La Biennale di Venezia 2013
Muerte (redención y signos de vida) en Venecia
Durante la 70 edición de la Muestra Internacional de Arte Cinematográfico de Venecia, celebrada del 28 de agosto al 7 de septiembre de 2013 (la segunda sin la dirección del añorado Marco Müller), los visitantes pudimos constatar, por si había dudas, que el festival ha variado ostensiblemente sus líneas de programación. Quizás no lo noten tanto quienes se limiten al recuento de caras conocidas en su Sección Oficial y Fuera de Concurso, pero ello es palpable sobre todo, y como ya habíamos advertido el año pasado, dentro de la sección Orizzonti, que antaño recogía programas (muchas veces magníficamente imbricados, con la dificultad que ello implica tratándose de obras que se presentan, en su inmensa mayoría, en première mundial) de largometrajes, mediometrajes y cortos a cargo de cineastas arriesgados y fuera de cualquier circuito de distribución comercial, pertenecientes muchos de ellos al ámbito del cine experimental. Sin embargo, muchos de los nombres que solían llevar sus nuevas creaciones al Lido en la era Müller, particularmente aquellos que se enfrentan al mundo con su cámara en completa soledad o que repiensan y transforman imágenes ajenas, no comparecieron el año pasado, ni se han dejado ver tampoco en 2013. Con todo, y pese a la flagrante reducción del espectro temático y formal del cine seleccionado en esta 70 edición (y, por tanto, también del interés de la muestra como foro para el descubrimiento de nuevos valores), concluimos que sigue mereciendo la pena acercarse a Venecia, pues algunos títulos continúan resultando reveladores y, por supuesto, la Sección Oficial acapara algunos de los trabajos más esperados de la temporada (no necesariamente los mejores, todo sea dicho, pero un detonante suficiente para justificar el desplazamiento al Lido año tras año). Y, por supuesto, la sempiterna alfombra roja recibió a un puñado de bien conocidos nombres que, me reafirmo en lo comentado en un artículo sobre la edición de 2011, siguen siendo esencialmente los mismos en el panorama internacional del cine industrial desde hace varios lustros.
Dado que volvimos a visitar el certamen en calidad de programadores y no solo de comentaristas cinematográficos, esta crónica (o, de nuevo, quizás no-crónica) de Venecia vuelve a entremezclar, esperamos que con menor timidez, consideraciones propias de uno y otro punto de vista, los cuales siguen estando unidos, al menos, por la misma cantidad de elementos que los separan. Además, constatar que otra vez se trata de un texto inevitablemente parcial, desde el momento en el que deja fuera algunas de las producciones no-europeas que se presentaron en Venecia en 2013 (así como obras de larga duración que lamentamos no haber podido visionar de forma completa, como Til Madness Do Us Part, de Wang Bing, o At Berkeley, de Frederick Wiseman), y contiene nuevos apuntes sobre la experiencia personal que supuso el certamen. Pero, sobre todo, esperamos que también se haga eco de las crecientes dudas, de las sensaciones encontradas y todo aquello a lo que programadores, cronistas, críticos y/o periodistas han de enfrentarse por fuerza, y más que nunca, cuando visitan un festival en el momento actual: ¿Cuáles son las películas que nos gustan? ¿Son necesariamente las mismas que nos interesan, las que nos mueven internamente? ¿Es el rechazo que nos provoca una película también algo válido, apreciable, digno de ser reseñado y de que sea experimentado por otras personas? ¿Es lógico que ese rechazo pueda llegar a resultarnos más interesante que la indiferencia de lo correcto, incluso brillante, pero olvidable por manido, por ya transitado, visto y oído? Por otra parte, ¿es posible establecer conexiones globales sólidas entre las obras de un festival que se propone competir directamente con los más relevantes del planeta (a nivel de difusión mediática y movimiento de capitales) por el estreno mundial de las obras? Es decir, ¿puede o debe la programación de un festival como Venecia alcanzar la coherencia intrínseca y el riesgo de FIDMarseille, Punto de Vista o Locarno, por poner tres ejemplos de certámenes minuciosamente trabajados hasta el último detalle, que han saltado al vacío y sin red en buena parte de sus ediciones, particularmente en tiempos recientes?
Uno de los primeros títulos proyectados en la Semana Internacional de la Crítica (una sección que, tras la transformación de Orizzonti, se confirma como uno de los foros más interesantes de Venecia en la actualidad, y que en 2012 permitió descubrir óperas primas tan recomendables como Eat Sleep Die -Gabriela Pichler- o A Month in Thailand -Paul Negoescu-) fue la producción eslovena Class Enemy, debut del joven realizador Rok Bicek, el cual sorprende particularmente por la profundidad de sus planteamientos a nivel filosófico. Un grupo de alumnos ve cómo su profesora de alemán es sustituida por un hombre de semblante serio y aspecto imponente, que pronto despertará animadversión entre sus nuevos pupilos. El interino rebosa erudición rayana con la pedantería, se muestra tal vez demasiado inflexible en su aplicación de argumentos racionales, e incluso se permite humillar a sus compañeros de trabajo, a los que se considera superior intelectualmente. A través de la propia experiencia (Bicek ha declarado que varios hechos recogidos en el film le sucedieron realmente), el cineasta es capaz de dar una visión de un país del que no nos llegan demasiadas noticias a través de los medios de comunicación mayoritarios (ni, en este caso, tampoco de los minoritarios). Para eso ha de servir también un festival, pero también para dar voz a obras que, como es el caso, no destacan por su construcción formal pero sí por analizar temas tan esenciales y poco comunes en el cine contemporáneo como las estrategias para afrontar los reveses de la existencia, y el modo en que el estoicismo o cualquier otra fórmula que vulnere las costumbres establecidas como socialmente aceptables es castigada por el grupo, o la propiedad con la que utilizamos el lenguaje (¿qué significa, por ejemplo, llamar a alguien nazi hoy en día?). Además, el film resulta también muy sutil a la hora de describir las estrategias mediante las cuales, desde el centro de estudios, se consiguen manejar las reacciones de alumnos y padres hasta solventar la situación.
La película parte de un argumento ya explorado por el cine en diversas ocasiones y de personajes muy estereotipados (tanto entre alumnos como entre profesores), y es que quizás, como en el caso de la de Bicek, las mejores (las más sorprendentes, las más memorables) películas del Festival fueron las que, partiendo de algo ya conocido, consiguieron traspasar los límites de sus propios planteamientos, al matizar, enriquecer y/o multiplicar el sentido de los materiales de partida. Es el caso de Double Play: James Benning and Richard Linklater, otra ópera prima firmada en esta ocasión por el crítico y programador Gabe Klinger, y auspiciada, entre otros productores, por André S. Labarthe, responsable (junto a la fallecida Janine Bazin) de la serie Cinéastes de notre temps. Por un lado, la película pone en relación teórica la obra de dos cineastas estadounidenses aparentemente antitéticos: Benning es uno de los grandes autores que, como mencionábamos en el primer párrafo del artículo, trabajan de forma completamente autónoma, mientras que Linklater, pieza clave en el cine indie USA desde finales de los 80 (y unos de los pocos portadores actuales de su llama), ha sabido construir una carrera plena de sugerencias y hallazgos obrando con un pie fuera y otro dentro de la industria. En su declaración de intenciones, Klinger recurre al instante del film en el que Benning habla de la importancia del tiempo, de la duración en el medio cinematográfico, pues considera que se trata de un elemento clave en la carrera de ambos: “En Benning, la duración se manifiesta dentro de la pantalla –los planos pueden durar desde segundos hasta horas. En Linklater, cobra más interés la duración entre películas (cf. La trilogía Before).” Pero tan o más importante que revelar sus intereses comunes (u ofrecer imágenes exclusivas del apasionante proyecto Boyhood, rodado por Linklater entre 2002 y 2013), es aún el hecho de que el documental termine por poner de manifiesto que ambos cineastas concurren al reflexionar (o inducir a la reflexión) sobre temas universales sin renunciar a ofrecer materia para la siempre contradictoria y nunca cerrada definición de la idiosincrasia estadounidense. Hay algo inmutable en ellos que se mantiene de un film a otro, relacionado con los Estados Unidos como nación instaurada recientemente en otro continente y en continuo proceso de auto-definición, como cultura hecha a sí misma a imagen, pero también a diferencia, de la vieja Europa. De ahí la importancia, más allá del guiño anecdótico, de las secuencias que muestran a Benning y Linklater jugando al baloncesto y, sobre todo, al béisbol, deporte practicado por Benning durante dos décadas y al que ambos cineastas han hecho referencia en sus obras. Gestos definitivos en una de las obras mayores de Venecia 2013.
El tiempo es también el elemento clave de The Police Officer’s Wife, de Philip Gröning, otra película importante en el contexto del Festival, en tanto que supuso, en acertadas palabras del compañero Joan Sala, una de las pocas obras que no estaban en el radar, ausente en las listas de películas más esperadas del line-up veneciano en la mayor parte de publicaciones especializadas, si bien era conocido el anterior trabajo de Gröning, El gran silencio. Y es importante no solo por su audacia al entremezclar distintos planos temporales, sino por la propia estructura que asume, de forma plenamente consciente, para mostrar la vida de una familia formada por tres miembros (padre, madre e hija pequeña). A saber: 59 módulos de duraciones variadas (desde unos segundos hasta varios minutos), cada uno de ellos ceremoniosamente encabezado y finalizado con rótulos sobre negro que anuncian el principio y fin de cada episodio. Semejante estrategia provocó la exasperación de parte de los asistentes a la première, que no dudaron en abandonar la sala, mayormente durante la primera hora de metraje (que se extiende hasta los 175 minutos). Sin embargo, la aceptación de esta tediosa premisa tiene su recompensa en los dos tercios finales del film, cuando algunas piezas comienzan a encajar entre sí y a dibujar un panorama en el que los ecos hanekianos conviven con los retazos de vida habituales en el cine de Terrence Malick. Ello evidencia la vocación de trascender cualquier elemento genérico mediante imágenes de gran belleza estética que aspiran a reflejar los insondables misterios de las relaciones afectivas y, particularmente, los lazos entre padres e hijos. Es una pena que, como comentaba Manu Yáñez (otro gran compañero de viaje en el Lido), tras su estreno mundial en Venecia sea ya complicado enfrentarse a la película sin tener datos sobre algunos de los temas que trata, como la no por ya consabida menos acuciante enfermedad intrínseca a la sociedad europea (y occidental en general), que anida bajo su opulencia material. Poder ver la película vírgenes de referencias nos convirtió, sin duda, en espectadores privilegiados, algo que quien tiene la oportunidad de acudir a festivales como el de Venecia debe por fuerza entender como un regalo, por muy estresantes que puedan ser sus jornadas de trabajo.
En Redemption, el cortometraje de Miguel Gomes que pasó por ser otra de las piezas mayores del certamen veneciano (y recibió una de las más sonoras ovaciones tras su proyección), el paso del tiempo es un concepto situado asimismo en primer término de la propuesta. Al emplear material ajeno, Gomes va más allá de una mera reformulación del trabajo de Marker o el último Godard, y procede a explorar el presente desde el pasado, sabedor de que el estudio de la disipación de sus huellas nos puede permitir interpretarlo, o al menos ver qué sobrevive y qué resulta ya irreconocible, y constatar por el camino las idas y vueltas de la Historia. Y es que quizás todo el cine que aspire a retratar el presente pase por cotejarlo con su pasado (como personas, como país, como civilización) y dejar en evidencia su inevidencia (en concepto de Roland Barthes), de modo que ofrezca algo que pueda asemejarse a la Historia en directo (quizás solo un espejismo, después de todo). Como en Tabú (Gomes) o en Árboles, donde el colectivo Los Hijos aborda el mismo tema en el caso español, las alusiones al pasado colonial (y a sus resonancias en el presente) parecen anunciar una voluntad de reseteo, a través de la cual se persigue de forma lúcida, intuitiva y solo aparentemente paradójica, dotar de alcance global a una definición del tiempo presente. Y no es casual que, para ello, Gomes se ayude en Redemption de la voz en off de personalidades como Maren Ade (una de las más interesantes cineastas alemanas de las generaciones posteriores a la llamada Escuela de Berlín) o el propio Jean-Pierre Rehm, director del ya mencionado certamen de cine documental de Marsella.
¿Y qué decir de Stray Dogs, si no que es significó el comeback que deseábamos y necesitábamos por parte de Tsai Ming-liang tras Visage, un desvío por lo demás deleitoso e incluso reivindicable (siempre que no se ponga en comparación directa con sus trabajos anteriores)? Debido a una enfermedad, el director abordó su nueva y conmovedora película, quizás la más rotunda de la Sección Oficial, creyendo que se convertiría en su obra testamentaria, y se nota. Misteriosa y con pasajes profundamente emocionantes, es una película que no parece tratar de nada en concreto, pero termina ofreciendo un retrato descarnado, frontal y desarmante de la realidad actual, de un mundo donde el personaje habitual de su filmografía, en compañía de sus hijos, sigue sin encontrar ilusión alguna a la que aferrarse pero, lo que resulta peor aún, parece haber perdido totalmente la esperanza de hallarla. La película retoma el universo de Tsai allí donde I Don’t Want to Sleep Alone anunciaba un cul-de-sac, y vuelve a abordar la problemática de la tecnología y las posesiones materiales como elementos que favorecen la falta de comunicación a nivel humano, para dotarla de un nuevo sentido en plena consonancia con el tiempo presente, quizá también reseteándolo de algún modo, aunque sin dejar de englobar todo lo anterior (no es baladí la aparición de varias actrices presentes en sus películas precedentes). Algo profundamente conmovedor se genera en este reencuentro de Tsai con el cine (aunque en realidad ha venido realizando un notable número de cortos en los últimos años), y de sus espectadores con el actor Lee Kang-sheng. Y hay también riesgo, pues la emoción desnuda de su arranque, que puede hacer pensar en Víctor Erice o Pedro Costa, se va deslizando en la parte final, tras una secuencia de acción con montaje de varios planos insólita en su cine, hacia universos abstractos, rayanos con el onirismo, a la búsqueda de nuevos significantes.
Sería injusto no hacer mención en este artículo a otras obras que lograron ofrecer algo inesperado sin por ello romper con la filmografía de sus respectivos autores. En La jalousie, Philippe Garrel ofrece la que tal vez sea la obra más accesible de su carrera, lo que no pasa por renunciar ni un ápice a su personalísima y humanista visión de las relaciones interpersonales (especialmente destacable, también en este film, su capacidad para retratar las relaciones paterno-filiales). Trufada de pasajes memorables (entre ellos, uno de los instantes más bellos y emotivos de su carrera, que muestra el cuerpo de una niña recibiendo el calor de otros cuerpos: amor en estado prístino), la gozosa ligereza de su argumento, unida a la entrega de los intérpretes y a la delicada fotografía en blanco y negro del veterano operador Willy Kurant, impidieron la protesta de una parte de los acreditados, que llegó al pase con el cuchillo entre los dientes (aún recordamos la bochornosa reacción de parte de los espectadores en el estreno en Venecia de Un verano ardiente en 2011). Por suerte, se impuso el sentido común y el respeto a uno de los grandes maestros del cine mundial en activo.
Otra grande, la estadounidense Kelly Reichardt, presentó su quinto largometraje, Night Moves, inesperado tanto por su temática (una mirada descreída al activismo ecologista radical), como por su apuesta formal, que encuentra su mayor referente en Hitchcock, pero no en la apropiación manierista de sus marcas de estilo más características (a lo De Palma, para entendernos), sino en el rigor a la hora de plantear el suspense a través del respeto al punto de vista narrativo. En su primer tramo, Reichardt describe con aplomo y precisión las (inter)acciones de tres personajes que pretenden ejecutar, por motivos ideológicos, un arriesgado plan, para estudiar en la segunda parte las consecuencias que lo ocurrido tendrá en sus vidas. Es en la parte final del relato donde irrumpe la indefinición genérica que, lejos de lesionar el conjunto, lo matiza y enriquece, hasta llegar a un inesperado clímax del que emanan vapores trashy dignos de un film de Cassavetes en los 70, al cual sigue un descarrilamiento del relato donde la amalgama de sensaciones, sentimientos y valoraciones éticas/morales resulta ya imposible de desentrañar.
Por su parte, en We Are the Best!, Lukas Moodysson vuelve a ambientar su última y muy satisfactoria película en Suecia tras el traspiés de Mamut, con la que logra una suerte de híbrido entre Escuela de rock y su propia Fucking Åmål. Reforzada por su intachable recreación de la década de los 80, está protagonizada por un carismático trío de muchachas que batallan por construir sus propias identidades al margen de sus compañeros y del mundo adulto. De hecho, uno de los aspectos más refrescantes del film es la ausencia de una figura adulta como hilo conductor o acompañamiento de las andanzas de las niñas, lo que aumenta la sensación continua de estar rompiendo las reglas (perfectamente transmitida por Moodysson con engañosa sencillez). El desenlace muestra a las protagonistas firmando la perfecta actuación punk: Tocar mucho peor de lo que uno sabe y liarla parda. Una vibrante película cuya ausencia de la Sección Oficial (estaba encuadrada en Orizzonti) parece fruto de una práctica habitual en los comités de selección de grandes festivales: Considerar que una película que transmite fundamentalmente optimismo, rezuma sensibilidad y, sobre todo, está protagonizada por niños, no tiene entidad para competir en la sección principal. Para quien esto suscribe, se trata de un mayúsculo error, pues la obra de Moodysson, bajo su apariencia de película amable, también nos habla acerca del mundo que fue y que es, de las utopías perdidas y de los cambios en los modelos de conducta adolescente, entre otros temas nada frívolos. El problema es que lo hace, como Linklater en la mencionada Escuela de rock o en la no menos jubilosa Una pandilla de pelotas, valiéndose códigos habituales desde hace años en el mainstream. Importante pararse a observar este cine y darle un hueco en los festivales al lado de propuestas más específicamente autorales o rompedoras.
Acabamos de hablar del mainstream, cuando en realidad es un concepto que conviene poner siempre en cuarentena pues, como ya advertía Àngel Quintana en la pasada década, hablar de Hollywood como un ente dotado de codificaciones cerradas y desconectadas de la realidad para el cine de consumo masivo ya no tiene demasiado sentido, si lo tuvo alguna vez. Las grandes productoras son desde hace tiempo compañías multinacionales, y la aparición de Internet como plataforma de difusión alternativa al camino clásico (estreno en salas, luego en vídeo o DVD doméstico, y finalmente en televisión), ha dinamitado el modelo mayoritario de consumidores con un reducido gusto común, impuesto por la distribución férrea de antaño. Y, en todo caso, se da el caso de que en el seno de las grandes producciones audiovisuales se han venido produciendo en los últimos años, tanto en cine como en TV, más y más productos perfectamente vigentes, brillantes y generadores de emociones complejas.
Varias propuestas estrenadas en Venecia demostraron que no es necesario dinamitar los límites, inventar nada desde un punto de vista formal, para ofrecer obras de interés. Child of God, dirigida por James Franco y presente en la Sección Oficial, adapta a Cormac McCarthy logrando, detalles escatológicos y necrofílicos aparte, una película de cierta entidad en su descripción de la América profunda, que detalla las tribulaciones de un personaje iletrado y asilvestrado hasta lo esquizoide. El espectador se ve enfrentado a la peliaguda disyuntiva de identificarse con él en su lucha por la supervivencia, que nos retrotrae a Essential Killing de Jerzy Skolimowski, presentada tres años antes en el Lido. Por su parte, en Tres bodas de más, la película que clausuró las Giornate degli Autori – Venice Days en pase especial, Javier Ruiz Caldera efectúa una perfecta translación española de los paradigmas de la comedia estadounidense contemporánea, en la línea de La boda de mi mejor amiga (Paul Feig), con sus consabidos giros argumentales y algún gag escatológico que haría las delicias de los hermanos Farrelly en su versión más bruta. La hazaña de Caldera pasa por haber sido capaz de llevar a buen puerto dicha extrapolación sin borrar la idiosincrasia hispana de la historia. Dicho de otra manera, la película no fotocopia una fórmula, sino que traduce minuciosamente su esencia y la conserva mediante una afinada dirección de actores que cercena todo exceso que amenace con desembocar en la chabacanería característica de la comedia española de antaño. ¿Es pertinente la presencia de un producto de vocación tan primordialmente popular en un certamen como el veneciano? Nuestra respuesta vuelve a ser afirmativa, en tanto películas como Tres bodas de más demuestran que son muchos los caminos que pueden conducir a un cine ligado con nuestro presente y nuestro pasado, tanto fílmico como histórico, sin caer en el cinismo o la nostalgia simplista, y sin alinearse ideológicamente con los cada vez más difusos pero palpables poderes dominantes. Y, como en el caso de We Are the Best!, nos parece imprescindible que este tipo de propuestas convivan y dialoguen con obras realizadas en los márgenes de lo que hoy es la industria del entretenimiento audiovisual.
El último trabajo de Errol Morris, The Unknown Known, gira alrededor de la figura de Donald Rumsfeld, lo que se dice un superviviente desde sus inicios en la política estadounidense a finales de los años 50, siempre en el ala más conservadora, y siempre en la (relativa) sombra, dispuesto a encargarse de las medidas y decisiones más (justamente) impopulares de cada administración. No tiene desperdicio el documental, que abusa del busto parlante para revelar, entre otras cosas, que el propio Rumsfeld es plenamente consciente de la desfachatez de los juegos de palabras que lo han hecho tristemente famoso, pero está dispuesto a asumir la logorrea (y directamente la mentira) en pos de su integrista visión de América (puede verse la película también como una historia de amor deforme –y patética– a unos ideales). También hay romances excéntricos en Sacro Gra, a la postre triunfadora inesperada en la Sección Oficial, donde Gianfranco Rosi retrata (y modela) la vida de variopintos personajes que residen en las inmediaciones del Grande Raccordo Annulare, la autopista que rodea la ciudad de Roma. Se agradece la falta de gravedad de su tono, que incluso deja espacio al humor (muchas veces absurdo), y también su mixtura de elementos costumbristas y apuntes inquietantes (cuando no directamente siniestros), que la convierten en una suerte de versión local de obras como Megacities (Michael Glawogger). Quizás lo más destacable, aunque no lo menos trillado, es el modo en que Rosi trabaja la contraposición entre día y noche, lo que le permite ofrecer hermosas y melancólicas imágenes de atardeceres que hacen pensar en L’aimée, de Arnaud Desplechin o, por qué no, en uno de sus referentes: John Ford. Tampoco descubría nada nuevo, a nivel de construcción formal, el documental Bertolucci on Bertolucci (Luca Guadagnino / Walter Fasano), pero su hábil y trabajada compilación de declaraciones del director parmesano de épocas diversas no solo resume los intereses cambiantes que han ido guiando su carrera a lo largo de las décadas (y también aquellos que se han ido manteniendo), sino que funciona a modo de masterclass del cineasta, gracias a una excelente labor de montaje y selección del material de archivo.
La artista multidisciplinar Anna Odell, cuyas provocadoras obras conceptuales son bien conocidas en Suecia, vio seleccionada en la Semana Internacional de la Crítica The Reunion, su largometraje de debut, una propuesta que se fundamenta en la exhibición del proceso de construcción de su propio dispositivo cinematográfico. Basada en experiencias de la directora, que sufrió acoso escolar en sus años jóvenes, se divide en dos partes bien diferenciadas. En la inicial, deudora de Celebración (Thomas Vinterberg) o el primer acto de Melancolía (Lars Von Trier), Odell (que se interpreta a sí misma en el film) imagina qué habría ocurrido si hubiese hecho acto de presencia en una reunión con sus excompañeros de clase a la que nunca asistió, lo que le permite explorar la evolución de las viejas jerarquías escolares desde el presente. En la segunda mitad, llega la vuelta de tuerca a la ficción, con Odell mostrando a sus excompañeros la película que ha imaginado sobre el reencuentro en cuestión (y que también acabamos de ver) para estudiar sus reacciones. La combinación de ambas partes hace pensar tanto en el cine de Miranda July (por el perfil de su creadora), como en el del tándem Spike Jonze / Charlie Kaufman (por la forma de entremezclar/manipular elementos reales e imaginados) y el del mejor Todd Solondz (incluye ramalazos de humor negro relacionado con la dictadura de las apariencias). En la Sección Oficial compareció igualmente otro producto hiperficticio: Tom à la ferme, de Xavier Dolan, que exhibe con orgullo una exuberancia de recursos estéticos y contrastes argumentales. El artefacto funciona gracias a la fe que su director y también protagonista imprime a los elementos de los que dispone, que incluyen una poderosa banda sonora de Gabriel Yared con ecos de Bernard Herrmann en su vertiente más wagneriana, y la intrusión de elementos pop, noir y del melodrama, deliberadamente inverosímiles y chocantes en un contexto rural y agrario. Una película que fue acusada de vacía por algunos cronistas, cuando precisamente es esa falta de pretensiones, de discurso o moraleja, lo que la dota de un aliento liberador.
Por supuesto, no faltaron productos audiovisuales plagados de contradicciones intrínsecas, de modo que solo fuimos capaces de apreciarlos de forma parcial, a veces no por sus estrictos méritos cinematográficos y, quizás en ocasiones, incluso interpretándolos contra la voluntad de sus autores. En Philomena (Sección Oficial), Stephen Frears, con la complicidad de Steve Coogan (productor, coguionista e intérprete) y la venerada Judi Dench, consiguió dar con la película perfecta para gustar al público, así como a buena parte de la prensa desplazada a Venecia. Se trata de una propuesta absolutamente calculada (basta fijarse en cómo se tratan de romper los conatos academicistas mediante una procacidad verbal a su vez también perfectamente controlada) y resuelta con el habitual buen hacer artesanal del director británico, pero de la que poco permanece en el recuerdo tras su visionado. Lo mismo cabe decir de Ana Arabia (Sección Oficial), de Amos Gitai, planteada como un único plano secuencia en el interior de una comunidad en la que conviven judíos y árabes, y transmisora de un claro mensaje conciliador. Sin embargo, el film solo sobrevive en nuestra memoria como retrato flotante y polimorfo (en la línea establecida por Antonioni) de un personaje femenino que sirve como hilo conductor de las diferentes historias, que es interpretado por la actriz Yuval Scharf. Algunas chicas (Orizzonti), del argentino Santiago Palavecino, funciona mucho mejor cuando invoca el cine de Lucrecia Martel que cuando echa mano de recursos efectistas del cine de terror (la mezcla resulta demasiado heterogénea en todo caso), mientras que Walesa, Man of Hope (Fuera de Concurso), del veterano Andrzej Wajda, malogra su proteica y consistente reconstrucción de la vida y actividad del ganador del Premio Nobel de la Paz en 1983, por culpa de una flagrante indecisión entre la mirada hagiográfica y el acercamiento irónico o crítico a su figura.
En Je m’appelle Hmmm… (Orizzonti), primer largo de ficción dirigido por Agnès B. (productora de cineastas como Harmony Korine, Jonathan Caouette o F. J. Ossang), la contradicción se manifiesta entre la emoción e ingenio de algunos de sus pasajes, y lo muy discutible de su tratamiento de los abusos sexuales (amén de algunas resoluciones narrativas concretas), si bien no llega, en ese sentido, a los insoportables extremos de Miss Violence (Alexandros Avranas, Sección Oficial). En Under the Skin, que competía en la Sección Oficial, Jonathan Glazer ofrece un producto de notable envergadura audiovisual, completamente disfrutable a nivel estético (nos atrevemos a definirla como un aparatoso remix entre Electroma –2006, Thomas Bangalter / Guy-Manuel De Homem-Christo–, Repulsion –1965, Roman Polanski– y Species –1995, Roger Donaldson–), si bien su espectacular acabado esconde un más que tosco discurso sobre la superficialidad de la sociedad contemporánea. En el documental Trespassing Bergman (Jane Magnusson / Hynek Pallas), por poner un último ejemplo, se produce una disociación extrema entre sus intenciones y el interés real de la propuesta. Como semblanza sobre el cine de Ingmar Bergman carece del más mínimo interés (para iniciados o para no iniciados), y sin embargo sí lo tiene la visita de varios cineastas a su residencia en Fårö, y las reacciones que siguen, muy elocuentes no respecto a Bergman, sino a cada uno de los invitados: Tomas Alfredson se burla abiertamente de su compatriota y recuerda su pasado nazi; John Landis parece reprobar, entre constantes bromas, la circunspección y el carácter autoral de sus propuestas; Claire Denis tiene que abandonar el edificio al sentirse abrumada por el peso del legado que contiene; o Alejandro González Iñárritu trata de convencer a los demás y a sí mismo de cuán sublime es la emoción que pretende ostensiblemente sentir ante cada estancia y objeto. Todos los directores se retratan: Woody Allen repitiendo cansinamente sus loas, Lars von Trier con sus características salidas de tono, esta vez sobre el furor sexual de Bergman (entre otras alusiones fisiológicas), Scorsese dividido entre su admiración y sus reticencias…
El de Bergman no fue el único rostro resucitado de entre los muertos en las pantallas del Lido en 2013, pues el Festival encabezó muchas de las sesiones con piezas documentales cortas procedentes del Archivo Luce (y disponibles aquí), en una jugada arriesgada que se reveló como un arma de doble filo. Evidentemente, se trataba de subrayar con documentos gráficos y sonoros la incuestionable importancia histórica del certamen, pero ello trajo un efecto indeseado: Ver desfilar por la pantalla, siquiera fugazmente, a Rossellini o a Welles, a Hitchcock o a Ford, antes de cada propuesta contemporánea, nos hacía inevitablemente anhelar poder viajar en el tiempo y asistir a aquellas otras ediciones, lo que generaba una sensación melancólica relacionada con la cacareada muerte del cine de la que tanto se ha hablado y escrito en los últimos años. Y, aunque no deje de ser engañoso, el efecto no resultaba positivo para el presente del Festival, algo que tampoco consiguieron paliar las obras resultantes del proyecto Future Reloaded, formado por micro-cortometrajes encargados por el certamen a 70 directores, con motivo de su aniversario. Bien es cierto que algunas de estas píldoras (como la realizada por Hong Sang-soo) poseían más interés que varios de los largometrajes seleccionados, y otras se revelaron como imprescindibles (como la aportación del gozosamente incombustible Jean-Marie Straub), pero no aliviaron por completo, como tampoco lo hicieron los mejores largometrajes exhibidos en Venecia, la sensación de pérdida. Parece hacerse más y más evidente para todo el mundo, pues, que el Festival pide a gritos una renovación, un nuevo impulso, para no convertirse en un festival muerto, lapidarias palabras escuchadas a unos compañeros italianos acreditados en sus últimos paseos por la muestra cinematográfica más antigua del mundo.