Diálogo de Pedro Mexia y Àngel Quintana sobre el canon
Consenso y conversación
* Este artículo forma parte del dosier especial «¿Un canon cinematográfico para hoy?»
Margarida Assis (Argumento): Buenas tardes y bienvenidos. En nombre del Cine Clube de Viseu y también, si Lucas [Santos] me permite, de Transit, me gustaría agradecer a Pedro Mexia y Àngel Quintana que hayan aceptado la invitación para estar aquí hoy con nosotros a fin de hablar sobre el canon cinematográfico. Antes de empezar, querría presentar muy brevemente a nuestros invitados.
Àngel Quintana es catedrático de historia y teoría del cine, además de decano, en la Facultad de Letras de la Universidad de Girona. Tanto dentro como fuera del ámbito de su carrera académica, es colaborador habitual y desempeña funciones en diversas iniciativas y publicaciones periódicas como El Punt, La Vanguardia o Caimán Cuadernos de Cine; y, por supuesto, es autor de libros y monografías en los que ha tratados sobre diversos autores y aspectos del cine como, por ejemplo, sus vínculos con lo “real”, los inicios y antecedentes del cine o el séptimo arte contemporáneo.
Pedro Mexia es poeta, crítico, traductor y cronista. Posee un extenso currículum en el área de la literatura como autor y como coordinador de varias ediciones (por ejemplo, fue directo de la colección de poesía Tinta da China). Firma en varias publicaciones periódicas como el diario Expresso y, además, es cinéfilo profesional: fue director de la Cinemateca Portuguesa y ha escrito y hablado sobre cine a través de varios medios y formatos: su libro Cinemateca (2013) y sus intervenciones en las emisoras de radio Renascença y Antena 3 constituyen relevantes ejemplos.
El título de nuestra convocatoria y de nuestra conversación es “¿Un canon cinematográfico para hoy?” ¿En qué estaban pensando Argumento, publicación del Cine Clube de Viseu, y Transit cuando lanzaron la propuesta?
Hemos asistido a un cierto cuestionamiento o quizás incluso a una revuelta no solo en el cine sino también en la literatura y otros ámbitos de producción cultural por lo que respecta al conjunto que se considera, desde hace años o siglos, que constituyen las piezas fundamentales, las obras definitorias de ciertos modos de expresión, a veces de culturas enteras. Volveré sobre esa idea del cuestionamiento, sobre si es algo propio de nuestro tiempo o si siempre ocurrió; pero hablo de revuelta y cuestionamiento, y no de alargamiento o ampliación, porque me parece que, a menudo, esa lucha por la inclusión de ciertos autores, títulos o estéticas más marginalizadas ha ido en detrimento de otros elementos.
Me pregunto si se eso es necesario porque, de hecho, el concepto de canon presupone también un idea de exclusión, pues se considera un conjunto limitado. La primera pregunta que me gustaría hacer a los dos es: ¿para qué sirve un canon? ¿Es necesario? ¿Cuál sería su función? Y, en términos prácticos, ¿cómo puede una sociedad hacer uso de él? Comenzaría tal vez por Pedro Mexia.

«Ciudadano Kane» («Ciudadano Kane», 1941), de Orson Welles
Pedro Mexia: Considero que esa formulación ya define, en cierto modo, la respuesta. La razón por la que necesitamos de un canon que incluya algunas elecciones y excluya otras, algo limitativo como mencionaba, es que nuestro tiempo es limitado. “Nosotros”, las personas que apreciamos intensamente el cine en general, por oposición al canon enseñado en las facultades, del que hablaré más adelante. No vamos a ver todas las películas de la historia del cine. Necesitamos tener criterios que nos permitan ver no necesariamente los mejores títulos de la historia o los más significativos, o los más importantes, o solo las obras maestras, sino aquellos que, de acuerdo con unos criterios definidos, potencialmente nos interesan más, o nos intrigan, nos desafían, etc.
Sin embargo, hay varios problemas relativos a la manera como están hechos los cánones y a una cierta normatividad de los mismos. Lo cual está relacionado con los criterios antes mencionados: las exclusiones, cegueras deliberadas o no. Pero la existencia de un canon -un conjunto de obras importantes en la historia de un determinado arte- representa un conjunto de elementos que no se puede perder quien se interesa por él. En este caso concreto, se trata de un grupo de obras que cualquiera que esté seriamente interesado por el cine no puede dejar de conocer, aunque se trate de un proyecto para varios años o décadas. Me parece una idea buena y no problemática en sí misma.
El primer texto en el que pensé cuando fui invitado a esta conversación fue uno de Jonathan Rosenbaum titulado On the Necessity of Film Canons, justamente el subtítulo de su libro Essential Cinema (2004). Explica algo muy gracioso: que el primer encuentro importante que tuvo, cuando empezó a interesarse en serio por el cine, fue con un número de Sight and Sound, el de invierno de 1961-62, que consistía en una lista de las mejores películas. Porque Rosenbaum no es un cualquiera en la crítica de cine: tiene una trayectoria casi incomparable, sobre todo en cuanto al alcance de sus gustos; y es curioso que alguien como él diga que ese primer contacto llegó a través de una lista de filmes. Luego habla de otras listas que existían entonces y se refiere a Andrew Sarris, entre otros. Pero apunta también, inmediatamente, que está en desacuerdo con muchas cosas de las que se decían y habla de todo lo que aprendió. Habla del canon de Harold Bloom [The Western Canon: The Books and School of the Ages (1994)] y de por qué un canon cinematográfico tiene que ser forzosamente diferente de uno literario como el de Bloom. Como primer ejemplo, señala el hecho de que un canon de cine, dice, no puede ser, en absoluto, “occidental”: sería una amputación terrible para la historia del cine no incluir a japoneses, chinos, iraníes, etc.
Me parece normal que la gente tenga una relación conflictiva con la idea de canon que se resume, según entiendo, en un debate entre inclusión y exclusión. Exceptuando a quien tiene una visión absolutamente aleatoria de lo que lee y ve (lo cual no hace daño a nadie y tal vez haya mucha gente que vive así muy feliz), quienes poseen una visión un poco más sistemática considerarán ciertamente útil la existencia de un canon. Incluso como síntoma y forma de hace que discutamos. Por así decir, todo el mundo se pronunció acerca de la famosa lista de Sight and Sound, dominada durante muchos años por Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles, y luego por Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958), de Alfred Hitchcock. Ahora, todos andan discutiendo sobre Chantal Akerman y sobre si ha habido una especie de sobrecompensación: ¿cómo es que Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975) aparece en la lista en primera posición? Un film del que muchos cinéfilos ya habían oído hablar, como mínimo. No es evidente como mejor película de todos los tiempos -porque, de hecho, esa discusión no tiene sentido, como es obvio- pero fue la que se situó en primer lugar en esa lista.
Me parece interesante el hecho de que haya una discusión sobre eso. Como dice Rosenbaum, lo importante del canon no es seguirlo críticamente sino discutir con él. Y cuestionarlo, y proponer un canon diferente.

«Vértigo (De entre los muertos)» («Vertigo», 1958), de Alfred Hitchcock
Margarida Assis: Àngel, en cuando a eso, ¿cuál es su opinión?
Àngel Quintana: Coincido con algunas de las cuestiones que ha planteado Pedro pero también voy a discrepar con otras. Coincido básicamente en esa especie de necesidad de una guía; pero todo canon está sujeto a unos intereses políticos o ideológicos. La prueba estaría en el canon de Sight and Sound. Son muy diferentes los intereses que movieron a unos críticos, básicamente hombres, a votar El acorazado Potemkin (Bronenosets Potemkin, 1927), de Sergei M. Eisenstein, o Ladrón de bicicletas (Ladri di bicliclette, 1948), de Vittorio de Sica, antes que a Ciudadano Kane. O, ahora, hay una presencia mayor de la mujer en la crítica; y, si una teoría genera un cierto consenso y está en buen estado de salud, es la teoría feminista aplicada al cine. Todo eso genera que Jeanne Dielman ocupe el primer lugar. Pero esto no quiere decir ni que Jeanne Dielman sea la mejor película de la historia del cine ni que lo hubiera sido en su momento El acorazado Potemkin.
Necesitamos referencias pero, por otro lado, si hay un canon es porque estamos creando una especie de falso consenso. En el momento en el que se ha constatado que ya no se puede hacer una historia del cine como la de Georges Sadoul o la editada por Cátedra, tal vez deberíamos cuestionar la idea de un canon. Ya no hay historia sino historias. Por tanto, hay un canon pero, ¿qué es? ¿Es el de los historiadores? También es cierto que, en el año 1945, votaron cincuenta críticos, y ahora han votado quinientos. Todo eso está cambiando y, quizás, si planteáramos un canon de gustos del público, saldrían cosas con las que no estaríamos de acuerdo. Además, hay muchas cinefilias. Por ejemplo, la cinefilia aficionada al cine de terror no pondría a Jeanne Dielman en primer lugar. Por tanto, lo principal es que hay historias, que hay una pluralidad de intereses y de gustos. Por eso, hoy en día, todo intento de unificar resulta problemático.
Otra cuestión muy importante es la relacionada con Pierre Bourdieu y el concepto de la distinción aplicado al ámbito de la crítica. Cuando los críticos -yo el primero- votamos la mejor película del momento, del año o de la década, ¿a qué estamos jugando? A la distinción. Y esa distinción no nos lleva a aquello que podría ser importante o significativo, obras que han transformado las cosas, sino que jugamos a establecer nuestra propia distinción, la forma como nos estamos construyendo como críticos frente a la opinión pública.
Por otra parte, soy muy reacio a considerar la existencia de obras maestras. Si hay una expresión que me tengo prohibida en mis escritos es obra maestra; no la utilizo nunca ni la pienso utilizar. Pienso, como Honoré de Balzac, que la única obra maestra que existe es la desconocida. Quiero decir con esto que no hay verdades absolutas en el arte. El arte muta. Y están mutando nuestros gustos, nuestras opiniones. Puede ser que un día me levante y piense que Río Bravo (Rio Bravo, 1959), de Howard Hawks, es la mejor película, y al día siguiente crea que es una de Andrei Tarkovski o Jean-Luc Godard. Depende de nuestro estado de ánimo, de nuestros recuerdos, de nuestra relación con las imágenes. Río Bravo me puede parecer la mejor por una cuestión sentimental o afectiva, un recuerdo de cuando la vi por primera vez, mientras que, con Tarkovski, puedo tener una relación más intelectual. Nuestras formas de entender el cine cambian.

«El acorazado Potemkin» («Bronenosets Potemkin», 1927), de Sergei M. Eisenstein
Margarida Assis: Pedro tocó un punto que me pareció interesante y que tiene que ver con la idea de que quizás queramos ver películas y desarrollar el gusto por este arte antes de conocerlo realmente. Ese sería el objetivo de la existencia de un canon, según Pedro: revelar y dar a conocer qué es el cine. Algo interesante para reflexionar. Y eso, de alguna manera, me lleva a una pregunta que tiene que ver con la representatividad: ¿es importante? ¿Es un criterio relevante para definir un canon?
Al menos para mí, la representación siempre me recuerda a la identificación más que, quizás, a la identidad. Lo cual plantea una pregunta casi filosófica sobre si eso es lo que buscamos en el arte o si es lo que pretende darnos: esa identificación. ¿No es un poco perezoso querer identificarse sólo con el “espejo”? Es decir, ¿por qué sería más fácil identificarse con una mujer portuguesa, gentil, del siglo XXI, que con una francesa, judía, del siglo XVIII, por ejemplo?
Pedro Mexia: Volviendo al texto de Rosenbaum, creo que eso tiene que ver con algo que él también menciona, es decir, su desacuerdo con Harold Bloom cuando este último insiste en defender que su canon es estético. Rosenbaum cree que eso es insuficiente como criterio. Y esa es una elección que debemos tomar, por así decirlo. Porque hay ciertamente películas que son importantes, ya sea desde un punto de vista histórico, político o ideológico, como queramos, pero que no son necesariamente grandes películas de la historia del cine.
Recuerdo un libro muy interesante que compré en algún lugar hace cerca de veinte años. Supuestamente, hacía una selección de las películas más importantes de los años noventa. Pero, en realidad, la palabra películas tenía truco: eran las imágenes más importantes de los noventa. Entre ellas, había una fotografía de la paliza a Rodney King en Los Angeles. Los autores argumentaban que eran imágenes que había visto todo el mundo -tal y como ha vuelto a ocurrir más recientemente en Estados Unidos- y que tuvieron impacto sobre una comunidad política. Ahora bien, no estoy en desacuerdo con eso. Me parece confuso que se hable de dos cosas, ciertas las dos, como si fueran lo mismo. Un film famoso y sobre el que se han escrito textos importantes es el Zapruder Film (1963), en el que se puede ver la muerte de John F. Kennedy. Es una película importante históricamente e incluso se pueden hacer consideraciones estéticas acerca de él. O incluso de películas caseras o imágenes de cámaras de videovigilancia, todo ello registrado sin intención de ser un objeto estético. Tiene mucho interés. Sin embargo, no me parece muy relevante equiparar esa discusión a cuando hablamos de Yasujirō Ozu, por ejemplo. Mezclar así las cosas es hacer ruido.
En cuanto a la cuestión de la representatividad, hemos visto recientemente un ejemplo forzado: los documentales de Mark Cousins. Ya sea desde el punto de vista geográfico o desde el punto de vista de las mujeres. De repente, hay muchas películas y autores de los que he oído hablar por primera vez a través de Cousins. Creo que eso es importantísimo, naturalmente. Ni siquiera lo veo como representatividad en el sentido político de la palabra sino como una representación de lo que existe.
El cine no se limita a las películas occidentales. Si hay cine en África o donde sea, quiero hablar sobre el cine africano. No lo considero un deber de representatividad; no es más que la representación de lo que existe efectivamente.

«Ladrón de bicicletas» («Ladri di bicliclette», 1948), de Vittorio de Sica
De hecho, suscribo la antigua teoría que preconiza la existencia de una autonomía de la estética hasta cierto punto, en la medida en que eso sea posible. Por tanto, creo que podemos tener un canon estético del cine de la misma manera que lo tenemos de la pintura, etc. Por supuesto, las fronteras no son muy nítidas y lo que para algunos es estético para otros puede no serlo; pero tiene ventajas, como ya hemos dicho.
A veces, lo importante no es solo que haya varios cánones, por aplicar ese término, sino saber de dónde vienen. El caso de Sight and Sound es extraordinario porque no solo tenemos la lista de los críticos, debidamente identificados, sino también las elecciones de los cineastas: ¡son bastante diferentes! Y eso es muy interesante. Creo que se podría escribir un ensayo -puede que alguien lo haya hecho ya- sobre la comparación entre esas dos listas. Hay títulos que son muy importantes para los críticos pero menos para los cineastas, sean cuales sean las razones -buenas o malas, poco importa-. Por lo tanto, la representatividad significa, para mí, mostrar la diversidad tal y como es, porque claramente existe.
No tengo especial interés en una relación con las artes en términos de representatividad relacionada con porcentajes o cuotas. Eso no me dice mucho. Puede ser necesario en determinadas circunstancias, a pesar de ser un criterio que no considero muy relevante. Y pienso que el hecho de que, actualmente, estén apareciendo muchas visiones y propuestas diferentes hace que nos liberemos. Estamos hablando del canon como si fuera algo opresivo. Pero no lo es. Nadie tiene que leer los libros que eligió Harold Bloom. Él era un crítico muy conocido y publicó un libro; quien quiera puede seguirlo, quien quiera puede proponer otro, y quien quiera puede no leer ninguno de esos libros. Tampoco vale la pena acentuar el carácter “autoritario” de esos cánones. Es algo propio de los cánones escolares, pero esa es otra discusión para la que no me siento preparado, puesto que no los conozco suficientemente bien. No soy profesor y no tengo experiencia.
Y sé que no es esa la pregunta pero me gustaría añadir: lo que me parece importante en nuestra relación con el cine es, aunque suene muy tautológico, ver películas. Aun sabiendo que la representatividad es importante, me preocupan las exclusiones en aumento de algunos filmes en lo que se refiere a programación o a su estatus canónico y por razones que no tienen nada que ver con el cine. Absolutamente nada. Tienen que ver con la vida de los realizadores, con sus ideas. Es un movimiento que ha surgido en los últimos años en el contexto universitario y que, a mi entender, es imposible que me adhiera. Dejar de ver una película por conocimiento de algún aspecto desagradable en la vida del cineasta es algo que me resulta completamente ajeno.

«Río Bravo» («Rio Bravo», 1959), de Howard Hawks
Margarida Assis: gracias, Pedro. ¿Está de acuerdo, Àngel?
Àngel Quintana: Sí y no. Si nos fijamos en Sight and Sound, es cierto que la lista de los críticos es diferente de la de los cineastas y esto es bastante representativo porque demuestra la idea de que hay muchos cánones posibles. Si hablamos de representatividad, vemos que la vieja cinefilia se rasgó las vestiduras porque había ganado una película que no habían visto -es decir, una parte de la vieja cinefilia no había visto a Chantal Akerman. Pero una lista como la de Sight and Sound sí que puede atrapar algo del aire del tiempo. Un canon es un consenso, y los consensos tienen algo de falso pero atrapan algo del aire del tiempo. Que Jeanne Dielman gane muestra el peso de la crítica feminista o la preocupación por cómo los modelos patriarcales han marcado la historia del cine de una manera que es necesario cambiar.
Pero, dejando de lado el feminismo, quizás la presencia de Akerman está poniendo sobre la mesa el debate sobre la relación entre arte contemporáneo o conceptual y cine conceptual. Y de qué modo, para una cierta cinefilia, a partir de los años 2000, con la llegada del digital, el cine conceptual se ha convertido en un cine privilegiado en la selección de los festivales. No me gusta nada el concepto anglosajón de slow cinema, prefiero la idea francesa del cine sustractivo. Hay que tener en cuenta de qué manera ese cine que sustrae elementos clave del relato se ha convertido en un modelo frente al cine comercial. Esa representatividad va más allá de las singularidades. Yo no voté a Jeanne Dielman sino a Kinuyo Tanaka porque me interesaba más en aquel momento. Pero entiendo que la lista, aunque no me represente, sí representa algo del aire del tiempo. Y eso me parece interesante.
La otra cuestión es de qué manera hay formas de poder que establecen cánones. Volviendo a Harold Bloom, su canon es diferente del de Sight and Sound, que sale del consenso; Bloom es alguien que hace su propio canon y lo singulariza. Es también el caso de Mark Cousins, que a mí no me interesa nada. Cousins es, en este momento, el falso historiador que está contaminando la historia del cine porque tiene poder mediático y es anglosajón. La vieja historia del cine se había escrito en Francia, Italia u otros países, pero no en el ámbito anglosajón. Se está generando un modelo y tiene que ver con la manera como se crean tópicos y formas de influencia en determinados gustos cinéfilos. Es lo mismo que pasa con Roger Ebert, que durante unos años se convirtió en el crítico mundial de referencia. Lo lees ahora y ves que hacía más bien review, una especie de descripción muy aséptica, pero no hacía literatura cuando escribía. Y no había un pensamiento fuerte. Estos modelos están debilitando algo que para mí era fundamental: entender la crítica como forma de pensamiento y la historiografía como forma de investigación o como forma de hacer «historias».
Quizás los cánones estéticos tenían que ver con las formas de pensar. Recuerdo que, en una entrevista, Bloom se preguntaba, hace veinte años, por qué no se estaba estudiando la figura de William Shakespeare en las universidades americanas (y Shakespeare es una figura esencial de su canon). En cambio, decía, cuando se descubre una poetisa inuit y lesbiana, se convierte en objeto de estudio. Lo de Bloom tenía un punto de provocación gratuita pero sí que nos hace pensar en la cuestión de la distinción: alguien ve una película que nadie más ha visto y se convierte en una obra maestra presente en los cánones personales por una cuestión de distinción mientras se dejan de lado cosas esenciales. Si un canon es representativo del aire del tiempo, volviendo a Sight and Sound, ¿hasta qué punto también es representativo que grandes cineastas clásicos como Howard Hawks no estén, como tampoco lo estaban en la lista de los años cuarenta, cuando el marxismo estaba más presente y marcaba ideológicamente los cánones? Ahora hay otras formas de ideología que quizás hacen que esté más presente un determinado tipo de autores que otros que habíamos clasificado como clásicos.

«Histoire(s) du cinéma» (1989-1999), de Jean-Luc Godard
Margarida Assis: El tiempo en que vivimos es tan frenético y las relaciones de los individuos con el arte son tan volátiles y quizás temperamentales… ¿Cómo cabe la idea de canon en esta realidad tan voluble?
Para avanzar un poco, querría proponer que hablemos de una cierta distinción entre forma y contenido. Hace un tiempo, salió en The New York Times Magazine un artículo de Jason Farago titulado Why Culture Has to Come to a Standstill en el que sugiere que vivimos un tiempo en que no hay originalidad. Lo que vemos en las artes y la cultura responde un poco a la política ecológica de las tres erres: reducción, reutilización, reciclaje. Por otra parte, nunca antes se produjo tanto como ahora. Creo que en el cine es muy evidente esa democratización. También podemos discutir si es real o a qué moldes responde. De hecho, hacer películas estaba, hace unos años, solo al alcance de unos pocos; y no es que ahora sea posible para todo el mundo, pero se ha vuelto mucho más fácil. Hay muchos más objetos y podemos discutir también si esos objetos son o no son cine, como decía Pedro: la captación de imágenes que quizás muchos de nosotros no consideremos cine mientras que otros sí. Les quería preguntar si esa democratización está, de alguna manera, relacionada con la falta de originalidad de la que habla Farago. ¿Están de acuerdo en que vivimos un tiempo en el que no hay originalidad? ¿Cómo se relaciona eso con la idea, tal vez elitista, de un canon? No sé si estarían de acuerdo…
Àngel Quintana: Has introducido un tema que me parece importante, el de la originalidad. Y detrás de eso hay otro tema que me preocupa más, que es cómo definir el cine del presente. Me encuentro muy cómodo entre 1995 y 2010, quince años en los que, con la llegada del digital, aparecen algunos fenómenos como nuevas formas de documental o el cine minimalista del que hablaba antes, y todo eso ha generado otras maneras de pensar el cine moderno. Pero, de 2010 en adelante, no tengo referentes para definir lo que está pasando. En algún artículo he hablado de un neobarroco pero no sé si podemos realmente podemos aplicar lo de neobarroco a algunas manifestaciones actuales o incluso si es un término viejo: el libro de Omar Calabrese que hablaba de neobarroco es de finales de los años ochenta. Tampoco podemos hablar del cine postmoderno; podríamos decirlo en la década de los noventa. Hoy, por ejemplo, una película de Yorgos Lanthimos es evidentemente postmoderna pero, ¿es únicamente eso? ¿Qué tiene que ver Lanthimos con una película postmoderna como El club de la lucha (Fight Club, 1999), de David Fincher? Lo que está haciendo el cine es dar vueltas sobre sí mismos. Un caso curioso: el año pasado, celebramos como las grandes obras del año películas de despedida, como Los asesinos de la Luna (Killers of the Flower Moon, 2023), de Martin Scorsese, El sol del futuro (Il sol dell’avvenire, 2023), de Nanni Moretti, o Cerrar los ojos (2023), de Víctor Erice. ¿Dónde está lo nuevo? Sí hay cosas nuevas pero quizás echo en falta algo que me sorprenda. Y quizás hemos abandonado un cine de «en medio», más aceptado por un cierto público.
Se ha abandonado más la estética para ir hacia el contenido. Y quizás el problema de fondo está en las series de televisión. Los guionistas han substituido a los directores. Por tanto, el concepto de puesta en escena ha pasado a un segundo plano. Y ese cine de guionistas está relacionado con otro fenómeno: en nuestro presente, hemos vuelto a un modelo de crítico en el que pesa más el pensamiento ideológico que el estético. Aquí también tenemos un problema: que un director esté cancelado porque ha hecho algo en el pasado. Detrás de la cultura de la cancelación hay una posición ideológica, pero estamos olvidando la estética. Una de las grandes revoluciones del pensamiento crítico en general fue la idea de matar el autor. Y se mató, con todos los excesos que eso comportó. Ahora no solo lo hemos rehabilitado sino que la vida del autor está marcando el sentido de las obras, lo cual abriría otra línea de debate.

«Zapruder Film of Kennedy Assassination» (1970), de Abraham Zapruder
Margarida Assis: “Matamos” la obra y dejamos al autor.
Àngel Quintana: ¡Sí, sí!
Margarida Assis: Pedro, ante de continuar con usted, ¿puedo leer un extracto de un artículo que está relacionado con lo que Àngel acaba de comentar?
Pedro Mexia: ¡Por supuesto!
Margarida Assis: Haré una traducción simultánea mientras leo y tal vez poco fina pero considero que engarza muy bien con lo que Àngel decía. “En el siglo XX aprendimos que separar ‘estilo’ y ‘contenido’ era una falacia. Pero, en el siglo XXI, el ‘contenido’, esa palabra, se cobró una suprema venganza como único componente de la cultura que nuestras máquinas consiguen comprender, transmitir y monetizar completamente. Lo que no puede ser categorizado no puede ser streamed, transmitido online. Para pasar el filtro, el arte tiene que convertirse en información. Entonces, sí. Hay nuevas canciones sobre SMS y ghosting, aquella ausencia continuada de respuesta. Sí, hay películas de superhéroes sobre trauma y comedias sobre alteraciones climáticas. Pero, al privilegiar las partes de la cultura que pueden ser resumidas y compartidas (las narrativas, los personajes, las letras, las lecciones), los medios digitales han aplanado una esfera de cultura autónoma en un terreno moral que Aristóteles reconocería. Volvemos a querer que nuestro contenido refleje automáticamente el mundo y produzca sentimientos saludables en sus consumidores – catarsis”. No sé si estaría completamente de acuerdo con la interpretación que hace Farago de la poética, pero creo que es un párrafo muy elocuente. Y, ahora, doy la palabra a Pedro.
Pedro Mexia: Me gustaría decir dos cosas sobre originalidad. En primer lugar, como lector y admirador de T.S. Eliot: él dice que “los malos poetas citan y los buenos poetas roban”. Y su poema más conocido tiene pasajes enteros que son citas y apropiaciones de versos de otros. E eso nos pareció hace cien años y nos sigue pareciendo ahora extraordinariamente nuevo. No soy muy sensible a la cuestión de la originalidad. Recuerdo tener un desacuerdo con João Bénard da Costa, al que no le gustaba Quentin Tarantino porque decía que aquello era todo reciclado. Es evidente que lo era, pero mis problemas con Tarantino -que no son muchos- nunca tendrían que ver con eso. Aunque los tuviera, no irían por ahí.
Por otra parte, muchas de las cosas que nos parecen nuevas se insieren en lo que se llama la “tradición de lo nuevo”. Doy ejemplo de lo que quiero decir. Me gusta mucho Hong Sang-soo, es uno de los cineastas actuales que más aprecio. Por una parte, parece nuevo en relación a los esquemas de producción más pesados y menos maleables. Por otra parte, es Nouvelle Vague, es Eric Rohmer, son personas hablando. Jóvenes hablando. Por tanto, ¿es o no es nuevo? Parece nuevo comparado con la mayor parte del cine actual pero el modelo viene de atrás, de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Otras veces es al contrario. A veces, me irrita que ciertos cineastas se apropien de una especie de amnesia del público, que parece que pueda pasar impunemente faltas de originalidad. Pongo un ejemplo: el grado de pillaje que Paolo Sorrentino hace del patrimonio de Federico Fellini es, para mí, insoportable en la medida en la que hay espectadores que nunca tuvieron contacto con Fellini y encuentran eso maravilloso. Les parece fantástico, imaginativo, conmovedor. Y las cosas buenas que tiene Sorrentino, que no son muchas, han sido saqueadas de Fellini. Por tanto, creo que ese es otro lado del canon. El lado de la memoria del cine. Incluso lo que mencionó ahora Àngel, aquello que se llama slow cinema en la tradición anglosajona. Por ejemplo, tiene mucha gracia el posfacio -que no prefacio- de Paul Schrader a su libro sobre Yasujiro Ozu, Robert Bresson y Carl T. Dreyer, dedicado a sí mismo. Le interesa decir: sobre ese cine de sustracción, yo escribí este libro. Sobre Ozu, Dreyer y Bresson. O sea, en cierto sentido, la sustracción ya estaba ahí. Bresson es el ejemplo típico. Es quitar la psicología, la banda sonora, quitar todo. ¿Eso hace que las personas que hacen ese tipo de cine hoy en día sean menos originales? No sé si esa expresión tiene alguna utilidad, honestamente.

«El sol del futuro» («Il sol dell’avvenire», 2023), de Nanni Moretti
Margarida Assis: ¡Muy bien! Pedro, ¿alguna palabra acerca de esa separación entre forma y contenido? ¿Está de acuerdo en que el nuevo canon, si es que hay un canon, se asienta en la separación taxativa entre esos dos elementos y en que se privilegia el contenido sobre la forma como criterio?
Pedro Mexia: Creo que es una distinción que a todos nos han enseñado a ignorar. Básicamente, la idea de que la forma y el contenido de una obra de arte son cosas diferente está tradicionalmente considerada como muy poco interesante. Es verdad lo que se ha dicho sobre las plataformas y las series. Y es verdad que las series han reaccionado a los asuntos de actualidad con más rapidez que el cine, temas de actualidad que podemos considerar como contenido. Por ejemplo, hay multitud de series sobre “los ricos” como Succession (2018-2023), entre otras; las polémicas sobre la cultura woke y sobre el #metoo han estado mucho más presentes en las series que en el cine. Pero eso es un hecho casi sociológico o periodístico, es decir, no es porque un determinado objeto, en este caso una serie de televisión, esté más ligado a nuestra actualidad cotidiana. Algo sobre el #metoo no tendría que ser necesariamente más relevante que algo sobre John Ford, que supuestamente no tiene nada que ver con nuestra realidad cotidiana. Percibo eso, pero tampoco le doy demasiada importancia.
Creo que el cine, como todas las artes, tiene en realidad un componente formal enorme. De ahí que se diga muchas veces, como crítica negativa, que una película es “televisiva”. Es decir, es una película en la que la marca formal se apaga, que podría haber sido realizada por cualquiera y nadie notaría la diferencia. Es la razón por la que, por ejemplo, la gente vio durante la pandemia muchas series, en particular de Netflix, que eran muy parecidas entre sí. Se hacía difícil marcar una diferencia y lo que era autoral, de hecho, era el argumento. Eso es interesante porque, ahora, no se puede decir que el argumento en el cine esté viviendo un periodo esplendoroso, como pasó en el cine americano de los años setenta. No soy fundamentalista hasta el punto de decir: “eso no interesa, no hay que ir por ahí”. Hay una gran diferencia entre el cine y lo demás: los escritores siempre escribirán los libros que tienen que escribir, aunque se queden en el cajón después de su muerte, pero el cine no es así. Siendo como es el cine un arte colaborativo y caro, depende de que haya condiciones para que la gente filme. No creo que haya nada más desalentador que un gran cineasta que quiera contar su historia y no tenga disponibilidad para ello porque “esa cuestión no es una de las que están a la orden del día, no es un tema popular en este momento”. Me parece algo terrible. No quiero decir que eso es lo que vaya a pasar pero probablemente sería una pérdida que alguien tuviese que, en el fondo, captar el Zeitgeist para hacer la película que quiere realizar.
Margarida Assis: Lucas, ha pasado mucho rato desde el inicio de nuestra conversación y quería preguntarte si querrías intervenir porque sé que también has reflexionado sobre la cuestión de las plataformas y los nuevos métodos de consumir y ver cine.

«Succession» (2018-2023), de Jesse Armstrong
Lucas Santos (Transit): Ahora que Pedro hablaba de las plataformas y Àngel ha mencionado las últimas películas de Erice, Scorsese y Moretti, querría plantear el papel de determinados canales o instancias que ayudan a transmitir y a generar el canon. Uno de ellos son los festivales de cine pero también me pregunto sobre el papel de las filmotecas, el de la propia crítica o el de esas plataformas de streaming que son como un océano en el que es especialmente difícil navegar. Me gustaría conocer su opinión al respecto.
Àngel Quintana: Sobre el tema de las formas de crear el canon, es evidente que los festivales condicionan tanto el canon como las formas de ver. El festival depende de un comité de selección que, cuando elige las películas que van a la sección oficial, está creando su canon. Y, sobre todo, me refiero a tres grandes festivales: Berlín, Venecia y Cannes (podríamos añadir Toronto pero está en otro continente y no nos afecta tanto). Y todos los festivales que hay en Portugal o España parten de ese canon, incluso un festival de serie A como el de San Sebastián. La sección oficial es lo que menos interesa y les interesa más vender al público las películas que vienen de otros festivales. Se crea un fenómeno porque una película que no pase por los festivales y vaya directamente a las salas parece una película huérfana. Incluso las plataformas están empezando a necesitar a los festivales, lo cual genera un debate interesante: ¿el cine de plataformas tiene la misma categoría? Es el debate que hay ahora entre Cannes y Venecia: Cannes rechaza a Netflix y Venecia lo aprovecha.
Esto está generando también una especie de distorsión en la forma de ver las películas. Los festivales están generando un canon. Más allá del poder que tenga Thierry Frémont y su equipo en el momento de seleccionar lo que va a Cannes, un festival tiene un papel de representación del canon y atrapa, a pesar de todo, el aire del tiempo. Cuando voy a Cannes, quizás no me interesa tanto descubrir la gran película -siempre descubro alguna- como ver sobre qué está pensando el cine en ese momento concreto. Es difícil que se dé algo así en otras artes como la literatura, acaso sí en la música: la idea de que, durante diez días, vas a ver cuarenta o cincuenta películas de directores de diferentes partes del mundo que hablan de los conflictos que hay ahora y que proponen estéticas partiendo de tradiciones muy diferentes. Y eso te acaba generando un cierto estado. A mí me gusta mucho preguntarme en qué está pensando el cine en cada momento y hacia dónde va el cine. Creo que mi deber como crítico es tomar nota de las transformaciones del cine, y del cine como reflejo de donde vivo. Eso es lo que me interesa de un festival, no los premios. Siempre me pregunto por qué los festivales de cine tienen premios y los de teatro no. O uno de música: el Primavera Sound no da premios, ¿por qué los tiene que dar un festival de cine? Pero ésa es otra cuestión.
Pedro Mexia: En el caso portugués, hay algo interesante, que es la manera como los festivales contribuyen o no a aquello que llamábamos cinefilia. Porque la cinefilia ha cambiado mucho. Hay incluso personas que descartan la palabra, no les gusta y creen que está superada por una u otra razón. Por ejemplo: por citar solo dos festivales de Lisboa, DocLisboa e IndieLisboa, han sido bastante importantes para renovar la atención precisamente en el documental y en los cortometrajes. Hay mucha gente haciendo cortos en Portugal (en todas partes, en realidad, pero aquí también). Creo que hay una cinefilia de nicho en el sentido de que, como ya han dicho otros, hay películas que son un éxito en los festivales y gracias a eso se estrenan en salas, pero luego nadie va a verlos. O sea, es como si hubiera una cinefilia que ya no es generalista, por así decir. Por supuesto, siempre hubo autores que no eran generalistas, pero había un cierto número que formaba parte del patrimonio cinematográfico con ciertas obras, ya sea para el cinéfilo más sofisticado o para el menos exigente. El caso más famoso es ciertamente el de Godard, que hasta los años sesenta estuvo en ese circuito amplio y más adelante, en parte por voluntad propia, dejó de estar ahí. Pero es un poco extraño que haya cineastas de festival. Y está claro que no pasa por voluntad de ellos, ni tampoco de las personas que organizan los festivales y que querrían, por el contrario, que contribuyeran a dar visibilidad. Pero no son muchos los casos en los que eso acontece. En realidad, lo que ocurre es que muchos de esos festivales dan visibilidad a los cineastas en otros festivales mayores y no en las salas. Hay una especie de jerarquía de festivales: se empieza a tener éxito en los pequeños y se va subiendo a los grandes. No hay nada malo en ello.
Vivimos unas décadas en las que había un patrimonio común del cine del que podíamos hablar todos los años, un conjunto de películas que todo el mundo había visto. O que todo el mundo que va al cine había visto. Creo que es importante. Y eso se ha anulado por la pérdida de interés de la gente en el cine, por la pérdida de diversidad en el panorama de exhibición, por el conformismo de las propias distribuidoras, etc. Digo esto porque conozco bien un ejemplo que sigo atentamente: la poesía. Aproximadamente un tercio de los buenos libros de poesía publicados en Portugal todos los años no se encuentra en ninguna librería. Son ediciones de autor, marginales, que se encuentran en una librería muy específica. En fin, los libros continúan existiendo y las personas, si quieren de verdad, llegan a ellos; pero, a la vez, los libros no entran, por así decirlo, en la corriente de conocimiento común de la poesía. Creo que eso está pasando también en el cine. Hay cineastas de los que se hacen retrospectivas, festival tras festival, y que nunca han tenido un estreno comercial en salas. Y no me parece que sea un buen síntoma.

«Los asesinos de la luna» («Killers of the Flower Moon», 2023), de Nanni Moretti
Àngel Quintana: Creo que tienes razón pero no sé hasta qué punto. Hay cineastas -todos podemos pensar en nombres- que no han ido a ningún festival grande pero son importantes. No son tantos, ahora los circuitos se han ido cerrando bastante. Quizás unos no irán a Cannes o a Venecia, pero acabarán yendo a Róterdam o a Locarno. Lo que sí hay es una confrontación, pero no tanto entre público y festivales como entre público de multiplex y de salas en versión original, arte y ensayo o como se llamen. Ahí sí hay una frontera. Hay un público que se ha acomodado a las series en las plataformas y los blockbusters en los multiplex, y otro público que busca un cine más de autor y que se nutre más de los festivales. La diferencia entre estos dos modelos de público es cada vez más grande y parecen irreconciliables. Aunque, a ver, yo no creo que un cine sea mejor que el otro y a veces me encuentro en los blockbusters con cosas muy interesantes. Para mí, una de las películas que marcaron algo en la década entre 2010 y 2020 fue Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), de George Miller. A nivel formal, me estaba descubriendo más formas que una parte del cine de autor que estaba viendo.
Quería también plantear una pequeña reflexión. Entre la cinefilia portuguesa y española hay una diferencia. Creo que Portugal ha sido tradicionalmente un país más abierto a la modernidad del cine que España. Aquí, en los años ochenta, había muy pocos nombres como Manoel de Oliveria, Paulo Rocha, João Canijo, João César Monteiro, etc. Teníamos un cine más acomodado, menos de autor, menos radical. Había algunos, pero estaban marginados porque no tenían acceso a festivales. En cambio, el cine portugués podía tener más buena salud en el exterior que en el interior. Hace años, me dijo Paulo Branco que la clave de Portugal era que el mercado interior era muy pequeño y por eso tenían que pensar en el exterior; en cambio, en el cine español, el mercado interior es más grande y por eso se piensa menos en el exterior. No sé hasta qué punto eso ha cambiado.

«Cerrar los ojos» (2023), de Víctor Erice
Margarida Assis: ¿Alguna idea al respecto, Pedro?
Pedro Mexia: No sé explicar por qué pasaron esas cosas pero la verdad es que fue así. Intento siempre huir de lo patriótico pero es verdad que hay algo en el cine portugués, que ha tenido desde los años sesenta una presencia muy significativa en el panorama europeo. Pero eso se alcanza a costa de un desinterés casi total del público portugués. Había un cliché sobre Oliveira, de quien se decía que todas sus películas duraban siete horas y solo tenían dos planos. Recuerdo cuando fui a ver Un día de desespero (O dia do desespero, 1992) que, si no me equivoco, dura unos setenta minutos. Una persona me dijo que era “un film de muchas horas” y yo repliqué: “No, solo tiene setenta”. Y esa persona no se lo quería creer porque estaba completamente poseída por ese cliché. Pero lo cierto es que Oliveira tuvo alguna que otra película que funcionó muy bien. Creo que No, o la vana gloria de mandar (‘Non’, ou A Vã Glória de Mandar, 1990) fue su mayor éxito desde el punto de vista social por tratar sobre la historia de Portugal. Pero no tenemos una relación saludable con nuestro cine. Al mismo tiempo, y sin conocer suficientemente el cine español como para opinar, tengo una cierta envidia de los países en los que, al final del año, una buena parte de las películas más vistas son de producción nacional. Esto provoca que el cine tenga cierta repercusión internacional en un determinado circuito, pero un diálogo insuficiente con la gente. No digo que la culpa sea de los cineastas, naturalmente, ni tampoco de las personas; ni siquiera tiene mucho interés usar la palabra culpa. Pero, de hecho, tenemos unos “Oscar de juguete” que se llaman Globos de Oro y las películas que los ganan no han sido vistas por casi nadie; la gente vota porque ya ha oído hablar del cineasta. El cine portugués no tiene una repercusión real en la cultura nacional generalista. Y eso me impresiona un poco.
Àngel Quintana: En España ha pasado lo contrario: a veces, las películas más vistas o las que ganaban son las que no circulaban por el extranjero. Hay muchos nombres de directores populares en España que seguro que no conocéis en Portugal. Desde cierto conocimiento como cinéfilo, veía en el cine portugués más creación de formas, cosas no encontraba en el cine español, más mecánico.
Lucas Santos (Transit): Quizás el quid de la cuestión es a quién se dirige un canon, si su objetivo es ensanchar la cinefilia o no. Tengo la sensación de que la cinefilia se va haciendo más pequeña y no sé si está condenada a desaparecer o a convertirse en algo muy elitista.

«Mad Max: Furia en la carretera» («Mad Max: Fury Road», 2015), de George Miller
Àngel Quintana: Quizás la respuesta es la idea de que hay muchos cánones porque hay muchas cinefilias. Antes, Pedro hablaba de un momento en el que, quizás, el público reconocía todas las películas porque las había visto. Pero también tenemos que pensar cuáles eran esas películas: el cine americano, el cine del país y un poco de cine europeo. Y, cuando hablamos de cine europeo, se trata del británico, francés e italiano, pero no sabíamos nada de cine griego. Y no he visto aún ninguna película de Luxemburgo, no sé si existe el cine luxemburgués. [Ríe] Pero, en todo caso, hay que pensar que el cine japonés llega a Europa a principios de los años cincuenta con Rashomon (1950), de Akira Kurosawa. Y conocemos a cineastas como Mikio Naruse desde no hace tanto. Sabíamos básicamente de Kenji Mizoguchi y de Kurosawa. Recuerdo que, en 1991, estaba trabajando en un periódico y me llegó la nota de prensa que anunciaba que se estrenaba por primera vez en España una película china, que era Sorgo rojo (Hong gao liang, 1988), de Zhang Yimou. Antes, la cinefilia era más fácil porque era una, y ahora hay muchas.
Pedro Mexia: Sorgo rojo es probablemente la primera película china que vi.
Àngel Quintana: Yo también. Y estamos hablando de hace solo treinta años. Entonces, el campo era más reducido. Ahora, en cambio, puedes ser cinéfilo y dedicarte al cine experimental. Y, en Barcelona, encontrarás una sala donde cada domingo te ponen películas experimentales. O puedes dedicarte al cine de terror y obviar a Dreyer -bueno, menos Vampyr (1924)-, a Bresson o a Godard. O centrarte en el cine clásico e ir cada día a la filmoteca pero nunca a una sala comercial. La cinefilia se ha fragmentado y eso hace que no haya un lenguaje común. Antes lo teníamos, ahora no. Puedes estar en el festival de Sitges y no sentirte identificado con la gente que está allí porque hablan un lenguaje que no es el tuyo.
Pedro Mexia: Hay un fenómeno curioso que tiene que ver con la representatividad. Más allá de las cinematografías más conocidas y de los tres o cuatro casos en los que hay una especie de escuela o galaxia, como en el caso de los cineastas rumanos, iraníes o surcoreanos, tengo la sensación de que, del resto del mundo, conocemos un cineasta por país. Por ejemplo, conocemos un turco: no sé si, en los últimos años, se ha estrenado alguna película que no sea de Nuri Bylge Ceylan. Tal vez sí, pero no lo tengo presente. Eso es muy limitativo. Y la mayoría de portugueses, quizás, solo son capaces de citar a Pedro Almodóvar. Eso también es una forma de representatividad muy injusta. Antes sabían quién era Carlos Saura, u otros.

«O Dia do Desespero» (1992), de Manoel de Oliveira
Margarida Assis: A modo de corolario, sé que siempre es difícil en estas conversaciones pero les propongo un ejercicio un poco pueril que consiste en que respondan, muy brevemente, a nuestra pregunta: ¿un canon cinematográfico, hoy? Un sí o un no, y una o dos frases que lo justifiquen, ¿puede ser?
Àngel Quintana: Yo creo que no hay un único canon cinematográfico sino muchos cánones posibles. En este momento de fragmentación del gusto, de múltiples pantallas y de múltiples historias del cine, es difícil. Sí puede haber un canon de consenso; podemos decir que es el de Sight and Sound. Pero, ese canon de consenso, ¿qué representa? Hemos venido hablando de un problema de representatividad. Más allá de reflejar algo del aire del tiempo, ¿hasta qué punto refleja un canon de consenso la diversidad de gustos y tendencias que hay en este momento en que es difícil que la gente se identifique con algo?
Pedro Mexia: Creo que un canon es como una conversación. Podemos hablar para escuchar cosas con las que no estamos de acuerdo o que nos sorprenden. Por tanto, un canon, para mí, es una selección que genera una respuesta y esa respuesta consiste a menudo en contradecir, en recordar lo que no está ahí. Desde mi punto de vista, es un diálogo, no son las Tablas de la Ley. Es una conversación en la que cada persona da su respuesta. A veces, coincidimos con lo que nos proponen y otras no. Me encanta ver listas de películas indias porque siempre descubro títulos que incluso se han estrenado en los cines sin que yo me enterara. Siempre hay algún crítico que admiro y que me sugiere que un determinado film es bueno por cierto motivo, y lo voy a ver. Acostumbro a decir que veo más películas buenas en los diez últimos días del año, cuando salen las listas, que en los 355 anteriores. Me gusta todo tipo de listas. Umberto Eco tiene un libro llamado El vértigo de las listas (2009) y yo soy un adepto del vértigo de las listas.
Àngel Quintana: Y yo, por ejemplo, participo en el juego. Pero, cuanto tengo que poner una nota a una película, creo que traiciono mi oficio de crítico, que consiste en pensar, argumentar. Pero una nota no sirve para nada, es solo parte de un juego. Y la culpa es de Cahiers du Cinéma, que fueron los primeros que introdujeron esto de las puntuaciones por estrellitas en los años cincuenta.

«Rashomon» (1950), de Akira Kurosawa
Margarida Assis: Para ayudar al común de los mortales… Muchas gracias a todos, una vez más en nombre del Cine Clube Viseu y de Transit. Continuaremos conversando, ¡hasta pronto!
Pedro Mexia, Àngel Quintana, Lucas Santos: Fue un placer, muchas gracias. ¡Hasta pronto!
Margarida Assis: Igualmente, ¡gracias!
© Argumento / Transit, junio de 2014

«Vampyr» (1932), de Carl T. Dreyer