Recorrido libre por el cine de 2014

La seducción misteriosa

 

Cuando parece salvaje e indestructible. Cuando todavía no la comprendemos. Cuando aún no está domesticada. Nick Cave se refiere en estos términos —en una de sus muchas divagaciones en 20.000 días en la Tierra (20,000 Days on Earth, Iain Forsyth y Jane Pollard)— a una canción recientemente compuesta, pero bien podría aludir a una película que contemplamos por primera vez. ¿O es que acaso el músico australiano no busca al escribir sus melodías lo mismo que perseguimos los cinéfilos al sentarnos frente a una pantalla? Si Cave sigue componiendo tras tantos años de carrera no es tanto para refrendar sus gustos, sino para reencontrarse con ese misterio genuino, con esa emoción inasible que (nos) despierta una creación artística cuando no alcanzamos a aprehenderla. Y es que, antes del análisis pormenorizado, de darle al play infinidad de veces, de tararear una letra o de congelar un frame, nos conmueve un fulgor inicial, unas imágenes y/o sonidos capaces de golpearnos íntimamente más allá de toda lectura interpretativa. Por tanto, si de lo que se trata aquí es de recorrer mi 2014 cinematográfico no puedo más que compartir el anhelo del bueno de Cave y detenerme en esos filmes que, de un modo u otro, me han seducido conservando su opacidad y que, aún hoy, me resisto a domesticar. No vaya a ser que su misterio se extinga.

Nick Cave in 20,000 Days on Earth. Picturehouse Entertainment

Pero vayamos por partes y maticemos antes las impresiones del vocalista de los Bad Seeds. Porque, al fin y al cabo, ¿pueden las mejores películas (o canciones) realmente agotarse? Nos podemos cansar durante un tiempo de ellas, podemos memorizarlas al dedillo y hasta podemos conocer todas las motivaciones de sus creadores, pero algo logra atraernos todavía en cada nuevo visionado (o escucha). Lo plasma así Paul Schrader en su memorable ensayo sobre el canon cinematográfico: “Lo eterno es condición sine qua non de lo canónico (…) el gran arte “resiste”, puede ser experimentado repetidamente, ser apreciado por generaciones sucesivas; con el tiempo, crece su importancia en el contexto. (…) Títulos que fueron flor de un día, fiascos, en el momento de su estreno —Ciudadano Kane, Vértigo, Centauros del desierto— han devenido árboles de hoja perenne”. Dicho esto, es probable que varios de los filmes que han marcado este 2014 no soporten el paso del tiempo y que otras propuestas, todavía fuera de foco o ninguneadas en las impulsivas listas anuales, sobresalgan a largo plazo, una vez su alcance se perciba en futuros cineastas y espectadores.

Es difícil saberlo, pero Stella Cadente podría convertirse en una de esas películas que ganan relevancia con el transcurrir de los años. Al menos, por lo que a mí respecta, su recuerdo me ha arropado durante largos meses con una deliciosa intensidad, que me ha devuelto una y otra vez a ese castillo en el que Amadeo I (Àlex Brendemühl) daba rienda suelta a sus placeres, soñaba con una España diferente y se (des)encontraba con el amor. Las cuidadas composiciones del filme (que remiten tanto a la pintura —Goya, Courbet, Caravaggio…— como a los interiores de Manoel de Oliveira) convierten ese lugar en una suerte de receptáculo del imaginario estético-sentimental de Lluís Miñarro, que llena de capas y citas su película sin que ello logre saturarnos. Quizás porque Stella Cadente es antes una estancia abierta en la que perderse (y gozar libremente) que una habitación cerrada solo accesible a quienes dispongan de la llave de sus inagotables referentes.

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Siendo como es una obra de considerable madurez intelectual, casi una síntesis de todo aquello que ha amado el Miñarro creador y espectador en sus 65 años de vida, sorprenden el desenfreno juvenil, los caprichos narrativos y el tono desprejuiciado de la película, cuyo corazón se revela tan histórico como deliciosamente pop. ¿Cuántos cineastas pueden permitirse filmar a un rey del siglo XIX bailando al son de una melodía ligera de Les Surfs? ¿O atrapar el reencuentro amoroso entre Amadeo I y la reina María Victoria en un conjunto de diapositivas palaciegas? Si acaso Sofia Coppola, pero el director catalán va más allá del juego posmoderno de María Antonieta (Marie-Antoinette, 2006) y emplea sus anacronismos para repensar nuestro presente social y político. Al fin y al cabo, Stella Cadente es tanto una celebración hedonista (sexo, alcohol, comida, arte…) como un sentido alegato ilustrado en un país (el nuestro) alérgico a la cultura, la igualdad y la razón.

Es particularmente bello ver cómo, una vez se evidencia el fracaso del monarca en sus empeños reformistas y sentimentales, el relato tiende a la disolución y a lo onírico. Solo, dominado por sus pensamientos y delirios, Brendemühl se mueve por el castillo como un cuerpo abstraído y desorientado. La muerte entra en escena, pero también las máscaras, lo animal, las lluvias de confeti y las nubes de colores. La melancolía que afecta a este rey incomprendido no le resta, sin embargo, instantes de clarividencia, como cuando declama las palabras de un libro con suma precisión: “El hombre no puede esperar ni debe querer conseguir el aprecio de la sociedad. Tan solo el de un grupo reducido de individuos. En cuanto al resto, debe contentarse con ser ignorado e incluso menospreciado. Porque es un destino que no puede esquivar”. La disertación parece dirigirse al propio Amadeo I, que decide abandonar su causa y volver a su Italia natal, pero también podría ajustarse a Deveraux; el trasunto de Dominique Strauss-Kahn en Welcome to New York. Como el rey imaginado por Miñarro, el político francés que dibuja Abel Ferrara acaba atrapado con sus fantasmas en un edificio-burbuja, donde intenta reencontrase con sí mismo ante el desprecio de la sociedad.

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Si la estética de Stella Cadente nace de la acumulación, la de Welcome to New York surge del despojo. Si la primera se embelesa en lo bello, la segunda escarba en lo atroz. Si el personaje-víctima de Miñarro nos seduce por su idealismo, el de Ferrara nos repele por su despotismo. Y, aún así, ambas películas trazan un recorrido similar de lo público a lo íntimo, del exterior al interior. Un itinerario más llamativo si cabe en el filme del cineasta italoamericano, que logra que empaticemos con el canalla, con aquel al que vemos abusar sexualmente de una mujer y al que Ferrara captura inicialmente con distanciada apatía mientras folla, come y bebe con un deseo insaciable. El cuerpo desproporcionado y jadeante de Deveraux (Gérard Depardieu) poco tiene que ver con los cuerpos armoniosos y extasiados que circulan por las estancias de Stella Cadente, pero el influjo de Baco parece atravesar sendos filmes. En Welcome to New York, sin embargo, el hedonismo que celebraba Miñarro entra en crisis por unas imágenes desalmadas, que nos violentan por su desapacible desnudez formal.

En cualquier caso, lo que resulta más estimulante del filme de Ferrara no es tanto su tratamiento del sexo (y tampoco las formas cercanas al docudrama con las que detalla la detención policial y el proceso judicial del personaje de Depardieu), sino el modo en cómo el cineasta italoamericano se introduce en la mente de su protagonista, una vez este está encerrado en un apartamento neoyorquino por arresto domiciliario. Es entonces cuando veremos al político francés, tan perdido en sus divagaciones como Amadeo I, subir en plena noche a la azotea de esa vivienda-cárcel y murmurar un fragmentado monólogo interior. Frágil, cubierto solo con un albornoz y empequeñecido por los edificios que le rodean, Deveraux nos despertará “ternura piadosa” (la expresión es de Óscar Brox) mientras balbucea su fracaso como gobernante e idealista: “Me di cuenta de lo inútil que es luchar contra ese invencible tsunami que es… que son los problemas. Nada va a cambiar. Los que pasan hambre morirán. ¿Los enfermos? También morirán. La pobreza es un gran negocio”. No en vano, su vacío interior es tan desalentador que nada parece ser capaz de llenarlo, ni tan siquiera el sexo o el poder. Quizá por ello, quizá porque todo está perdido, Depardieu elevará su mirada al cielo nocturno interrogándose sobre lo trascendente. Ferrara no le concederá un contraplano reconfortante, pero ese instante de debilidad nos reconciliará con su personaje.

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La noche, que descubre estrellada con su telescopio el rey de Stella Cadente, es también el paisaje que acompaña dos de los planos más arrebatadores de Cavalo dinheiro (Pedro Costa) y Jauja (Lisandro Alonso). En la primera, la escena captura a Ventura conversando con Vitalina Varela en una oscuridad solo mitigada por el resplandor de sus rostros y la luz eléctrica de las viviendas de Lisboa. En la segunda, un ingeniero danés (Viggo Mortensen) sostiene un soldadito de juguete mientras duerme bajo las estrellas de la Patagonia, donde ha iniciado un rocoso viaje en busca de su hija desaparecida. Ambas secuencias funden a los personajes con la noche, como si no hubiera distancia entre sus cuerpos y el fondo, como si las siluetas humanas pudiesen sobresalir aún en la inmensidad del paisaje (urbano o natural). La belleza fotográfica de dichos instantes, que guardan también parecido con esos planos del rostro de Denis Lavant que Tsai Ming-liang inserta en los entornos naturales de Journey to the West (Xi you), es lo primero que acude a mi memoria cuando recuerdo con placer dos filmes que sobresalen por su tratamiento imaginativo del tiempo.

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La película de Costa, que convoca al F. W. Murnau de Nosferatu (1922) y al Jacques Tourneur de Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) a través de la luz de la imagen digital, transcurre, de hecho, en varios tiempos distintos a la vez, como son el Cabo Verde todavía colonizado y la Portugal de la Revolución de los Claveles y la de hoy. Distintas épocas (y lugares) que, al fin y al cabo, son más mentales que tangibles, pues se (con)funden en los recuerdos de un Ventura fantasmal, al que vemos atrapado en un hospital que tiene mucho de purgatorio. Al situar a su emblemático personaje a medio camino de todo (entre el pasado y el presente, entre la vida y la muerte, entre la luz y las sombras, entre el sueño y la vigilia, entre la lucidez y el delirio), Costa traspasa los límites del barrio lisboeta de Fontainhas y abre las puertas al fantástico. Un fantástico, eso sí, alucinado, minimalista e indesligable de los elementos sociopolíticos, que salpican un relato ensombrecido por guerras, revoluciones y emigraciones dolorosas. No en vano, el aludido plano de Ventura y Vitalina Varela es, en esencia, un diálogo susurrado en el que los traumas son tan reales como ese muerto que vuelve a la vida a través de la palabra. Y aunque se perciban el miedo, las lágrimas y los temblores de los personajes, Costa logra mediante la fotogenia de sus rostros que sus historias sean también las nuestras y las de todos los caboverdianos que huyeron a Portugal.

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La confusión entre lo real y lo imaginario se produce tanto en Cavalo dinheiro como en Jauja, donde Alonso se embarca en su primer largometraje abiertamente ficcional. Es la suya una película de apariencia misteriosa y singular, que exhibe una precisión inapelable en la construcción de un universo evocador, en los estudiados vacíos de guión, en el tratamiento simbólico de los objetos, en una estructura metatextual escindida en dos, en una fotografía que nos remite a los colores de los westerns de John Ford, en la definición de un héroe-errante sin psicologismos… Y, sin embargo, parte de la poética intuitiva del cineasta argentino parece haberse perdido por el camino, como si Jauja fuese un brillante producto de laboratorio elaborado con los ingredientes de cierto cine de autor de los últimos años. ¿Amaría más su película si no hubiese visto antes Gerry (Gus Van Sant, 2002) o El cant dels ocells (Albert Serra, 2008)? Seguramente, pero el filme de Alonso carece de la osadía de otros trabajos de su misma tradición y prefiere ser bello antes que atrevido, redondo antes que imperfecto, autoconsciente antes que visceral. De ahí que Ricardo Adalia considere (quizá con excesiva dureza) que Jauja es “una forma sofisticada de publicidad (…) que sustituye “lo visto” por “lo ya visto” para cerrar toda posibilidad a lo imaginable, haciendo creer todo lo contrario”.

Aún con todo, la última película del director de La libertad (2001) contiene no pocos instantes memorables, como aquel antes citado en que vemos al protagonista descansar (y quizá soñar) mientras retiene un soldadito que simboliza su hija ausente. El movimiento generado por el viento, así como la desaparición progresiva del cielo estrellado en un mar de nubes, hacen del paisaje una fuerza tan física como poética, que Alonso refuerza con una inesperada melodía. Todo ello da lugar a una escena ciertamente emocionante en su modo de plasmar el desamparo de un padre. La fuerza motriz del relato es, precisamente, esa estrecha relación paternofilial que sentimos con intensad en el desierto, pero que parece perdurar también en sueños e ir más allá del tiempo y del espacio. No en vano, Jauja da lugar a múltiples lecturas y, tal y como ha apuntado el propio Viggo Mortensen, maneja conceptos existenciales no tan lejanos a los de una cinta de ciencia ficción como Interstellar. Aunque coincido con el actor estadounidense en que el filme de Alonso es más sutil que la sobreexplicativa superproducción de Christopher Nolan, no puedo más que celebrar los riesgos asumidos por el cineasta inglés en su particular odisea espacial. Porque si olvidamos las subtramas innecesarias, las decisiones de guión forzadas y una clausura precipitada, estamos ante una película felizmente temeraria que viaja (literalmente) hasta la quinta dimensión para hablarnos de amor paternofilial.

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Si Nolan idea una biblioteca pentadimensional para unir a un padre con su hija, Alonso elige una cueva perdida en la Patagonia para idéntico fin. Ambos cineastas confían también en ciertos objetos (un reloj, un soldadito) para facilitar esos encuentros y exploran las consecuencias de la dilatación temporal en sus personajes, hasta el punto de mostrarnos a hijas más mayores que sus propios padres. Los efectos de la relatividad dan lugar, de hecho, a una de las secuencias más logradas de Interstellar. Me refiero a aquella en la que el astronauta Cooper (Matthew McConaughey) ve crecer a su hijo a través de los mensajes de vídeo que este le ha ido enviando durante años. Son apenas unos minutos, pero evidencian que el tiempo no ha avanzado igual para ambos; mientras que para el padre apenas han pasado unas horas en un planeta lejano, para su vástago ha transcurrido más de una década en la Tierra. Al ver a McConaughey emocionarse frente a esa pantalla no pude más que evocar la impresión que me asaltó durante el visionado de Boyhood, donde vi reflejado mi propio envejecimiento a través de las vidas de los personajes que Richard Linklater encapsula durante doce años. Y es que, pese a esos traumas familiares de trazo grueso y a ciertos descuidos formales, la última película del director de Slacker (1991) funciona como un sugerente túnel del tiempo por el que avanzamos mediante repentinas elipsis que nos acaban devolviendo al presente. El periplo termina en una exhalación, en un suspiro abrumador que nos invita a seguir dándole vueltas a nuestro pasado mientras nos preguntamos quiénes somos y qué nos ha llevado hasta aquí.

Llegados a este punto avanzado de nuestro viaje temporal por el 2014, constato que otros títulos (e imágenes) también podrían haber guiado este itinerario improvisado. Pienso en esa sonrisa de Ben Affleck que desvela los mecanismos de la opinión pública en Perdida (Gone Girl, David Fincher); en ese recorrido libertario y desenfrenado por un catálogo de juguetes en La LEGO película (The LEGO Movie, Philip Lord y Christopher Miller); en esa doble pantalla rizomática que da lugar a infinidad de relatos posibles en Cábala caníbal (Daniel V. Villamediana); en ese plano de la muerte que pone punto y final a la carrera de Alain Resnais en su vitalista Aimer, boire et chanter; en ese delicioso bucle temporal en el que se ve envuelto un Tom Cruise obligado a comprometerse con sus responsabilidades en Al filo del mañana (Edge of Tomorrow, Doug Liman); en esa subversión cómica y colorista del Romanticismo desde la rigidez formal que propone Amour fou (Jessica Hausner); en esos planos-viñetas suspendidos en el tiempo que conforman el perverso (y bello) rompecabezas de Magical Girl (Carlos Vermut); en ese baile al son de Rihanna que atrapa la adolescencia de unas chicas que encuentran su tiempo y su lugar en Bande de filles (Céline Sciamma); en ese terror atávico que emerge sin avisar en un policíaco donde el diablo aún parece tener cabida en Líbranos del mal (Deliver Us From Evil, Scott Derrickson); en esa cámara que captura el paso del humor incómodo al horror mientras esboza una relación de amistad en Creep (Patrick Brice); en ese caballo que se introduce en una taberna en uno de los gags más surrealistas de esa sátira deudora de Jacques Tati que resulta ser A Pigeon Sat on a Branch Reflecting on Existence (Roy Andersson); en esa tensión laboral, temporal y moral que construyen con suma precisión los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne en Dos días, una noche (Deux jours, une nuit); en ese monstruo del sótano al que conviene alimentar para que nuestros miedos no nos devoren en The Babadook (Jennifer Kent); en ese perro que todavía es capaz de contemplar la belleza de un mundo saturado de imágenes en Adiós al lenguaje (Adieu au langage, Jean-Luc Godard)… Las posibilidades eran casi inagotables, pero la memoria nos ha llevado por el trayecto aquí trazado. Un recorrido que no puede terminar en otra estación que no sea la de La Sapienza (Eugène Green); la película que me ha sacudido más profundamente este año.

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Es una tarea engorrosa escribir sobre el último trabajo de Green, ya que las palabras difícilmente harán justicia a sus imágenes. Diremos, eso sí, que el director francés conserva sus intereses elevados (la espiritualidad, el arte, el humanismo, la historia) y ha refinado aún más si cabe sus formas (los planos/contraplanos mirando a cámara, la fragmentación de los cuerpos, los juegos con la luz que ilumina sus composiciones, la materialidad de la palabra). Todo ello en un genuino viaje arquitectónico y sentimental a Roma, donde una pareja buscará recobrar ese amor del que también carecía el matrimonio de Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1955). El paso de los edificios modernos franceses a las iglesias barrocas italianas no solo convertirá La Sapienza en una plasmación ejemplar de cómo filmar (y contar) la arquitectura, sino también en una búsqueda apasionante de lo sublime, ya sea en el arte o en la vida. Y es que de lo que se trata aquí es de encontrar a cualquier costa la Luz (la que entra en las catedrales, pero también la que permite comprender al otro); un requisito indispensable para que la conversación entre la pareja protagonista deje de ser tensa y recupere la calidez de antaño. La emoción surgirá entonces de una sonrisa capaz de iluminar el universo armonioso de Green, donde la seducción siempre es misteriosa. Porque, tal y como decíamos al empezar estas líneas, las mejores películas son aquellas que nunca llegaremos a aprehender.

 

© Carles Matamoros, diciembre 2014