Zack Snyder
(Re) Imaginar la realidad
Con el estreno de El hombre de acero (Man of steel, 2013), Zack Snyder espera poder resarcirse del fracaso (comercial, que no artístico, como veremos) de la que hasta la fecha es su película más personal, Sucker Punch (2011). Es un momento adecuado, pues, para plantear algunas de las claves que han guiado su cine desde su sorprendente debut con Amanecer de los muertos (Dawn of the dead, 2004) hasta la citada Sucker Punch, pasando por la exitosa 300 (2006), y la no tan exitosa Watchmen (2009). En cuanto a ese OVNI que es Ga’Hoole. La leyenda de los guardianes (Legend of the guardians. The owls of Ga’Hoole, 2010), sigo sin entender qué hace en mitad de la obra de Snyder una cinta de animación tan timorata. Aunque hay indicios de que el director pasó por allí algún día (hay planos a cámara lenta que son, como veremos, una de sus marcas de estilo), en verdad no hay nada a ningún nivel (argumental, estilístico, visual) que remita a su autoría, por lo que optaré por ignorar esta película al considerarla una excepción dentro de su filmografía.
De entrada, conviene poner de manifiesto la extraordinaria cohesión implícita que existe en su filmografía, puesto que sin ninguna excepción (y esto incluye El hombre de acero), hasta hoy Snyder se ha movido exclusivamente dentro de los márgenes del cine fantástico, ya sea por la vía del cine de superhéroes (Watchmen, El hombre de acero), la del terror (Amanecer de los muertos), la del péplum reimaginado (300), la del antropomorfismo animal (Ga’Hoole), o la del actioner fantástico pasado por las reglas del videojuego (Sucker Punch). Y destaco esta cohesión porque me parece consecuente en tiempos de dispersión estilística como los actuales, donde ya nos hemos acostumbrado a que los directores brinquen de un género a otro y donde la figura del director-artesano ligado de manera más o menos exclusiva al género fantástico (como John Carpenter o Joe Dante) está en decadencia.
Amanecer de los muertos: el infierno sobre la tierra
Snyder rueda el remake de Zombi (Dawn of the dead, George A. Romero, 1978) en un momento (la primera década del siglo XXI) en el que a los grandes estudios les da por fabricar remakes de clásicos del cine de terror de los años 70 y 80 con desigual fortuna: algunas (pocas) veces con resultados extraordinarios, caso de La matanza de Texas (The Texas chainsaw massacre, Marcus Nispel, 2003); la mayoría, obteniendo películas aceptables como Las colinas tienen ojos (The hills have eyes, Alexandre Aja, 2006) o La morada del miedo (The Amityville horror, Andrew Douglas, 2005); en no pocas ocasiones acabando en descalabros artísticos como Viernes 13 (Friday the 13th, Marcus Nispel, 2009) o Pesadilla en Elm Street (A nightmare on Elm Street, Samuel Bayer, 2010); y en algún caso inesperado, produciendo películas que son capaces de ir mucho más allá que las originales en términos de salvajismo y brutalidad, como es el caso de La última casa a la izquierda (The last house on the left, Dennis Iliadis, 2009), San Valentín sangriento (My bloody Valentine, Patrick Lussier, 2009) y sobre todo la inédita en cines españoles I spit on your grave (Steven R. Monroe, 2010). ¿Dónde se debería ubicar el remake de Snyder? Sin duda alguna, en la primera categoría.
¿Extraordinario remake? Desde luego. Para empezar, es capaz de -con una frescura inaudita- postularse como una respetuosa visión del material original, al mismo tiempo que lo reinventa y lo adapta a los tiempos actuales. Y es que una cosa es el respeto, y otra muy distinta la fotocopia (1)↓. Por eso Snyder reproduce a grandes rasgos la película de Romero, pero no duda en alejarse de ella cuando conviene para no limitar el alcance del producto; distanciamiento que se produce a más niveles que el argumental (la secuencia inicial, sin ir más lejos, no estaba en la cinta de Romero aunque ambas compartan significado). Como ejemplo tenemos la manera en la que los dos cineastas usan la primera imagen de sus películas para avanzar lo que vendrá después. Lo primero que nos enseña Romero es una textura rugosa, de un rojo casi desagradable. Aún no sabemos lo que es, pero es obvio que la intención del director es la de crear un primer e instantáneo impacto en el espectador, que sabe que ha entrado al cine a ver una película de zombis pero no sabe qué es “eso” de color rojo. ¿Sangre? ¿Un zombi? ¿Algo peor? La duda no dura mucho porque enseguida se abre plano y descubrimos que no es otra cosa que una de las paredes del estudio de televisión en el que trabaja Francine, la protagonista. El color no es, por supuesto, una casualidad: la película que se abre con un rojo sangre deviene después todo un festival gore con algunas escenas tan explícitas que le merece la calificación “X” (2)↓ en Estados Unidos (cabe dejar claro, sin embargo, que vista hoy, en plena época Walking dead y con la distancia sideral entre lo que el público admitía en los años 70 y hoy en día, Zombi es bastante inofensiva y naif).
La primera imagen del remake de Snyder es igualmente premonitoria de lo que vendrá después. En este caso se trata de una polimórfica: primero, un fuego en un plano tan cerrado que parece que estemos dentro de la mismísima llama; luego surgen los rasgos de una calavera; y finalmente se transforma en una radiografía de un cerebro humano. En tan solo unos segundos, Snyder nos avanza que el infierno se va a desatar en la Tierra (el fuego); que ese infierno se va a encarnizar con los seres humanos en una masacre de proporciones bíblicas (la calavera); y que, en mitad de este caos dantesco, la protagonista que va a tener que aprender a sobrevivir, Ana, es una enfermera (de ahí la radiografía). De hecho, la referencia al infierno se hace explícita al poco de iniciarse el metraje cuando Snyder nos muestra en una televisión el discurso encendido de un televangelista que vocifera: “Cuando ya no quede sitio en el infierno, los muertos caminarán por la Tierra” (3)↓. Aunque Snyder, como Romero, usa la primera imagen de su película para vaticinar lo que viene luego, cambia tanto el motivo como el significado.
Lo mismo ocurre con la (ya) legendaria secuencia de apertura de Amanecer de los muertos. Recordemos los primeros compases de Zombi: el caos va tomando forma en el estudio de televisión, el cual intenta transmitir noticias de utilidad mientras el mundo se desmorona bajo la invasión de los zombis. Poco después aparecen los SWAT (dando a entender que la seguridad del individuo está comprometida, lo cual corroboramos con algunos planos aéreos desde el helicóptero que transporta a los protagonistas hasta el centro comercial). La intención de Romero aquí es ensanchar los límites del caos de su previa La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, 1968): si en aquella la acción se reducía prácticamente a la granja donde transcurre casi toda la película, con ocasionales referencias en off a lo que ocurre en el exterior, en esta secuela/remake (4)↓ el caos ya no se reduce a un universo pequeño como el de la granja, sino que se traslada a las ciudades y asola (suponemos) a toda la Humanidad.
En Amanecer de los muertos el caos se representa de manera infinitamente más violenta y brusca: Ana y su pareja, Luis, yacen dormidos en la cama cuando una niña del vecindario entra en su casa y le arranca a él medio cuello de un mordisco. Luis muere, pero en unos segundos se reanima transformado en un violento zombi sediento de sangre, y Ana, tras lograr escapar de su casa, sale a la calle para que la película nos enseñe realmente el caos: un pacífico barrio residencial está siendo arrasado literalmente por una plaga de muertos vivientes. En su huida, Ana nos permitirá ver de cerca más detalles de lo que sucede: gente desorientada por las calles, vehículos sin control, pánico, sangre, muertos. Objetivo cumplido: Snyder, igual que Romero, usa los primeros minutos para describir la caída de la humanidad bajo un ejército de zombis. Pero, como decíamos, muchas cosas han cambiado entre 1978 y 2004, y por eso el inicio de Snyder es muchísimo más gore, muchísimo más violento y muchísimo más trepidante.
Ya en esta primera secuencia Snyder revela una de las principales bazas que van a distanciar definitivamente su remake del original: los zombis corren, se revuelven como felinos enjaulados, son ágiles, rápidos, depredadores. De hecho, cuando Ana aparta a la vecina del cuello de Luis y la tira al suelo, la niña no se pone en pie de cualquier manera, sino que lo hace con un salto felino. Esto es una revolución importante, porque en Zombi, y que yo recuerde en la mayoría de las películas más importantes del subgénero que vinieron después hasta 28 días después (28 days later, Danny Boyle, 2002), los muertos vivientes no pueden correr, caminan despacio y con gesto torpe, casi sin flexibilidad en sus extremidades, lo cual incluso permite a los protagonistas pasar rápidamente entre ellos sin mayores complicaciones. Esto, visto hoy, genera un efecto más bien ridículo, Snyder lo sabe, y por eso decidió evitar esa iconografía convirtiendo a los muertos vivientes en verdaderos animales rabiosos, letales en su velocidad de respuesta y aterradores en su voraz apetito, en una decisión novedosa que ha tenido una más que evidente influencia en posteriores hits del género como [Rec] (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007) o la serie de televisión The Walking Dead (2010-).
Necesariamente, que los zombis se hayan convertido en atletas imprime a la película un movimiento que se traslada tanto al contenido del plano como al montaje. En los ataques, la cámara se mueve mucho y rápidamente, y los planos son breves, fugaces, furiosos, cortados a machete y a veces incluso borrosos. Snyder enseña, porque la película es indudablemente sangrienta, pero al mismo tiempo se muestra del todo inofensivo ya que, o bien la crudeza de las imágenes queda disimulada por el montaje sincopado, o bien rehúye la frontalidad cortando los planos en el momento más sanguinario, como ocurre por ejemplo cuando Kenneth dispara a la cabeza de Andy haciendo que esta explote: Snyder amputa este momento en un plano que no llega a durar ni siquiera un miserable segundo y en el que casi que tenemos que contentarnos con intuir la explosión.
En Amanecer de los muertos (y en Zombi), el centro comercial sustituye a la granja de La noche de los muertos vivientes de Romero como refugio no solo para el físico de los protagonistas, sino también para sus psiques. A diferencia de Romero, que rodó su magna ópera en blanco y negro y no tuvo la oportunidad de subrayar este aspecto convenientemente, Snyder aprovecha el color para dejar esto bien claro: en los pasillos del centro comercial hay una abundancia (saturación, diría yo) del color verde, de esperanza respecto al rojo oscuro que acecha en el exterior. Asimismo, llegado el momento de dormir, los protagonistas aprovechan las bondades de tener todo un centro comercial para ellos solos (y que algunas normas de conducta sociales habituales están en suspenso dada la situación) y se acomodan en las camas y sofás de una tienda de muebles. Aquí destacan los tonos cálidos, amables, que remiten a la seguridad de un hogar seguramente ya perdido para siempre, lo que confiere a la secuencia una extraña paz en mitad de un fresco tan violento.
Por otro lado, como ocurre a menudo en las películas de zombis, la carga social y política supone una aproximación válida a Amanecer de los muertos. Y no me refiero (aunque también) a la ya un poco sobada dicotomía entre la moralidad de los vivos y la inhumanidad de los muertos: los zombis matan, pero los vivos se entretienen (en una secuencia, por lo demás, muy divertida) disparándoles desde las azoteas en una especie de competición, lo que abre el debate sobre cuál de las dos especies humanas, los vivos o los muertos, es más cruel. Esto no pasa de un mero divertimento, pero en realidad pueden encontrarse en la película reflexiones de otro calado bien distinto porque, posiblemente de entre todos los subgéneros del terror, el de los zombis sea el que permite filtrar un mensaje de manera más simple: las plagas de zombis son causadas por la mala praxis humana en campos como la ecología o la investigación científica. Aunque no se explique el motivo por el que los muertos se levantan de sus tumbas, como es el caso de Amanecer de los muertos, la sola iconografía de los muertos caminando por la Tierra es de una fuerza visual tan brutal que acarrea interrogantes implícitos del mismo orden social. La pregunta, pues, no es por qué los muertos resucitan, sino qué hemos hecho mal para que ocurra algo tan contra natura. Son estos interrogantes clásicos a los que Snyder guarda respeto dejando que respiren a través de su remake: ¿por qué se han levantado los muertos de sus tumbas? ¿Por qué la especie humana es objeto de semejante Armagedón?
300: sangre, honor…, y más sangre
La (violenta) irrupción de 300 en el panorama cinematográfico mundial representa, de entrada, una bofetada con la mano bien abierta a George Lucas en lo que a uso y abuso de pantalla verde se refiere. Estrenada tan solo un año después que Star Wars Episodio III. La venganza de los Sith (Star Wars Episode III: Revenge of the Sith, 2005), Snyder parte de la misma idea técnica que Lucas –planificar casi el 100% del rodaje en estudio con decorados virtuales– pero recorre un camino totalmente diferente al utilizar los efectos digitales no como mero aparato efectista (que es el grave error cometido por Lucas) sino como su principal instrumento de trabajo para generar una atmósfera mística e irreal. Lo que en manos de Lucas es una herramienta de dudoso gusto visual y de escasa capacidad sugestiva, en las de Snyder es poco más o menos que un pincel con el que el director encuentra su camino artístico. Gracias a este uso intensivo de los efectos visuales generados por ordenador, 300 trasciende su condición de adaptación (por momentos mimética) del cómic original de Frank Miller y Lynn Varley para convertirse en una fascinante experiencia onírica.
No sabría decir si la película está más cerca de una puesta al día del género del péplum, de la adaptación del cómic que evidentemente es, o de una fantasía pesadillesca inspirada en hechos reales. Quizás estamos ante una brutal combinación de todo esto, un coctel sin forma definida agitado por este posmodernismo que, ya entrado el siglo XXI, ha invadido el cine mainstream y que difumina las fronteras de todo, especialmente las de los géneros. Que en 300 se mezcle con desparpajo una historia real ambientada en la antigua Grecia con elementos de estilo visual heredados de Matrix (Andy Wachowski, Lana Wachowski, 1999), y se permita encima intromisiones claramente fantastique (cf. el verdugo que decapita a sus víctimas con unos monstruosos brazos afilados, o el gigante ciclópeo liberado por los persas en una de las batallas con los espartanos), no debe escandalizar ya a nadie que esté en contacto con el cine del nuevo milenio, donde las referencias se cruzan sin atender a criterios de homogeneización, los géneros se truncan para dar paso a hibridaciones paralelas, y el clasicismo de Hollywood es ya una manera demodé de entender el hecho cinematográfico.
Tampoco las ingentes cantidades de sangre derramadas deberían a estas alturas molestar a mucha gente. Películas más sangrientas las hay, las ha habido y las habrá antes y después de 300, aunque no se le puede negar una brutalidad que emana no tanto de esta violencia tan gore sino más bien de los conceptos que la película pone de manifiesto: honor, guerra y valentía son llevados hasta sus últimas consecuencias por Leónidas y sus soldados, que no dudan en ofrecer sus cuerpos como sangriento sacrificio ante el ultrapoderoso ejército invasor de Jerjes.
Snyder acomete la adaptación del cómic intentando –vía efectos visuales– reproducir de manera fiel su caótica, insana y brutal atmósfera. Aquí, pues, la iniciativa del director queda más diluida que en Amanecer de los muertos, o si se quiere queda supeditada a un ejercicio de mimetismo muy similar al que Robert Rodríguez ejecutó con Sin City (2005), otra adaptación de Frank Miller estrenada tan solo un año antes y rodada de manera bastante similar, es decir, creando la mayor parte de decorados (allí incluso de personajes) a través de los efectos visuales generados por ordenador. El director, por ejemplo, no evita incluir en su película algunos diálogos directamente calcados del cómic, como por ejemplo el memorable “tonight we’ll have dinner in Hell” (“esta noche cenaremos en el infierno”) que Leónidas arenga a sus soldados justo antes de la batalla final en la que están todos destinados a perecer.
Snyder tampoco evita repetir elementos de puesta en escena concretos ya presentes en la novela gráfica, y copia encuadres e iluminación en algunos momentos fundamentales de la historia, como por ejemplo cuando los espartanos empujan a los persas al borde de un acantilado (imagen icónica que además fue usada en el póster de la película), o cuando la lanza de Leónidas desgarra la piel de la cara de Jerjes, cumpliendo así su propia profecía que anunciaba que “ese hombre que se creía un Dios” iba a sangrar “como un humano”. Afortunadamente, Snyder va mucho más allá de la simple traslación del dibujo a la imagen en movimiento y consigue apabullar al espectador con un impresionante fresco visual sacando partido de imágenes que, aunque presentes en el cómic, al dotarlas de movimiento adquieren una fuerza visual e icónica que superan en mucho las originales. En este sentido, es notable el dominio de la luz de la que hace gala el director para subrayar determinados momentos. O más que la luz, la ausencia de ella, como demuestra el bellísimo plano de las flechas persas tapando el sol y oscureciendo el cielo. También es destacable el uso de las sombras y la oscuridad en las dos apariciones que la reina Gorgo efectúa en el patio, la primera para acordar con un consejero leal su presencia ante el Consejo que gobierna la ciudad, la segunda para consumar su voluntario adulterio con el fin de conseguir que Theron, un influyente miembro del Consejo, apoye su petición de enviar tropas a ayudar a su esposo, Leónidas. En ambas ocasiones, Gorgo aparece rodeada de penumbra, subrayando si cabe el carácter más o menos ilícito de las acciones que efectúa: primero manejando los hilos de la retaguardia de la política cuando habla con el consejero leal, y después cuando se da cuenta de que puede utilizar su cuerpo como moneda de cambio para que Theron influya en el Consejo.
A nivel visual es ciertamente complicado separar el trabajo de Snyder, el del equipo de efectos especiales visuales, y el del director de fotografía, Larry Fong, pues todos ellos son cruciales a la hora de visualizar las poderosas imágenes que ofrece la película. En lo que es sin duda el acierto más atractivo de 300, el rodaje casi íntegro en estudio permite que la película se empape de una ambientación a medio camino entre la fantasía onírica y el relato histórico: lo que nos cuenta el filme ocurrió (obviamente hay licencias, aunque menos de las que pueda parecer por el tono fantástico del relato), pero se nos cuenta como una historia mitológica, al borde de lo increíble. Es en este punto de fábula donde las imágenes adquieren un protagonismo estridente pero mágico, puesto que hay una absoluta libertad a la hora de componer y de imaginar paisajes, sin miedo a que el resultado sea inverosímil. De esta ausencia total de cortapisas surgen momentos de una belleza incuestionable, como por ejemplo los planos del cielo quemado por el sol, que remiten instantáneamente a la obra de Joseph Mallord William Turner, a quien Snyder cita descaradamente no solo en estos planos diurnos sino también en el momento nocturno en que nos enseña los estragos que sobre la armada persa ocasiona una tormenta; la sensación de tragedia en la mar es muy similar a la que Turner, en una estampa mucho menos violenta pero también desasosegante, nos muestra en “Barcos holandeses en una galerna”, o en el este sí más explícito “Naufragio de un carguero”. En realidad, la película está plagada de planos tan artificiales en sus colores que casi parecen lienzos, como la espectacular imagen de Leónidas y sus soldados yaciendo muertos en el campo de batalla, en la que es difícil distinguir si estamos ante una imagen captada por una cámara de cine o ante un elaborado dibujo que recuerda, por el caos, la muerte y los cuerpos amontonados, al infierno que imaginó El Bosco en “El jardín de las delicias”.
Watchmen: la vulnerabilidad (moral) del superhéroe
La verdad es que vista hoy, con la perspectiva que dan los cuatro años que han pasado desde su estreno en 2009, resulta bastante obvio por qué Watchmen no se convirtió en el inmenso terremoto de taquilla para el que había sido concebida. Y es que sorprende, tratándose de un material llamado a ser masivo, el alto grado discursivo que presenta la narración en detrimento de los momentos más espectaculares. No es que estemos precisamente ante una película de diálogos farragosos e interminables, pero en una película de 162 minutos, en la que el centro de gravedad se sostiene sobre los dilemas morales y personales de sus protagonistas y no sobre las set pieces de acción, no es de extrañar el halo de decepción que flotó en su recibimiento popular en su estreno. Para entendernos, Watchmen sería el reverso exacto de todas las adaptaciones de cómics de Marvel que han inundado los cines en los últimos años -con la única excepción de la franquicia iniciada con X-Men (Bryan Singer, 2000)-, donde el planteamiento pasa por el diseño de secuencias de acción espectaculares regadas con un (liviano) desarrollo del pathos de los superhéroes adaptados.
Watchmen es la película en la que Snyder, sin duda, intentó hacer trizas la etiqueta que muchos le habían colgado de “director de efectos visuales” a raíz del éxito de 300. Y sin embargo no son dos películas tan necesariamente opuestas como cabría suponer a primera vista. Es cierto que la cámara en Watchmen no se mueve mucho y la composición deja que el formato panorámico respire, al ubicar a los personajes en el plano de manera equilibrada y equidistante. Pero algo de esto también estaba –en contra de la percepción mayoritaria que se tiene de ella– en 300. Una revisión atenta basta para darse cuenta de la abundancia de planos de talla grande, plantados en trípode, y de movimientos de cámara suaves y sedosos que realzan los bellos paisajes digitales. Algo de esto volvemos a encontrar en Watchmen, donde Snyder demuestra una elegancia exquisita en el montaje y en la composición de planos. Las imágenes tienen el tamaño adecuado para que el espectador entienda su contenido, los movimientos son cuidadosos y lentos, permiten en todo momento saborear lo que se nos muestra sin prisas. También la marca de la casa, los ralentíes, hermana a 300 y a Watchmen: son usados con profusión en ambas películas, especialmente en secuencias de acción como la caída del Comediante desde su apartamento rompiendo la vidriera en un bellísimo plano que nos lleva sin interrupciones desde el interior del apartamento hasta el vacío por el cual se precipita el personaje, o el ataque de los SWAT a la casa de Moloch en la que han tendido una trampa a Rorschach.
Podríamos decir que lo que es un estilo apenas esbozado en 300 se manifiesta plenamente en Watchmen, película de consolidación estilística para Snyder a partir de la cual es plausible establecer concomitancias relevantes a nivel artístico (5)↓. Y estas concomitancias pasan, principalmente, por una estilización de la imagen visual, una narración elegante que roza el clasicismo, las secuencias presentadas a cámara lenta, y el uso predominante de efectos digitales no como pirotecnia sino como herramienta de estilo de la que se sirve el director para dotar a la presentación visual de un aire irreal. En Watchmen hay de (casi) todo esto en dosis bastante generosas (6)↓. Un vistazo cuidadoso a la secuencia inicial de la pelea del Comediante con el que será su asesino nos revela algunos de estos signos: los planos son de una duración poco habitual en el cine mainstream de hoy en día, la cámara predominantemente se está quieta y son los dos actores los que se mueven dentro del plano, las tallas son medias o incluso generales, y Snyder la monta sin prisas, atendiendo incluso a detalles en principio no esenciales (como esa gota de sangre que cae sobre la chapa smiley de color amarillo que el Comediante lleva en la solapa del pijama, un plano detalle largo de varios segundos insertado en mitad de la refriega, y que a ningún otro director se le habría ocurrido colocar precisamente ahí). En otro momento, hacia el final, la segunda Espectro de Seda dispara a Ozymandias y este agarra la bala mientras rueda escaleras abajo. Snyder nos enseña esta caída con tres planos: uno general primero (y no uno cerrado donde solo se vea al personaje rodar, como haría seguramente otro director menos clásico), otro un poco más cerrado pero en el que aún conserva la escalera como punto de referencia, y por último con un picado cenital en el que queda clara la colocación de cada personaje en el decorado.
Es una lástima que Watchmen haya quedado enterrada entre los éxitos de aquella temporada y esa cierta decepción popular de la que hablábamos antes, puesto que se inscribe sin titubeos en una aproximación más o menos novedosa al universo de los superhéroes que abandona el ideal monolíticamente bondadoso para presentarlos con un lado oscuro, capaces de actos humanamente reprobables. Este desmontaje de la arquitectura clásica del superhéroe es compartido con un par de excelentes películas de 2010: Kick-Ass. Listo para machacar (Kick-Ass, Matthew Vaughn) y Super (James Gunn). Aunque en estas se opta más por la vía del humor expeditivo y radical (sobre todo en la primera), es llamativa la presencia de estas aproximaciones a un universo que hasta no hace mucho era canónico y se representaba sin estridencias, un cambio de percepción en el que tiene mucho que ver (cómo no) la apuesta de Christopher Nolan con su relectura del mito de Batman, de consecuencias drásticas no tan solo para el mito sino para el mismo género de los superhéroes (basta ver lo mucho que han intentado imitar su tono las posteriores incursiones en el género…, sin conseguirlo casi nunca).
En Watchmen, este cuestionamiento ya se halla implícito en la misma palabra superhéroe, puesto que, aunque los personajes protagonistas son llamados así, ninguno de ellos a excepción del Dr. Manhattan tiene superpoderes, sino que son personas corrientes enmascaradas. También se puede olfatear este decalaje con los cánones del género en el vestuario de los héroes, que va desde lo hortera en la segunda Espectro de Seda hasta lo definitivamente ridículo en el Comediante y el segundo Nite Owl, pasando por la vulgaridad de Ozymandias y llegando hasta la estética terrorífica de Rorschach, ciertamente inapropiada para un superhéroe que dedica su vida a servir a los demás. No hay nada de glamuroso en estos trajes, no hay nada de fascinante ni de utilidad en ellos, son caricaturas controladas –no grotescas– que trabajan en segundo plano aportando esta información extra al espectador: no hay respeto por los superhéroes. Los enmascarados son más bien aquí unos marginados de la sociedad que no conectan con las masas. Esta separación entre el héroe y la sociedad a la que sirve tiene su máximo exponente en el personaje del Dr. Manhattan, el único de los vigilantes con superpoderes que es una especie de versión de gimnasio ultraexagerada de lo que era en su etapa humana, con un cuerpo de color azul (frialdad) capaz de cambiar de tamaño a voluntad y de duplicarse a sí mismo de manera simultánea. El Dr. Manhattan tiene una manera muy peculiar e irritante de hablar, siempre usando el mismo tono y apoyando todo su discurso verbal únicamente en la lógica, desprovisto de cualquier atisbo de humanidad, lo que claramente dificulta la empatía con el personaje.
La ruptura con los cánones del género se manifiesta crudamente en el argumento. Lejos de un Supermán admirado por la humanidad en bloque, lejos de un Capitán América que formalice las virtudes del patriota americano, lejos de un Iron Man chistosillo pero al fin y al cabo totalmente noble en sus acciones, la acción de Watchmen transcurre (principalmente) en una ucronía -un 1985 en el que Nixon es aún presidente- en la que el pueblo ha acabado cansándose de los enmascarados que tanto han hecho por la patria (gracias a ellos Estados Unidos ganó la guerra de Vietnam); el gobierno, en un gesto traicionero, acaba prohibiendo su presencia en la esfera pública, relegando a estos personajes a una vida o “normalizada” en el seno de la sociedad o semiclandestina en sus límites, cuando no directamente marginal.
La fractura con el modo de representación hegemónico de los superhéroes alcanza su cenit con el terrible final de la historia, en el que Veidt es capaz de provocar la muerte de millones de estadounidenses con el objetivo de acabar con la Guerra Fría. El acto es diabólico y convierte en villano a uno de los supuestos héroes, pero de él emana una lógica irrefutable que plantea la demoledora conclusión: el superhéroe no tiene límites (morales, éticos, humanitarios) a la hora de alcanzar sus objetivos. Con este final, Watchmen anula de un plumazo la concepción clásica del superhéroe, envuelta en un halo de inmaculada bondad, y nos adentra en un territorio oscuro e inquietante donde el superhéroe deviene un tétrico, sombrío reflejo de la propia condición humana.
Sucker Punch: imaginando la realidad
Desde el punto de vista autoral, Sucker Punch es hasta el día de hoy la película más importante en la filmografía de Zack Snyder ya que es la única en la que el director ha escrito el guión partiendo de una idea propia (7)↓. Por lo tanto, deberíamos otorgarle una especial atención puesto que, sin duda, permite conceptualizar y acotar las claves artísticas que rigen la hasta el momento breve filmografía de Snyder.
Atendiendo, pues, a esta particularidad, Sucker Punch se revela desde el mismo inicio como una apuesta cinematográfica absorbente, cuidadosa en los detalles, formalmente preciosista. La secuencia de apertura es casi un catálogo de algunas de las constantes de Snyder: Babydoll, la joven protagonista, intenta escapar de la enfermiza opresión ejercida por su padrastro disparándole, pero accidentalmente la bala acaba matando a su hermana pequeña, con quien pretendía huir de casa. Presentada casi en su totalidad a cámara lenta (herramienta de estilo que, como hemos dicho, el director usa de forma compulsiva), prescinde totalmente de cualquier diálogo y nos revela la importancia que Snyder otorga a lo visual por encima de lo hablado, ya que el director es capaz de orquestar sin una sola línea de diálogo toda una secuencia emocionalmente impactante. El único apoyo no visual del que se sirve Snyder es la tremenda versión del Sweet dreams (Are made of this) interpretada por la actriz protagonista, Emily Browning, versión que cuenta con el inconfundible sello musical de Marius De Vries, uno de los genios detrás de la concepción musical de las canciones de Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001). No en vano, Sucker Punch guarda algún rasgo en común con ella, como es el uso de la música como herramienta narrativa, especialmente la diegética (los números musicales en la película de Luhrmann, la interpretación musical de Love is the drug aquí); o el empezar con un telón teatral abriéndose, sugiriendo (en el caso de Sucker Punch) que lo que vamos a ver no es más que una representación de la realidad.
La imagen, pues, es el indiscutible eje de transmisión de la secuencia: planos sostenidos en el tiempo; movimientos suaves de cámara; ángulos detallistas que destacan los elementos que Snyder quiere potenciar (al igual que el plano de la chapa amarilla de Watchmen, hay en esta secuencia otro plano particularmente hermoso: a ras de suelo, vemos la huida de Babydoll sin apenas verla a ella, ya que el foco está en la pistola que cae al suelo); tallas de plano medias y grandes que permiten en todo momento ver lo que está pasando; un montaje elegante, no moroso pero sí respetuoso con un tempo fílmico que no es desasosegante ni apelotonado; y una puesta en escena con cierta tendencia al barroquismo (los relámpagos y la lluvia persiguen a los protagonistas durante toda la secuencia, las reacciones emocionales –como el momento en que el padrastro descubre que la madre de Babydoll ha legado toda su herencia a sus dos hijas– son exageradas, o la mansión de aspecto decimonónico en que viven). Este breve catálogo estilístico (la secuencia apenas supera los cuatro minutos de duración) demuestra de manera bastante vehemente que el cine de Snyder se acerca más de lo que muchos están dispuestos a admitir a una determinada concepción clásica del hecho cinematográfico, concepción fundamentada en armar un dispositivo basado en la transparencia expositiva antes que en el bombardeo de estímulos visuales y sonoros.
Tras este brillante arranque, Sucker Punch, lejos de desinflarse, alza el vuelo llevando su apuesta narrativa y visual a unos límites fascinantes y, de paso, resolviendo la incógnita de lo que realmente le importa a Snyder, con lo que cohesiona la práctica totalidad de su discurso cinematográfico hasta el momento. Porque nada más Babydoll entra en el sanatorio mental, la realidad desaparece de los ojos de la chica en primer plano, mientras detrás de ella el malvado padre y el no menos diabólico enfermero Blue Jones planean su lobotomía clandestina. Será la última vez que estemos en la “realidad” hasta el final de la película, puesto que en ese instante el padrastro aparece convertido en un sacerdote, el mugriento sanatorio se ha convertido en una especie de burdel y a Blue Jones le ha crecido un bigote. Son las pistas que nos guían al interior de una fantasía de, aparentemente, Babydoll, una realidad alternativa en la que se va a desarrollar casi todo el resto de la película.
El motivo por el que Snyder decide contarnos una historia que nunca sucede excepto en la imaginación de uno de los personajes es lo que ha movido toda su filmografía: la realidad es un lugar absurdo y gris en el que vivir, y la imaginación de realidades alternativas es de lejos mucho más excitante. Ojo: en Snyder la clave no reside en la recreación de mundos que no existen, sino en alterar el nuestro, tunearlo para que sea al mismo tiempo reconocible e imposible. Amanecer de los muertos, sin duda la más realista de las películas de Snyder, nos presenta una realidad manipulada por la presencia de los zombis que han invadido Estados Unidos (y posiblemente el mundo entero). 300 se desarrolla en escenarios que existen en la realidad (Grecia, el paso de las Termopilas), pero de nuevo son manipulados (digitalmente) por Snyder para crear una realidad onírica, plásticamente surrealista. El mundo en el que acontece Watchmen es otra realidad paralela, una América en la que los superhéroes han cambiado el curso de la historia.
En el caso de Sucker Punch, la fantasía no lo es tanto desde el mismo momento en el que estamos ante una representación voluntariamente idealizada de la realidad: el desagradable internado deviene una especie de burdel no mucho más glamuroso pero desde luego menos inquietante; el bigote en Blue Jones suaviza la maldad del personaje y le dota de cierta elegancia retro; los peinados y los trajes son más sofisticados. No es un mundo paralelo, no es estrictamente una fantasía, es una reimaginación de la realidad, una modificación al gusto de aquello –de todo– que a la protagonista no le gusta de su realidad, lo que nos lleva a la misma conclusión: a Snyder no le interesa crear una verdad, le interesa reimaginarla, descomponerla para volver a ensamblarla añadiendo cosas que no estaban allí antes de su descomposición. La realidad para Snyder es un mero punto de partida a partir del cual estructurar un discurso que la supere y vaya mucho más allá: existe un paralelismo, como descubrimos al final de la película, entre los hechos que ocurren en la fantasía imaginada y lo que realmente ocurre mientras tanto en el internado. Lo que pasa es que como a Snyder le importa poco la realidad, nunca nos explica exactamente cómo sucedieron las cosas y solo sabemos cómo las ha imaginado la protagonista.
En una genialidad aún más osada de Snyder, todavía nos queda un último nivel de percepción (8)↓: los eróticos bailes de Babydoll que mantienen a todo el mundo absorto. Una vez más, en ningún momento de la película vamos a verlos, puesto que cada vez que la chica se prepara para ejecutarlos se adentra en otro nivel de realidad, en una fantasía hiperviolenta en la que debe luchar en escenarios como el Japón feudal o las trincheras de la Primera Guerra Mundial contra criaturas surgidas del averno o contra un ejército de soldados zombis. Este subnivel en la narración representa también una ruptura evidente con la manera de rodar de Snyder: es en algunos momentos de estas misiones con inequívoco acento de videojuego donde el cineasta rompe su clasicismo y abandona las formas, la cámara encuadra con nervio y sin dejar de moverse, el montaje se acelera, las peleas son demasiado veloces y al moverse tanto el plano como los actores la confusión es a veces demasiado ininteligible.
Y al final, Snyder nos sacude con un truco magistral: la reimaginación de la realidad, que creíamos estaba en la cabeza de Babydoll, en realidad estaba en la de su amiga Sweet Pea. La turbadora verdad se nos revela por una vez mediante el diálogo (“esta historia nunca ha sido mía, es tuya”, le espeta Babydoll a Sweet Pea), llevando Sucker Punch a un angustioso final: Sweet Pea escapa pero Babydoll acaba lobotomizada. El truco, pues, no sirve para vehicular un happy end al uso, sino para deslizar uno mucho más ambiguo que exalta definitivamente el poder de la imaginación, la cuestión de fondo que vertebra toda la película: la fantasía de Sweet Pea condena a Babydoll pero al mismo tiempo, de alguna manera, consigue proteger a la chica de la lobotomía, tal y como sugiere ese último plano sobre su rostro radiante, luminoso y en profunda paz consigo misma.
De esta manera, Snyder concluye su película regalándonos un mensaje hermoso, estremecedor, que es, finalmente, el que convierte Sucker Punch en una obra maestra de lirismo arrebatador; la película fundamental de Snyder, la que posiblemente nunca sea capaz de superar, y la que sintetiza mejor el discurso del director: el ser humano no puede limitarse a ver el mundo a través de sus sentidos, es necesaria una mirada alucinada más allá de la percepción sensorial para dar forma a nuestra realidad, para moldearla a nuestro antojo y movernos entre sus grietas, para superar los retos y contratiempos que la vida nos pone en el camino. Y esa mirada la llevamos dentro cada uno de nosotros: es la facultad de imaginar, nuestra arma más poderosa.
(1)↑ que se lo digan a Bryan Singer, que con Supermán returns (El regreso) (2006) no supo trascender la admiración por la cinta original de Richard Donner y solo alcanzó a moldear un homenaje absurdo en su agónica necesidad de parecerse al modelo que imitaba.
(2)↑ ante semejante calificación de la MPAA, Romero y los productores decidieron estrenar Zombi sin calificar, y la verdad es que no les fue nada mal: sobre un presupuesto aproximado de un millón y medio de dólares, la película recaudó algo más de cinco millones
(3)↑ el discurso previo a esa sentencia no tiene desperdicio, ya que el pastor justifica la plaga zombi en un durísimo speech neocon donde la culpa de que los muertos hayan vuelto a la vida la tienen los abortos o las relaciones homosexuales. Se trata de un divertido cameo de Ken Foree, que en la película original de Romero interpretaba a Peter, uno de los protagonistas.
(4)↑ la verdad es que nunca me ha quedado claro exactamente qué es Zombi respecto a La noche de los muertos vivientes. Podría ser una (tardía) secuela en la que se nos narra qué es lo que sucedía en el mundo mientras los protagonistas de la primera película libraban su particular batalla en la granja. Pero hay suficientes elementos como para que pueda considerarse también un remake: los diez años que median entre ambas películas, la diferencia de estilo y de medios (color, efectos especiales), el que no haya referencia alguna a los hechos narrados en la primera película y que los personajes protagonistas no tengan nada que ver, y la similitud argumental entre ambas.
(5)↑ en esta supuesta unidad de estilo, la película que queda evidentemente más descolgada sería Amanecer de los muertos, para nada una película defectuosa, pero desde luego sí que difícil de encajar en el corpus snyderiano atendiendo a la ausencia de rasgos que, como la cámara lenta, han caracterizado luego de manera evidente su obra.
(6)↑ la duración, 162 minutos, así lo permite, no digamos ya si nos adentramos en el director’s cut de 186 minutos o si nos sumergimos directamente en el magno ultimate cut de nada menos que 215 minutos de duración, montaje este último que es el que recomiendo encarecidamente a cualquiera que aún no haya visto la película: tal y como ocurría con la versión estrenada en cines y el posterior montaje del director de Abyss (The abyss, 1989, James Cameron), el metraje adicional no hace otra cosa que beneficiar al conjunto, atando los cabos sueltos del montaje estrenado en salas y dotando al conjunto de una ambición que ya estaba presente en el primer montaje pero que quedaba cercenada y, por lo tanto, lastraba un poco el resultado final.
(7)↑ no es, sin embargo, la única ocasión en la que Snyder se ha implicado en la escritura del guión de sus películas, ya que también lo hizo en 300 y en Tales of the Black Freighter.
(8)↑ ignoro si Snyder estaba enterado de los flecos argumentales de Origen (Inception, Christopher Nolan, 2010), la desbordante fantasía estrenada solo un año antes que Sucker Punch, pero, aunque de manera más velada, es obvio que guarda cierta relación con su estructura de capas de realidad (onírica, pero realidad al fin y al cabo) que van apareciendo una debajo de la otra a medida que los protagonistas van descendiendo los distintos niveles del sueño. Casualidad o no, los dos genios han coincidido por fin en la nueva y esperada adaptación de Supermán, El hombre de acero, Snyder como director y Nolan como productor y coguionista.