Los violentos años veinte

Y el mundo ruge

 

Un cineasta imprescindible

En 2014 se cumplen nada menos que 75 años desde que Raoul Walsh rodó Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939), y, pese a todo, es improbable que el aniversario de este excepcional filme adquiera la trascendencia que acompaña habitualmente a las celebraciones de otras películas, igual de importantes en términos de calidad cinematográfica, pero considerablemente más asentadas en el imaginario popular, como ocurre con Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927), Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959), Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), o Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960).

Los violentos años veinte no deviene tan solo un referente ineludible para el cine negro clásico, sino que sus imágenes han dejado reiteradamente su huella en cintas de cineastas posteriores. Veamos: la influencia de los continuos movimientos de cámara, funcionales narrativamente en primer lugar, pero también enérgicos y dinámicos, integrados de forma orgánica y sin aspavientos manieristas en el supuesto estilo invisible del cineasta; una decidida apuesta por la brevedad y concisión de las secuencias y por la fluidez narrativa, que dotan al filme de una imparable inercia desde el principio hasta el final de su metraje. Estos rasgos no son nada difíciles de rastrear en obras fundamentales del cine contemporáneo, como por ejemplo la magnífica Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) de Martin Scorsese, cineasta con una huella muy identificable.

Violentos-Veinte-1

Esa impregnación general de un estilo invisible en las imágenes de un cineasta con un estilo plenamente reconocible no impide captar más elementos de la cinta de Walsh en otros filmes, del propio Scorsese o de otros cineastas: el reencuentro en un taxi de Travis Bickle (Robert De Niro) con Betsy (Cybill Shepherd) en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) parece homenajear —incluso en su sentido dramático— al que, también en el interior de un taxi, tiene lugar entre Eddie Bartlett (James Cagney) y Jean Sherman (Priscilla Lane) en Los violentos años veinte. Aparte, Travis y Eddie comparten profesión y circunstancias: ambos se dedican al taxi justo después de regresar de una experiencia bélica (Vietnam y la Primera Guerra Mundial, respectivamente); el primero sufre de insomnio a consecuencia de los traumas de la guerra, por esa razón intentará vivir de noche conduciendo un taxi, mientras que el segundo es incapaz de encontrar otro tipo de trabajo, ya que los excombatientes se convierten a su regreso a casa en unos marginados sociales. En cualquier caso, Eddie y Travis regresan de una guerra para entrar de pleno en otra.

El mismo Paul Schrader, guionista del filme de Scorsese, parece tomar prestados elementos de la cinta de Walsh para construir el triángulo amoroso (cuarteto en Los violentos años veinte) o el clímax dramático de su Posibilidad de escape (Light Sleeper, 1992): los protagonistas de ambos filmes entran en el cubil de los respectivos villanos con la finalidad de llevar a cabo actos de violencia, cuya función es vengar la muerte de la mujer amada o protegerla, pero, sin embargo, estos se convierten también, de forma simbólica, en actos purificadores capaces de redimir los pecados anteriores de los personajes. Por no hablar del vínculo existente entre el final del filme de Walsh y el de El padrino 3 (The Godfather: Part III, Francis Ford Coppola, 1990): Eddie Bartlett será tiroteado en la calle y terminará por derrumbarse en la escalinata que conduce a una iglesia, muriendo en los brazos de Panama Smith (Gladys George); por su parte, Michael Corleone (Al Pacino) y su hija Mary (Sofia Coppola) serán también tiroteados, víctimas de una vendetta, mientras descienden de la Casa de la Ópera de Sicilia, en Palermo. Michael sobrevivirá al incidente, pero contemplará horrorizado la muerte de su hija y, con el corazón desgarrado por lo ocurrido, no tardará en morir también. Ambos cineastas, que comparten una similar filiación shakespeariana, escenifican sus irreversibles tragedias (Coppola en un registro totalmente operístico) en sendas escalinatas, aunque un elemento esencial las diferencia netamente: la muerte de Eddie viene precedida de un acto voluntario que lo redime de sus pecados anteriores, y el espacio sagrado (el exterior de la iglesia) en el que tiene lugar consigue santificar de forma simbólica al personaje; Michael, en cambio, no tendrá oportunidad alguna de alcanzar la expiación, erigiéndose además en una especie de mártir que contempla con sus propios ojos la muerte violenta de su hija.

Violentos-Veinte-2

Todo ello —y seguro que encontraríamos más ejemplos, algunos más cercanos en el tiempo a la época de producción del filme— impide comprender como un cineasta extraordinario del talento de Walsh carece, actualmente, de la celebridad de la que gozan otros cineastas coetáneos suyos, pese a que en su inabarcable filmografía (cercana a los 140 títulos), y de entre los ochenta filmes suyos que he podido ver (incluyendo algunos codirigidos por otros cineastas de escaso valor o en los que la labor de Walsh resultaba anecdótica), puedan encontrarse no menos de una decena de filmes magistrales, de géneros diversos, que están a la altura del que nos ocupa: El último refugio (High Sierra, 1941), Murieron con las botas puestas (They Died With Their Boots On, 1941), Gentleman Jim (1942), Gloria incierta (Uncertain Glory, 1944), Objetivo: Birmania (Objective: Burma!, 1945), Perseguido (Pursued, 1947), Río de plata (Silver River, 1948), Juntos hasta la muerte (Colorado Territory, 1949), Al rojo vivo (White Heat, 1949), o El mundo en sus manos (The World in His Arms, 1952). Si uno se detiene a observar la filmografía del cineasta podrá comprobar que todos los filmes citados, rodados en apenas una década, se vieron acompañados en el tiempo por otros muchos títulos, notables o interesantes en muchas ocasiones, que llevan su firma. Tal vez en un futuro no muy lejano ocurra con Walsh lo que anteriormente ha ocurrido con Hawks (reivindicado por Carpenter y Tarantino), con Ford (por parte de Spielberg), con Kubrick (que se lleva la palma en este sentido, siendo mencionado o homenajeado constantemente por cineastas como Nicolas Winding Refn, James Gray o Jonathan Glazer) o, en un ámbito menos comercial, con Torneur (Nikolas Klotz o Pedro Costa han reconocido su influencia) o Lubitsch (reivindicado por Resnais).

 

Documento y ficción. El noticiero como medida de la realidad.

Los violentos años veinte deber ser vista y entendida como una compleja y muy orgánica fusión entre los códigos narrativos propios de un género popular —el cine negro— plenamente asentado en la época de producción del filme, y la pormenorizada descripción documental de los usos y costumbres de una sociedad —la norteamericana— en un período histórico muy concreto —finales de los años diez y toda la década de los veinte del pasado siglo—. Inspirándose en personajes y acontecimientos reales y partiendo de una historia original de Mark Hellinger, los guionistas Jerry Wald, Richard Macaulay y Robert Rossen dan forma a una tragedia moderna en la que la existencia de cada uno de los personajes se ve continuamente zarandeada por el devenir de los trascendentes acontecimientos sociales que, de forma imparable, tienen lugar a su alrededor.

Violentos-Veinte-3

Nos encontramos ante una de esas narraciones en que la historia individual de los personajes va inextricablemente unida a la historia (o Historia) colectiva. Walsh y su equipo de guionistas pretenden y logran en este filme lo que Orson Welles consiguió también con la magistral El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942), William A. Wellman con la excelente Gloria y hambre (Heroes for Sale, 1933), u otros han conseguido en literatura con novelas tan extraordinarias y complejas como Apaches (Oakley Hall, 1986) o Submundo (Don DeLillo, 1997). Y lo mejor es que alcanzan sus objetivos elaborando una estructura narrativa cuyos patrones no dejan de ser los mismos que definían a la tragedia aristotélica (1) o, si se quiere, a las obras de William Shakespeare (2), con quien nuestro cineasta mostraba gran afinidad.

Uno de los grandes aciertos estéticos de Los violentos años veinte reside en el uso de elaborados fragmentos que, al modo de noticieros de la época, resumen y condensan unos acontecimientos históricos que ayudan a perfilar adecuadamente el marco eminentemente realista del filme. Es decir, asistimos a una ficción, sí, pero construida en todo momento con elementos que la hacen perfectamente verosímil, creíble. Curiosamente, es en estos fragmentos —nueve en total, intercalados a lo largo de todo el metraje— en los que Walsh se permite resaltar de forma más evidente la plástica y la estética de sus imágenes. Los violentos años veinte es, en gran medida, un filme construido con imágenes de estilo sobrio, contenido y realista; apariencia que contrasta con el uso frecuente, durante los noticieros, de estilizados encadenados, sobreimpresiones, planos filmados en contrapicado o incluso con la cámara situada en eje inclinado.

Violentos-Veinte-4

Estos fragmentos, de vertiginoso ritmo narrativo, incorporan también el uso de música no diegética (una acelerada música de jazz, al estilo Gene Krupa), o en algunos casos incluso excelentes efectos visuales (obra de Byron Haskin) que resumen de forma brillante y sintética informaciones ciertamente complejas, como demuestran la imagen de los altos edificios de una avenida fundiéndose simbólicamente a consecuencia del crack bursátil de 1929, o esa otra imagen —también asociada al mismo acontecimiento— en que una gigantesca pirámide de dólares estalla por los aires.

Pese a su especial concepción formal, otro acierto de estos noticieros reside en la excelente labor de fotografía de Ernest Haller, que consigue armonizar con habilidad la plástica de algunas imágenes de archivo con los planos rodados expresamente para el filme. Al contrario de lo que uno pudiera imaginarse, la inserción de estos fragmentos a lo largo del metraje nunca frena la agilidad narrativa de las secuencias convencionales, sino que su inclusión, apelando a sucesos reales, parece aumentar todavía más si cabe la impresión de encadenado continuo de acontecimientos inevitables que consigue el propio relato de ficción.

Estos fragmentos, que vienen acompañados siempre de la severa voz de un narrador, y cuya duración oscila entre los veinte y los sesenta segundos, resumen con breves pinceladas una cantidad considerable de aspectos de la realidad determinantes para el desarrollo de la ficción. A consecuencia de la guerra, el coste de la vida aumenta; entra en funcionamiento la ley Volstead, que prohíbe el tráfico de licor; aparecen los primeros locales clandestinos y nace un verdadero ejército de contrabandistas; al finalizar la guerra, los soldados son incapaces de encontrar un trabajo legal; incumpliendo lo expuesto en la ley seca, se estandariza el uso de la petaca entre los más jóvenes y el número de accidentes de tráfico aumenta; aparecen las destilerías de crudo y empieza la fabricación masiva clandestina; como consecuencia de todo lo anterior, la violencia, el asesinato y la corrupción se extienden entre la población; aparecen nuevas armas de uso común entre los gánsters como la mortífera metralleta Tommy (3)… Walsh hace con estos noticieros una auténtica demostración de dinamismo visual y agilidad narrativa, utilizando continuamente brevísimos movimientos de cámara, que subrayan con determinación ciertos aspectos de las imágenes, o simplemente contribuyen a su vértigo.

 

Algunos rasgos de un supuesto estilo invisible

No resulta sencillo definir las constantes narrativas y estéticas de un cineasta que no parecía especialmente interesado en manifestar o hacer explícito un determinado estilo visual, o en atraer la atención del espectador hacia su labor de cineasta durante el visionado de uno de sus filmes. En cualquier caso, y de forma indiscutible, Walsh sí tenía un estilo. Tan personal e intransferible como el de Ford, Hawks o Lubitsch (o incluso el de Bresson o Tarkovsky), por mucho que resulte más sencillo intentar definir el estilo de estos últimos que el del realizador que nos ocupa o el del gran Jacques Tourneur, cineastas de estilo mucho más solapado, sutil, opaco o, si se quiere, invisible.

Violentos-Veinte-5

Un complemento ideal al visionado de las películas de Walsh se encuentra, sin duda alguna, en la lectura de los dos libros que el realizador escribió durante los últimos años de su vida: por un lado su autobiografía, editada en España con el titulo El cine en sus manos, y por el otro su novela western La ira de los justos. En ambos libros, pese a la notable diferencia de género, encontramos la esencia de nuestro hombre: si de algo en particular tenía necesidad Walsh no era otra cosa que de narrar y narrar, sumergir al lector o espectador en el vértigo de una narración incesante.

Si Robert Louis Stevenson llegó a decir de El conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, que era la “narración perfecta”, lo mismo puede decirse de un filme como Los violentos años veinte, que en sus cien minutos de metraje no deja de encadenar acontecimientos a un ritmo vertiginoso —pero no por ello atropellado— en un relato que parece desprenderse de cualquier atisbo de tiempo muerto que pueda frenar, ni que sea un instante, el dinamismo implacable de su progresión dramática. Resulta particularmente revelador comprobar, cronómetro en mano, la duración de la mayor parte de secuencias del filme, que mayormente apenas alcanzan uno o dos minutos de duración y que, cuando la sobrepasan, nunca es para plasmar instantes más reflexivos o pausados. De hecho, las únicas secuencias que alcanzan o sobrepasan los cuatro minutos de duración devienen auténticas set pieces de pura acción, caso del robo que perpetran Bartlett y sus hombres en un almacén del gobierno en el que se guarda licor requisado, del asalto de la banda de Bartlett a un barco que transporta suministros para su rival Nick Brown, o del tiroteo final que enfrentará a un solitario Barlett con toda la banda de George Hally (Humphrey Bogart).

Violentos-Veinte-6

Secuencias largas en relación al promedio del filme pero que, en cambio, se convierten en magníficos ejemplos de dinamismo y tensión dramática, que dejan reposar gran parte de su efectividad en la labor de montaje: cada una de las secuencias mencionadas presenta entre cuarenta y cincuenta cortes de montaje, lo que apenas deja un promedio de duración por plano de unos seis segundos. Si a ello añadimos que Walsh no se contenta con eso y que los movimientos de cámara son constantes en el filme, con panorámicas, travellings y grúas, y que en no pocas ocasiones opta por combinar en un mismo plano varias de estas herramientas, entonces empezaremos a ver esbozado un amago de estilo, de personalidad, que, en todo caso, carece de la ampulosidad (dicho sin intenciones peyorativas) de un cineasta contemporáneo también muy aficionado a los movimientos de cámara como Brian De Palma.

Por poner otro ejemplo, algo más cercano en el tiempo a Los violentos años veinte, de película con profusión de movimientos de cámara que, pese a todo, en muchos instantes pasan casi inadvertidos al espectador debido a su sutileza e integración en el fluir del relato, uno puede pensar en Tiempo de amar, tiempo de morir (A Time to Love and a Time to Die, 1958), uno de los grandes filmes de Douglas Sirk, cineasta bastante alejado, pese a todo, de las intenciones y el estilo de Walsh. Ambas obras suponen instantes culminantes y privilegiados del lenguaje del llamado cine clásico, pero mientras que en Sirk hay una búsqueda constante de lirismo y melancolía, y los movimientos de cámara parecen transmitir un aliento de muerte y desesperación, en el caso de Walsh el ritmo de montaje y los movimientos de cámara (casi nunca excesivamente dilatados en el tiempo, sino más bien breves y muy directos (4)) parecen transmitir la más pura energía vital, la que desprenden sus personajes, constante que es posible detectar incluso en algunos de los peores filmes del cineasta, caso de Negocios del corazón (A private´s Affair, 1959) o de Marines, Lest´s Go (1961), o incluso de la mediocre tetralogía musical que Walsh se marcó con Artists & Models (1937), La diosa de la selva (Hitting a New High, 1937), College Swing (1938) y St. Louis Blues (1939).

 

Crónica de una tragedia anunciada

Es muy difícil borrar de la mente, una vez vistas, las trágicas imágenes que ponen punto y final a El último refugio, Murieron con las botas puestas, Juntos hasta la muerte, Al rojo vivo, o a la misma Los violentos años veinte. Walsh sentía gran apego por la tragedia (otro rasgo de su personalidad creativa), y muchos de los enérgicos y vitalistas protagonistas de sus filmes vivían, pese a todo, con el persistente aliento de la muerte golpeándoles constantemente en la nuca.

Violentos-Veinte-7

Al igual que ocurrirá dos años más tarde en la magnífica Murieron con las botas puestas, en la recta final de Los violentos años veinte un gesto determinará la pronta caída de Eddie Barlett en el abismo: si el personaje se había caracterizado, durante todo el filme, por su inusual afición a los vasos de leche —consumidos en el interior de los mismos locales en los que el resto de parroquianos se entregan a la ingesta desenfrenada de alcohol—, será precisamente la decisión de Eddie de ahogar sus penas dándole a la botella lo que precipitará la llegada del fatídico clímax dramático del relato. Efectivamente, si el general Custer decidía interrumpir su voluntaria abstinencia etílica de varios meses en los instantes previos a su inmolación en la batalla de Little Big Horn, Eddie también se dará a la bebida previamente a su enfrentamiento con George Hally y sus hombres, que él concibe como el sacrificio definitivo capaz de dar la auténtica medida de su amor por Jean Sherman (Priscilla Lane) y de su amistad por Lloyd Hart (Jeffrey Lynn), amenazado este último de muerte por el gánster.

Pero, de hecho, de una manera u otra, será en las primeras secuencias del filme cuando Eddie conocerá a todos los personajes que determinarán el trágico devenir posterior de su existencia. En su servicio militar en Alemania, durante la Primera Guerra Mundial, la casualidad le hará coincidir en el interior de una trinchera con George y Lloyd, y en ese mismo marco bélico Eddie se convertirá en el destinatario, no menos casual, de la cartas de una joven civil, Jean, con las que la muchacha intenta ofrecer consuelo a un soldado (cualquiera) del frente. Lloyd y George mostrarán sus diferencias desde el principio, cuando el primero se revele incapaz de disparar a un soldado alemán demasiado joven para morir y el segundo tome la iniciativa y demuestre su sangre fría y determinación disparando mortalmente al enemigo, señalando a continuación, con gran cinismo, que la víctima no llegará a cumplir los dieciséis”.

Violentos-Veinte-8

Impresionado por el carácter noble de Lloyd, Eddie, en el interior de esas mismas trincheras, le dirá: “No cambies nunca”. Por eso mismo, más avanzado el relato, cuando ya todos se encuentren en la gran ciudad inmersos en una guerra de muy distinta catadura (social, económica), Eddie se arrepentirá de propinarle un puñetazo a Lloyd (abogado y, por lo tanto, representante simbólico de la ley y de la rectitud moral) cuando este le arrebata limpiamente a la mujer de la que está perdidamente enamorado. Eddie es consciente de que Lloyd es el único que se ha mantenido fiel a sus principios y, en su reincorporación a la vida civil una vez finalizada la guerra, parece haberse desprendido sin problemas de la destructiva actitud bélica que, sin embargo, se ha apoderado de los demás. La asunción de su verdadera naturaleza y condición —la de un bala perdida al que las circunstancias han expulsado del paraíso personificado por Jean (y al cual solo Lloyd, por su pureza, parece poder aspirar)— y su resistencia (o ceguera) a la hora de entregarse al amor verdadero, aunque triste, que le ofrece Panama Smith —otra mujer a la que también conocerá de forma casual y con la que se asociará en el negocio del tráfico de alcohol—, empujarán a Eddie a tomar una decisión desesperada que lo pondrá en manos de su destino fatal.

Eddie será acribillado y morirá a los pies de una escalera que conduce a una iglesia, justo después de impedir a George y a su banda —emisarios de la muerte— que destruyan el ideal de felicidad que para él representan Jean, Lloyd y el hijo de ambos, en un mundo que definitivamente ha perdido el rumbo. Un punto y final, terrible pero consecuente con las erróneas decisiones tomadas a lo largo del relato por el protagonista, un pobre tipo, una víctima injusta del sistema, que únicamente pretendía ganarse el sustento y sobrevivir en un mundo cuyas reglas habían cambiado drásticamente de un día para el otro, dejando completamente marginados al azar a cientos de individuos, despojados de su dignidad y sin ninguna oportunidad de levantar cabeza.

 

© Óscar Navales, junio 2014

 

separador

(1) Como bien decía Vicente Domínguez acerca de Centauros del desierto, en su comparativa entre la novela original de Alan Le May (Editorial Nebular, S.L., 2003, Colección Clásicos de Hollywood) y el posterior filme dirigido por John Ford. En definitiva, principio, nudo y desenlace, y una concatenación de acontecimientos narrativos que siempre obedecen a una lógica o coherencia (de causa/efecto) que los hace perfectamente verosímiles, que no necesariamente realistas.

(2) José María Latorre siempre ha insistido en señalar, con buen criterio, esta afinidad entre la dramaturgia de Walsh y la de Shakespeare.

(3) Apodo informal del subfusil Thompson.

(4)Aunquetambiénexisten en el filme ejemplos de movimientos de cámara de larga duración, como por ejemplo el travelling lateral que acompaña los movimientos de Nick Brown en el interior de un restaurante, conforme indica a cada uno de sus hombres la posición que deben ocupar en el local para emboscar debidamente a Eddie, que se dirige al mismo con la intención de ajustar cuentas con Brown. Este movimiento de cámara, de un minuto de duración, dinámico e integrado en la acción, precede a una secuencia con tiroteo y mucha fragmentación en el montaje. Bien sea recurriendo al desplazamiento de los actores, a continuos movimientos de cámara continuos, o la fragmentación del montaje para marcar el tempo, en Walsh el ritmo nunca se detiene.