La portuguesa

Un sueño del sueño de …

 

Tras un viaje de luna de miel que ha durado un año, el señor von Ketten (Marcello Urgeghe) y su esposa portuguesa (Clara Riedenstein) llegan al castillo de este, situado en el norte de Italia. Ella acaba de dar a luz al primer hijo; él está ansioso por incorporarse a una larga guerra que su familia mantiene con el episcopado de Trento. La escena comienza con un plano fijo y lejano del castillo que se alza sobre una montaña rocosa. Desde el fuera de campo, nos llegan las voces de un coro entonando un cántico medieval. En el plano siguiente, más largo y elaborado, el coro de campesinos avanza por un camino. La cámara los acompaña en un travelling lateral hasta una intersección donde se cruzan con la comitiva de los von Ketten. El señor y la portuguesa, que van a la cola, se detienen para observar el castillo. Von Ketten trata de sembrar el desanimo en su esposa e intenta convencerla de que se vuelva a Portugal. Ella insiste en quedarse.

Clara Riedenstein y Marcello Urgeghe en La portuguesa

La confrontación entre la pareja —animada por el movimiento de los caballos que avanzan y retroceden mientras los actores tratan de dominarlos— ya evidencia que, en este film, el combate se juega en muchos frentes. Von Ketten desafía a la portuguesa con la amenaza de una espera interminable, la hiere al confesarle que sueña con su enemigo y que siente más amor por la guerra que por ella. Ante tal desprecio, la portuguesa emprende el galope. En dos magníficos planos, vemos a la mujer cabalgando, sorteando los matorrales, enérgica y decidida como una amazona. El quinto plano de la escena es una toma fija frente a la entrada del castillo: von Ketten monta pausadamente, pero la portuguesa lo adelanta y, con la cabeza alta y el porte erguido, cruza la entrada antes que su marido.

En esta escena que acontece al inicio de La portuguesa (A portuguesa, 2018) guerra y amor se revelan ya como los valores absolutos que definen el conflicto entre hombre y mujer. En este sentido, el film de Rita Azevedo Gomes nos remite a Gertrud (Carl Theodor Dreyer, 1964), que se construye sobre la dolorosa e irreconciliable brecha entre el universo femenino de su protagonista —que vive entregada a una idea elevada del amor— y el universo masculino de los hombres que se cruzan en su camino. En el film de Dreyer, la nota que Gertrud encuentra en el escritorio del hombre al que ama («El amor de una mujer y el trabajo de un hombre son enemigos mortales») desencadena el fin de su relación. En La portuguesa, no es el trabajo sino la guerra aquello a lo que von Ketten se aferra. Y su esposa lo sabe («Entre el trabajo y la guerra hay que escoger, ambos sirven para distraer la ira humana», dirá ella en una escena). En La portuguesa el combate entre amor y guerra confunde y contamina. El rival en el campo de batalla tiene algo de los celos del amante; mientras el amante tiene algo de las estrategias del enemigo.

Gertrud, de Carl Theodor Dreyer

Igual que Gertrud, La portuguesa es un film cargado de sentimiento que, gracias a su puesta en escena y al trabajo interpretativo, rehúye todo sentimentalismo. Las heroínas de estos films se definen por su carácter obstinado y por la extraordinaria fuerza de sus convicciones. Su determinación asombra a quienes las rodean, que no entienden sus razones. El estoicismo de estas mujeres tiene algo que escapa a todo victimismo. Su búsqueda no se deja coartar por el sentido común ni por los valores establecidos, respondiendo únicamente a su singular ética. «Veo el mundo sin los ojos del mundo», dice la protagonista a su pariente francesa, Antonie (Luna Picoli Truffaut), durante la conversación que mantienen en los jardines del castillo. Cuando Antonie insiste en que no merece esa vida, la portuguesa responde con una dureza burlona: «Merecer, merecer, ¿qué es eso de merecer o no merecer?».

Cine de la palabra justa, pero también del gesto preciso y de la concentración postural, el reto para los actores de La portuguesa pasa por transmitir sin hacer en exceso, irradiando una intensidad controlada. La cámara no se mueve por capricho, para decorar la acción o entretener al espectador, sino porque hay un motivo para ello. A veces, se trata de acompañar a los personajes o de desplazar el foco de la escena; otras veces, los movimientos de cámara abren o cierran el plano para revelar o aislar a distintos personajes. La directora tiene preferencia por la filmación a distancia y en profundidad, con encuadres amplios que permiten una cuidadosa organización de las figuras en el espacio y otorgan una presencia destacada al decorado. La portuguesa da gran valor al modo en que la luz se posa sobre rostros y objetos, a la textura y color de diferentes materiales y materias: pieles y cabellos; roca y musgo; vestidos, tejidos y tapices.

Una de las cuidadas composiciones de La portuguesa

Para Azevedo Gomes el plano es una unidad esencial de la que agota todas sus posibilidades y en la que el tiempo inscribe su paso, peso y poso. Una mañana, la portuguesa se despierta junto a su esclava mora (Rita Durão) y pide que vengan a vestirla antes de desaparecer en el fuera de campo. Las brasas crepitan en la chimenea hasta extinguirse. La alborada ilumina lentamente la habitación de paredes azules (este film tiene los azules más hermosos). La portuguesa, con un camisón distinto, vuelve a entrar en el cuadro. Las criadas comienzan a llegar a la estancia. Este plano único, sin cortes, pone en escena una elipsis en la que han transcurrido años.

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El cuento de Robert Musil en el que se basa La portuguesa combina, de modo fascinante, una intensa riqueza descriptiva con una enigmática ambigüedad semántica. En esta historia, encontramos pasajes que son como estampas; momentos donde la postura de un cuerpo, los bordados de un vestido, o las formas y colores de rostros y paisajes, se asientan como una visión vibrante. Todo esto parece concordar con el aspecto pictórico, el gusto por la composición y la atención al detalle del cine de Azevedo Gomes. Sin embargo, el cuento de Musil plantea no pocos retos para una adaptación cinematográfica. Parte de su fuerza está en el uso de metáforas y comparaciones intrínsecamente literarias, así como de pasajes más reflexivos donde no sucede acción alguna. En manos de una directora más acobardada esto hubiese sido resuelto mediante el recurso de la voz over. La portuguesa, en cambio, no teme añadir y substraer escenas al cuento de Musil, pero me gustaría concentrarme en el tratamiento que se ha dado a lo que se ha conservado del relato original.

Una de las viñetas cotidianas en la naturaleza de la protagonista

A petición de la directora, Agustina Bessa-Luís escribió el guion para el film, convirtiendo un cuento de doce páginas —narrado en tercera persona y sin apenas diálogos— en seis páginas de escenas dialogadas. El film respeta el marco temporal y sigue la progresión narrativa de los eventos, pero la narración misma ha sido fulminada, triturada, destilada hasta obtener pequeñas perlas que, luego, han sido diseminadas y puestas en boca de distintos personajes. El gesto es increíblemente astuto y potente, operando una interpretación del texto original en clave de adaptación creativa. En el film,  hay toda una transformación de pesos y acentos que da un nuevo vigor a algunos momentos, así como un énfasis más directo y cortante a ciertos temas y declaraciones. De los muchos ejemplos de esto, me gustaría comentar uno de mis favoritos.

«Por poco me hace perder la guerra. Se abrió, silenciosa como una rosa, llena de vida como estaba, lista para la partida, en las gradas de la iglesia. Sobre la piedra desde donde saltó al caballo que la llevaría de viaje.» Aquí se han fundido dos extractos que, en el cuento de Musil, están separados por años. Estas palabras, que solo en el film son pronunciadas por von Ketten, vienen acompañadas por dos imágenes. La primera, breve, nos remite a la noche de bodas y es uno de los escasísimos primeros planos de La portuguesa: la cabeza de la mujer descansa sobre una almohada; de pronto, sus ojos se abren de par en par, iluminando su sonrisa. La segunda imagen es una lúgubre panorámica sobre las montañas, cubiertas de niebla, que rodean el castillo. Este pasaje parece desencadenado por el delirio de von Ketten que acaba de ser herido en una batalla. La entrega de su esposa se revela así como un recuerdo dulce, pero también peligroso —por cuanto, para el hombre de guerra, representa una deliciosa amenaza—. Tras este pasaje, un von Ketten convaleciente vuelve al castillo para el único interludio amoroso en once años de guerra. Asistimos al reencuentro de la pareja, a sus juegos de cortejo y seducción, y a la abrupta partida de von Ketten a la mañana siguiente. La portuguesa es también un film sobre el aplazamiento del encuentro sexual, sobre las distintas maneras en que hombre y mujer viven el deseo, y —tal y como atestigua el desenlace del film— sobre la fuerza subterránea del amor carnal y los insólitos movimientos que produce a su alrededor.

El hombre y la mujer flirtean en su reencuentro tras años de guerra

Si Agustina Bessa-Luís es el eslabón entre el cuento de Musil y la película de Azevedo Gomes, en la propia ficción tenemos al personaje interpretado por Ingrid Caven, mediadora entre nuestro tiempo y el de la película. El suyo es un personaje que aparece intermitentemente y que podemos asociar a distintas figuras del teatro y la literatura. Como un espíritu (quizás el de la propia portuguesa: en una escena, las figuras de ambas son yuxtapuestas), ella se pasea libremente por distintos escenarios de la película, cantando y bailando. A mí me gusta pensar en Ingrid Caven como una soñadora de mundos: alguien que habita la historia de la portuguesa, que rescata a este personaje y, en ocasiones, se funde con él a fuerza de re-imaginarlo. También me gusta pensar La portuguesa como el sueño de un sueño de Musil. Un film hecho de capas que a veces son invisibles —como sábanas tensadas unas sobre las otras— y a veces evidencian sus pliegues y filigranas.

En la versión cinematográfica, la portuguesa ya no es morena como en el cuento original, sino una pelirroja como la Isabel de Portugal del retrato de Tiziano (que, según ha contado la propia directora, posiblemente inspiró al escritor). En el film de Azevedo Gomes, la portuguesa gana protagonismo, pasa a ocupar el centro del relato, pero su presencia constante no resta un ápice de misterio al personaje. Su espera —un tema que recorre la filmografía de la directora— es retratada a partir de viñetas cotidianas: paseos por los bosques, lecturas, conversaciones con sirvientas y visitantes, baños en el río, momentos con los hijos, tiempo dedicado a la escultura, al dibujo, a la música… Pero representación de sus fantasías, ninguna. Los pensamientos, imaginaciones y fantasías de esta mujer, le conciernen solo a ella.

Ingrid Caven, en La portuguesa

Más que una fidelidad superficial al relato de Musil, La portuguesa demuestra un respeto riguroso por algunos de sus principios. La cadena de causas y consecuencias no siempre obedece a una lógica discernible y mantiene un punto indescifrable. Pese a que, en varias ocasiones, los bosques, colinas y animales son asociados con el diablo y la brujería, La portuguesa rehúye el coqueteo con los códigos cinematográficos de lo sobrenatural o lo fantástico. La narración es alusiva y elusiva al mismo tiempo, plantando una serie de signos y acontecimientos que parecen empujar a una lectura en clave simbólica pero, al mismo tiempo, conspiran contra ella.

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«Cuando uno espera mucho, puede suceder lo que solo sucede muy raramente», dice la portuguesa al principio del film.

Puede suceder, quizás, que el amado retorne, que su cuerpo y sus ojos ya no parezcan los mismos. Que a la espera le suceda otra espera, esta más negra aún y sin horizonte.

Pero también puede suceder que de quien ya no se esperaba nada, algo salga. Un acto cuyo sentido se medirá por sus consecuencias. Y que un matrimonio que parecía muerto resucite bajo las sábanas.

Si esto es obra de dios o del diablo, que el espectador decida. La paciencia es sabia. Y la portuguesa, filósofa, como los gatos.

La espera de la portuguesa durante años no es en vano

 

 

© Cristina Álvarez López, abril de 2019