Sobre el desgaste cinéfilo y otras cuestiones urgentes

El roce del sentido

 

* Este artículo forma parte del Especial 10 años de Transit (2009-2019)

 

Este texto es un “work in progress”. Por lo tanto, también es fragmentario y disperso. O mejor, lo es el modo en que piensa, en que se escribe a sí mismo. No puede aparecer troceado, pero el hecho de que se muestre aquí completo tampoco quiere decir nada. Pues esa condición de “completo” es falsa, siempre será falsa. El estado de ánimo que alberga puede desaparecer mañana mismo, pero es difícil que cambien las condiciones que han provocado los síntomas. En cualquier caso, gracias a “Transit” por hacer posible esta primera manifestación suya.

¿Puede el cine provocar efectos depresivos? No me refiero a las consecuencias de verse enfrentado a un argumento —digamos— triste, a esas tramas que parecen construidas para que determinados espectadores acaben sumidos en un estado de ánimo tenebroso, en el que por otra parte muchos de ellos gozarán en solazarse, encontrando así una especie de alegría en la postración, de regocijo en el abatimiento. Tampoco quiero aludir a ese lamento de quien ya no se encuentra cómodo en las ficciones contemporáneas porque no le proporcionan el mismo placer que el cine clásico, o simplemente que el cine que acostumbraba a ver en su juventud, o en lo que podríamos llamar la edad de oro de su cinefilia, ese momento —de muy distinta duración, según los casos— en el que todo parece encontrar un espacio propio y habitar un escenario perfecto. Ni siquiera pienso en el propio cine como un lenguaje, un dispositivo, o como quieran llamarle, capaz de hacernos conscientes del paso del tiempo, de mostrarse como la mort au travail, que diría Jean Cocteau, esas imágenes que deben desaparecer, morir, para dejar su lugar a las siguientes, de manera que cualquier película sería una serie interminable de muertes, de desvanecimientos, de disoluciones, y por lo tanto una máquina de generar duelo y melancolía, un mecanismo que solo se detendría al final de la proyección para dejar sitio al recuerdo, el único consuelo. ¿Sería el cine, entonces, algo tan fugaz que solo puede acabar viviendo en nuestra memoria? Pero no, como decía, no se trata de eso. Me refiero al estado del cine, tanto al que atraviesa ahora mismo como al que provoca en quienes queremos continuar mirándolo, escribiendo sobre él.

Orfeo (Orphée, Jean Cocteau, 1950)

Para empezar, para tratar de explicar a qué me refiero, debería decir que el cine, según entiendo, puede ser el único arte capaz de mostrarnos un paisaje en el que sentirnos cómodos, en el que hallar aquello que la vida no puede ofrecer. Nada de sueños ni evasión, sin embargo; se trata de otra cosa. En una etapa temprana de nuestra relación con el cine, quizá el origen de ese confort se halla en las historias, que se unen unas a otras, se suceden unas a otras formando un gran relato que nos permite movernos con soltura en su interior, acudir a este o aquel acontecimiento y compararlo con aquel otro que aparece en una película distinta. Todas las películas, en ese momento, forman una gran familia para nosotros, una familia que no prohíbe nada, que no reparte admoniciones ni consejos, sino promesas y visiones de futuro. ¿Te gustaría volver a ver esa historia ahora contada de otra manera? El cine lo hace posible. ¿Preferirías cambiar de marco narrativo y darle un giro a eso que te están contando, quizá que te estás contando? El cine se encarga de ello.

Luego llega el momento de la puesta en escena, de pensar en las formas que utiliza cada una de esas películas para contar su historia y, por lo tanto, los modos en que una misma historia podría ser narrada desde perspectivas estéticas distintas. Digamos que eso tiene que ver con el paso del cine clásico al moderno, o de lo que Jacques Rancière llama el tránsito del “régimen representativo” al “régimen estético” de las artes, en este caso del cine. Pero también con nuestra transición personal —por lo menos para los cinéfilos nacidos después del cine clásico—desde el momento en que creemos en la historia hasta aquel otro en el que preferimos creer en cómo se cuenta esa historia. Entonces los planos y los movimientos de cámara empiezan a gozar de más prestigio que los giros narrativos. Importa más un fundido encadenado que la vida de un personaje, la belleza de una elipsis que el envejecimiento de un hombre o la muerte de una mujer. Pero ¿dónde y a quién importa eso? ¿Ello sucede en el interior de la película o en la percepción que empezamos a experimentar —cada vez más megalómana, más utópica— de aquello en lo que el cine se está convirtiendo para nosotros? Podría decirse que en ambas: el funcionamiento de ese tipo de mecanismos de la puesta en escena en una película se transforma en nuestra vía de acercamiento a algo en lo que antes, en la etapa de las historias, no pensábamos, en algo parecido a la esencia del cine. El cine, en ese momento, empieza a ser para nosotros muchas cosas, quizá demasiadas: esto y lo otro, aquello y lo de más allá, todo ello junto o por separado, dependiendo de nuestra actitud al respecto, de si preferimos incluir o excluir, recurrir a la abundancia de posibilidades o a la mística del purismo. Puede, incluso, que en ese momento renunciemos a las historias, al relato, y nos decantemos por las imágenes carentes de nexos narrativos, por el cine experimental, o vanguardista, o como quiera llamársele. En cualquier caso, el cine ya tiene, para nosotros, una razón de ser por sí mismo, ya no puede confundirse con la literatura o la pintura, ya es él y solo él. El cine se entrega a su propio lenguaje, dirán aquellos que se inclinen por la semiótica. El cine llega a ser por sí mismo una ontología de lo real, dirán quienes prefieran acercarse a André Bazin.

Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, Fritz Lang, 1955)

Nos cuesta, sin embargo, aceptar esa razón de ser del cine sin asociarla a la intervención humana, sin verla como una invención que necesita de nuestro impulso, como hombres y mujeres, para continuar adelante. Es curiosa esa necesidad de acudir a alguien con quien conversar de ese plano o esa elipsis, a quien preguntarle por qué lo ha hecho de esta manera y no de otra. Quizá por eso, en un momento dado de la historia de la teoría cinematográfica, se produjo la necesidad del autor, de alguien con quien dialogar, aunque sea imaginariamente, sobre las razones de la puesta en escena. Serge Daney, sin ir más lejos, identificaba al autor con el padre, aquel que nos señala el camino, y para demostrarlo sacaba a colación el ejemplo contenido en Los contrabandistas de Moonfleet, el caso del personaje interpretado en ella por Stewart Granger como trasunto del director Fritz Lang, que enseñaba al niño protagonista a desenvolverse en el mundo exterior, que nos daba así “lecciones de puesta en escena”. Acostumbrados al star system, no es casual que pronto, en la historia del cine y en nuestra historia personal, esos autores se conviertan en mitos, como un padre siempre ausente al que se le pide consejo en sueños. Y que también ellos formen familias, o ya más bien comunidades, y que nosotros nos veamos obligados a decidir si nos sentimos mejor con este o aquel, con estos o con aquellos, en la casa en la que viven unos o en la de los otros. La mística —o la mítica— del cine se fortalece enormemente en ese paso, casi como si se tratara de un rito de transición en el que el cinéfilo pudiera dar el paso definitivo a la edad adulta, decidiera con quién quiere compartir su vida. Algunos optan por el árbol genealógico que va de D. W. Griffith a John Ford, pasando por Raoul Walsh y Howard Hawks. Otros prefieren la educación férrea que proponen el propio Lang y Alfred Hitchcock, por ejemplo. Y unos terceros se inclinan por padres que más bien sean como hermanos, que ya hayan nacido “modernos”, digamos Nicholas Ray o Samuel Fuller.

Relato, puesta en escena, autor. He ahí la santísima trinidad del cine entendido como fe, como creencia, pero también como guía para transitar por la vida. Todos necesitamos un relato que reafirme nuestra identidad y, si no disponemos de él, lo inventamos. Todos estamos ansiosos por dar forma a ese relato, pues de nada sirve un relato amorfo, que perdería así su condición de tal. Y todos nos mostramos impacientes por identificar ese relato con alguno de nuestros semejantes, por ponerle cara, por crear un rostro para él. Identificarlo para identificarnos, pues no hay identidad sin un Otro al que referirnos, no se puede ser nada si no es en relación a otro, ya lo veamos como modelo ideal o como doble siniestro. Entonces, ¿qué ocurre cuando todo eso se desmorona? Quiero decir, ¿qué pasa cuando ya no bastan ni el relato, ni la puesta en escena, ni el autor? ¿Qué sucede cuando ni siquiera el reverso de esa panoplia funciona como medicina o como narcótico, pues no se trata de otra cosa? ¿De qué estamos hablando cuando eso tiene lugar tanto en el territorio del cine como en nuestra relación con él? Tampoco resulta suficiente, en este momento, asomarse al cine “experimental”, por llamarlo de algún modo. No se trata de borrar el relato, de pensar en “otra” puesta en escena, de convertir al autor en un constructor de formas puras, en alguien por completo alejado de las estructuras industriales del cine, o de sus estructuras narrativas, o de esas otras estructuras que lo acercan a la literatura o a cualesquiera de esas otras “artes” que, a veces, se consideran “enemigas” del cine. Esa sería una solución, y no hay solución posible para la situación que intento ahora describir, si es que se puede hacer eso. ¿Qué pasa cuando nada basta, cuando nada es suficiente?

Los muertos (Lisandro Alonso, 2004)

Ese lugar del vacío, del agujero y de la angustia, puede tener lugar —pues se trata de eso: de un lugar que tiene lugar, inquietante paradoja— en distintos momentos de la historia del cine, y de hecho así ha sido. Tuvo su lugar en las postrimerías del cine clásico, en aquel instante en que debió sustituirse un concepto de relato por otro, un concepto de la puesta en escena por otro, un concepto del autor por otro. Conquistó otro lugar al final del cine moderno, cuando el relato le ganó la partida tanto a la puesta en escena como al autor. Y yo diría que el último momento en que se produjo ese juego de transferencias, la última encrucijada en la que una cosa pasó por otra y ese cambio de disfraz o de máscara terminó funcionando, fue el cambio de siglo, coincidió con la aparición de la llamada “nueva cinefilia”. Frente a las voces que clamaban por la “muerte del cine”, o pretendían deslocalizarlo en el territorio de la vanguardia y el arte contemporáneo, surgieron otras que reivindicaban la posibilidad de que siguiera relatándonos el mundo. Frente a quienes afirmaban que las nuevas tecnologías terminarían con la puesta en escena, hubo quien se refirió a la capacidad de esta para adaptarse, para seguir siendo ella misma dejando de serlo, otra de las grandes paradojas del nuevo milenio. Y frente a las tendencias críticas que profetizaban el “fin del autor”, ya fuera mediante el advenimiento de un nuevo orden democrático, gracias a la ductilidad de lo digital, o a través de nuevas formas que se posicionaban ante la realidad intentando disimularse a sí mismas, ensayando un nuevo diálogo con lo visible que permitiera una cierta neutralización de la mirada, emergieron otras que reivindicaban a un/a “nuevo/a autor/a” que ya no llegaba para poner orden en el mundo, para guiarnos a su través, sino para desorganizarlo y mostrarnos el caos resultante. En ese punto, por supuesto, se produjo la debacle de toda una generación de la cinefilia que no supo o no quiso adaptarse al cambio ni aceptar su pérdida del control. Pero también acaeció la llegada de otra que intentó cambiarlo todo, absolutamente todo. ¿Lo consiguió?

En aquel momento, no tuve ninguna duda a la hora de unirme al nuevo desfile. Me parecía evidente que las formas habían cambiado y que las maneras de abordarlas también debían hacerlo. Por mi parte, estaba ya instalado en el mainstream de la crítica, en sus maneras de proceder tradicionales, y no me costaba nada, quizá de un modo un tanto hipócrita y condescendiente, dejar paso a quienes venían empujando desde las páginas web, las revistas online o cualquier otro medio. O no tanto dejar paso como propiciar una cierta convivencia. Pues de eso —otra vez— se trataba. Las generaciones más jóvenes llegaban desde Internet para romper algunos de nuestros moldes, pero no todos. Al fin y al cabo, solo se produjo el enésimo cambio en el sentido del relato (pongamos que Apichatpong Weerasethakul en lugar de Michelangelo Antonioni), en el núcleo de la puesta en escena (pongamos que su descomposición en directo en lugar de su reafirmación continuada) y en la fisonomía del autor (pongamos que el topógrafo en lugar del demiurgo). Pero esas tres coordenadas continuaron siendo los ejes centrales del discurso crítico, hasta el punto de que, en un determinado momento, acabaron experimentando un curioso viraje: la reivindicación de un cierto cine popular, heredera de la que había puesto en marcha Cahiers du Cinéma en los años cincuenta para incorporarla luego a algunos de los senderos de los “nuevos cines” de la época, se trasladó a la defensa encendida de un determinado cine de acción cuyo núcleo ha pasado a formar parte, en los últimos tiempos, de la serialidad televisiva. Pues no hay tanta diferencia entre seguir las andanzas de Spiderman a través de los años, desde las butacas de las multisalas, y permanecer atentos a la evolución de un gran relato estructurado en capítulos en nuestras pantallas de plasma, nuestros ordenadores o nuestras tablets, incluso nuestros smartphones. Solo es cuestión de tiempo, del tiempo que pasa entre una y otra entrega, entre una y otra unidad de consumo. ¿Todo ese estrépito para acabar hablando de la melancolía del superhéroe, tal como antes habíamos hecho con el héroe del western o el cine de aventuras en la época clásico-moderna del relato y la puesta en escena, durante el reinado del auteur?

Blissfully Yours (Sud sanaeha, Apichatpong Weerasethakul, 2002)

Muchas cosas han cambiado desde entonces, claro está, y aún hay que examinar con cuidado en qué ha quedado todo eso de la “nueva cinefilia”. Ahora mismo, aquellos saberes se han visto sustituidos por otros, mucho más pragmáticos y explícitamente políticos, de manera que el vuelco puede ser irreversible. ¿Hasta qué punto el reverdecer del feminismo o de ciertas tendencias de los estudios culturales está sustituyendo, también, la puesta en escena por el contenido, la forma por el fondo? ¿De qué modo ya no hablamos del mismo concepto de “relato”, sino que las nuevas acepciones del término tienen más que ver con esa identidad que asociamos a lo que vemos que con aquellas formas identitarias que emanaban de las imágenes para invadirnos, para formarnos? Son preguntas para las cuales todavía no tengo respuesta. Ni siquiera sé si una cosa tiene que ver con la otra. Quizá porque hay algo mucho más importante que todo eso. En medio de todas esas transformaciones, se ha producido un cambio radical en el cruce entre los dos discursos, el discurso del cine y el discurso cinéfilo. Y ahí es donde aparece, donde se presenta de manera imprevista, sin que nadie la haya invitado, esa “depresión” de la que hablaba al principio. ¿Qué ocurre ahora, cuando el relato, la puesta en escena y el autor se han convertido en una mercancía? ¿Y qué pasa cuando esa mercancía pasa por nuestras propias manos, por quienes hasta hace poco pensábamos estar tratando con ideas, con imágenes, o con imágenes de las que emergían ideas? ¿Puede el estado del cine tener efectos depresivos cuando se produce ese cambio? Aquel torrente de imágenes siempre curativas, enfocadas hacia la maduración y el crecimiento intelectual y emocional de quien las observaba, ¿pueden haberse convertido en el punto de partida de una gran crisis que me afecte no solo como “cinéfilo” sino también —digámoslo así— como “sujeto activo” cuya relación con el cine se ha convertido, a lo largo de los años, en soporte fundamental de su manera de estar-en-el-mundo?

Dos cuestiones acechan en esta encrucijada, dos cuestiones que se mezclan hasta resultar indiscernibles. Para empezar, esa que ya apuntaba, la cuestión del punto justo, del lugar —de nuevo el lugar— en el que se produce el encuentro entre el discurso del cine y el discurso cinéfilo, si es que pueden separarse nominalmente de una manera tan clara. Es una cuestión delicada, diría que una de las más importantes en lo que se refiere a la manera de hacer crítica, y también una de las más menospreciadas. Aun si seguimos empezando por el hecho de que la-  imagen-piensa, no hay duda de que existen dos pensamientos, el de la imagen y el nuestro, que en determinadas ocasiones suelen encontrarse en ciertos lugares que los convierten en punto de ignición de algo así como una llamarada emocional, que ya no tiene nada que ver ni con el cine ni con nosotros, que es totalmente independiente, que flota y se desplaza como una nube incendiaria, que queda suspendida sobre nuestras cabezas y nos acompaña allá donde vayamos, veamos lo que veamos, por mucho que vaya cambiando de forma. En otras palabras, o dicho de otro modo, que ya no es ni una imagen ni una idea. Vayamos más allá: no es la imagen la que piensa, ni siquiera el momento del roce entre esa imagen y lo que nosotros pensamos de ella. Momento y no proceso, hay que insistir en ello. La imagen cinematográfica no influye en nosotros, no nos provoca para que pensemos en o sobre ella, no es un texto que debamos leer, como querían los semiólogos. Chocamos con ella y el chispazo prende raudo: instantáneo, poderoso en su vigor recién adquirido, pero también mudable y presto al cambio en el siguiente punto de encuentro.

Film Socialisme (Jean-Luc Godard, 2010)

En segundo lugar, y también por ello, ese punto de roce entre discursos, entre pensamientos, debe renovarse continuamente, dar lugar sin descanso a nuevos lugares de anclaje que rápidamente se desanuden a sí mismos para autotrasladarse y asentarse en otros espacios. ¿Qué sucede cuando ese flujo continuado se detiene, o se interrumpe, o cuando sufre continuas interrupciones que pueden llegar a paralizarlo? Nunca había experimentado tal sensación hasta estos últimos tiempos, cuando mi propio pensamiento acerca del cine se ha visto incapaz de encarnarse en el pensamiento del cine que veo y viceversa. ¿De quién es la culpa? ¿Existe una culpa en este sentido? Y si es así, ¿es culpa del cine contemporáneo o culpa mía? No me refiero a que el cine ya no me produzca ningún placer. Ni mucho menos a que piense que ya no hay películas que merezcan la pena. Ocurre, por el contrario, que la fricción entre ese cine que me gusta —y no hay duda de que “me gusta”: me provoca un placer estético que se traduce inmediatamente en preguntas acerca del mundo y de mi relación con él— y las ideas que soy capaz de desarrollar sobre el cine no encuentran un punto de encuentro, un lugar de la epifanía crítica capaz de dar nacimiento a un discurso más o menos articulado. Admitamos que me muevo solo por sensaciones y reacciones, pero entonces ¿dónde está el sentido, aquello que enciende la llamarada de la que hablaba, la obsesión de Gilles Deleuze, eso que nos impide caer en el abismo de la disolución, en el caos de la distancia insalvable entre el discurso del mundo y el nuestro, en este caso el mío? Es algo que encontré por última vez, como decía, en el cambio de siglo, cuando se formó una nueva red de imágenes cinematográficas y lugares por la que podía transitar, convencido de que en algún lugar encontraría el nexo y la conexión, la posibilidad de un relato común que nos incluyera a ellos y a mí, a pesar de la ausencia del relato anterior, que se había superado ya a sí mismo, extinguido en sí mismo. ¿Existe ahora una sustitución más o menos semejante del relato cinéfilo? Quizá la red continúe sobreviviendo, pero las imágenes que la habitan ya no circulan por un espacio común, ya no poseen un sentido que vaya más allá de sí mismo y que me alcance para encontrarse con ese otro que yo mismo creo. Sus respectivos sentidos van por caminos distintos. Distintos también al mío.

Entre las consecuencias de este cortocircuito ya no se encuentra la melancolía, aquel motor que había posibilitado, en los momentos de cambio, el paso de una etapa a otra, de un periodo a otro. Ni siquiera el malestar, de la cultura o de cualquier otra cosa. Ahora me encuentro frente a un desgaste que no cesa, que lo devora todo y lo sume en una especie de suspensión indefinida, de eterna flotación un tanto espesa y quizás a la deriva. Maurice Blanchot definía la literatura que realmente merece la pena como un estar siempre en “lo informe”, en “el mundo del fin del mundo”, en algo que “se engulle y se reconstituye en el vano esfuerzo de cambiarse por nada”, una vida que —en espectacular paradoja— “lleva consigo la muerte y se mantiene en ella”. Sin embargo, esa literatura, para Blanchot, extraía de todo eso “un acontecer del sentido”. En cambio, el roce del cine, entre el cine y nuestra mirada, se ha desgastado a fuerza de un uso continuado y banal, que precisamente ha antepuesto el uso al sentido y, por lo tanto, el utilitarismo al descubrimiento de otros sentidos. Digo bien: utilitarismo, comercio, intercambio que no reporta un derroche de sentido sino una repetición inane, no la repetición deleuziana, esa que termina en el descubrimiento de lo nuevo, del esplendor de lo nuevo, sino una simple reiteración que puede dejarnos más o menos satisfechos pero que nos ha arrebatado toda exaltación, que ha apagado todas las llamaradas. ¿Qué ha ocurrido? O bien que el cine ya no nos está proporcionando imágenes válidas para superar esa suspensión, o bien que quienes frecuentamos el territorio de la escritura cinematográfica no hemos sabido incorporarlas a una nueva mirada, no hemos sido capaces de hacerlo —ahora— de una manera distinta. Todo tiene lugar como sucede con la aparición, en el lenguaje, una y otra vez, de esas palabras que de tanto pronunciarse y decirse pierden todo el sentido. ¿Cómo hablar de los cambios que se están produciendo en el “cine de autor”? ¿Vamos a saber localizar de una vez por todas de dónde viene el cine cuyas imágenes todavía puedan aportar sentido y encender el fuego? ¿O bien estamos condenados a repetirnos una y otra vez, hemos perdido toda capacidad de responder a lo nuevo con un lenguaje nuevo, incluso de mirar lo viejo con otro lenguaje que no sea el de los cánones que se congelan a sí mismos y evitan ya todo roce, toda fricción? Toda tensión, debería decir. Hay una especie de comodidad en determinados discursos contemporáneos sobre el cine que me incomoda: comodidad incómoda para mí, que a veces también me asiento en ese confort en el que una y otra vez aparecen las mismas palabras, los mismos lugares comunes —¿puede un lugar ser común?—, las mismas plegarias aprendidas y desgraciadamente atendidas. Entonces ¿hay discursos distintos, o mejor, discursos que hablen de lo distinto de una manera también distinta? ¿Qué estamos siendo ahora mismo capaces de incendiar? ¿O qué está siendo capaz el cine de pensar que nos sirva como promesa de futuro, o como presente generador de ilusión a su vez capaz de ser futuro? ¿Y por qué ya no se produce el roce, por qué cada vez lo siento en menor medida al ver una película o leer un texto sobre ella? ¿Por qué ya no lo siento en lo que yo mismo me veo capaz de generar, en una escritura que cada vez se me hace más repetitiva y cansada respecto a sí misma, respecto a mí mismo, que se cansa solo de existir, de pensarse una y otra vez en los mismos términos? ¿Por qué ese discurso cinéfilo, ese discurso nuestro ya no circula, o circula de manera un tanto desorientada y ensimismada, repetitiva y entrópica, siempre entre los mismos interlocutores, es decir, circula por donde no debería circular, hasta el punto de convertirse a sí mismo en un discurso irreal, en el exterior de la realidad del cine?

Le fille de nulle part (Jean-Claude Brisseau, 2012)

Quizá estamos demasiado ocupados como para generar un discurso real del que podamos partir. Estamos demasiado ocupados mientras sobrevivimos en medio de esa gran precariedad que nos acecha y nos rodea, que no nos deja pre-ocuparnos ni de nosotros mismos ni del propio cine. Estamos ocupados y mientras tanto sobrevivimos, ese es el resumen. Estamos ocupados en el peor sentido de la palabra, pues algo o alguien, algo y alguien, nos han ocupado desde el exterior, actúan en nosotros como verdaderas fuerzas de ocupación, nos inmovilizan y nos arrebatan la posibilidad de un discurso propio en beneficio de un discurso ajeno, cada vez más ajeno: el discurso de la industria y de la actualidad en las publicaciones periódicas, en el exterior y en el interior de Internet, que ya habla como si la crítica y la teoría pertenecieran a ese territorio del Gran Mercado, como si este se las hubiera anexionado y ocupado; el discurso académico en la universidad, esa homogeneización progresiva de un lenguaje que cada vez se parece más al lenguaje jurídico o médico, a las tecnologías del poder tal como las describió Michel Foucault; el discurso de la economía que controla todas esas relaciones que así se convierten automáticamente en relaciones de poder, de manera que —es curioso— acabamos ejerciendo un poder incontrolable sobre nosotros mismos, acabamos ocupándonos a nosotros mismos con/en ese poder. En cualquier caso, no hay duda de que habitamos relaciones de poder que ya no solo vienen creadas por el mercado, que no solo están destinadas a instalarse en él, sino que son el resultado de nuestro discurso, o mejor, de nuestra ausencia de discurso, tratándose como se trata de un discurso ocupado por cuerpos extraños y que nos obliga a actuar extrañamente, incluso a pensar extrañamente, lo que quiere decir pensar como un extraño, como alguien ajeno que ha tomado nuestro lugar y reitera discursos que ya no lo son, que han dejado de serlo a causa de esa misma reiteración. Se podría decir que pensamos como alguien que por el camino se ha olvidado no solo del relato, lo cual sería comprensible y en ocasiones hasta deseable, sino también de la puesta en escena. O mejor, pensamos —¿pensamos?— como alguien que se ha olvidado de pensar eso de otra manera, de localizar eso de otro modo en un cine que sin duda lo contiene, pero quizá desde una perspectiva que todavía no hemos sabido ver. Lo cual no obsta para que ese no-discurso acabe instalándose en unas imágenes que, ahora sí, no hacen más que repetirse a sí mismas, como un mantra absurdo y malicioso. Buena parte del cine contemporáneo tiene algo de eso: se repite a sí mismo para gustarnos, nos gusta y creamos no-discursos a partir de él, de manera que al final todo se convierte en un gran vacío, en una gran nada ador-nada por palabras que ni siquiera son ya nuestras. También buena parte del cine, pues, parece ocupado, demasiado ocupado. Está ocupado y tiene prisa. Está ocupado en/por una gestualidad ritual, en/por un espacio cerradamente simbólico. Y ya que cito a Jacques Lacan, debo terminar lo empezado: está demasiado ocupado en/por lo simbólico como para generar algo real. ¿Cómo mostrarnos ajenos a eso aún más ajeno que nos devora? ¿Cómo demostrarle indiferencia, ausencia de miedo?

O dicho de otro modo, otra vez: ¿por qué el cine ha acabado situándose en el exterior del cine? Son también los discursos externos aquello que lo devora, de manera que ya no puede pensar por sí mismo. El discurso político o el discurso sociológico, de nuevo discursos utilitarios, fagocitan lo que el cine tiene de gozosamente inútil, de improductivo, de generador de discursos que solo se atienden a sí mismos, que solo se preocupan de sí mismos, y en esa despreocupación, en ese rechazo de toda ocupación, acaban oponiéndose a todo lo demás, a todo lo que intenta ocuparlo y ocuparnos, pero no a esa mirada nuestra que quiere chocar con él y lograr el estallido. El cine no puede ser objeto de una enseñanza continuada ni de un aprendizaje sistemático, pues solo puede ser visto e identificado en algunos momentos privilegiados que vuelven a huir tras la explosión, por mucho que dejen huellas y cenizas tras de sí. El cine en sí mismo no enseña nada ni aprende nada, porque no cesa de moverse y por lo tanto no tiene tiempo para otra cosa que no sea ese desplazamiento continuo, ese desapego que lo lleva a ir de un sitio a otro, ofreciéndose a la posibilidad de ciertos encuentros que no siempre se producen. El cine es incapaz de mostrar el funcionamiento de una sociedad dada si no es por sí mismo, sin que nada ni nadie lo fuerce a ello. El cine se resiste a asumir ninguna responsabilidad política a no ser que él mismo genere un verdadero pensamiento político que, a su vez, nada tenga que ver con los procesos políticos tal como los vivimos y conocemos día tras día, en ocasiones hasta el punto de desear des-conocerlos. El cine no es responsable de nada, ni siquiera de sí mismo, y por eso hoy intenta huir del modo en que lo estamos tratando: en los medios de comunicación, en eso que seguimos llamando “crítica” y que algunos seguimos practicando como si aún fuera tal. El cine solo puede crear imágenes desocupadas y vagabundas, solo puede vivir en los márgenes de sus propios márgenes, pero además a condición de que nadie les dé nombre, de que nadie los convierta en territorios acotados o controlados. Por eso su liberación de sí mismo, de sus ocupaciones y preocupaciones, ha supuesto siempre un esfuerzo titánico, desmesurado, fuera de toda norma. ¿Por qué no lo consigue ahora si lo ha conseguido en otros momentos de su historia? ¿Quizá porque no está encontrando a nadie capaz de relatar esa gesta, porque todos estamos ocupados en otras cosas como para poder hacerlo, demasiado encerrados en nuestros pequeños espacios como para atender al gran espacio del cine, que todavía nos necesita tanto como nosotros a él?

Personal Shopper (Olivier Assayas, 2016)

Tradicionalmente, para mí, no ha habido otro lugar para el sentido que no fuera la escritura, el lugar donde tenía lugar esa fricción, digamos, de un modo privilegiado. La escritura sobre cine era el lugar en el que se encarnaba el roce y se narraba el proceso durante el cual el pensamiento de la película y el pensamiento de quien la veía iban a parar a la negación del pensamiento, a la descripción de la llama, a la celebración del fuego. El lugar, también, en el que tenía lugar la celebración del intento, en el que se intentaba dar cuerpo con palabras a la emoción provocada por el roce. Nunca se conseguía, por supuesto. Nunca era posible que la emoción callada del cine, esa emoción inefable, pudiera tomar forma de otro modo. La emoción que provoca el pensamiento del cine es algo que no tiene cabida en las palabras, pero que puede con-moverlas de tal modo que acaben dejándonos echar un vistazo en el interior del mecanismo, atisbar —aunque sea por un segundo— de qué modo la emoción hubiera podido adquirir un nombre. Eso es también el sentido, esa mirada fugaz. Y la escritura lo hacía todo posible, abría la puerta por un instante y dejaba escapar la luz que nos cegaba, sí, pero que también, en lo que duraba esa ceguera, nos instalaba en un contacto efímero que nos ponía, a su vez, en contacto con el mundo. Ese mundo, claro está, no era solo el mundo que conocemos, sino también todas sus promesas. Imaginemos un mundo que se desvela a sí mismo por completo, que extrae de sí todo el sentido que es capaz de reencarnar no solamente en una imagen, sino también en la fuga de esa imagen en busca de todas sus posibilidades: hacia otra imagen, hacia el corte entre esas dos imágenes, hacia una imagen que fluye en continuidad, hacia una imagen que se interrumpe bruscamente para dar paso a otra, o quizá a su propia negación fundida o cortada a negro… La emoción del pensamiento cinematográfico, sus mil formas, tomaba una cierta forma —forma de atisbo— en la escritura y se reencarnaba en otro pensamiento, esta vez por escrito. La única verdad del cine, esa que nunca podremos atrapar, quedaba iluminada por un instante y la veíamos ahí, en su fulgor extremo y pasajero, en el momento de intentar ponerla por escrito: condición efímera de las ideas escritas en su intento de cruzarse con las ideas del cine.

La belleza de escribir sobre cine era eso, era ese intento. Me dirán que ese intento depende en demasía de la literatura, que proviene de someter el cine a la literatura. Yo no diría “someter”, pero da lo mismo. Mi intento, sí, es literario: la crítica de cine, el análisis fílmico, la escritura sobre cine como género literario, como universo creativo, como posibilidad de creación, para la creación. No hay objetividad posible, ni tampoco una mirada subjetiva: es otra cosa. Mi mirada se abisma en la imagen, que no es otra que la que es, y la transforma para intentar describirla con palabras, lo cual da forma a otra imagen. La que describo no es la que veo, nunca puede serlo. Puede que ni siquiera sea una imagen, de la misma manera en que ya no es pensamiento, ya no es forma que piensa, ya ni siquiera es una forma. ¿Qué es, entonces? Descripción de la llama que se quema en su propio discurrir. Ensayo de descripción del nuevo mundo atisbado, el mundo del sentido. Vano intento de inmovilizar ese mundo, esa plenitud del sentido, para darla a ver al lector, para dar lugar a la gozosa ausencia del pensamiento, a la transformación del discurso en un espacio de libertad y resistencia para el cine.

<3, de María Antón Cabot (2018)

Quizá sea precisamente la posibilidad de ese mundo, de ese espacio, la que se ha perdido. Se ha perdido también, con ella, el mundo. Se ha producido la pérdida de ese mundo, al tiempo que está teniendo lugar la pérdida del mundo en general. ¿Cómo ha ocurrido eso? El cine ya no es importante. O quizá es demasiado importante, tanto que le otorgamos muchos lugares, pequeños lugares múltiples en los que se pierde: ya no solo la sala de cine multiplicada, la multisala, sino también reencarnada, en otras pantallas, y además convertida en una excusa, para hablar de ella, para estar al día, para obligarla a que diga cosas que no quiere decir, a que hable cuando en realidad no querría hablar. No se trata ya de la pérdida del aura, sino de una dispersión que ha desgastado incluso al simulacro que pasaba por ser imagen. Pues hasta ese simulacro había llegado a proporcionarnos placer, pero ahora hasta ese simulacro se ve obligado a hablar. A hablar para que nosotros hablemos: para que formemos frases, pero no fragmentos de sentido; para que construyamos oraciones, pero no jirones de nuestro diálogo con las imágenes. Hablamos de cine sin hablar de cine, hablando de otra cosa, de lo que nosotros queremos que el cine diga cuando, en realidad, quizá no quiera decir nada. Esa obligación de que el cine hable, esa obligación de que el cine signifique, esa obligación de que el cine refleje, esa obligación de que el cine sea transitivo, está desgastando el cine. Nosotros estamos desgastando el cine cada vez que hablamos de él en esos términos, utilizando esos mismos términos en los que queremos que hable. De manera que nosotros ya hablamos como un cine que no es, que no piensa porque no queremos hacerle pensar, porque solo queremos que hable como hablamos nosotros. Escribimos, también, como escribe ese cine, de manera que cierto cine es ahora como es porque hemos escrito o hablado de él previamente en esos mismos términos. Con nuestro deseo de empobrecer el cine, no solo hemos ido a parar a un cine pobre, sino también a una escritura aún más pobre. Y si en ocasiones vemos al cine escapar de las películas, abandonarlas a su suerte en este mercadillo apresurado, también puede decirse que la escritura está huyendo de eso que creemos que son nuestras críticas, se está intentando instalar en un lugar alejado de nosotros, allá donde no podamos verla. Siente vergüenza de lo que estamos haciendo con ella. ¿No debería eso obligarnos a proceder, en ese sentido, con mucho cuidado y con la mayor lentitud posible? ¿Es posible la construcción de una escritura otra, esa que me va a conducir a otro lugar donde algo tenga de nuevo lugar? ¿No deberemos proceder a partir de ahora con suma cautela, caminando lento por entre las ruinas de todo lo que hemos dicho y escrito, con el fin de regresar a la clandestinidad —que diría Pascal Quignard— y recuperar el sentido del roce, o bien el sentido y el roce, o bien el roce del sentido?

Y sin embargo, por mi parte, no sé si voy a ser capaz de eso, de generar otro discurso, de hablar de otra manera, de hablar nuevamente del cine y de cómo se vive y lo vivo ahora. Porque he regresado al punto de partida, al momento en que alguien se sentó con una libreta de notas frente a una pantalla y empezó a confrontar su pensamiento con el que surgía de aquellas sombras huidizas. De algún modo, las palabras que garabateó en la página en blanco eran borradores de sí mismas después del cine, tras haber pasado por la experiencia del cine, después de haber pasado por el pensamiento del cine, y eso representó un camino sin retorno, a su vez, en la historia del pensamiento, que no volvería a ser la misma. La fe en el cine, la confianza en el cine, no se basa en que nos diga algo, en esperar a que nos diga algo, sino en forzar ese decir para que también sea nuestro, en violentarlo para que nos pertenezca de la misma manera — hermosa manera— en que se pertenece a sí mismo: pertenencia compartida de ida y vuelta, pertenencia entre la imagen y yo mismo que no se puede ampliar a otros si no es mediante una escritura que sepa pensar igual que piensa esa imagen. Solo en esa escritura el cine puede ser una experiencia colectiva, sin dejar de ser el pensamiento solitario que siempre fue y provocó. Quizá, una vez acabado el tiempo del relato, haya terminado también el de la puesta en escena, y el del autor, por lo menos tal como lo conocimos. ¿Qué sucederá ahora? Esa es la pregunta y no otra, nunca otra.

 

© Carlos Losilla, septiembre de 2019