Cannes 2014
Perdidos en el lenguaje deshabitado
1. Bye, bye, language! Siempre acabamos topándonos con Godard y siempre, ¡maldición!, hay que darle la razón. Ya podemos ir despidiéndonos del lenguaje, al menos tal y como lo conocíamos. Es la despedida que se produce antes de una calurosa bienvenida: siempre hay un antes y un después de la imagen, aunque en realidad —y eso ya ocurría en Numéro deux (1975) y Scénario du film ‘Passion’ (1982)— sea un delante y un detrás. Es una despedida que, por el contrario, puede dejar un vacío a su alrededor, como si ya no hubiera donde mirar de tan gastada que tenemos la mirada o como ese silencio que debe escucharse después de que estalle una bomba atómica. El futuro, entrecomillado y en negrita, conjugado con los nombres conocidos, que ya sabemos escribir a ciegas, convidados de piedra a una fiesta de etiqueta con demasiados porteros de discoteca diciendo quién y quién no tiene que entrar. Una fiesta en la que no vale colarse, esa Zona Cero del cine llamada Cannes.
Para un crítico, como es el caso, condenado a la sección oficial y a la crónica diaria, Cannes 2014 podía resumirse, otra vez, en uno de los momentos más espectaculares de Adieu au langage, en la que el sofisticado efecto estereoscópico concebido por Godard hace posible que cada uno de los ojos del espectador vea un plano distinto de una misma escena, y que solo confluyan en un punto del encuadre, donde la sobreimpresión se purifica, se enfoca. Con un ojo decías adiós a ese lenguaje que no interesa, que vive de rentas, incapaz de abdicar o dejar paso a los que realmente se plantean qué es el lenguaje y cómo reaccionar a sus mutaciones. Con el otro observabas de refilón lo que ocurría en los márgenes, atento a las posibles (pocas) sorpresas que ofrecía la competición, y las incongruencias de su hermana menor, Un Certain Regard. Convertido en camaleón esquizofrénico, este crítico, que lamenta no poder ejercer de cazador de tendencias por exigencias del guión (y que lamenta, sobre todo, haberse perdido documentales como Eau Argentée, Syrie autoportrait —Ossama Mohammed y Wiam Simav Bedirxan— o Maïdan —Sergei Loznitsa—, que, cuentan algunos colegas fiables, fueron de lo mejorcito del festival), se debatió entre el cero y el uno, en un sistema binario diseñado por Thierry Frémaux en el que la incapacidad para el riesgo y la apuesta personal se daba de bruces contra el muro de la nueva película de Godard, que parecía seleccionada para dejar en evidencia a sus competidoras (definitivamente no estaba en la misma liga: Godard es una isla, o mejor, un archipiélago), a la organización del certamen (que la programó para forzar su dimensión de evento más allá del bien y del mal) y al mismo Godard, que montó un previsible espectáculo de desplantes, declaraciones incendiarias y video-cartas que habría hecho las delicias (o lo contrario) del Truffaut de La noche americana (La nuit américaine, 1973).
2. ¿Qué debió sentir Godard cuando el jurado, presidido por Jane Campion, le concedió el premio ex-aequo con Mommy, de Xavier Dolan? ¿No era en parte una humillación que la primera vez que estaba en el palmarés de Cannes compartiera honores con el cineasta más joven a concurso, habiendo firmado, incontestablemente, la única película avanzada a su tiempo de la sección oficial? Adieu au langage es un poema, una pintura, un grafiti, un esputo, una epopeya, un slide show, las memorias de un perro que deconstruye el mundo enroscado en su sofá. A sus ochenta y tres años, con sus arrebatos de cascarrabias y su sentido del humor escatológico, Godard se atreve a volver a empezar —a saludar la llegada de otro lenguaje— confesándose aislado, lejos del universo pero con ganas de avanzar, explorar y equivocarse. Tiene su lógica que Dolan esté, salvando las distancias, a su lado, a pesar de que el autor de Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962) haya declarado que el suyo es cine viejo. El director canadiense funciona por exceso de ideas, cayendo y levantándose como un atleta al borde del infarto, sin cejar en su empeño de buscar nuevas formas para representar el multiorgasmo emocional de sus personajes. Se nota la juventud de Dolan, y se nota que no ha pasado por ninguna escuela de cine que le corte las alas: pocos a su edad se hubieran atrevido a filmar un melodrama histérico à la Pialat –o à la Cassavetes- en formato smartphone. Y pocos se hubieran atrevido a abrir el formato, como quien abre una ventana, en dos ocasiones. Esa solución expresiva, de una ingenuidad desarmante, también define la verdad exacerbada, con el grito y la lágrima a flor de piel, de un triángulo de almas perdidas —una madre a lo Gena Rowlands, su hijo adolescente con TDHA y una vecina con el corazón roto— que se acompañan en un vaivén deslizante de risas y sollozos. Aunque de otro orden, la osadía de Dolan no desmerece junto a la de Godard, aunque al primero le encante Titanic (James Cameron, 1997) y al segundo le parezca, especulamos, un síntoma del fin de la civilización.
3. Y entonces llegó Jauja (Lisandro Alonso), que significa algo así como El Dorado en versión quechua, el tesoro de la felicidad, la película que justifica la existencia de un festival como Cannes. Es inexplicable que participara en Un Certain Regard cuando le daba mil vueltas a algunos filmes de las vacas sagradas rumiando a competición (no hablamos de Ken Loach, del que ya no se espera nada, ni de Michel Hazanavicius, que con la infame The Search confirmó que lo suyo con The Artist había sido el timo de la estampita (levanto la mano: fui uno de los timados)), pero ahí estaba, regia y modesta como un mástil, plantándole cara a la mismísima Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) para demostrar que ese western seminal y a la vez funerario fue el Inland Empire (David Lynch, 2006) de la década de los cincuenta. Podía dar la impresión de que Lisandro Alonso hubiera decidido hacerse más accesible enrolando en su nuevo viaje a una estrella como Viggo Mortensen. Bonita versión de lo accesible: entendámosla como una obra abierta, hipnótica, ambiciosa e irresistible (excepto para el jurado, presidido por el compatriota gaucho Pablo Trapero, que la ignoró en el palmarés: se intuye aquí una rivalidad que cristalizó en castigo).
Jauja empieza como la crónica en off de un genocidio. Un oficial danés y su hija, rodeados de soldados argentinos a la espera de entrar en combate. Una fuga por amor, y todo se pone en movimiento: el padre cruza un desierto, persiguiendo a un fantasma que destripa todo lo que sale a su encuentro. Luego, la búsqueda se transforma en un Gerry (Gus Van Sant, 2002) en solitario. Y llega la cueva, y la cita con una mujer que parece una de las proyecciones de La invención de Morel, y los perros, y el formato Academy, como de daguerrotipo pintado a mano (gran Timo Salminen detrás de la cámara), y el tiempo como un reloj de arena, y un túnel estrecho en el que cabe toda la imaginación del mundo.
Jauja tenía una menospreciadísima compañera de viaje en The Homesman, de Tommy Lee Jones. Otro western profundamente excéntrico, en el que el estado de Nebraska, en plena conquista del Oeste, es un manicomio para amas de casa, el escenario de una película de terror en el que la violencia de género es el pan nuestro de cada día. ¿Un western feminista? Por supuesto, como Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010) pero sin la coartada arty. Solo por el personaje de esa mujer trabajadora y paciente (admirable, quién lo diría, Hilary Swank), que daría un brazo por casarse, y que se hace responsable de una caravana de locas como quien se pone la camisa de fuerza, para darse de golpes contra la pared, la película cabalgaría a contracorriente. Se alzaron voces disidentes que criticaron que, en su segunda parte, el protagonismo se desplace al personaje de Tommy Lee Jones, mercenario sin hogar y sin escrúpulos que toma el relevo de lo femenino, como si la intención del cineasta no fuera otra que rendirse a un injustificado egotrip. Discrepo: bajo su aparente aliento neoclásico, The Homesman es, como Tropical Malady (Apichatpong Weerasethakul, 2004) o Mulholland Drive (David Lynch, 2001), una película bicéfala, bipolar, que se repliega sobre sí misma diseccionando el mito del héroe del western, que abraza su dimensión lunar con tanta pasión como en Los tres entierros de Melquíades Estrada (The Three Burials of Melquiades Estrada, 2005).
4. Ha sido un Cannes, sí, venusiano. Tal vez porque los lobbies feministas llevan un par de años machacando a Frémaux con el tema de la paridad —una paridad que, por desgracia, la industria ha convertido en una quimera—, tal vez porque la presencia de Jane Campion como presidenta del jurado impuso por defecto su criterio, las mujeres tomaron las riendas de la competición. En la notable Deux jours, une nuit, en la que los Dardenne vuelven a demostrar que no hay quien les tosa en su terreno, Marion Cotillard se desmaquilla, se deprime y organiza unas elecciones puerta a puerta para que sus compañeros de trabajo la voten cuando ni siquiera confía en sí misma. Naomi Kawase explota su marca de fábrica —el panteísmo zen, el misticismo vagamente malickiano— en Still the Water, y sin embargo, su película, que ella considera sin falsas modestias su obra maestra, nos ofreció dos de las secuencias más memorables del festival, en las que lo cotidiano de una conversación familiar, sobrevolada por la muerte, y la larga agonía de una de las protagonistas, nos pusieron los pelos de punta. Y entre Irma Vep (1996) y Demonlover (2002), haciendo parada y fonda en Las horas del verano (L’heure d’été, 2008), la Sils Maria de Olivier Assayas radiografía las ansiedades de una actriz madura (Juliette Binoche) al reflejarse en dos versiones de sí misma que, a su vez, están interpretadas por dos actrices (Kristen Stewart y Chloe Moretz) que funcionan como símbolo del vacío que da sentido a las estrellas mediáticas. Es la Eva al desnudo (All About Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1950) de la época de las redes sociales, si queremos reducir su apasionante complejidad a un simple eslogan. La Binoche, más bitchy que de costumbre, no fue la única que interpretó a una diva trasnochada. En cierto modo, la Julianne Moore de Maps to the Stars es su vitriólica caricatura en una sátira que David Cronenberg no controla del todo, en un filme que tiene sorprendentes arranques de vulgaridad y que, poblado por hostiles fantasmas, no consigue despertar ni un gramo de empatía por sus retorcidos personajes.
5. Welcome to language! En la otra orilla del lago Leman, allí donde Godard nos abandonó con sus aforismos, nos esperaba Winter Sleep. Tan lejos como en la remota Anatolia, que es al turco Nuri Bilge Ceylan lo que fue Región para Juan Benet o Macondo para García Márquez. Un territorio de discusión como lo es la Rusia norteña para Andrey Zvyagintsev en la ósea, bíblica Leviathan. Una piedra lanzada al cristal de un coche desata el exorcismo de la palabra. El protagonista, un actor retirado en un hotel rural, habla con su mujer, con su hermana, con sus vecinos. Habría que remontarse al Bergman de Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973) para encontrar una película tan atenta a la crueldad del lenguaje, y a su capacidad para densificar un encuadre que se limita a escuchar cómo las personas tienden a ocultarse tras la creencia de estar vapuleándose con verdades como puños. Ceylan habla de Chéjov, quizás porque el escritor ruso se deleitaba precisamente en describir cómo sus personajes se enredaban cada vez más en sus sueños hablados. Y sí, el director de Tres monos (Üç Maymun, 2008) filma la palabra como un paisaje desolado, en el que la fragilidad de la condición humana crepita como un tronco a punto de apagarse. Es mérito de su coraje como cineasta que las tres horas y cuarto pesen lo que pesa la suma de sus criaturas. Y en un festival donde los gruñidos lacónicos del pintor Turner (gran Timothy Spall moldeado por Mike Leigh) o los gruñidos paleolíticos de Gerard Depardieu (en la vergonzosa Welcome to New York, que Wild Bunch y Abel Ferrara convirtieron en el evento off en el que había que estar sí o sí) sonaron estereofónicos, se agradeció que el lenguaje volviera a conquistar la imagen sin imponerle su voluntad. Después de todo, tampoco había que despedirlo tan a cajas destempladas.
© Sergi Sánchez, junio 2014