Festival L’Alternativa 2014
Éticas de la resistencia
Si el festival L’Alternativa fuese una persona, ya podría beber alcohol en Texas pero no podría tomarse muchas copas. El certamen cumple los veintiún años, y lo hace con algún recorte institucional añadido a las masivas disminuciones de presupuesto producidas entre 2011 y 2013. La vigésima edición pareció plantearse como una especie de último esfuerzo por mantener al máximo la arquitectura y la ambición pretéritas. Este año se han notado los efectos de una cierta insostenibilidad estructural. El número de largometrajes participantes en la sección oficial se ha vuelto a reducir: solo se proyectaron ocho títulos, tres menos que en la edición anterior y seis menos que en 2011. El certamen resiste, y sigue ofreciendo una programación de primer nivel, ocupándose de un espacio no completamente desatendido pero sí poco cubierto. No obstante, el goce por su supervivencia, por su retorno anual, viene acompañado de una cierta frustración. Los más viejos del lugar recuerdan, y añoran, un despliegue de estrenos que enriquecía a la Barcelona cinéfila previa a las crisis de endeudamiento. L’Alternativa se ha convertido en una amarga victoria anual. Y que dure, a la espera de tiempos mejores y de mejores voluntades políticas; de más cultura y menos farolas de diseño con dispositivos de videovigilancia incorporados. Cosas del turismo en tiempos de pobreza.
En paralelo a las proyecciones convencionales, el festival mantiene la ya habitual colaboración con la plataforma VOD Filmin. Y a esta segunda ventana se une un goteo de microestrenos en salas alternativas, como la barcelonesa Zumzeig. Son chispas de luz cuyo fulgor evidencia que reina la oscuridad para el cine no comercial, al menos en los multisalas y en el decadente mercado videográfico. En este contexto de precariedad y resistencialismo, parece lógico que en la sección oficial abundasen los posicionamientos sociales y políticos. Fue el caso de las historias de exilios y retornos de Brûle la mer (Nathalie Nambot y Maki Berchache, 2014) y de Go Forth (Soufiane Adel, 2014), pero también del audiocomentario histórico-futbolístico de Al doilea joc (Corneliu Porumboiu, 2014). Los relatos de desencaje y exclusión de Slimane (José A. Alayón, 2013) y Naomi Campbel (Camila José Donoso y Nicolás Videla, 2013), complementaron el cuadro. Curiosamente, más que la ira, dominó la reconciliación con los orígenes, con el presente, con los traumas personales. Y aún así, la película ganadora resultó ser una pesadilla kafkiana, oscuramente cómica y bastante poco reconfortante.
Dos ficciones: Ben O Deigilim / Ventos de Agosto
El jurado otorgó el premio a la mejor película a Ben O Degilim (Tayfun Piserlimoğlu, 2014), uno de las escasos títulos a concurso en clave de ficción pura. En un mundo quizás más plural que el nuestro, la obra tendría un lugar en las salas comerciales. Porque, a través de planos fijos y sostenidos, tan desasosegantes para más de un espectador (o crítico) impaciente, el cineasta turco cuenta una historia que fácilmente puede despertar interés. Un trabajador de vida más bien gris accede a un cierto bienestar, sin rastro de entusiasmo, al emparejarse con una compañera con tendencia a la promiscuidad. A ambos les une una especie de fetichismo: ella se siente atraída por él porque le recuerda a su marido encarcelado, y él comienza a imitar a ese doble desconocido. El realizador observa soledades, frustraciones, locuras e insensibilidades con distancia y un cierto humor, en una coctelera que agita preocupaciones existenciales de forma sosegada pero vigorosa.
Ventos de Agosto (Gabriel Mascaro, 2014) fue otra propuesta orientada a la ficción. Su responsable se acerca a la relación de pareja de dos jóvenes que viven de la naturaleza en el Brasil rural. Sobria en el tratamiento de lo amoroso, sin rastro de la retórica verbal o visual del género romántico, la película comienza con un naturalismo lacónico y tenuemente poético. Predomina un minimalismo estático, que no miserabiliza ni idealiza en exceso las situaciones, embellecido por el colorido esplendoroso de los paisajes. Como en un cuento vacacional al estilo de Pauline en la playa (Pauline à la plage, Eric Rohmer, 1983), desaparece la obsesión de un cierto Occidente por el progreso constante, personal o colectivo: los personajes trabajan, viven y se relacionan lacónicamente, en el presente y sin proyectarse hacia ningún futuro. El relato toma caminos inesperados con la aparición de un sonidista (la música de la naturaleza es tan importante como la plasticidad de los encuadres de paisajes) y el descubrimiento de calaveras y cadáveres. En un verano de naturaleza rutilante, de cuerpos jóvenes que copulan sobre fruta, el recordatorio de la muerte genera superstición y rechazo.
Retratos de persona(je)s: Slimane / Naomi Campbel
A caballo entre la ficción y el documental, Slimane y Naomi Campbel coincidieron en contar con no-actores, personas reales que en buena medida recreaban su mundo y sus experiencias ante la cámara. Ambos filmes, además, toman su título del nombre (o pseudónimo) de sus protagonistas. Probablemente, la gran diferencia es que la película de Alayón partió de un guión preestablecido con el cual el cineasta mantuvo una relación de oposición. El tinerfeño trabajó “contra el texto”, según sus propias palabras, aunque finalmente mantuviese la estructura dramática original. La narración trata de varios jóvenes africanos que intentan subsistir en las Islas Canarias. La figura de dos amazig adquiere especial relieve: Slimane es un joven altivo, lleno de confianza, físicamente pletórico, y Moha tiene algo de escudero de su amigo.
Con reminiscencias de Pasolini, la película retrata una especie de vitalismo pícaro, de pequeños robos y juegos realizados con una energía más o menos asilvestrada. Así, el autor rompe con la dinámica de victimización propia de algunos exponentes de cierto cine social, sin dejar de representar las dificultades de unos chicos errantes, nómadas modernos, no-ciudadanos perseguidos: carne de cañón en una Europa de fronteras porosas para el capital y muros impenetrables para las personas. Eso sí, Alayón no aborda el futuro más bien oscuro que parece esperarles, quizás porque asume su mentalidad inmediatista, su lucha por la subsistencia y el goce. En su primer largometraje, el realizador muestra su preocupación por la estética, escruta unos cuerpos y unos rostros que parece admirar, pero también ofrece una narración con sus correspondientes catástrofes, su clímax… y un final enigmático. Curiosamente, como si se tratase de un aprendizaje sadiano, el protagonista acaba apaleado por la vida: castigado por su impulsividad, se encuentra con el final de su particular inocencia.
Nacida como un proyecto universitario, Naomi Campbel es una mirada libre a realidades incómodas como la transexualidad y la inmigración en ambientes de empobrecimiento y exclusión. Los dos directores, los chilenos Camila José Donoso y Nicolás Videla, se acercan al barrio de La Victoria, una zona especialmente combativa con la dictadura pinochetista. Lo hacen a través de Yermén, una tarotista que aspira a completar su reasignación de género con una operación que no puede pagar. Su esperanza es participar en un espacio de telerrealidades quirúrgicas, en cuyo casting coincide con una bailarina erótica que quiere devenir un duplicado de Naomi Campbell.
Los responsables parten de lo real para contar una historia. Las escenas con aspecto de documentalismo dramatizado se alternan con improvisadas grabaciones lo-fi realizadas por la protagonista. En estas últimas, una Yermén ebria vuelca sus preocupaciones, sus insatisfacciones y sus heridas psicológicas y sociales. En esos momentos, y también en sus tiradas de cartas o durante un test de Rorschach, la persona-personaje expresa una serie de ideas obsesivas. Quizá estas fijaciones son reales, pero contribuyen a que el resultado tenga un cierto aspecto de artificio, como si las instrucciones de los directores, o su criterio de selección del material, hubiese reducido en exceso a Yermén. Más allá de estas dudas, sorprende un final interesante por su ambigüedad: un ritual de autoafirmación que, a la vez, tiene algo de autonegación.
Exilios, retornos, luchas: Brûle la mer / Go Forth
El documental Brûle la mer se alzó con el premio especial del jurado. El protagonista y codirector es un recién llegado al mundo audiovisual, un tunecino que explica la revolución vivida en su país, la ilusión por llegar a Francia, la decepción sufrida en una Europa que posterga al extracomunitario sin dinero, y la correspondiente vuelta al hogar. Las formas usadas son sencillas, como es norma en un cine económicamente precario, pero se combinan con sensibilidad y diversidad. Porque los autores pueden dimensionar el poder de la voz humana ilustrando algunos testimonios con filmaciones fijas de paisajes urbanos, pero también invierten los términos y optan por la imagen pura y sin sonido durante la explosión emotiva del regreso a Túnez. Sorprende el tono desvaído con el que Berchache relata duras vivencias de exclusión, pero este distanciamiento potencia contrastes como un collage de voces que, en un crescendo ensordecedor, representan las exigencias del Estado. El resultado global es potencialmente sugerente, desprende una cierta poesía, y recuerda al Godard más político con pinceladas manieristas.
Go Forth fue otro documento con aires testimoniales. Su director explora el pasado de su propia familia, dividida entre Argelia y Francia tras el proceso de independencia. Emergen retazos de historias de compromiso con la revolución, de machismo y de dificultades económicas. Y una cierta advertencia que vincula el conflicto franco-argelino con los estallidos sociales en la periferia de las ciudades francesas: hay un deseo de emancipación, de soberanía, que no necesariamente está basado en el odio al otro, sino en la reivindicación de la dignidad y de las capacidades propias. Soufiane Adel filma a sus allegados y recupera metraje encontrado de expediciones educativo-coloniales. En paralelo, usa una cámara-dron que sobrevuela los suburbios como un demiurgo o un fantasma. Al inicio de la película, el robot alza su vuelo con música clásica de fondo, en una imagen de liberación casi onírica que, paradójicamente, hace uso de una tecnología también usada para la destrucción y la represión. Más allá de las experimentaciones técnicas, el autor proyecta una sensibilidad emotiva, muy basada en la familia y enraizada en el amor, especialmente en una suerte de happy end: “Si no nos hubiésemos querido, no habríamos sobrevivido”, afirma. Sus discursos sobre lucha de clases no le conducen a la desesperación, y llama al cambio sin ira.
Aridez con nombres ilustres: Sauerbruch Hutton Architekten / Al doilea joc
Las firmas de los afamados Harun Farocki y Corneliu Porumboiu avalaban las dos últimas propuestas a concurso, quizás las más áridas. En Sauerbruch Hutton Architekten (2013), la cámara del desaparecido realizador alemán se mimetiza con el trabajo de un afamado despacho de arquitectos. Gracias a esta infiltración, el espectador es testigo de multitud de situaciones: soluciones de compromiso para satisfacer a los contratistas, intuiciones insistentes entre lo visionario y lo infantil, probaturas de múltiples combinaciones de colores y formas, búsquedas de soluciones técnicas… La arquitectura y el diseño aparecen como una mezcla de profesión, de juego y de técnica.
Con Al doilea joc, Porumboiu ofreció una mirada oblicua a la represión durante el régimen de Nicolae Ceaucescu. El padre del realizador, Adrian Porumboiu, fue un árbitro de fútbol internacional. Como sus compañeros de profesión rumanos, sufrió vigilancias y amenazas para influir en sus arbitrajes a los dos grandes equipos del país: Steaua de Bucarest (asociado al ejército) y Dinamo de Bucarest (vinculado a la policía secreta). La propuesta es arriesgada: el cineasta y su progenitor comentan fuera de plano las imágenes de un viejo derbi futbolístico entre ambos clubes —tomado del archivo, sin otro trabajo de edición que la eliminación el correspondiente periodo de descanso—. Dicho partido se celebró, además, bajo una copiosa nevada: su calidad es tan cuestionable como la de la retransmisión televisiva, marcadas ambas por la climatología adversa. Pero, entre las imágenes neblinosas y confusas, emerge la batalla deportiva como símbolo de unos poderes que se anulan al confrontarse: empate a cero, empate a nada, tras un enorme esfuerzo fútil en un campo embarrado.
Si bien los primeros minutos del filme-audiocomentario nos sitúan en el contexto del control ciudadano de la dictadura, poco a poco se diluye cualquier posible intento de realizar algo parecido a una entrevista. El cineasta no aprieta, no incide, no repregunta, y quizás eso sirve para que emerjan con mayor naturalidad los marcos conceptuales en los que se mueve un Porumboiu padre refractario a la autocrítica. Justifica algunas decisiones cuestionables apelando al laissez faire de la ley de la ventaja, algo sorprendente en un contexto dictatorial pero que, en definitiva, conecta con una cultura de arbitrariedad en la aplicación de las normas. El antiguo colegiado resulta, además, un devoto del fatalismo: niega repetidamente que de todo el proyecto pueda surgir un documento atractivo, y ante la loanza de Corneliu a la particular textura de las imágenes, responde despectivamente que el campo parece una granja. Para Adrian, el fútbol de treinta años atrás no interesa porque es un producto perecedero, el recuerdo del pasado tampoco es relevante. La suya es una curiosa defensa del olvido que contrasta con el deseo del director, y de buena parte del cine rumano reciente, de hacer memoria.
© Ignasi Franch, diciembre 2014