La “Me Trilogy” de Guy Maddin
Volviendo al pasado para explicar el presente
Introducción: el descubrimiento de nuevas vías expresivas
Lo primero que aparece en la pantalla es un breve plano de un ojo observando a través de lo que parece ser una mira telescópica. Seguidamente, un plano medio en blanco y negro de dos personajes sobre un fondo negro y bajo un rótulo que anuncia que son dos hermanos. La textura de la imagen, el tipo de plano de presentación con unas letras explicativas, la iluminación, los rostros de los individuos con un particular maquillaje, la estética de la sobreimpresión (realizada no de una forma limpia, como estamos acostumbrados hoy día, sino con los dos personajes moviéndose ligeramente sobre ese fondo negro y sus contornos difusos, lo que evidencia un trabajo manual detrás)… todo ello da la apariencia de formar parte de una película muda. La banda sonora de fondo, Tiempo, ¡adelante! de Georgi Sviridov, añade a las imágenes un tono solemne y frenético, mientras que la ausencia de diálogos parece confirmar nuestra primera impresión sobre la época del filme. Sigue a continuación una extraña historia con un tipo de montaje de resonancias soviéticas y advertimos que algo no encaja: si bien el cine silente no es tan inocente como suele creerse, el contenido de esta película es demasiado gamberro y excéntrico para el humor que se estilaba hace un siglo. En efecto, nos encontramos ante un filme contemporáneo: Heart of the World (2000) de Guy Maddin. Aunque la recreación que hace aquí el autor canadiense es tan cuidada que, si no fuera por su temática, la película podría ser confundida con una de los años veinte.
Heart of the World nació, al igual que el resto de filmes que comentaremos aquí, de un encargo de una institución. En este caso fue el Festival de Cine de Toronto, que pidió a algunos cineastas canadienses como David Cronenberg, Atom Egoyan o el propio Maddin que realizaran un cortometraje que se proyectaría antes de las películas del certamen. El filme de Maddin tiene como protagonistas a dos hermanos, un sepulturero y un actor que encarna a Jesucristo, que están enamorados de la misma mujer, Anna, una científica que estudia el centro de la Tierra. Cuando esta descubre que el corazón del mundo está a punto de sufrir un infarto se da cuenta de que debe tomar una rápida decisión antes de que todo colapse.
La buena acogida del corto en su estreno motivó a Maddin a seguir su carrera por la vía creativa de la recreación, con la que no se ha limitado a imitar los filmes de la era silente, sino que ha dado un paso más allá explorando a su antojo todas sus posibilidades estéticas. Heart of the World fue también la primera colaboración del canadiense con el cineasta experimental Deco Dawson. Con él exploró las posibilidades de un montaje frenético muy en la línea de las vanguardias soviéticas, que se ajusta con su tendencia a desbordar sus películas de ideas y todo tipo de detalles a veces inabarcables. No es menos importante el tono empleado: abiertamente jocoso con bromas absurdas, pero al mismo tiempo con ideas muy evocadoras (ese “corazón del mundo” al que Anna reemplaza a costa de hacer un sacrificio supremo). Heart of the World es tanto una declaración de amor a esa forma de hacer cine como una parodia. Y, de hecho, una de las mayores virtudes de Maddin es su capacidad para funcionar perfectamente en sendas facetas al mismo tiempo.
Dracula: Pages from a Virgin’s Diary (2002) seguiría la misma línea partiendo de un encargo para televisión: filmar la versión que había hecho del célebre relato de Bram Stoker el Royal Winnipeg Ballet. Maddin decidió que la estética de película muda sería la más adecuada, ya que solventaría de forma más natural la ausencia de diálogos y le permitiría servirse de un estilo que encajaba con el contexto de la historia. Lo que en Heart of the World fue un memorable experimento con la imaginería de la era silente, aquí se retomaba como una vía para convertir este proyecto en una obra que funcionara a nivel cinematográfico, evitando así que fuera la mera filmación de un ballet. Pero lejos de simplemente recrearse en la belleza de la pieza, Maddin aprovechó para desgranar algunas de las ideas que subyacen sobre esta historia de vampiros: el concepto de Drácula como el otro, ese invasor de otra cultura temido por la refinada sociedad avanzada (aquí enfatizado por el hecho de que dicho papel lo interpreta un bailarín de origen chino), y toda la represión sexual que se oculta en las relaciones que tienen las dos protagonistas con el resto de hombres. Y, por descontado, no falta su sentido del humor ligeramente inapropiado. ¿Cómo decide Maddin acabar esta adaptación del célebre relato de Drácula? Podría haberlo hecho con el hermoso plano final en que los personajes salen al exterior después de haber dado muerte al vampiro y se encuentran con un precioso amanecer coloreado en tonos azulados y violetas, que contrasta con el empleo del blanco y negro en la mayor parte del filme. Pero no ocurre así: el último plano nos muestra a Van Helsing guardándose disimuladamente bajo la chaqueta las enaguas de Mina, que Drácula le había arrancado minutos atrás. Para Maddin, el personaje no es tanto un científico que vence al Mal como un reprimido sexual (y, por lo que se intuye, al final de la película, un potencial pervertido) que intenta aplacar los instintos sexuales de las jóvenes avivados por el vampiro. De modo que su visión del célebre relato de Bram Stoker implica una relectura total no solo en forma de un ballet filmado como película muda sino también por la manera de entender la historia.
Dracula: Pages from a Virgin’s Diary se convirtió en una de las obras más celebradas de su carrera, en gran parte porque partía de un libro tan popular. Uno de los problemas del cine de Maddin para muchos espectadores son las incoherencias que hay en sus historias, que a veces dan giros inesperados o difíciles de entender. En aquella película, el espectador tenía a su favor que ya conocía el relato original y por tanto podía seguirlo con más facilidad —además, Maddin no podía deconstruirlo a su antojo, ya que debía respetar el ballet original. Otro factor que jugaría a su favor es el hecho de que aquí esa estética de película muda podría ser aceptada más fácilmente al utilizarse en el contexto de un Drácula en formato ballet. En un primer vistazo superficial parece una coartada artística razonable; el espectador ya sabría que vería una versión sui generis del relato y aceptaría esas excentricidades del director.
No obstante, una vez descubrió las posibilidades de esta forma de hacer cine, el cineasta canadiense quiso seguir explorándolas en películas que partieran de argumentos suyos y que, además, trataran temas mucho más personales. Heart of the World y Dracula: Pages from a Virgin’s Diary, aun siendo dos obras magníficas, en realidad eran solo un primer esbozo hacia una vía expresiva que estaba descubriendo. La vía que daría lugar a la notable La música más triste del mundo (The Saddest Music in the World, 2003), una película de mayor envergadura que partía de un guion del escritor Kazuo Ishiguro y contaba con un reparto de prestigio, y a la trilogía autoficcional que centra nuestra atención de este artículo, conformada por Cowards Bend the Knee (2003), Brand Upon the Brain! (2006) y My Winnipeg (2007).
El cine mudo como mecanismo autobiográfico
Las tres películas, que han sido bautizadas jocosamente por él mismo como “Me Trilogy”, tienen bastante en común: todas ellas son encargos que el propio Maddin acabó llevando a su terreno, tienen una estética muy claramente deudora del cine mudo (de hecho, las dos primeras son prácticamente recreaciones de películas mudas), versan sobre recuerdos de infancia del director y además se filmaron en muy poco tiempo. Este último dato, que llevó a Maddin a calificarse a sí mismo como el equivalente en cineasta de una banda de garage-rock, no carece de importancia porque veremos que tuvo una repercusión directa en muchas de las decisiones estéticas de estas obras. Cowards Bend the Knee se filmó en solo cinco días con un insignificante presupuesto de 30.000 dólares, mientras que en Brand Upon the Brain! el lapso de tiempo desde que le llegó el encargo hasta que tuvo la película finalizada fue de tan solo dos meses (el guion le llevó dos semanas y el rodaje nueve días), algo absolutamente inaudito. My Winnipeg fue el encargo de más presupuesto de estos tres, pero su rodaje aun así se concretó en tan solo diez días.
En lo que respecta al contenido, Cowards Bend the Knee era un proyecto pensado para una galería de arte en la cual el visitante podría ver a través de unas mirillas varios cortometrajes que seguían un leve hilo argumental y estaban filmados como una película muda, pero al final Maddin se dio cuenta de que funcionaban mejor si los unía en un solo filme. De apenas una hora y pico de duración, tiene como protagonista a un joven jugador de hockey llamado Guy Maddin. Este obliga a su novia a abortar en una especie de peluquería-burdel, y allá se enamora de la hija de la dueña, quien lo seduce para que asesine a su madre y así vengar la muerte de su padre. Por algún motivo extraño, Guy Maddin debe someterse a una operación en que se le implantarían las manos azules del padre fallecido para efectuar tal venganza. Sin embargo, el cirujano se echa para atrás y simplemente se las pinta de ese color mientras está anestesiado. Maddin, que no conoce este hecho, empieza a sentir que sus manos adquieren vida propia y tienen impulsos homicidas
En el caso de Brand Upon the Brain! el encargo provenía de una organización cultural de Seattle llamada The Film Company, y era de temática libre siempre y cuando lo grabara en dicha ciudad con artistas de la compañía. Maddin volvió a filmar la historia como una película muda por motivos prácticos y estéticos. Por un lado, no disponía de tiempo para terminar los diálogos para la fecha de rodaje y, por otro, quería aprovechar la libertad absoluta para hacer lo que quisiera, ya que se temía que en futuros proyectos no se encontraría con productores dispuestos a este tipo de experimentos. En este caso, el protagonista es un hombre que, como ya se habrá deducido a estas alturas, se llama Guy. Este rememora su extraña infancia en una pequeña isla donde vivía en un faro junto a sus padres, su hermana mayor de carácter rebelde y un grupo de huérfanos. La actitud sobreprotectora de su madre y las sospechas de que su padre está haciendo experimentos con los huérfanos estallarán en conflicto con la llegada de la famosa detective Wendy Hale, de la que Guy se enamorará. Pero Wendy en realidad está enamorada de la hermana de Guy, de modo que se disfrazará de chico para seducirla a ella.
Finalmente, el presupuesto más holgado para My Winnipeg permitió a Maddin experimentar con todo tipo de formatos tanto a nivel técnico (Super8, miniDV, HD video, cámaras de móvil…) como de narrativa, al combinar recursos de películas mudas, animación, falso documental y ficción. Aunque la premisa era hacer un film de no ficción dedicado a su Winnipeg natal, una vez más Maddin llevó sin ningún tipo de rubor la película a su terreno con un collage que mezcla recuerdos de su infancia, anécdotas históricas sobre Winnipeg (alternando algunas de gran trascendencia junto a pequeñas curiosidades que no suelen aparecer en los libros de texto) y, por supuesto, multitud de reflexiones e historias inventadas.
Más allá de la recreación nostálgica
Lo primero que llama la atención de estas películas es la forma tan fidedigna con la que Maddin logró recrear la estética y los códigos narrativos de la era muda. Hacer un filme que parezca realmente salido de la época silente no es tarea fácil, ya que va mucho más allá de utilizar el blanco y negro y rótulos en vez de diálogos. Y en ese sentido Maddin ya de entrada hizo un trabajo admirable por poner atención a todos los detalles sutiles y, sobre todo, cuidar la textura de sus películas. Esta manera de trabajar con formas de cine antiguas recreándolas con la más absoluta fidelidad es un rasgo que lleva a su máxima expresión en las dos primeras películas de esta trilogía. Maddin, en cualquier caso, se distingue de aquellos directores que recrean una estética simplemente como homenaje, como ejercicio de nostalgia.
De entrada, el cineasta canadiense es consciente de que no toda la época muda es uniforme y toma como referencia esas películas de mediados y finales de los años veinte en las que se contaba con una banda sonora sincronizada compuesta de música y efectos de sonido, pero no de diálogos —un ejemplo de ello sería sin ir más lejos Amanecer (Sunrise, 1927) de F.W. Murnau, quizá la mayor obra maestra de la era silente. Esto le permite servirse de las ventajas de renunciar a los diálogos pero al mismo tiempo utilizar el sonido de forma mucho más expresiva, ya que emplea solo los sonidos que le interesa que se escuchen. Se puede ver eso claramente en Brand Upon the Brain! con el ruido mecánico del faro moviéndose mientras la madre de Guy espía a sus hijos con un telescopio, ya que ese sonido insistente y omnipresente es una forma de transmitir la sensación de acoso y constante vigilancia que siente el protagonista.
En lo que se refiere a la música, en Cowards Bend the Knee utiliza en cada uno de los episodios que compone el filme piezas musicales de la época, que están añadidas de una forma casi aleatoria. Pero eso no es por dejadez, ya que son exactamente el tipo de composiciones de relleno o números estándar de música clásica que uno encuentra en muchas de las obras mudas de la época que tenían banda sonora sincronizada. En ese aspecto, Maddin tomó una decisión artística que podría parecer contraproducente: en lugar de encargar a un músico una banda sonora que acompañe la acción o que enfatice los aspectos dramáticos de lo que está sucediendo, optó por esas típicas piezas estándar de época. Pero eso no solo hace que el resultado sea más fidedigno, ya que nos recuerda cómo los aficionados al cine mudo hemos visionado a menudo grandes obras del género con acompañamientos musicales que parecían añadidos al azar. A su vez, es un recurso sonoro útil a nivel dramático porque permite un cierto distanciamiento respecto a los brutales acontecimientos que se nos muestran. A saber: una joven abandonada cruelmente por su novio en un tugurio donde es obligada a abortar, una operación de cirugía en que se le ponen unas manos nuevas a Guy o una escena en que este y una chica se revuelcan eróticamente por el suelo en las mismas narices de su abuela ciega (para hacerlo aún más raro, esta es interpretada por la madre del propio Maddin). Esa música estandarizada y uniforme no solo le da al conjunto el tono de una película muda de serie B sino que permite que no nos contagiemos demasiado del histerismo y la locura de la trama, además de transmitir una sutil sensación de ironía en la que profundizaremos más adelante.
Uno de los aspectos más fascinantes de esta serie de películas es cómo cada una de ellas parte de la idea de tomar esos referentes estéticos de los años veinte para aportar un enfoque distinto en el que caben decisiones formales muy variopintas, lo que evidencia el carácter heterogéneo del cine de esa época. En Brand Upon the Brain! Maddin recurrió, por ejemplo, a la figura que en España recibía el nombre del “explicador”. Este era un hombre que, durante las proyecciones de las películas, literalmente explicaba el argumento a un público que a menudo era analfabeto y por tanto no podía leer los rótulos. La experiencia cambiaba completamente dependiendo del explicador, ya que este podía simplemente leer, narrar el argumento o incluso interpretar a los personajes poniéndoles voces. De hecho a veces se daba el caso de que el explicador convertía una película seria en una comedia burlándose de lo que sucedía en la pantalla con comentarios bufonescos. Este tipo de figura era frecuente en países de todo el mundo y los benshi, su equivalente japonés, eran tan importantes que se convirtieron en celebridades por derecho propio.
Partiendo de esa idea, en Brand Upon the Brain! se combina la voz de un narrador con los rótulos de la película. Esto, sumado al estilo de montaje rápido, hace que el filme resultante transmita una catarata de información al espectador en la que las ideas y los gags se acumulan sin respiro. Esta mezcla de voces le permite a Maddin ser irónico, ya que en varias ocasiones los rótulos transmiten ideas tremendistas, pero la voz que narra la acción se mantiene sosegada. Da la impresión de que en esta película el cineasta necesitaba desbocar sus sentimientos más extremos en la pantalla y, al mismo tiempo, transmitirlos con una cierta distancia, lo que le llevó a decantarse por emplear ambos enfoques a la vez. Para hacer esta idea aún más interesante, en su momento el filme se estrenó en una especie de versión roadshow en la que se alternaban diferentes narradores según la ciudad, desde Isabella Rossellini (que fue quien grabó la narración para la versión estándar, que es la que podemos ver hoy día) a Laurie Anderson o Lou Reed. Así, cada proyección de Brand Upon the Brain! era una experiencia única en la que la percepción de la audiencia se veía influenciada por los matices de cada narrador. Es cierto que los cineastas de la era muda ya hacían sus películas teniendo en cuenta que se entenderían por sí mismas (no pudiendo controlar por tanto lo que el explicador les añadiría) o, en el caso tan particular de Japón, dejando un gran vacío narrativo a nivel de rótulos para que el benshi explicase la trama, pero el director canadiense va un paso más allá en su lúcida mezcla, hasta el punto de unir pasado y presente:
“Cuando pienso en todo el tiempo que he pasado en mi vida metido en mi cabeza y viajando entre el presente y el pasado, es casi como si no importara si algo fue real o una fantasía o un sueño. Es que da igual. Todo eso es el material emocional que me ha hecho ser como soy y, sobre todo, que ha hecho a la gente que quiero ser como es.” (1)↓
Esta es una idea que el director ha repetido en multitud de entrevistas: el hecho de vivir en el pasado y el presente de forma simultánea y que nuestra existencia actual siempre viene determinada por nuestro pasado. Eso en términos cinematográficos es lo que explica su forma de hacer películas: recurrir al pasado en busca de recursos estéticos y narrativos para traerlos de vuelta y utilizarlos desde una mentalidad del presente. Es decir, Maddin no busca impresionarnos por lo bien que calca una película muda, sino que recurre a múltiples recursos de esa época como fuente de inspiración y les da diversos usos en función de lo que busca. Es por ello que, para que esta pirueta funcione, la recreación tiene que ser lo más fidedigna posible. De esta forma, el componente extra que él le aporta (desde las dobles voces narrativas de Brand Upon the Brain! a las tramas tan truculentas imposibles de encontrar en una película muda con tanto nivel de detalle) mantiene su carácter subversivo y Maddin consigue tener un pie en el pasado siendo posmoderno al mismo tiempo.
Por si eso fuera poco, esta forma de hacer cine moviéndose del pasado al presente encaja a la perfección con el tipo de películas que nos ofrece en su “Me Trilogy”: evocaciones de su infancia que, salvo en el caso de Cowards Bend the Knee, parten de su yo adulto. Resulta divertido leer a Maddin en entrevistas afirmando que tanto Cowards Bend the Knee como Brand Upon the Brain! son estrictamente autobiográficas y veraces, lo cual es a todas luces falso. Pero más allá de que esas declaraciones tengan mucho de boutade, sí que hay algo de verdad: hay una serie de ideas y obsesiones comunes en las tres películas (la madre posesiva y avasalladora, sus experiencias de infancia en la pista de hockey, las discusiones entre su hermana y su madre…) y todas transmiten muy bien esa visión del mundo adulto desde los ojos de un niño aún inocente y confuso, incluso en el caso de Cowards Bend the Knee en la que el protagonista ya es mayor de edad. Maddin, en un ejercicio que podría parecer egocéntrico, recoge las sensaciones e ideas que recuerda de su infancia y luego las reconvierte desde el prisma de un artista adulto en tramas rocambolescas. En cierta entrevista, de hecho, el director reconocía que de pequeño era incapaz de sentir las emociones que él pensaba que debía experimentar en ciertos momentos clave de su infancia, y esperaba que cuando estos instantes volvieran a repetirse en sus ficciones los sentiría de verdad (2)↓. El cine es, en cierto modo, su segunda oportunidad, la que llevaba a Scottie, el protagonista de Vértigo: De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) a volver a intentar recrear esa experiencia que tuvo con aquella misteriosa mujer llamada Madeleine (3)↓. En este caso, Maddin también se ha servido de una serie de personas y les ha hecho volver a recrear ciertos flashes de su infancia con la esperanza de que esta vez pueda sentirlos de verdad. Y la forma de hacerlo es canalizar esos recuerdos en argumentos extraños, surrealistas y truculentos, como si así pudiera despertar esas emociones que tenía dormidas cuando era pequeño.
De hecho, en el caso de Brand Upon the Brain! el proceso de escritura del guion consistió en que Maddin evocara varios episodios de su infancia y el coguionista George Toles se inventara una serie de subtramas de ficción para añadirlas a su alrededor (4)↓. Y en My Winnipeg el cineasta tomó la decisión de mezclar un documental sobre la ciudad con sus vivencias personales, por lo que el lugar que vemos está extraído de sus recuerdos. Por ejemplo, la destrucción del estadio de hockey de Winnipeg en el que pasó su infancia y donde trabajó su padre adquiere tintes catastrofistas por todo lo que significa para él, llevándole a mezclar la imagen del campo en ruinas con una sobreimpresión del rostro paterno: para él destruir el estadio implica en cierta manera acabar con una parte importante de lo que le quedaba como recuerdo de su progenitor. De este modo, su visión de su ciudad natal acaba siendo un confuso collage en que se mezclan embarazosas escenas familiares, hechos históricos auténticos (por ejemplo, el “If Day”, en que se recreó en la ciudad cómo sería una posible invasión nazi para concienciar a los ciudadanos sobre la necesidad de apoyar el esfuerzo bélico), otros casi seguro inventados (la imagen tan trágica como poética de los caballos congelados en el hielo), anécdotas locales como las sesiones de espiritismo y estampas tan inesperadas como un paseo nocturno de su perro carlino.
No solo se mezclan pasado y presente, sino también ficción y realidad, hechos objetivos con recuerdos distorsionados, momentos objetivamente importantes con trivialidades absurdas. Todo eso es Winnipeg. Y como Maddin dice en la declaración antes citada, poco importa qué es sueño y qué es realidad, seguramente todo eso está en su cabeza cuando piensa en su ciudad natal, y las películas son la plasmación exacta de cómo siente las cosas. Y lo mejor de todo es que, pese a tanto caos, tantas escenas pasadas de rosca y tanto humor facilón, al final en sus obras realmente nos transmite esa idea y consigue emocionarnos. Porque por sorprendente que parezca, uno de los grandes referentes de Maddin a la hora de hacer cine es el melodrama clásico.
Entre el melodrama y la ironía
A la hora de pensar en sus referentes, hay muchos cineastas que nos vendrán inmediatamente a la cabeza (por ejemplo, Luis Buñuel o Josef von Sternberg), pero probablemente a nadie se le ocurriría de entrada mencionar el que Maddin ha citado como una de sus mayores influencias: Douglas Sirk. Es más, el director canadiense considera que lo que él siempre ha pretendido hacer en el fondo son melodramas clásicos como los de este cineasta manierista, ya que cree que son el vehículo más adecuado para canalizar los sentimientos y emociones extremas que quiere plasmar en la pantalla. La admiración de Maddin hacia Sirk es, sin duda, genuina, como se pone de manifiesto en este fragmento de una entrevista que me resulta conmovedor por la forma en que expone los sentimientos que provocó en él una de sus grandes películas:
“Una noche viví toda una experiencia mientras veía Escrito sobre el viento —y habré visto esa película unas doce veces, pero a la sexta estaba un poco sensible y creo que por fin acepté el artificio de lo que sería el equivalente a una tragedia de Eurípides en el año 1956. Por algún motivo, esa noche simpaticé con Robert Stack más que con cualquier otro personaje, aunque normalmente simpatizo con otro tipo de personajes. A los veinte minutos de metraje, estaba aterrorizado por el pobre hombre, y ese temor no se fue hasta que acabó la película y estuve a punto de derrumbarme, completamente agotado y destrozado por la experiencia (que suele ser como te quedas después de ver Imitación a la vida). Nunca he vuelto a experimentar un visionado como ese. He intentado recrear el estado mental que tenía al verla, pero es que me cogió por sorpresa, fue como un impacto. Y no sé si a la gente que ha visto esa película le habrá pasado alguna vez, porque de alguna manera, al mismo tiempo, me maravillaba que Sirk hubiera podido sacar adelante algo tan absurdo.” (5)↓
No obstante, a la hora de hacer cine Maddin tenía que enfrentarse al hecho de que el melodrama clásico es un género que hoy día puede resultarle a mucha gente algo anticuado, igual que todos los referentes de la era muda que utiliza en sus películas. En el cine posmoderno esta problemática se suele solucionar gracias a un recurso muy utilizado en este tipo de obras: la ironía. De esta forma, el autor se está distanciando de lo que explica, da a entender que sabe que lo que está narrando es kitsch, y nosotros como espectadores, que también lo notamos, respondemos con una sonrisa cómplice. Pero para mí la ironía conlleva un peligro, y es que a menudo puede abocar en una cierta condescendencia: el creernos más inteligentes como espectadores por notar que lo que vemos en la pantalla ha quedado desfasado y pensar que nuestros códigos actuales funcionan mejor. Teniendo en cuenta que Maddin es un cineasta que siempre ha tenido una gran querencia por el humor: ¿hasta qué punto sus películas son un homenaje sincero a esos referentes de décadas atrás hecho con tono cómico, y hasta qué punto no se ha dejado contagiar por el recurso fácil de ridiculizarlos para ganarse la complicidad del espectador posmoderno? Esta es una pregunta de difícil respuesta incluso para el propio Maddin. En una entrevista con William Beard el cineasta reconoce que se sirvió de la ironía porque le daba vergüenza lo que exponía en algunas de sus películas: “Siempre me siento como si estuviera en guardia. Estoy haciendo algo que me da un poco de vergüenza, y luego me cubro las espaldas demostrando que soy consciente de lo que estoy haciendo. (…) Hay algo en el tono de las películas que permite a la gente reírse de ellas en lugar de entregarse a ellas, pero no me importa siempre y cuando me esté relacionando con ellos de alguna manera” (6)↓. De hecho, más adelante explica con su humor característico que a partir de Cowards Bend the Knee su público “descubrió que tenían permiso para reírse sin sentirse mal por mí” (7)↓.
El humor de Guy Maddin (que va desde la ya citada ironía a gags estúpidos de brocha gorda) en el fondo no deja de ser una forma de ocultarse ante lo que está haciendo, que es exponer en carne viva al espectador algunos recuerdos de infancia que resultan embarazosos. Si miramos desde esa premisa la intrincada trama de Cowards Bend the Knee con ecos a Las manos de Orlac (Orlacs Hände, Robert Wiene, 1924), ¿no es quizá una forma de exteriorizar sus sentimientos de culpabilidad por la forma en la que se comportó con algunas mujeres y su problemática manera de abordar sus primeros escarceos sexuales? Eso es algo claramente visible en el personaje de la madre en Brand Upon the Brain! y My Winnipeg, convertida en una figura represora, sobreprotectora y con un sentimiento de amor tan desbocado hacia su hijo que roza lo inapropiado. En el primer filme vigila a sus dos hijos de forma asfixiante y utiliza las amenazas de suicidio para lograr que le obedezcan. En el segundo se erige como una figura más autoritaria y represora, pero también muy dada a emplear recursos psicológicos para hacerles sentir culpables. Esto es algo que se visualiza de forma cómica en el programa de televisión que ve la familia, en que un hombre amenaza cada día con lanzarse de la cornisa de un edificio por un malentendido con su madre y esta (que es interpretada, como era de suponer, por la progenitora del protagonista) le convence de que no lo haga con comentarios halagadores que, en el fondo, dejan entrever una crítica y decepción hacia el Maddin adulto.
La prueba definitiva de que en el fondo realmente Maddin quiere recrear las emociones extremas de un melodrama clásico está en que, por mucho que utilice el humor o las situaciones pasadas de rosca, en las tres películas consigue al final crear momentos de una gran emotividad. En Cowards Bend the Knee, Guy descubre que el museo de figuras de cera de míticas estrellas del hockey en realidad refleja a una serie de hombres demasiado cobardes como para asumir sus responsabilidades, y entiende que es ahí donde debe quedarse en lugar de en el mundo real. En el final de Brand Upon the Brain! Maddin evoca nostálgicamente algunos personajes del pasado bellamente recreados con sobreimpresiones, y cuando se reencuentra con su madre, guarda en una botella su último suspiro antes de morir (8)↓. Por último, en la caótica My Winnipeg el director nos sorprende al final con un plano de esa madre castradora abrazada a su hijo pequeño y teniendo un diálogo íntimo. No importa que sea una escena prácticamente sin contexto, resulta tan tierna que es imposible no emocionarse.
He aquí la sorpresa final que se guarda Maddin en las películas de esta trilogía: todos esos argumentos tan enrevesados y llenos de humor extraño, todos esos inventos imposibles, todas esas situaciones extremas… en el fondo son un camino para llevarnos a unos desenlaces genuinamente emotivos, donde Maddin se permite exponer sin la protección de su humor sus sentimientos auténticos. Quizá, después de todo, no sea deshonesto cuando da a entender que lo que quería hacer en el fondo eran melodramas a lo Douglas Sirk.
La belleza de lo imperfecto
Uno de los cineastas que resulta más fácil vincular al cine de Guy Maddin es, sin duda, Tod Browning. Cronológicamente se encuentra en la etapa que Maddin homenajea en su “Me Trilogy”, desde la era muda a inicios del sonoro, pero además a nivel temático tiene mucho que ver con el universo de Maddin: ambos emplean como argumentos situaciones llevadas al exceso, tienen una gran querencia hacia lo grotesco y en sus filmes abundan tanto situaciones muy violentas como otras que rozan lo inverosímil. Es más, Browning no teme llevar a la práctica argumentos que rozan peligrosamente lo ridículo —desde Garras humanas (The Unknown, 1927) a su último filme, Muñecos infernales (The Devil-Doll, 1936), que incluye a un Lionel Barrymore disfrazado de ancianita y una máquina que transforma a la gente en seres diminutos—, pero sin la ventaja adicional de Maddin de encontrarse en una época en que el espectador pueda acoger semejantes ideas con cierta ironía posmoderna.
Pero no es menos cierto que otro aspecto en común que une a ambos cineastas es que, bajo esa primera capa tan oscura y grotesca que conforman esos argumentos tan truculentos, lo que en el fondo se esconde son historias prototípicas de melodramas clásicos de amores frustrados y grandes sacrificios. La diferencia está en que la forma como ambos cineastas canalizan esas emociones es mucho más desbocada y pasada de rosca, en que se debe aceptar que un hombre esté dispuesto a amputarse dos brazos para conseguir a la chica que ama (como es el caso de Garras humanas de Browning) o que una joven obligue al inocente protagonista a implantarse las manos de su padre para vengar su muerte (como sucede en Cowards Bend the Knee).
Esto me lleva a un último aspecto que me encanta del cine de Maddin: sus películas son hermosamente imperfectas y descompensadas. El propio cineasta reconocía a raíz de Brand Upon the Brain! que el filme era demasiado largo y algunas escenas algo reiterativas (de hecho la repetición es uno de los recursos más utilizados en su cine), pero defendía que cuando planeó su estructura le salió así, y que el resultado final es menos redondo pero mucho más cercano a cómo él lo sentía: “Nunca me paré a pensar demasiado, la verdad. Actuaba muy impulsivamente, cogiendo cosas, escribiendo cosas y buscando dónde meterlas (…) Cortaba y pegaba en mi ordenador e intentaba ponerlas en orden pero había repeticiones y más repeticiones, así que la dejé como estaba, con infinitas repeticiones (…) Me recuerda un poco al tráfico aéreo, a un patrón de espera. Todo el aburrimiento que sentía de niño en la isla vuelve para poner la historia en un patrón de espera durante un rato. Pero al menos es sincero” (9)↓.
Del mismo modo, en My Winnipeg para encarnar a su madre utilizó a la actriz Ann Savage única y exclusivamente porque le fascinaba su personaje de femme fatale en Detour (1945) de Edgar G. Ulmer, el mítico film noir de bajo presupuesto convertido en obra de culto con el tiempo. Savage, por entonces con más de ochenta años de edad, llevaba ya décadas retirada, pero Maddin insistió en darle el papel por la imagen que transmitía en Detour como uno de los personajes femeninos más duros de la historia del cine. Lo interesante es que en realidad Savage era (al menos a esas alturas) una actriz muy limitada, y su inclusión en la película no venía justificada por sus dotes interpretativas sino por lo que ella significaba para el director en su imaginario personal. Lejos de desanimarse por eso, Maddin expuso abiertamente sus limitaciones iniciando My Winnipeg con algunas tomas falsas de Savage repitiendo un diálogo de la película que no consigue que suene convincente. Maddin, en su característica honestidad, nos está reconociendo ya esa posible flaqueza del filme antes de que lo descubramos nosotros mismos. Pero a él no le importa ese problema, porque da prioridad a lo que transmite Savage, no tanto en su interpretación como en la figura mítica conocida por ser una de las femme fatales por excelencia, aportando de esa forma la dureza necesaria para el personaje de la madre.
De hecho, en My Winnipeg Maddin va un paso más allá a nivel metaficcional en relación a las dos anteriores películas de la trilogía. En este caso, el narrador (el propio cineasta) nos cuenta cómo ha intentado recrear (sin demasiado éxito) algunas estampas de su hogar familiar con actores y lo hace con sentido del humor, como advirtiéndonos de lo precario de dicha representación. Por ejemplo, Maddin sitúa entre los intérpretes a una anciana que supuestamente les alquiló el apartamento, pero que, en realidad, no ha querido dejar la casa y por ello está presente en la grabación sin tener ningún papel en la ficción. La intencionalidad, en cualquier caso, no es tan diferente a la de Cowards Bend the Knee o Brand Upon the Brain!: extraer momentos de genuina verdad a partir de lo que en este caso es una representación expresamente imperfecta. En lugar de intentar recrearlos de la forma más realista posible, que habría sido el camino más lógico, Maddin hace visible el artificio (las tomas falsas de Ann Savage, el narrador burlándose de la representación de la estampa familiar) y le da un tono de extrañeza. Es probablemente otra forma de autoprotegerse por desvelar escenas demasiado íntimas de su infancia, haciéndolas lo más cáusticas posibles.
Siguiendo con esa idea, podríamos relacionar a Maddin con otro cineasta con el que pocas veces se le ha comparado: John Cassavetes. Es cierto que ambos comparten unos postulados propios del “cine de guerrilla” con los que logran hacer de la necesidad virtud, pero sus contextos no pueden estar más alejados: Cassavetes fue un outsider de Hollywood obligado a hacer filmes independientes con el dinero que ganaba como actor, mientras que Maddin es un creador de la modesta industria canadiense vinculado a circuitos artísticos y experimentales. Aun así ambos tienen en común una cualidad que admiro especialmente en el cine: no situarse nunca por encima de sus personajes. Por mucho que estos sean inadaptados o de comportamiento censurable, ni Cassavetes ni Maddin les juzgan. Más bien todo lo contrario: les aprecian con sus errores (10)↓. Otro aspecto que los vincula es que ambos prefieren hacer películas imperfectas (al menos desde la forma como entendemos tradicionalmente que debe funcionar una película narrativa estándar) pero que a cambio sumerjan al espectador en una serie de sensaciones auténticas. Sus filmes son como montañas rusas de emociones que dejan al público a menudo agotado. Nos hacen enfrentarnos a escenas deliberadamente largas o reiterativas, nos exponen a situaciones incómodas y están dispuestos a cualquier cosa con tal de transmitir emociones genuinas, incluso sacrificar la coherencia narrativa de sus relatos.
Volviendo al punto de partida de este texto, el recurso de recuperar la estética y el estilo de la era muda en el fondo es otro mecanismo de Maddin que le permite liberarse de toda la planificación que implica el rodaje de una película profesional. Si las filmaciones de las películas de su trilogía fueron tan inverosímilmente breves es porque Maddin nunca perdió el tiempo en ensayos o en calcular todos los detalles de las escenas. Tan pronto le fue posible, se lanzó a grabar con los actores, y el resultado fueron multitud de horas de material en bruto sin pulir. Es más, lo más probable es que los intérpretes se vieran inmersos en un contexto de rodaje en el cual no distinguían cuándo se estaba ensayando y cuándo se estaba filmando (de nuevo otra similitud con Cassavetes). En realidad Maddin, lo filmaba todo, y gracias a su estilo de montaje rápido (adoptado en Heart of the World por mediación del cineasta experimental Deco Dawson y luego continuado en estos filmes con su colaborador más cercano, John Gurdebeke) pudo extraer los breves momentos que funcionaban y enlazarlos en la sala de montaje dando lugar a un resultado final coherente.
Esta forma de grabar caótica y desordenada dotó a los filmes de su trilogía de una mayor espontaneidad, como si dejara escapar todo lo que le venía a la mente sin los cortapisas que implica una producción más profesionalizada. La absoluta libertad de no tener que depender de diálogos o la fluidez del montaje sin la problemática de los raccords son adecuadas para una estética tan expresamente irreal y casi onírica. El tomar como referencia el cine mudo no solo le permitió servirse de recursos muy eficaces que hoy día están en desuso, sino que le permitió canalizar esas historias vinculadas al pasado de la forma más personal posible.
Por último, podemos decir que una de las enseñanzas que nos aporta Maddin —en su “Me Trilogy” y en la mayor parte de su obra— es que los cineastas actuales están perdiendo innumerables posibilidades creativas al no atreverse a retomar elementos estéticos de tiempos pasados, como si eso implicara filmar películas en apariencia anticuadas. La clave está, tal y como hace el autor canadiense, en mirar al pasado al mismo tiempo que se sigue en el presente, tomando esos elementos y pensando cómo darles un nuevo sentido en nuestro contexto actual, del mismo modo que cuando en sus películas regresa a sus recuerdos de niño está evocando su infancia pero desde un punto de vista adulto.
© Guillermo Triguero, octubre de 2022
(1)↑ GOLUM, Caroline. “Metaphysical Edging with Guy Maddin”: https://www.screenslate.com/articles/metaphysical-edging-guy-maddin
(2)↑ BEARD, William. Into the past. The cinema of Guy Maddin. Toronto: University of Toronto Press, 2010. Página 312
(3)↑ La referencia a Vértigo no es tan gratuita como podría parecer, como atestigua el curiosísimo proyecto que realizó Maddin en 2017 bajo el título de The Green Fog.
(4)↑ “George sugirió una serie de argumentos artificiales que funcionaran como soporte para la historia de mi familia; se le ocurrió crear una familia complicada que dirigía un orfanato y una trama sobre extracción de órganos”. Declaraciones de Guy Maddin extraídas del libro de William Beard aludido en la nota 2 (página 271).
(5)↑ CHURCH, David. “Dissecting the Branded Brain. An Interview with Guy Maddin.” https://offscreen.com/view/branded_brain
(6)↑ “Conversations with Guy Maddin”. En CHURCH, David (ed.). Playing with memories. Essays on Guy Maddin. University of Manitoba Press: Winnipeg, Manitoba, 2009. Página 243.
(7)↑ Ídem (Página 25).
(8)↑ Para no extenderme demasiado no he profundizado en otro recurso muy típico del cine de Maddin que podría dar de sí para un artículo propio: los inventos surrealistas que idea en casi todas sus películas, y que son otra forma de canalizar sus emociones desde una perspectiva casi absurda. En el caso de Brand Upon the Brain! un ejemplo clarísimo es el “aerófono”, que permite comunicarse desde largas distancias a dos personas que se aman y que se escucha mejor cuando más fuerte es ese sentimiento.
(9)↑ Ver nota 6 (Página 284).
(10)↑ “Guy detesta las bromas que se basan en la superioridad moral del director sobre el comportamiento de uno o más personajes. La posición satírica de “sé algo que tú no sabes”, destinada a enjuiciar desde arriba y a suponer qué es lo correcto siempre según el sátiro de moral saludable, es aberrante para la perspectiva cómica de Guy”. TOLES, George. “From Archangel to Mandragora in your own backyard: collaborating with Guy Maddin”. Ver nota 6 (Páginas 148 y 149).