Le Havre

Una utopía posible

¿Puede el cine obrar milagros? ¿Puede, como un curandero, tocarnos la mano y sanarnos el corazón? Los cuatro, cinco planos que clausuran Le Havre (2011), la última película de Aki Kaurismäki, son suficientes para demostrar que el cine se guía por la inspiración divina, que aplaude el triunfo de lo inexplicable, que abraza el misterio del mundo, que considera la felicidad como un acto de resistencia. Ese final maravilloso nos recuerda que el cine de Kaurismäki debe tanto a Chaplin -en especial al final de Luces de la ciudad (1931)- como a Bresson -el final de Pickpocket (1959). Es un final que hace justicia, que restituye la belleza que debiera tener la vida. Algo que, por otra parte, pretende toda la película: la inmigración es un macguffin para celebrar la solidaridad de los desfavorecidos, la bondad de los extraños, el suave sentimiento de comunidad que nos protege.

Le Havre es como Milagro en Milán (Miracolo a Milano, Vittorio de Sica, 1951), pero sin el blanco y negro y pasada por el tamiz de una sensibilidad francófona, que aspira a ser heredera del realismo poético de Marcel Carné sin perder pie en la distancia, a la vez cálida y escéptica, de alguien que ve la vida como una broma que hay que beberse de un trago. Podría acusarse a Kaurismäki de pisar terreno seguro, de regresar siempre a la patria que conoce mejor: el mismo trabajo con el color -desde los azules del decorado hasta los detalles rojos que le dan profundidad; el mismo montaje sintético; el mismo trabajo con la interpretación, entre emotiva y estupefacta; el mismo tipo de personaje (Marcel, el protagonista, se ha escapado de La vida de bohemia -1992-)… Sin embargo, hay una frescura en Le Havre, una vitalidad tragicómica que Kaurismäki toma prestada del cine clásico de los cuarenta y que, paradójicamente, le da a la película un aire indispensable de novedad -o de actualidad: después de todo, el telón de fondo es la Europa de la crisis económica, o la Francia de Sarkozy- respecto a su filmografía. En cierto modo, Le Havre no intenta otra cosa que reivindicar, bajo una mirada limpia y casi naïf, el cine con el que creció el siglo XX para combatir los intereses del poder, como si lo que está ocurriendo hoy en día fuera lo mismo que ocurrió en la Segunda Guerra Mundial, y el cine fuera el portavoz, iluso pero sincero, de un idealismo necesario, una utopía posible. Es entonces cuando Le Havre piensa en su dimensión política, e imagina que el cine aún puede hacer algo para cambiar el mundo. Puede, en fin, ayudarnos a soñar en ese cambio.