La Biennale di Venezia 2014

Volver a Venecia: Inercia y necesidad

 

La de 2014 supuso la quinta visita consecutiva al festival de Venecia para quien firma estas líneas. Las cosas han cambiado bastante desde mi primer viaje al Lido y, por primera vez, el volumen de acreditados del certamen no hizo presagiar la perspectiva de quedarse fuera de alguna de las proyecciones, lo cual redundó en un menor nivel de estrés entre los asistentes (y en la deglución ligeramente menos acelerada de los tranci di pizza y panini con los que engañar al estómago entre sesión y sesión), incluso durante el primer fin de semana, que suele marcar el pico de asistencia máxima en todos los festivales de primer nivel internacional. En la 71 edición del certamen cinematográfico más antiguo del mundo se echaron de menos fundamentalmente tres cosas. La primera, la presencia en la Sección Oficial de títulos capaces de arrastrar por sí solos, a priori, a la cinefilia mundial más exigente. Echando la vista atrás, recordamos la expectación previa y profunda emoción de encontrarnos ante el estreno mundial de títulos como Promises Written in Water (Vincent Gallo), 4:44 Last Day on Earth (Abel Ferrara), The Master (Paul Thomas Anderson), o, el año pasado, La jalousie (Philippe Garrel) y Stray Dogs (Tsai Ming-liang), por citar solo unos pocos. Y lo cierto es que ningún trabajo llegaba a estimular nuestras expectativas previas en 2014 al nivel que lo hicieron en su día los mencionados, pues varias de las obras mayores del año habían sido ya estrenadas en otros certámenes: Boyhood (Richard Linklater) en Sundance y Berlín, Adieu au langage (Godard), Jauja (Lisandro Alonso), Li’l Quinquin (Bruno Dumont) o The Kindergarten Teacher (Nadav Lapid) en Cannes; Cavalo dinheiro (Pedro Costa) en Locarno… Y algunos de los títulos más esperados en la segunda mitad del año tuvieron su estreno en Toronto y/o San Sebastián (cf. The Duke of Burgundy, de Peter Strickland; Phoenix, de Christian Petzold; Eden, de Mia Hansen-Løve…). Conviene recordar aquí, no obstante, que un festival, cualquier festival, no exhibe siempre aquello que desea, sino que su programa ha de responder por fuerza a una combinación entre su línea de programación (se encuentre ésta más o menos definida) y aquello a lo que realmente es posible acceder en función de la competencia con otros certámenes (quizás una absurdez, pero una absurdez que incide en los programas al fin y al cabo), y en función de los planes de las productoras y distribuidoras de las películas, que no siempre encajan, por suerte o por desgracia, con los deseos del programador. Y en todo esto tiene también incidencia, claro está, otro aspecto tan poco romántico como el presupuesto que maneja el festival en cuestión.

A PIGEON SAT ON A BRANCH

No defraudaron, sin embargo, los directores más fiables (siempre a nuestro modo de ver) presentes en el programa veneciano, si bien ninguno de ellos entregó una obra completamente rotunda (y quizás esto tampoco sea deseable después de todo, pues ya hemos expresado muchas veces en estas y otras publicaciones nuestro creciente interés por las películas imperfectas). En The Look of Silence, el nuevo largometraje de Joshua Oppenheimer tras The Act of Killing (2012), el realizador danés trata el genocidio de Indonesia con la novedad de ofrecernos el punto de vista de las víctimas, vehiculando una indagación en el horror en la que el imprescindible material de archivo juega un papel crucial. Una película de indudable interés, en la que lo problemático del posicionamiento del propio Oppenheimer en la reconstrucción del pasado del país resulta más estimulante que el enfrentamiento que plantea entre víctima y verdugo, en el cual se acerca a las prácticas más discutibles, al borde del sensacionalismo, de Michael Moore. El sueco Roy Andersson, uno de los cineastas de carrera más personal (y escasa) del cine contemporáneo, se alzó (creemos que con toda justicia) con el León de Oro por su nuevo largometraje de ficción (el quinto desde 1970), titulado A Pigeon Sat on a Branch Reflecting on Existence, y compuesto por 39 planos primorosamente trabajados de forma artesanal, auténticas obras de arte en el plano visual. Los profesionales que acudieron al estreno mundial en Venecia agradecieron con aplausos durante la proyección el hecho de reencontrarse con un cineasta que combina magistralmente la crítica social, el humor negro capaz de revelar el absurdo en la cotidianeidad, y la mirada descreída hacia el presente y pasado europeos. Una propuesta ética y estética sin la que es difícil comprender la obra de otros autores nórdicos como Aki Kaurismäki, si bien es justo decir que el tono de Andersson resulta más áspero que el del director de Calamari Union (1985). Por su parte, Abel Ferrara entregó su muy esperada Pasolini, que da cuenta del cul-de-sac existencial de los últimos momentos de la vida del escritor y cineasta boloñés (encarnado por un impresionante Willem Dafoe), definitivamente disociado de la época en la que estaba viviendo. El film se detiene a indagar en las relaciones de Pasolini con su entorno, y de la realidad que le circunda con sus procesos creativos interiores (Ferrara pone en imágenes la obra que el cineasta italiano está escribiendo en ese momento). Por supuesto, también describe el contraste entre el mundo intelectual de Pasolini y la sordidez de los ambientes en los que se mueve, y entre el sexo y la religión, algo afín al universo de ambos directores que regaló algunas de las secuencias más deslumbrantes del festival, si bien la película peca, por momentos, de resultar demasiado autoconscientemente arty.

PASOLINI

Apenas hubo un par de títulos de la Sección Oficial —si bien nuestra doble condición de cronistas y programadores (1) nos privó de títulos como Birdman or (The Unexpected Virtue of Ignorance), de Alejandro González Iñárritu, defendida no sin sorpresa por algunos compañeros como un título nada desdeñable— que lograron romper con la monotonía general de la misma. Uno de ellos fue Hungry Hearts, de Saverio Costanzo, un trabajo de producción italiana ambientado en Nueva York, que les valió a sus dos intérpretes principales, unos intachables Adam Driver y Alba Rohrwacher, la Copa Volpi como Mejor Actor y Mejor Actriz respectivamente. Con un magistral uso de la elipsis, la película describe la relación entre una pareja desde el momento en que se ambos se conocen (en una de las mejores secuencias de arranque que recordamos en el cine reciente) hasta los problemas de convivencia que surgen entre ellos, marcados por diferencias a la hora de criar al bebé que han tenido en común. La película, que participa de elementos propios de la comedia romántica, el drama psicológico, el cine fantástico/de terror y el thriller, puede ser considerada como una de las muestras más logradas del cine que transita la mixtura (y gozosa indefinición) genérica dentro del cine contemporáneo, tal y como fue estudiada esta idea en el libro El cine y los géneros: conceptos mutantes, editado por Juan Manuel Domínguez para el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) en 2011. Sí que puede jugar en su contra su discutible tramo final, con un desenlace que apela a clichés nada sutiles, rayanos con lo grotesco, y también el hecho de que, tras su paso por Venecia, la información que circula sobre la película afecta a su capacidad de conducir al espectador por caminos inesperados y plenos de tensión, que se atenúa cuando se conocen ciertos detalles de su devenir argumental.

El otro invitado inesperado de la Sección Oficial fue Andrey Konchalovsky con The Postman’s White Nights, que le valió el premio a la Mejor Dirección. No se trata de ninguna obra maestra, pero de entrada resultó estimulante encontrarse con una película semidocumental sobre la vida de un cartero en una remota aldea rusa de la actualidad (aunque a veces se diría que la URSS aún no ha caído, a tenor de algunas de las imágenes y usos del lugar —la burocracia soviética sigue en plena forma). Konchalovsky echa mano de los habitantes del pueblo y de una realización en la que conviven planos de gran belleza plástica con otros más descuidados (sobre todo a nivel de luz), lo que no deja de ser una buena noticia vistos los derroteros que había tomado su carrera desde hace ya demasiados años (su anterior largometraje era un lujoso y pulquérrimo El Cascanueces 3D fechado en 2009, y sin ninguna vida en el interior de sus imágenes). También se filtra algo de la dureza del cine de compatriotas como el muy añorado Aleksey Balabanov (aunque carece, eso sí, de la carga de violencia explícita del autor de Dead Man’s Bluff —2005—), así como de los clásicos de la literatura rusa (esa inquietante presencia felina y esa descripción de los misterios de la cotidianidad que hace pensar en la obra de Bulgakov), o incluso del cine de David Lynch (la anormalidad y los toques surreales se cuelan una y otra vez en la descripción de la pequeña comunidad, casi como si nos encontrásemos ante un Twin Peaks a la rusa). Y aunque tampoco el desenlace parece estar a la altura del resto de lo ofrecido por la película, no deja de ser una obra apreciable que, más que nada, refrescó notablemente y contra pronóstico una Sección Oficial muy falta de elementos cortocircuitantes.

POSTMAN'S WHITE NIGHTS

Fuera de concurso nos encontramos con dos de las películas más destacables del festival. Por un lado O Velho do Restelo, el último cortometraje del incombustible maestro portugués Manoel de Oliveira, quien imagina un encuentro entre Luís Vaz de Camões (el título remite al personaje creado por el gran literato portugués), Camilo Castelo Branco, Teixeira de Pascoaes y Don Quijote, y echa mano de su propia filmografía pasada para comentar, con envidiables lucidez e ironía, el incierto devenir de España y Portugal, dos países que inevitablemente se dan la mano en su evolución histórica. El film regaló momentos, reflexiones y asociaciones de ideas mucho más estimulantes que buena parte de los largos vistos en Venecia, así como un descreído y contundente final (ese lapidario “¿Qué victorias?” que retumba en los oídos de quien suscribe desde la proyección veneciana), que bien podría constituir un broche de oro (realmente esperamos equivocarnos en este punto) para cerrar la que sin duda es una de las obras capitales de la Historia del Cine.

El otro título que destacó por encima del resto fue In the Basement, de Ulrich Seidl. Llegados a este punto de la filmografía de su autor, se hace inevitable preguntarse de dónde surgen los personajes/personas que pueblan las imágenes de sus películas y cuánto hay de construcción, de interpretación, y cuánto de verdad en su cine. Es posible que nunca lo lleguemos a saber, o al menos no a ciencia cierta, ya que el propio cineasta contribuye a fomentar la indeterminación desde el momento en que suele permitir que se adhiera la etiqueta documental a sus trabajos. En todo caso, lo que sí está claro es que su cine ha ido explicitando, de un tiempo a esta parte, su condición de observación crítica sobre la sociedad de su país, mediante la acentuación de su vena irónica y su humor negro. Tras la multipremiada y ambiciosa (¿o quizás las apariencias engañaban una vez más y no lo era tanto en realidad?) trilogía del Paraíso, Seidl vuelve a moverse como pez en el agua a la hora de explorar los rincones oscuros de Austria con una película más aparentemente pequeña, centrada en la descripción de los usos que algunos de sus compatriotas hacen de sus sótanos, verdaderas trastiendas de aquella Europa del bienestar cada vez más desdibujada por la decadencia económica. Y lo hace retratando de nuevo a seres que pueden parecernos esperpénticos o bizarros, aunque muchas veces se trate, seguramente, de personas perfectamente encajadas en estructuras sociales vigentes. Un cine provocador en el sentido más elevado del término, en el que tienen cabida desde viejos nostálgicos del régimen nacionalsocialista, hasta señoras que sacan de cuando en cuando a la luz sus fetiches sentimentales, pasando por ciudadanos que atesoran soluciones contundentes para los problemas del país y del continente (¿del mundo?), y otros que llevan a cabo, en la más estricta y confortable intimidad de su sótano, prácticas sexuales de lo más imaginativas. A través de esta nueva colección de espejos deformantes (puro Seidl, con un toque kubrickiano esta vez en la simetría de las composiciones), uno puede volver a sentir la constatación de la muerte del espíritu y el fracaso de las transformaciones históricas del pensamiento humano, ahogadas en un mundo en el que la gente se entrega a sus aficiones o creencias más íntimas de un modo desconectado del legado cultural precedente, del cual solo permanecen escasos retazos inconexos que resucitan fantasmas que parecían muertos y enterrados. ¿Pero, será preferible entonces la descafeinada neutralidad de una juventud amnésica y apática? Preguntas estimulantes que surgen viendo la que pasa por ser una de las obras cinematográficas imprescindibles de este 2014.

IM KELLER

El segundo elemento que se echó en falta en el Lido fue la presencia de cine experimental y/o profundamente rompedor en las secciones paralelas. Ya hemos mencionado en las crónicas de años pasados para esta misma revista la transformación sufrida en los últimos tiempos por la sección Orizzonti, donde se pasó de la exhibición, solo en los años 2010 y 2011, de trabajos de cineastas como Lav Diaz, Heinz Emigholz, Gianikian & Ricci-Lucchi, Müller & Girardet, Michael Glawogger, los Bens (Russell & Rivers), Shinya Tsukamoto, Martin Arnold, Noël Burch, Vincent Gallo, José Luis Guerin, Lluís Galter, Ken Jacobs, Paul Morrissey, David OReilly, Nicolás Pereda, Jean-Gabriel Périot, Sion Sono o Peter Tscherkassky, entre muchos otros, a una práctica ausencia de propuestas de peso y profundidad comparables a las de los años precedentes. Aún con todo, Orizzonti contó con varios títulos que bien podrían haber enriquecido la Sección Oficial. Es el caso de Hill of Freedom, la imprescindible nueva película de Hong Sang-soo, quien parece haber minimizado (o directamente extirpado) de su cine el sexo explícito y el consumo de alcohol (no así el de tabaco, una constante a lo largo de todo el metraje), en una evolución hacia terrenos más aparentemente risueños que resulta engañosa, en tanto ni parece responder a un deseo de llevar a cabo un cine accesible para el gran público (al contrario, parece tratarse más bien una consecuencia de la propia evolución vital del cineasta), ni sus películas, mucho más abiertamente humorísticas que en el pasado (a ratos realmente divertida en el caso que nos ocupa), resultan tan plácidas como pueda parecer en un primer acercamiento, pues las tensiones entre personajes que en su obra pasada solían ascender a la superficie del relato con facilidad, permanecen agazapadas en los pliegues de la narración, a punto de estallar en cualquier momento (lo que me hace pensar en la salvaje subversión subterránea de algunos de los trabajos presuntamente alimenticios de Buñuel en México). Otro trabajo destacable dentro de esta sección, y uno de los más brillantes ejercicios de estilo vistos en el festival, fue Heaven Knows What, la nueva película de los hermanos Josh y Benny Safdie. Co-escrita por Ronald Bronstein, quien fuese protagonista del anterior largo de ficción de la pareja, Go Get Some Rosemary (2009), la nueva propuesta de los Safdie sorprende por la oscuridad de su tono, en su descripción de las andanzas de una yonqui en New York (el film está basado en el diario personal de Arielle Holmes, actriz que da vida a la protagonista). Pese a la dureza del mundo que retratan, los Safdie evitan cargar las tintas contra sus personajes/personas y plantean un relato frenético sin atisbo de moralina, arropado por un trabajo de cámara y una banda sonora que brillan con luz propia a la hora de hacer sentir al espectador los momentos de caos vital de los personajes. Podría ser algo así como la versión contemporánea de El Pico (Eloy de la Iglesia, 1983) pasada por el filtro neoyorkino y suicida del enorme Cassavetes de El asesinato de un corredor de apuestas chino (The Killing of a Chinese Bookie, 1976), pues describe con similar tensión la huida hacia adelante de la protagonista, así como su relación de amor/odio con otro adicto, en la que el pathos romántico se desata inconteniblemente. Otra referencia ineludible, y perfectamente consciente, es el cine de Jerry Schatzberg, y concretamente The Panic in Needle Park (1971), la película que supuso el primer gran papel de Al Pacino en el cine.

HEAVEN KNOWS WHAT

Dentro de la sección Venice Days se estrenó otro de los trabajos más reseñables del festival. Presentada por los responsables de este apartado competitivo mediante la lectura de un comunicado en el que su director aseguraba que se trataba de su mejor película hasta la fecha, The Smell of Us no aborda ningún tema que Larry Clark no haya tratado antes en su filmografía, y no contiene elementos especialmente destacables en su construcción narrativa (la película incluso emplea recursos tan consabidos como las grabaciones que los jóvenes protagonistas hacen de sus andanzas). Tampoco el hecho de estar rodada y ambientada en Francia supone una novedad reseñable más allá de una mayor libertad a la hora de mostrar el sexo entre adolescentes, pues en muchos momentos tiene uno la sensación de estar viendo una película genuinamente estadounidense. Lo que hace especial a su nuevo filme es el arrojo suicida de Clark a la hora de insistir en el retrato de la marginalidad sin llevar a cabo enjuiciamientos y sin asomo de cinismo, deteniéndose sin ningún pudor en el registro de los cuerpos de los protagonistas e insertándose a sí mismo en la narración para desnudarse frontalmente mientras se sitúa no ya al mismo nivel, sino incluso por debajo de sus propios personajes. Un «esto es lo que hay, si os gusta bien, si no también» que consideramos un acto de valentía y honestidad brutal, algo que, en ocasiones, merece tener tanta importancia a la hora de valorar una película como su realización, guión, fotografía o el resto de elementos que se emplean para el análisis canónico de cualquier producto audiovisual.

THE SMELL OF US

No se puede negar la presencia de películas de marcado contenido (y posicionamiento) político en la programación veneciana. En Belluscone, una storia siciliana, Franco Maresco, otrora colaborador de Daniele Ciprì, apela al sentido del humor de brocha deliberadamente gorda para señalar la aparentemente imposible relación entre la carrera política de Berlusconi y el auge los temibles cantantes neomelódicos napolitanos. En La trattativa, por su parte, Sabina Guzzanti entremezcla reconstrucciones ficticias con elementos del documental televisivo (que a veces pueden rozar el amarillismo) para glosar la relación entre los poderes fácticos italianos y la Mafia. Sin duda, es loable que el festival haya dado cabida a propuestas que analizan la actual situación político-mediático-social en Italia, aunque, en la mayoría de los casos, resultan complicadas de apreciar en su plenitud para aquellos espectadores no familiarizados con buena parte de los acontecimientos políticos italianos más relevantes de ayer y hoy. Y tampoco ha de ser despreciada la presencia en el certamen de filmes interesantes que han hecho del cine del pasado su campo de trabajo, como From Caligari to Hitler, del también crítico Rüdiger Suchsland, quien toma el título del famoso volumen publicado por Siegfried Kracauer para pergeñar una interesante obra en la que priman la sencillez y la claridad expositivas (virtudes raras en el cine que se exhibe en festivales hoy día). El de Suchsland es un buen documental didáctico, con un ajustado equilibrio entre la historiografía y el ensayo crítico, en el que se habla de Weimar y de la idiosincrasia alemana, pero también de la Historia con mayúsculas, mientras se analizan secuencias fílmicas concretas de forma pormenorizada, y se incluyen declaraciones de teóricos tan destacados como Thomas Elsaesser, entre otros.

CALIGAR TO HITLER

El momento más chocante del festival vino con la proyección de Near Death Experience (NDE), de Benoît Delépine y Gustave Kervern. Fabricada a medida de su protagonista absoluto, que no es otro que el Michel Houellebecq (quien también ha protagonizado este año la apreciable El secuestro de Michel Houellebecq, de Guillaume Nicloux), se trata de un inclasificable OFNI (Objeto Filmico No Identificado) que fluctúa sin despeinarse entre la autocomplacencia ombliguista y los límites de la narración. Las imágenes, voluntariamente pobres (la textura parece de vídeo pre-HD), arrancan con unas estampas de la vida en casa de Houellebecq (que interpreta a un personaje llamado Paul), en las que el escritor repite la imagen ofrecida en la película de Nicloux, bebiendo, refunfuñando y fumando sujetando el cigarrillo entre los dedos anular y corazón, para acompañarle en su posterior viaje en bicicleta al campo (Houellebecq viste un maillot vintage del equipo ciclista BIC durante casi todo el metraje). Allí, en soledad, Paul/Houellebecq se dedica a recitar en off y en on poemas existencialistas (algunos bastante potentes) mientras se dedica a hacer montículos de piedras (sic) y mantiene encuentros puntuales con desconocidos. El film ofrece instantes de aliento casi straubiano, y de cierto espesor, y otros en los que se asemeja a un Celebrities de Muchachada Nui o a un episodio de Jackass (recordemos que Delépine y Kervern son humoristas). Difícil saber qué pensar de una película que juega a combinar un intento de cine trascendental (a ratos ciertamente cargante) con algo parecido a lo que se ha venido llamando posthumor, y difícil saber qué pensar sobre una figura como la de Houellebecq. Pero lo más extraño de todo fue salir de la proyección y encontrarnos atrapados por una tromba de agua (típico del festival de Venecia) en el hall del Casino del Lido junto a unas escasas decenas de personas, entre las que se encontraba el propio Houellebecq, que parecía mucho más preocupado por encontrar una esquina donde fumar furtivamente que por la perspectiva de calarse hasta el tuétano.

NDE

Por último, la tercera cosa que se echó de menos en esta edición de la Mostra: Encontrarnos con una película sorpresa a cargo de un director principiante (una primera o segunda obra) con el suficiente peso como para constituir una revelación. Desde luego no fue el caso de la estomagante Sivas, del turco Kaan Mujdeci, ópera prima incluida en la Sección Oficial que fiaba todo a una única baza: Epatar al espectador a través de mostrar encarnizadas peleas de perros con todo lujo de detalles. Quizás pudo haberlo sido la serbia No One’s Child, de Vuk Rusumovic, que narra la historia real de un niño salvaje encontrado en la antigua Yugoslavia a finales de los ochenta, aunque sin terminar de decidirse por adoptar hasta las últimas consecuencias el punto de vista del chaval, tomar distancia sobre su historia, describir de forma científica su aprendizaje, o explorar el contexto de la disolución de la república socialista. No es despreciable Theeb, film de debut de Naji Abu Nowar (Mejor Director de la sección Orizzonti), que logra hacer de la renuncia consciente a la exploración de nuevas vías narrativas una virtud, siendo capaz de capturar el aliento de algunos filmes clásicos de aventuras mostrando un indudable vigor (amén de buen gusto, pues se nos antoja mucho mejor resuelta que otras epopeyas desérticas presentes en la Sección Oficial, como Far From Men, de David Oelhoffen, o The Cut, de Fatih Akin), si bien es cierto que algunas de las derivaciones de la narración pueden resultar moralmente discutibles. La más reseñable de todas, pese a su carácter igualmente imperfecto, fue la austriaca Goodnight Mommy, primer largo de ficción de la pareja de cineastas formada por Veronika Franz y Severin Fiala, si bien se trata de una producción del ya mencionado (y consagrado) Ulrich Seidl, quien con este film parece probar fortuna en el terreno del cine de género. En este caso podría hablarse asimismo de un film de géneros mutantes, pues comienza con una fascinante descripción de la relación entre una pareja de hermanos, en la que flota un halo asociable al de La noche del cazador (The Night of the Hunter; Charles Laughton, 1955), con un toque del primer Terrence Malick, para introducirnos paulatinamente en la convivencia de los gemelos con su madrastra dentro de una alucinante casa de ribetes lynchinanos. Se puede hablar de Lynch, pero también de De Palma o el Almodóvar de La piel que habito (2010), aunque el film pierde fuelle en su tránsito desde la sugerencia hacia la explicitud de un violento desenlace que se sitúa mucho más cerca del cine de Takashi Miike que de los referentes a los que pueden remitir sus deslumbrantes dos primeros tercios.

 

© Alejandro Díaz. Diciembre 2014

 

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(1) El autor del texto es programador del Festival de Cine Europeo de Sevilla.