Après Mai
Après le 15 Mai
Viendo una película de Jean-Pierre Melville me di cuenta de que había estado equivocado. Durante mucho tiempo creí que el cine de hoy y el de la década de los 70 estaban plenamente atados por un lazo ideológico: el que deja, después del fracaso de un tiempo y un arrebato de la ideología, la conciencia destruida. Y puede ser verdad que, a través de la elipsis de las dos décadas y media de hipercapitalismo y globalización, nuestra forma de pensar encuentre algunas cosas de aquel tiempo en un efecto de supervivencias, pero el cisma en las imágenes es tremendo. Donde el mayo del 68 catalizaba la destrucción de las ideologías, el de 2011 cataliza la destrucción de su herencia física, su sistematización.
Tendría que haber sabido leer las evidencias la primera vez que vi Après mai (Olivier Assayas, 2012), pero estaba demasiado ocupado alimentando mi teoría, según la cual Assayas actuaba en un cruce de tiempos que tenía que ver con el propio Melville destruyendo el género al descomponer sus espacios y ceder a sus tiempos, con lo que Rohmer recupera de Renoir al enfrentar brutalmente el espacio con las figuras, y sobre todo con la forma en que Cassavetes se enredaba con el movimiento de sus personajes para alcanzar en la carne lo que ya era imposible encontrar en las ideas.
La película en cuestión era Crónica negra (Un flic, 1972). En ella hay dos escenas representativas de lo que quiero decir, y que definen los tres grandes bloques de la película: aquel en que se desarrolla la historia de los ladrones, aquel en que esta historia queda fatalmente ligada con la del policía que interpreta Alain Delon, y una última en que la historia se pliega sobre su imposibilidad y no sabe resolverse. En cualquier caso, las charnelas de estos bloques son dos secuencias en un bar en las que se producen sendos cruces de miradas entre los personajes de Delon, Catherine Deneuve y Richard Crenna. Son cruces de miradas que enlazan con un viejo gusto del cine por encontrar en la relación entre rostros gesticulando la evidencia de los lazos subterráneos que atan las imágenes: aquellas energías que, sin hacerse todavía explícitas, están destinadas a marcar los destinos de los personajes.
En Melville, el desencanto del 68 ya se ha hecho con las imágenes. Cuando Delon y Deneuve se observan en plano-contraplano y sus gestos mutan en un largo aspaviento, estamos asistiendo a la descomposición de esa forma de relación entre las imágenes. Todo lo demás en la película se centra en destruir el género haciendo que las acciones de los personajes duren un tiempo irracional y estén vacías de emoción. La decepción de un tiempo se refleja de esta forma: haciendo imposible que las imágenes triunfen, arrebatándoles su capacidad de ser puras y llenándolas de interferencias. Al fin y al cabo, la trascendencia de ese cruce de miradas que hubiera sido estructural en un Lang o en un Renoir, nunca termina por resolverse de forma convincente en la película. Encuentro en la deconstrucción del género de gánsteres de Melville, pero sobre todo en esa relación entre la cámara y la sustancia que centra, una forma de desilusión. Solo a través de la desilusión puedo entender la forma en que la historia parece ir a ser y luego se demuestra imposible más allá de la recurrencia a las figuras que la transitan, y cuya forma de operar sobre el cuadro, obsesiva y desatada, hace que la película termine por solucionarse de manera irracional, a base de arrebatos.
También nuestro cine aparece profundamente marcado por la descomposición de la narrativa del género a través del movimiento de la sustancia que le da forma. Arrasadas las hipernarrativas de los 90, la figura vuelve a ser el elemento central de nuestro cine. En este sentido, Assayas encabeza una forma de entender la relación entre la narrativa y la sustancia que le da forma muy particular. Lejos de la manera en que la cámara al hombro se empezó a usar para acercarse a una dudosa forma de hiperrealidad, su cámara se mueve sin parar, persiguiendo el movimiento de las figuras pero sin dejarlas ir con una intención bastante cruel: si la principal característica de su cine es que los personajes están sometidos a un persistente cambio espacial a nivel global (casi todas sus películas se desarrollan en varios países, con personajes de varias nacionalidades y con importantes elipsis que desestructuran la narración) al pegar la cámara a los cuerpos está definiendo el tremendo contraste entre el mundo globalizado y la carne particular que lo recorre. Espacio y tiempo aparecen sometidos a graves embates que les hacen perder el sentido como referenciales, y la linealidad necesaria para una narración coherente se demuestra imposible. Sus películas terminan por no hablar de nada claro o de demasiadas cosas como para precisarlas, y al final solo pueden entenderse en la forma en que un personaje ocupa un espacio determinado en un instante preciso.
Esta forma de destrozar la narración hasta que apenas quedan imágenes sueltas que orbitan alrededor de la sustancia encuadrada, se ha ido radicalizando en su cine desde Los destinos sentimentales (Les destinées sentimentales, 2000) y sobre todo a partir de Demonlover (2002), una pieza cuyo significado es muy difícil descifrar, pero que contiene una profunda reflexión sobre la virtualización de la carne. Desde entonces sus películas se han hecho cada vez más oscuras y enrevesadas, y han ido desterrando la sustancia que las compone de forma deliberada: allí los cuerpos se han perdido (Boarding gate, 2007), allí los objetos y las obras de arte han perdido su función (Las horas del verano (L’heure d’éte, 2008)), allí el mito encarnado no tiene sentido (Carlos, 2010), hasta llegar a la que solo puede ser la película más representativa de toda su filmografía: Après mai, donde se han establecido relaciones tan complejas entre los personajes, el espacio que recorren y los tiempos que fuerzan, que no solo se demuestra irresoluble la red de significados, sino también la propia jerarquía de los personajes que traen historias, y que pasan, a lo largo de la película, del primer plano de importancia a su desaparición una y otra vez. Nada parece importar realmente: ni los viajes que emprenden, ni la razón de sus fugas, ni la relación entre ellos, ni la forma en que reflexionan sobre su propia significación. Apenas son un cúmulo de imágenes que luchan por sobrevivir en la pantalla.
Es significativo que igual que ocurría en Crónica negra, Après mai se desarrolle como un tropel de imágenes que orbitan en torno a dos secuencias: aquella en que los chavales hacen la incursión nocturna en un instituto para pintar grafitis y colgar carteles, y la otra de la larga fiesta en que Gilles (el chaval protagonista) se reencuentra con Christine (su antiguo amor). Sería conveniente, para entender el profundo aspecto material de estas secuencia, explicar cómo las dos están marcadas por la presencia de un elemento físico de gran potencia: el silencio en la primera y el fuego en la segunda; pero quiero centrarme aquí en el movimiento. Porque ya he dicho que más allá de estas dos secuencias donde lo material es todavía asible, la película es casi imposible de resumir y hay una proliferación tal de huidas, de elipsis temporales y espaciales, de efectos de recurrencia y recuperación de personajes que se han desprendido del endeble hilo de la narración, que el movimiento es la única variable que puede darnos una pista sobre las intenciones de Assayas.
En los dos largos cruces de miradas del bar de Crónica negra se producía un efecto particular, quizás a través del cual cobran su importancia: si la generalidad de la película estaba filmada en planos amplios que centraban el paso de los personajes por el cuadro y la inflada temporalidad de sus acciones, en estas secuencias la cámara centraba los rostros, despegándose del espacio y del tiempo para dejar solo lo que un gesto puede transmitir. Se desdoblaba, de esta forma, la otra vida de las imágenes: la que queda donde la narrativa se diluye y solo sobrevive una relación del rostro y la cámara, desvelando el instante en que todo lo que puede contar una película es insignificante ante la presión de las figuras que la recorren.
En la secuencia del asalto al instituto de Après mai, se ha producido un efecto que por semejante demuestra el largo salto entre ambas películas: aquí todo lo que en Assayas es profusión de ideas políticas, reflexiones sobre el arte y la desestructuración generacional se ha disipado, y de nuevo vuelve a quedar solo la acción de los cuerpos sobre el cuadro que los enmarca. Los adolescentes saltan una verja y corren por los alrededores del edificio, danzando, encaramándose, pintando mensajes en las paredes y pegando carteles, envueltos en un silencio antinatural. Como en Crónica negra, todo lo que antes eran ideas ha tenido que ceder ante la presión de la sustancia, demostrándose inútil porque el ataque activa las imágenes puras, que no pueden establecer teorías porque están sobreviviendo.
Y sin embargo, ahora me doy cuenta de que no puede haber películas más distintas. Crónica negra es expresiva de un tiempo de derrumbe ideológico, y pone en escena el tremendo desarraigo de una ideología que ya no podía servir para representar nada, y por eso era vital la victoria de los rostros. De esa forma, Melville, desesperado, ofrecía un escape virtual a su cine, otorgándonos al menos la posibilidad de un gesto. Assayas no hace esto; lo que hace es muy diferente. Su cámara al hombro perseguía a los cuerpos en movimiento y así parecía ir encontrándolos (todavía vivos, posibles) en espacios y tiempos siempre desplazados. Pero hay un instante en Après mai que desvela por fin lo macabro de su juego. Son apenas dos segundos de metraje en la secuencia del asalto al instituto, y sin embargo creo que ya puedo reconocerlos como los más importantes a los que haya podido asistir en una película de mi tiempo:
Envueltos en el silencio, los chavales protagonistas han saltado la verja y entrado en los terrenos del instituto; en este momento la cámara ha ido subiendo y bajando, acompañando a cada cuerpo que escalaba el metal y cruzaba al otro lado. Después los vemos correr entre los árboles; la cámara sigue la fila que avanza hacia el edificio donde van a pintar sus grafitis. Entonces uno de ellos se quita la mochila que lleva colgada a la espalda, saca varios botes de pintura y los tira en el suelo. En tropel, los chavales van cogiendo los botes y saliendo de cuadro, disparados hacia el edificio. En este momento la cámara quiere capturarlo todo: intenta acompañar a los que se agachan a recoger un bote y al tiempo intenta también acompañar a los que ya han echado a correr. Se vuelve loca: es incapaz de centrar un elemento y por un instante se mueve tan deprisa de un lado a otro que la imagen se emborrona y no se puede ver nada. Aquí las ideas no pueden afirmarse, pero la carne tampoco.
El flujo de ideas de Après mai es una farsa porque está condenado a desaparecer en el movimiento. Nada permanece estático y por lo tanto nada es definible. Creo que aquí reside la importancia capital de la película en nuestro tiempo. Es posible que el camino que Assayas ha emprendido, limando sus propias narraciones para que parezcan ajenas a cualquier arrebato de pasión, tan frías, y al tiempo descomponiéndolas en idas y venidas interminables, acabe por ser demasiado doloroso incluso para él mismo. De seguir así, pronto hará una película donde nada va a ser reconocible, porque el desplazamiento espacio-temporal continuo que dejaba perdidos a sus personajes ya estaba, pero ahora los personajes han empezado también a desaparecer. Esta vez son apenas dos segundos, pero el peligro de un desplazamiento constante ya es evidente: no vamos a poder verlas; todo va a estar borroso.
Al menos a Melville, frente a la imposibilidad de hacer una película de género, le quedaba el consuelo de fijar los rostros. Estos rostros estaban todavía llenos de profundas violencias que llenaban el cuadro de intensidad. Porque ya he dicho que aquella decepción de los 70 era ideológica, y podía dar salida a su dolor en la carne. La decepción de nuestro tiempo es material, está centrada en el sistema y no en la ideología que lo significa. Después del 15M solo queda un grupo de figuras tan grande y tan desordenado que la cámara intenta controlarlo y no puede.