La piel que habito

Guerra civil sentimental

Hace tiempo escribí un artículo en el que trataba de explicar la filmografía de Almodóvar alejándome de todo lo que hasta ese momento caracterizaba los análisis de la obra del cineasta manchego. Frente a ese excesivo apego por las particularidades temáticas y formales de su cine, pretendía aupar a Almodóvar como el cineasta que mejor había tratado el devenir de la España de los últimos treinta años, desde la muerte de Franco hasta el 11 de marzo de 2004, por citar dos momentos clave perfectamente identificables. Trataba con esto de despegarme del «mundo propio» del cineasta, de lo más superficial, y sumergirme en las razones, históricas y sociales, que determinaban psicológicamente a esos personajes tan inestables de su filmografía. Desde la Eva Siva de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) hasta el Mateo Blanco/Harry Cane de Los abrazos rotos (2009). Se trataba de huir de lo que se entiende por «mundo personal» del cineasta, de las obvias citas a Sirk y a Fassbinder, de las menciones a lo caricaturesco y lo posmoderno, para ir a un lugar mucho más profundo donde entender porqué Almodóvar hace así sus películas.

La_piel_que_habito_4La piel que habito (2011) es una historia de venganza. Una persona secuestra a otra. Pasan los años y el secuestrador cree haber cambiado al cautivo. Cree que el odio se ha transformado en amor. Que todo lo ocurrido en el pasado se ha olvidado, pero esa persona guarda en su interior todo el odio que siente por su captor. Espera, sumisa y paciente, el momento de su venganza.

Mientras otros directores tratarían de hacer un paralelismo evidente y buscar un punto de vista maniqueo (véase Mar adentro o El laberinto del fauno), Almodóvar lo evita. Ante todo, su película es un melodrama y un thriller (más que una película de terror). Pero también es algo más. Y precisamente el triunfo de la película radica en que ese «algo más» lo debe buscar el espectador, interpretando las imágenes; no es un discurso que el director trata de imponer. Almodóvar lo ha ido escribiendo minuciosa y lentamente a lo largo de sus más de treinta años de trayectoria. Ningún director español ha tenido esa continuidad y ese compromiso.

 

Una película hecha pedazos

Al igual que muchas de las últimas películas de Almodóvar, especialmente desde Carne trémula (1997), La piel que habito presenta una estructura de flashbacks en la que se trata de dar sentido a esos sentimientos ocultos, de pasión y venganza. Sin embargo, si Carne trémula o Todo sobre mi madre eran películas con los tiempos perfectamente claros y ordenados, en La mala educación se produce una crisis de ese modelo. Los tiempos se agolpan y se alternan, como si el objetivo de esa estructura de saltos temporales ya no fuese explicar, sino confundir.

Esta última idea alcanza su perfección en La piel que habito, que tiene un desarrollo lineal durante buena parte del metraje, hasta que finalmente comienza a sumergirse en tiempos pretéritos y ya se pierde todo el sentido de lo que es el presente y de lo que es el pasado. Almodóvar marca claramente el momento en el que se produce esta colisión. En la escena en la que Banderas y Anaya intentan hacer el amor. El director filma los cuerpos de ambos. Duro y gastado el de él, liso y neumático el de ella. Un enfrentamiento que provoca la ruptura. Ahí comienza una vorágine de flashbacks que hasta entonces se había limitado a una sencilla narración de Marisa Paredes, contando la historia de la mujer de Banderas. Pero era solo el principio.

Aún así, la película se rompe en más de un sentido. El punto de vista, la posición del espectador se quiebra. Si hasta ese momento asistíamos a lo que nos mostraba un narrador omnisciente que todo lo veía (era una película de personas mirando a otras personas), en esa escena de cama, en la que Robert Ledgard comienza a recordar, la cámara de Almodóvar realiza un movimiento extraño, dirigiéndose hacia el interior del cuerpo del personaje interpretado por Antonio Banderas. Ahí es como si el propio Almodóvar, director, se desligara de ese punto de vista omnisciente para buscar su propio camino. Y aún más, cuando poco después volvemos a ese mismo escenario, Almodóvar dirige su cámara del cuerpo de Banderas al cuerpo de Anaya, dando una primera pista sobre la auténtica naturaleza de este personaje.

La_piel_que_habito_3Pero se puede ir a un nivel más profundo todavía. A la propia naturaleza de las imágenes. Estamos ante el Almodóvar más obsesivo y minucioso. Aquel donde el plano, como unidad, adquiere una fuerza mayor. Como es una película rota, parece que lo que importan son los pedazos. Las imágenes de Elena Anaya haciendo ejercicios físicos y meditativos, como si fuesen los márgenes del plano los que la mantuvieran en cautiverio, más que las propias paredes de la habitación. Los insertos de planos microscópicos en los experimentos de Robert Ledgard. Hay un hermetismo extraño que, unido al curioso sentido del humor de Almodóvar (en la inserción, por ejemplo, del personaje de Roberto Álamo), hace que la película recuerde a algunas de Manoel de Oliveira, otro experto en negar la continuidad narrativa y aislar cada plano.

Estos planos, más que unirse, colisionan. Es un montaje accidentado que se adecua a la perfección a esta guerra civil sentimental que plantea Almodóvar. A fuerza de golpes, la película va mutando, cambiando de género, de la misma manera que lo hace uno de los protagonistas. El de Almodóvar es un cine transexual y transgenérico que se conjuga a la par que la Historia de su país. Un país que ha ido mutando cultural e ideológicamente y que todavía busca una definición.