.

L´envahisseur, ProvostEl hombre africano que llegaba a la playa en la apertura (que recibirá el nombre -falso, desde luego: es el innombrable, el sin papeles, el sin identidad, el sin derechos- de Obama) protagonizará una historia de intrusión en la sociedad europea desde los bajos fondos de la trata de personas hasta las altas cimas de los lofts de ejecutivo. En ese devenir, Obama se transformará en un ser casi monstruoso, amenazante y paranoide, obsesionado principalmente en el folleteo. Es entonces cuando The Invader va desapareciendo por momentos: cuando la historia, de pronto, va cobrando sentido, de una forma incluso ortodoxa. Y el tema de la inmigración, una elección política, se nos aparece como un pretexto, una perversa coartada.

Y es también entonces cuando aparecen las suficientes analogías para que podamos considerar el filme de Provost como un Shame 2, con el consiguiente agravio comparativo que supone medirse con la película de Steve McQueen. Ambos realizadores comparten un mismo tránsito: provienen de la galería de arte y se dirigen hacia la sala obscura. Debido a ello, ambos filmes participan de una estética de la imagen portentosa, más afín al diseño gráfico que a lo cinematográfico, que proporciona momentos de alto calado visual. Pero vayamos a lo concreto. Tanto en Shame 1 como en Shame 2 encontramos idénticas escenas, a saber: el travelling lateral que persigue al antihéroe invasor corriendo por la ciudad (el africano en Bruselas, el irlandés en Nueva York); el polvazo en el ático filmado a través del cristal desde la lejanía, las dos figuras teniendo sexo salvaje contra la ventana; el antihéroe en el metro (o el underground, o el Inferno de Dante, si gusta la metáfora); y, por último, y no menos trascendente y curiosa coincidencia: el principio de la primera es el final de la segunda, el antihéroe tumbado en la cama, filmado en plano cenital.

Tal número de equivalencias no puede dejar de llamar la atención crítica y, aunque solo sea en el contexto de la Teoría de la Cinematografía Comparada, llevarnos a la consideración de ambos filmes como emblemas de una Antropología Visual del hombre contemporáneo como un singular sinlugar (bien que la de McQueen es, pese a sus defectos, un artefacto mucho más subversivo que el de Provost). A menos que el lugar sea la cama, el pensamiento tenga la forma enhiesta y vertical de un falo erecto y su horizonte prefigure, como el principio de The Invader, una caverna vaginal.

L´envahisseur, ProvostEsta mismidad, diría Jacques Lacan (quien se dice llegó a poseer el lienzo de Courbet, escondido tras un cortinaje en un cuarto secreto y angosto tras su sala de consultas) solo puede señalar una cosa: el coño (el origen del filme) no existe, es un invento del hombre.

Pero todo hombre, o es una mujer, o es un negro.

Y The Invader no ha tenido lugar.



 

Donostintransit 4

S(H)OC(K)

Adikos Cosmos / Mundo injusto, Filippos Tsitos

El caso griego es bien interesante. Como es bien sabido, si cobraran por derechos de autor, el país mediterráneo cuna de la cultura occidental (mucho más, sin duda, que cualquier perogrullada que ubique su origen en Babilonia o Egipto) no tendría ningún problema económico en absoluto. Si cada vez que alguien (persona o nación) mentara las nociones de “democracia”, “persona” o “política” (por proponer al albur los primeros ejemplos que se me vienen al magín) y en Atenas alguna institución hiciera caja (como Paul McCartney cada vez que suena Hey Jude), Grecia no se encontraría en el comprometido lugar que ocupa actualmente en el panorama macro-económico global, siendo comprado por China y utilizado por la Unión Europea como chivo expiatorio. Lo cierto es que el copyright es una invención excesivamente moderna para que Grecia pudiera sacar réditos de ello y, como prueba de ello, el papel de los griegos en la historiografía del cine es inusitadamente menor (a cualquier cinéfilo, por mucho que se frote las sienes, no se le ocurre más que la figura de Theo Angelopoulos o Costa-Gavras ((…)) como expresión cinematográfica grecofílica).

Hace un par de años, por acercarnos a la actualidad, el filme griego Canino, de Giorgos Lanthimos, tuvo alguna notoriedad en el festival de Cannes y cierta predicación ulterior. Consistía en una extravagante comedia surreal que funcionaba como crítica al patriarcado y la familia como estructuras represivas originales, un cruce imposible entre Luis Buñuel y Michael Haneke, y sirvió para poner a Grecia nuevamente en el panorama europeo. Filippos Tsitos, el realizador del Mundo injusto que nos concierne, llamó la atención de la crítica internacional griego-secular con Plato´s Academy, en el año 2009, y presenta su nueva película en el festival de San Sebastián, a competición oficial. El cine griego, al parecer, surge al tiempo que su clase política desaparece, convirtiéndose en un simulacro.

Mundo injustoMundo injusto comparte con el filme de Lanthimos unas cuantas cosas, que podríamos quizá aventurar conformen una especie de idiosincrasia fílmica pangriega: el humor absurdo, el hieratismo figurativo, un tono grisáceo crepuscular. Y aún más: el uso sistemático del scope, del plano fijo, de la declamación en clave Eurípides, sin que los personajes se miren al hablar, sino al frente, hacia el huero ágora e, incluso, la participación del mismo actor (el padre retrógrado de Canino, aquí el compañero del policía protagonista, interpretado con estatismo por Antonis Kafetzopoulos). Todas estas características acercan el estilo griego al del finlandés Aki Kaurismäki, perlado de quien hablaremos con más detenimiento un poco más abajo.

La historia de Tsitos gira en torno a Sotiris, un viejo policía que, al final de su carrera, decide transformarse en la encarnación del imperativo categórico kantiano y promulgar la justicia por doquier. Para ello, se fía de una interior intuición que le señala las bondades filantrópicas y, en plena melopea ética, lleva a la práctica aquello del “actúa de tal forma que tus acciones puedan convertirse en máximas universales”, en un intento de extender y promulgar el bien en su pequeño cosmos. Como ilustración de ambas motivaciones (el encogorzamiento y la predisposición moral), al comienzo del filme observaremos cómo el viejo policía de investigación previa construye un pequeño mundo en miniatura con poliespán, ordenadito y bajo control y también se pone beodo hasta el acabamiento (cayendo de un banco, lo que habrá de convertirse en un gag repetido varias veces a lo largo de la película: un signo, la policía, la autoridad, el estado, caen).

Sotiris se verá inmerso en un tragicómico episodio que incluye el asesinato de un guardia de seguridad (debido a la voluntad propia de su dedo índice) y la caída en las redes del amor con una mujer de la limpieza llamada Dora, todo ello por ayudar a su compañero policía a jubilarse con un “final bonito”. Mundo injusto se pasea desde la comedia absurda al sopor a lo largo de dos extensas horas, con algún momento entrañable fruto de la brillante actuación del protagonista (quien ya ganara como mejor actor en Locarno, por su participación en Plato´s Academy), pero sin llegar a la subversión del otro filme griego comentado más arriba, ni en la forma ni en el contenido. El extrañamiento de Canino, preñado de jugosas consideraciones de tipo psicoanalítico, se ve suplantado aquí por un costumbrismo decadente, pausado, que en ningún momento acaba de despegar. Finalmente, tras el proceso de eticidad (por usar el concepto anacrónico hegeliano), el viejo Sotiris comprobará que la moral, finalmente, no es cosa de una gran mancomunidad, sino, como mucho, de un par de desesperados, como él y Dora. Y así, frente a su conmiserable “Necesito ayuda” no podrá recibir sino una sola respuesta: “¿Para qué ayudarte?”

Lo mismo que le dice la UE a la desesperada Grecia, se diga lo que se diga.

 

Perlad@s

Le Havre, Aki Kaurismäki

 

«No entiendo cómo han podido seleccionar esta mierda de película.

Cuanto más cínico me vuelvo, más cariñoso soy con mis personajes».

(Aki)

 

¿Puede el cine esbozar un mundo afín a nuestros deseos, en una utopía cinéfila melancólica como la que anhelaban Malraux y su citólogo Godard? ¿O haría mejor en representar y/o reproducir un mundo pre-existente, siguiendo una severa deontología de corte talibán-cinematográfica? En este oxímoron ficción-documental, representación-presentación, aparece una anfibología que recoge las grandes extremosidades del producto-cine: el entretenimiento y el arte, la superchería y la necesidad.

Antes de soñar con ese mundo en el que el cine deje de ser la industria de la evasión, la fábrica de sueños para el domingo hegeliano, nos queda un tiempo en el que la fuerza redentora de las historias aún pueda ejercer su función: todavía, nosotros, habitantes no solo de la «galaxia gutenberg» sino también de la «galaxia meliès», poseedores del carné de socios del museo del cine, hemos de enfrentarnos al poder vivificante (casi revolucionario) de las (/algunas) narraciones. En tiempos de la transparencia pornográfica (el consabido paradigma del Fin de los Grandes Relatos, en las palabras del posmoderno Lyotard), uno se enfrenta a las ficciones con la misma ambivalencia con la que se enfrenta a la política: como en un ritual, llevando a cabo un acto de fe.

El último capítulo en la obra del finés Aki Kaurismäki es precisamente un acto de fe, y ello en un doble sentido (suyo y tuyo). Porque, en medio del desencanto, Le Havre se nos ilumina como un retorno de las posibilidades mágicas del cine: que las películas puedan hacernos mejores, aunque solo sea, como dijera Gonzalo de Lucas en algún sitio, porque nos enseñe a atarnos los cordones de los zapatos.

Le HavreKaurismäki, en todo caso (y para que nadie se rasgue las vestiduras tras estas consideraciones de cierto panfilismo acrítico e ingenuo), es un cínico. Y un cínico no en ese sentido moderno que definen Peter Sloterdijk (cinismo como “falsa conciencia ilustrada”, cuyo ejemplo serían Cioran o Beckett) o Slavoj Zizek (cinismo como ese “saber lo que se hace (el mal, la injusticia, lo réprobo and so on) y aun así hacerlo”, encarnado en Donald Rumsfeld), sino un cínico en sentido clásico: un solitario, un habitante de tonel, un perro. Aki Kaurismäki es, a todas luces, el Diógenes de Sínope del cine contemporáneo.

El autor de La muchacha de la fábrica de cerillas es una figura señera en el panorama global, un tipo beodo que se esconde tras el telón, un iluminado «productor de escoria», como podían decir Aldous Huxley o el propio Diógenes (en caso de que hubiera dicho algo). Su último filme advenía a San Sebastián precedido por la buena acogida de crítica y público que tuviera en Cannes, y la comunidad cinéfila y devota se arremolinaba a las puertas de los diversos cines donde fuera proyectada, frotándose las manos. Y sería una de las mejores visiones del Zinemaldia, para quien esto escribe en clave confesa.

El ritual kaurismákico se produce siempre del mismo modo, como todo ritual, vaya. Esta repetición de lo mismo es en este caso no un signo de falta de originalidad sino, por utilizar, si se me permite, una noción añeja, de «estilo» (concepto que a día de hoy puede resultar tan demodé como la calística romántica de lo bello, pero que es plenamente efectiva, contra todo dialectismo cultural radical). Porque, si algo tiene el autor de Luces al atardecer, es eso que los defensores de la política de los autores (tan denostada actualmente) llamaban estilo: una voz, una forma, una luz propias. Le Havre es, en este sentido, como esa luz con la que Diógenes recorría Atenas mientras vociferaba: “¡Busco un hombre!” (y no era un primitivo anuncio de perfume o una desesperada expresión homoerótica, sino el origen de ese “humanismo impenitente” (cif. supra Nader y Simin. Una separación)). Kaurismäki reescribe de nuevo su fábula proletaria, su tragicomedia de lumpen, en este caso saliendo de Finlandia y los suburbios y marchándose a un pueblecito costero francés, pero sin salir nunca de su universo (de su tonel), y ciertamente, cada vez más «cínico y humano». Humano, demasiado humano: o de perros y hombres.

En El crimen del Sr. Lange, la obra maestra de Jean Renoir, hay una escena que resume lo que podríamos llamar la “puesta en forma del comunismo”, de la que Renoir es en cierta manera el origen. Hacia el final del filme, cuando parece que el íncubo Batala (una mezcla de Doctor Mabuse y productor cinematográfico) ha muerto y el humilde protagonista (a quien el productor ha estafado haciéndose con los derechos de su obra Arizona Jim) cree recuperada su libertad y su derecho, se produce un gran acontecimiento: Lange intenta retirar el cartel de Batala y poner en su lugar el suyo, y un hombre intenta detenerle. Entonces, todo el edificio, la comunidad entera, acudirá en la ayuda de Lange. Renoir filma la secuencia en un único movimiento de cámara, en el que «reúne», de abajo a arriba y de arriba abajo, a todos los personajes. Desde el suelo hasta la ventana más elevada del edificio y de vuelta a la tierra, donde todo el grupo defiende y ayuda al bueno de Lange para que ponga su cartel, Renoir lleva a cabo una escena que es la ilustración de varias tesis marxianas que apuntaban, no tanto a la dictadura del proletariado como a la comunidad del lumpen. Complemento de la secuencia de M de Fritz Lang que reúne, identificando, a los mafiosos y los policías en una sola toma, esta genial escena del filme de Renoir parece fundar eso que hemos llamado comunismo representado o escenificado: no con ideas o palabras complejas, sino con gestos y acciones sencillos.

Kaurismäki entronca muy directamente con este comunismo de alta alcurnia cinematográfica, tamizado por ese subrepticio cinismo (que, por cierto, es evidente también en el Sr. Lang). Como muy acertadamente señala Sergi Sánchez (en un texto en este mismo Transit, en la sección “Esbozos”), la obra del autor de Un hombre sin pasado remite prioritariamente a un primitivismo cinematográfico cuyo máximo exponente es Chaplin y el cine mudo. Y, secundariamente, y como el propio Aki señalaría, “el cine murió en el 62” (y él es un no muerto, un zombi, alguien que «aún» cree en algo así como el «cine» y el «comunismo» (cine + comunismo = cinismo)); así pues, solo puede remontarse uno, como mucho, al año en que Robert Bresson dirigiera El proceso de Juana de Arco. Chaplin y Bresson: quizá los dos autores que más se traslucen en las imágenes y las historias del autor de La vida de bohemia.

Y nosotros, ¿creemos en el cine y/o el comunismo?

Le Havre comienza in media res, con una gran proposición política subversiva: el protagonista, de nombre Marcel Marx, es un antiguo escritor bohemio que hoy vive como limpiabotas en la estación de tren de Le Havre, puesto de la costa francesa de la Bretaña, con su mujer (sí, ella misma: Kati Outinen) y su perra Laika. Un hombre trajeado, un rico, se sienta en el taburete, se hace limpiar los zapatos. Al irse, perseguido por dos hombres, es asesinado en un fuera de campo prototípico, las figuras inmóviles en el plano. “No importa. Ya me había pagado”, dirá Marx, recogiendo sus bártulos. Sacrificio inmutable del rico, para empezar, recuperación de la plusvalía hurtada. Continúan los títulos de crédito, mientras el hombre vuelve a casa. El comunismo del autor de Nubes pasajeras es tan vasto, tan omniabarcante que podemos leer, en tipos amarillos, inscrito sobre una imagen del puerto de Le Havre, un nombre: “Laika”. La comunidad kaurismákica abraza también, cómo no, a los perros. Como decíamos, él mismo es uno de ellos.

Es interesante, dentro de los límites de un festival igualmente que fuera de ellos, el diálogo que las películas establecen entre sí, cómo surgen temáticas compartidas, lugares relacionales, que quizá sirvan como radiografía de un instante histórico. En ese sentido, Le Havre y Mundo injusto funcionan como sendas tentativas acerca de las posibilidades de com-unidad entre seres acéfalos, unidad principalmente cimentada en las nociones de ayuda y solidaridad. Y si el filme griego plantea una hipótesis abrumadoramente pésima, el filme de Kaurismäki pone en juego -ideológicamente- un optimismo desgarrador. Allí donde el grupo respondía “¿Para qué ayudarte?”, aquí ni uno duda un solo instante, y el lazo y el vínculo de apoyo mutuo tiene una reacción en cadena, extensiva e inclusiva, que acaba abrazando incluso a la figura del comisario en la aventura de ayudar a un niño africano a seguir su camino de exilio hacia el otro lado. En otro sentido, Le Havre dialoga con el filme de Nicolas Provost del que departíamos más abajo, The Invader, al girar ambos temáticamente alrededor del asunto de la inmigración. Una dicotomía los separa: aquella que opone el realismo al idealismo, la que dista entre la representación de la realidad provostiana y la representación de los sueños kaurismákica. Una realidad donde impera la ley y el deseo perverso o un sueño por donde se extienden la compasión y la solidaridad (la diferencia precisa entre la sociedad y la comunidad, según Maurice Blanchot).

Esa aparente simpleza de las formas del autor de Juha, como se decía, hermanada con Chaplin y Bresson, basada en una centralización del gesto (procedencia silente) y en un aplanamiento de las imágenes (dogma bressoniano) característicos a lo largo de su carrera, toma un cariz afrancesado en Le Havre, menos marengo y más colorista, más inverosímil aún, que remite graciosamente al homenajeado en este Festival Jacques Demy y al Jean-Pierre Melville de El silencio de un hombre (El samurái), y que espeja el optimismo antropológico que desprende el filme, totalmente extemporáneo y por ello luminoso y cínico (de una vez por todas, la definición: cínico proviene de la locución kines-kino, “perro” en griego, por ello la distinción entre «cínico» (variante moderna (cif.Zizek)) y «quínico» (variante clásica); el movimiento filosófico cínico, iniciado por Antístenes, era conocido como “La Secta del Perro”). La tesis política que proponemos: esta es la forma del nuevo comunismo, el del mencionado Zizek, pero también el de Alain Badiou, Daniel Cohn-Bendit, el grupo ideológico Tiqqun o el Comité Invisible en el Exilio. El de Aki Kaurismäki. Si el pensador esloveno omnipresente, el Elvis del pensamiento cultural, dice que hemos de «Repetir Lenin», arriesgar lo imposible en un gesto pro-comunista, pero no rojo sino verde, el pensador ágrafo finlandés nos dice, con una gracia sin parangón, un estilo inefable, una forma maravillosa: «Repetir Renoir». Ayudar a Lange, y al Niño.

Lo cual es un gesto político y cinematográfico. Como el Zinemaldia. Como el Punto de Vista. Como este texto crónico que aquí se acaba.

 

Donostintransit 5

S(H)OC(K)

 

Pérdida 1:

Objeto: Fular 100% Pure Laine Vierge (Alto Contenido Emocional).

E/T: Kursaal 1 (K1) / 12:00, lunes 19.

Visión: Los pasos dobles.

Causa: Abandono y Olvido fruto de la hipnosis.

Recuperación: Edificio de prensa K / 11:27, miércoles 21.

Consecuencia: Alegrías / Sentimiento de comunidad con el otro.

Pérdida 2:

Objeto: Gafas de sol graduadas Alain Afflelou izq.: + 1.3/ der: + 2.7 (Alta Necesidad Óptica).

E/T: Antiguo Berri (A7) / 18: 00, martes 20.

Visión: Oxhide II.

Causa: Abandono y olvido fruto del ímpetus genésico.

Recuperación: Infructuosa.

Consecuencia: Aceptación de la ceguera diurna / Deseo escatológico hacia el otro y su progenie.

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(Sala de obtención de entradas del Zinemaldia. Martes 20, 10:25)

Crítico en tránsito: Buenos días otra vez. Aquí te dejo el numerito…

Chica de las entradas: Apa…

Crítico en tránsito: Venía a por lo de mañana…

Chica de las entradas: Jujum… Dime.

Crítico en tránsito: ¿Puede ser para Extraterrestre, del Cabezón Vigalondo?

Chica de las entradas: Buff… No. Están agotadas para el Victoria Eugenia. Podrías intentarlo en Príncipe 9 a las 22:45… Pero lo dudo. Me han dicho que es genial.

Crítico en tránsito: En fin… vale. Me voy a China. Dame entonces para las 19:00 en San Telmo. Son tres pelis seguidas: In Public, Disorder y Condolences

Chica de las entradas: Espera, espera, majo… ‘Impávid‘?

Crítico en tránsito: ¿Impávida te quedas? Ah, ya… No, no: In Public… Deja, te escribo…

Chica de las entradas (tecleando): ¿Y qué tal están las pelis chinas? Porque, la verdad, no se vende mucho…

Crítico en tránsito: Ya, qué me vas a decir a mí. La media está entre las seis personas de Oxhide y las diez de The Ditch (en la Sesión Impávida del día siguiente habría, no obstante, casi una veintena). A mí me dejan tan knocked-out que pierdo hasta las chafas… Lo mejor del festi.

(Mirada extrañada de la) Chica de las entradas: ¿Mejor que Coronado?

Crítico en tránsito: Oh, no, eso no… Apa.

 

Perlad@s

Drive, Nicolas Winding Refn

Lake Tahoe, Fernando Eimbcke

«No tenemos que empeñarnos en buscar «conclusiones» ni, desde hace ya varias décadas, el destino del arte es la «materialidad» o la consistencia objetual, antes al contrario, la comprensión del arte como «trayecto» y procesualidad nos lleva a reconocer que solo porque no hay esa presencia es posible la experiencia, entre otras cosas, de la obra de arte». Estas palabras, procedentes del libro Escaramuzas. El arte en el tiempo de la demolición, de Fernando Castro Flórez, nos son útiles para la consideración (transitoria) del último filme del realizador danés Nicolas Winding Refn. Y no únicamente por la relación mínimo-moderna con la noción del «cochematógrafo» (de futura aparición en Transit), esencial en Drive, ni con la categoría de la re-escritura y el palimpsesto en la que este filme se mueve, sino porque introduce una estética del trayecto y la deriva que la convierten en una película contemporánea, sinceramente esquizofrénica. Su animosa recepción en Cannes anunciaba uno de los momentos del Zinemaldia.

Como cochematógrafo secular, Drive seguiría el descubrimiento de Godard tras ver Viaggio en Italia: un coche, una chica, y ya tienes los fundamentos del cine. No es necesaria una pistola, Jean-Luc y Nicolas ya tienen una. En esa tradición, el filme de Windign Refn remite a Detour, de Edgar G. Ullmer, lo mismo que a Death Proof, de Quentin Tarantino, pero sin misoginia. Como palimpsesto, Drive es un disfrutable cruce entre América y Europa, entre la acción ochentera yanqui y la inacción sesentera europea. Una narración esquizoide entre A quemarropa de John Boorman y El silencio de un hombre de J.P. Melville, que viaja de una muy rarificante quietud llena de silencios y pausas significantes a una ultraviolencia plástica, sintética y luminiscente. En ese trayecto entre las referencias de la modernidad cinematográfica, Drive es un objeto, sí, delicuescente, pero sin duda sincero: es una carta de amor a cierto cine, filmada con devoción.

El conductor protagonista es un solitario, un lobo estepario. Un especialista en escenas de acción con automóviles y mecánico de día, un criminal nocturno que toma parte en robos por la noche. Transita por una ciudad que es en sí una terrorífica expresión de género cinematográfico: Los Angeles vista cenitalmente, desde un helicóptero, imagen dantesca de lo obscuro como urbanización. Ese infierno de asfalto es el que cruza el silente conductor, desde una señera sonrisa hasta el aplastamiento craneal. El escorpión en la espalda de su chupa (única prenda que irá manchándose de sangre a lo largo de la película) es un signo de su violencia interior latente, que explotará pasado el ecuador de este magnífico espectáculo.

Como la canción de Electric Collective que puntea el filme y cuya letra dice: «Real human being / Enter real hero«, Windign Refn construye un personaje entre lo humano y lo heroico. Su bondad con la chica y su hijo son epítomes radicales de un gran corazón, que le llevarán a una violenta espiral en pos de la salvación de la chica y el niño frente a la mafia angelina. Trayecto desde el amor a la ira y de vuelta al amor, dejando el camino sembrado de cadáveres, que divide el filme en sendas partes complementarias (amor y muerte), ambas poseedoras de una cadencia y una imagen contenidas e hipnóticas. Como las bandas angelinas de noise-pop Health o Best Coast, Drive cubre un interior rosa con capas de ruido y agresiones, componiendo un oxímoron cultual de ardiente actualidad que aúna la piel y la sangre, al hombre y al héroe, À bout de souffle y Too Fast and Too Furious. En esa aparente contradicción se expresa la posibilidad artística del cine mainstream de nuestros días: un dragón evanescente que no se sabe si es vegetal o animal, arte o espectáculo, escorpión o peluchín. Abocado a la destinerrancia inconclusa.

A esa destinerrancia de la que hablara Jacques Derrida parecen estar destinados también los festivales que contienen las películas, como Punto de Vista, la Mostra de Valencia o el propio Zinemaldia, el uno definitivamente postergado a la bianualidad, el otro casi desaparecido, este enfrentado consigo mismo: el paradójico recibimiento de su Concha de Oro a Isaki Lacuesta, las desaforadas reacciones de los pumares, los boyeros y los ripsteins de turno. Desde esta humilde palestra, ya aquí al final del tránsito, aprovechamos para celebrar efusivamente la victoria de un filme tan desgarradoramente libre, tan inscrito en el trayecto, casi improvisado, del propio hacerse a sí mismo, como es Los pasos dobles. Un filme glocal, transnacional, realizado por un negro nacido en Banyoles.

El último filme de estas crónicas no era un estreno, sino una recuperación. Lake Tahoe, segundo largometraje del mejicano Fernando Eimbcke, había sido presentada en el Zabaltegui del año 2008, y este año se podía ver dentro del marco de la retrospectiva “4+1 Cine mexicano contemporáneo”. Lake Tahoe es una película melancólica acerca de cómo un adolescente supera la muerte de su progenitor. Comienza con un accidente simbólico y un trayecto en busca de una comunidad acogedora que responda a la petición de ayuda. Sigue con la necesidad, también, de corresponder a los otros y acudir en su ayuda. El filme de Eimbcke es una pequeña tragicomedia que abarca un día en la vida del joven huérfano, cargada de un humor sutil que es el contrapunto a la triste historia que se nos cuenta. Pero, lo más llamativo de la película, es su formalización: estructurada completamente con planos fijos y frontales (con dos únicas excepciones) en los que la figura cruza el plano de un lado a otro en pleno trayecto, Lake Tahoe funciona como la ficción que James Benning nunca ha querido hacer. Registro de un espacio transido por las emociones y el drama, poblado por seres empáticos, atento al pequeño gesto. Los espaciados negros que tejen las distintas secuencias, en los que el sonido sí se mantiene, reflejan indirectamente las elipsis de la propia vida del protagonista, su trauma. Pero igualmente, son las costuras que hilvanan, aunque sea fragmentariamente y sin conclusiones, el sentido de una historia caracterizada por la ausencia, pero que llega al conocimiento –presente- de una solidaridad: “Que el amor es alimento”, dirá la canción que cierra el filme.

Amor y solidaridad: valores que han esgrimido y defendido muchos de los mejores instantes de Zinemaldia 11, como Le Havre, Nader y Simin. Una separación, Kiseki, Oxhide II, Jalainur… O la posibilidad de la comunidad y la memoria: Crazy Horse, The Invader, Fuck Cinema, Disorder, Los pasos dobles, The Ditch… El cine, todavía, continúa su trayecto hacia ese mundo acorde a nuestros deseos.

Que el tránsito continúe.

 

MATERIALES

Donostintransit

– BENJAMIN, Walter: La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, Ed. Casimir, 2007.

– 59º Festival de San Sebastián / Donostia Zinemaldia, Libro del Festival, textos de Roberto Cueto, Jon Elizondo y Jesús Torquemada, Ed. FIdCD-SS, 2011.

– Revista Lumière, n.º 4, septiembre, 2011.

– CASTRO FLÓREZ, Fernando: Escaramuzas. El arte en el tiempo de la demolición, Ed. Cendeac, 2003.

– HOUELLEBECQ, Michel: El mapa y el territorio, Ed. Anagrama, 2011.

– ADAMS SITNEY, Paul: Visionary Film. The American Avant-garde 1943-2000, Oxford University Press, 2002 (Third Edition).