Fringe / Lost

De Lost a Fringe en seis puntos

 

I. El espacio entre vidas

-Oye, ¿puedo tocarte?
-¿Eh? ¿Para qué?
-Para que te des cuenta de que estás muerta y podamos dejarlo todo atrás…
-¿Qué insinúas? ¿Que estamos muertos?
-Sí, lo sé, has estado haciendo todas estas cosas, estas intrigas criminales, románticas y existenciales, en esta especie de ciudad, como si algo tuviera sentido. Pero no, estamos muertos. Aunque si estuviéramos vivos es posible que diera lo mismo.
-Bueno, vale. Tócame.
-¿Entonces puedo… ehm, tocarte un pecho? Siempre me gustaron tus pechos.
-¿Puedo darte una bofetada?
-Eso es lo que dijo ella.
-¿¡Qué!?
-No me lo preguntes, ¡hazlo de una vez!

II. La desconexión

Sé que esto iba a ser un artículo sobre Fringe, el último juguete catódico de J. J. Abrams. El último, si obviamos la ya cancelada Undercovers (2010) y las inminentes Alcatraz y Person of Interest. Sigo teniendo la intención de hablar de la serie de ciencia-ficción del momento, pero, antes, quería compartir una hipótesis, que hace tiempo que me ronda por la cabeza, sobre Lost (2004-2010) y su discutido final. Seguro que no soy el primero que piensa estas cosas, pero voy a soltarlas: Lost era una droga. En su elaboración no intervino la química (hasta dónde nosotros sabemos), pero actuaba en el organismo como lo hacen ciertas sustancias. ¿Acaso no éramos muchos los que, a lo largo del visionado de un capítulo, íbamos mirando de vez en cuando la barra de tiempo del reproductor o, en caso de verlo en la televisión, los minutos que llevábamos de capítulo? Con el temor fundado a que la dosis nos supiera a poco, a que no nos diera tiempo a recibir más revelaciones y respuestas a las largas listas de preguntas que los usuarios de los foros se hacían transcurridos los cuarenta y dos minutos semanales. Una vez terminada la serie, recuerdo que un amigo me decía que le faltaron dos o tres capítulos más «para acabar de cuadrarlo todo», igual que nos hubiera gustado que el subidón de aquella noche se alargara un poco más… el tiempo justo para que la lucidez (o algo parecido) nos conduzca a eso que los yanquis llaman the big picture. Pero, como nos decía Neil Young: “there’s more to the picture than meets the eye”. Nunca correreremos más rápido que Dios, sea lo que sea eso, o que un showrunner.

Dada la naturaleza narcótica de la serie, la tarea de Carlton Cuse y Damon Lindelof -principales guionistas de esta- no era fácil. ¿Cómo llevar de la mano a una horda de yonquis poseídos por un engorroso afán de conocimiento absoluto? ¿Cómo devolverles a la seguridad de sus hogares y meterles en sus camas, sin que a la mañana siguiente sientan deseos de irse a un aeropuerto? La suya fue una magnanimidad de padres responsables. Entendieron que, de alguna manera, Lost había dejado de ser una narración para pasar a ser una experiencia. Un viaje. Y su final no sería un final sino una desconexión. No consistiría en cerrar la serie sino más bien en apagar la tele. La más amable de las despedidas posibles. Así que lo que nos ofrecieran fue una enunciación en clave teológica del tradicional «y fueron felices y comieron perdices». Una vez muertos, más allá del tiempo.

Ahora bien, me gustaría aclarar que si, personalmente, no me convenció el final de Lost no fue por ese razonamiento esgrimido hasta la saciedad en foros, blogs y redes sociales, según el cual no se había dado respuesta a los enigmas que rodeaban a la isla y a sus personajes. Soy de los que piensan que los huecos están para que uno mismo los rellene. Tal y como se ocuparon de dejar claro los mismos guionistas en “The New Man in Charge”, aquel epílogo auto-irónico que muy bien podía entenderse como una palmadita en la espalda al espectador quejica, quizás no dieran respuestas concretas a todo, pero si uno ha visto la serie entera existen suficientes indicios como para aventurar hipótesis acerca de cualquier cosa que se nos ocurra preguntar.

No me gustó el desenlace de la serie fue porque lo encontré burdo, sin más. No sé si decir cobarde, porque ningún final es del todo cobarde, pero sí demasiado fácil. Lost me gustaba por su audacia, por esa capacidad que tenía de dejarte estupefacto a cada rato, con un nuevo giro o un descubrimiento más sobre esa isla que, pese a ser recorrida por los náufragos una y otra vez, siempre albergaba un nuevo edificio que aún no habíamos visto. El tiempo y el espacio en constante metamorfosis. Le preguntabas a alguien si el capítulo de esa semana había estado bien, y te decían: “bueno, es Lost”. Nada era descabellado y el más mínimo detalle entrevisto podía llegar a obsesionarte. Esperaba, deseaba despedirme de la serie con el cerebro en otra parte, alucinado, volado de por vida. Y acabé con la sensación de que alguien a quien en realidad no conozco me daba un abrazo que pretendía ser cálido pero resultaba frío e impersonal, un abrazo que significa que la juerga ha terminado y que me vaya a molestar a otra parte. Tranquilo, todo saldrá bien, no te preocupes por ellos, que han llegado a su destino. Y esas cosas. Por no decir que toda la segunda mitad del grand finale es una inaceptable sucesión de azucarados reencuentros, forzados, obligados a caber en cuarenta minutos, adornados con innecesarias imágenes del pasado de los personajes, para que recordemos como espectadores atontados… No estaría mal para una serie que vieran las abuelas y las amas de casa, pero no para Lost.

A los que seguimos Fringe nos queda un evidente consuelo: pensar que en el otro lado la sexta temporada de Lost nunca existió. O que sí existió, y es algo que no puede ser descrito con palabras.

III. Los walterismos

¿Qué sabíamos en realidad de John Locke, o de Benjamin Linus, además de los detalles justos y necesarios para que avanzara la trama? Poca cosa. Lost era, por encima de todo, un artefacto, como esa caja mágica metafórica de la que hablaba el mismo Ben Linus en un episodio, que volvió locos a los seguidores de la serie y originó un incesante goteo de teorías. Sus personajes no eran otra cosa que piezas sobre un tablero. Y no me trago eso de que, al final, lo que realmente importaba era la odisea vital y paternofilial de Jack Shephard. He ahí la cualidad esencial que distingue las dos series de J. J. Abrams: Fringe sí es una serie de personajes y una odisea paternofilial en toda regla. Confieso que vi del tirón sus dos primeras temporadas sin apenas pestañear, a la espera de que asomara el espléndido nivel que la serie -según decían- alcanzaba a partir de la mitad de la segunda temporada. Pero incluso en los capítulos más estrictamente procedimentales, que son los que menos interesan, aguardaba con expectación que apareciera en pantalla el doctor Walter Bishop (John Noble), perdido en un supermercado, intentando encontrar cierta clase de dulce. O en cualquier otro de esos incidentes domésticos que serán habituales a lo largo de Fringe. Con la encantadora Astrid Farnsworth (Jasika Nicole) haciéndole de canguro, en los primeros capítulos, y luego en convivencia con su hijo Peter (Joshua Jackson) que, en el laboratorio, le irá contando a los demás algunos de los hábitos culinarios y las singulares rutinas de andar por casa de su padre.

Hay muchos aspectos del mundo adulto que me aburren. Por no decir que, muy a menudo, ser adulto es un coñazo. Más concretamente: lo que es un coñazo es creerse adulto. Y obrar como si tu vida diaria fuera el no va más, algo absolutamente trascendental, una máscara digna de ser llevada. No puedo evitar sentir la más absoluta indiferencia, cuando no un leve escepticismo, hacia la clase de trifulcas, diatribas, berrinches y demás palabrejas que caracterizan la interacción entre seres humanos adultos. Y, sin embargo, tengo la certera sensación de que si la persona de Walter Bishop existiera, sería alguien a quien me gustaría tener cerca. Que podría alegrarme la vida. Los walterismos, un término creado espontáneamente por los foreros y blogueros que siguen la serie, son las salidas de tono o anécdotas que Walter protagoniza en cada capítulo, recopiladas por doquier en páginas de Internet.

Qué enorme actor es John Noble. Su personaje lleva el peso del tono a menudo auto-irónico y distendido de la serie. Pero una vez Fringe descubre definitivamente sus cartas y se nos presenta el conflicto que va a ser el núcleo de la serie, Walter Bishop deja de ser el genio loco y desmemoriado que hasta entonces conocíamos para convertirse en una dolorosa contradicción, en un hombre que no puede recomponer su pasado pero podrá tratar de incidir en el futuro. En un padre destrozado, atormentado por algo que hizo y que no revelaremos aquí, que le convierte en algo así como un gran criminal interdimensional. Y, sin embargo, a los espectadores, nos inspira la ternura y la piedad más absolutas. “He viajado a través de la locura para entender todo esto”, le dice Walter a otro científico brillante y herido, interpretado por Peter Weller, en “White Tulip” (segunda temporada, capítulo dieciocho), el más celebrado episodio de la serie. Es a partir de ahí cuando conviene abrocharse los cinturones, y prepararse para cruzar hacia over there, el otro universo…

IV. La ciencia

Al mismo tiempo que devoraba las primeras temporadas de Fringe, me hice -en el Mercat de Sant Antoni de Barcelona- con Bandidos cósmicos, un libro que, casualmente, escribió A.C. Weisbecker, un guionista de Corrupción en Miami. En él, un traficante de droga perseguido por la policía de distintos países vive y rememora aventuras con mujeres, armas y explosiones absolutamente demenciales, pero, entre periplo y periplo, lee de forma compulsiva libros sobre física, buscando en ellos algo de paz y, si no es pedir mucho, una filosofía o una forma de entender el caos en el que vive, algo a lo que agarrarse, en definitiva. A lo largo de la novela el autor va intercalando citas de físicos ilustres y fue en sus páginas donde encontré la teoría de los mundos múltiples de la mecánica cuántica, según la cual existen distintas versiones de nosotros, que viven simultáneamente en diversos mundos, que su número es inconmensurable y que todas ellas son reales.

La mayoría de las citas podrían perfectamente ir en la cabecera de muchos capítulos de Fringe, o de muchos episodios de la vida real, si la vida real tuviera cabecera. Yo mismo, releyéndolas, pensaba en poner alguna de ellas al inicio de este texto, pero no quiero citar una cita y, encima, tener que poner una nota al pie. Pero el libro del tal Weisbecker me hizo envidiar a los hombres de ciencia. Me hizo envidiar la ciencia y pensé que quizá debí haber estudiado para físico, como mi amigo Ausias. Walter Bishop es alguien al que, llegado un momento, tan sólo le quedará la capacidad redentora de la ciencia. Y cuando incluso su fe en ella se tambalee, o se halle ante dilemas a los que su sabiduría no puede responder, irá a gritarle a Dios. Los sueños más peligrosos los tienen los hombres de ciencia. Es intrigante que los protagonistas de mis dos series favoritas del momento, Fringe y Breaking bad, se llamen Walter, y que ambos sean hombres de ciencia. Y que la ciencia sea a la vez su condena y, quizás, su salvación.

V. El toque J. J.

Aunque hay más de una veintena de guionistas acreditados en Fringe, y podría decirse que los padres de la criatura son Alex Kurtzman y Roberto Orci, la serie juega en la misma liga que Lost en lo que se refiere a crear una serie de incógnitas y misterios que traspasen la pantalla y hagan correr ríos de conjeturas y descubrimientos en Internet. Los más desesperados corrieron a buscar el libro que Peter le regala a Olivia en un momento de la serie, If you meet the Buddha on the road, kill him! de un tal Sheldon Copp. Pero la jugada maestra de J. J. hasta el momento fue el hacer aparecer de la nada a un desconocido grupo de rock setentero, los Violet Sedan Chair, que son el grupo de música favorito de Walter Bishop. Walter los menciona muy de pasada en varios episodios de la serie y la cosa habría quedado ahí si no fuera porque, de golpe y porrazo, empezaron a llegar noticias de gente que había encontrado Seven Suns, el vinilo original del grupo, en tiendas de segunda mano de varias ciudades de los Estados Unidos… Hasta que Abrams, dos años después de iniciar esta campaña sigilosa, hizo aparecer en Fringe a Christopher Lloyd, el mítico Doc de Regreso al futuro, interpretando al teclista de los Violet Sedan Chair. No voy a volver a contar una historia que otros ya han contado, así que si queréis conocerla con más detalle, he aquí este artículo de El País. El disco, por cierto, se puede escuchar en Spotify.

VI. Lo que nos espera

“No tengas miedo de cruzar la línea”. Eso es lo que le escribe William Bell, su amigo y antiguo compañero de experimentos, a Walter Bishop, en una misteriosa carta que también contiene la llave de una taquilla. Y parece ser la máxima que los guionistas de Fringe han asumido como propia. Pese a las insistentes amenazas de cancelación que planearon sobre la serie desde que empezó la tercera temporada, el riesgo y la ambición creativa no sólo no descendió sino que alcanzó cotas de “tener que verlo para creerlo”. No sólo por el enorme partido que le sacan a la idea de los dos universos, deleitando al espectador atento con constantes guiños y referencias a cosas que, en el universo alternativo, son ligeramente distintas. Hemos visto a uno de los actores de la serie llegar a interpretar tres papeles, en un requiebro argumental tan discutido como delicioso. Hemos visto un capítulo en dibujos animados. Y, sin ánimo de querer reventar nada, diré que el final de la tercera temporada, un poco a la manera de aquella explosión con la que acabó la quinta de Lost, obliga al espectador a replantearse todo lo que ha visto hasta ese momento, a tratar de reconstruir la ya de por sí frágil y movediza línea temporal. La cuarta temporada, que empezará a finales de septiembre, promete infinitas posibilidades.

El temor fundado, a tenor de la asombrosa deriva que tomó la serie en sus últimos episodios, es que el asunto se convierta, sin que haya vuelta atrás, en un “WTF”  más grande que la vida. Porque, al fin y al cabo, Fringe empezó siendo una serie pequeña, casi familiar que trata, simplificando mucho, sobre un padre y un hijo y sobre unos novios que tienen que superar dificultades increíbles para poder estar juntos (entre las que se incluye algún problema de identidad, o más bien de duplicidad, bastante gordo). Salvando las distancias, Peter Bishop y Olivia Dunham vendrían a ser un poco como Jin y Sun en Lost, aunque ambos son más de carne y hueso, más terrenales y tienen carisma. Y, sin querer menospreciar a las mujeres asiáticas, Anna Torv me atrae más que Yunjin Kim.

El 23 de septiembre es la fecha. Vuelve Fringe a la franja de los viernes de la Fox, el llamado death slot al que la mayoría de las series van a agonizar antes de ser canceladas. Dicen que sólo alguna que otra serie histórica como Expediente X ha sobrevivido a los viernes. Pero voy a confiar en Werner Heisenberg cuando dijo que “el universo no sólo es más extraño de lo que nos imaginamos, sino que es más extraño de lo que podemos imaginarnos”. Me agarraré a la ciencia; al fin y al cabo, el veredicto implacable siempre acaba proviniendo de esas matemáticas obscenas, las audiencias.