Magical Girl

Elogio de la imaginación

 

En la incomprendida Stella cadente (Lluis Miñarro, 2014), la reina María Victoria (personaje interpretado por Bárbara Lennie, algo que para este ensayo no es baladí), le reconoce a su esposo, Amadeo de Saboya (Álex Brendemühl), que lo que más le gusta de España “es que se parece a su pintura”. Quizás con las Pinturas Negras de Goya en mente —presentadas pocas décadas antes—, la monarca nos lanza el reto de imaginar cómo sería una pintura de la España que Carlos Vermut ha imaginado en sus dos primeros largometrajes, coincidentes con una de las peores crisis económicas que le ha tocado afrontar al país en su historia. No en vano, que Diamond Flash (2011) abanderara el llamado cine low cost no hace más que reseñar el entorno en el que tuvo que producirse la película, con una industria incapaz de financiar a sus nuevos talentos. El caso es que fabulando ese cuadro imaginario de la España de Vermut, a uno le viene en mente Edward Hopper, y obras como Nighthawks (1942) o La autómata (1927): personajes solitarios, melancólicos, sentados en un bar nocturno, reflexionando sobre su próximo paso en la vida.

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Es obvio que la memoria nos ha remitido a Hopper recordando, especialmente, el acto final de Magical Girl, ese coeniano duelo entre Luis (Luis Bermejo) y Damián (José Sacristán) en un humilde bar de algún barrio obrero madrileño. Para hacer más preciso el retrato, Hopper tendría que haber dibujado en alguno de sus cuadros una máquina tragaperras, o un televisor encendido con un partido de la selección española en pantalla. Pero en el fondo lo que realmente nos interesa es esa soledad omnipresente en el ambiente.

Repasando mentalmente los personajes que nos ha presentado Vermut a lo largo de su filmografía, ninguno escapa de ella. Madres solteras (o viudas, o divorciadas: a Vermut no le gustan las fichas biográficas de personajes), padres viudos, secuestradoras de niñas perdidas en el desamparo de un hotel abandonado aguardando órdenes, maestros jubilados atormentados por un oscuro pasado o jóvenes que deben lidiar casi sin ayuda con sus propios demonios mentales. Precisamente es la soledad lo que les otorga esa aura de fatalidad y tragedia que tanto les caracteriza. Rara vez veremos en el cine de Vermut un encuadre que incluya a más de dos personajes, quizás porque las viñetas de una novela gráfica —cantera que ha forjado el imaginario visual del director— son estrechas y casi nunca hay espacio para la coralidad.

 

Gutter

Pensar en el universo del cómic sirve de gran ayuda para entender la narrativa de Vermut. Descubrir Diamond Flash fue enfrentarse a la misma extrañeza de la primera vez en que tuvimos en nuestras manos un manga y nos dijeron que había que leerlo de atrás hacia adelante. Rotundo cambio de normas.

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En el cine de Vermut cobra especial sentido el espacio entre viñetas, el gutter, tal y como se le conoce en inglés, y que en el cine tendría su equivalente en la elipsis. Es allí donde se pierde toda aquella información que el director, amante obsesivo del misterio, nos arrebata y nos obliga a completar. Es algo más evidente en Diamond Flash, una película realmente caprichosa en este sentido, que en Magical Girl, donde el propio Vermut reconoce su pretensión de explicar una historia de un modo más clásico, partiendo de tres historias independientes que acaban confluyendo trágicamente. Sin embargo, el misterio sigue muy presente en la película, pues conocemos a los personajes en un fragmento de sus vidas y jamás se nos revela nada de sus biografías subterráneas, de todo aquello que escapa de la diégesis. La única pista que tenemos para entender la relación que mantiene Damián con su exalumna Bárbara, por ejemplo, es un breve prólogo constituido por una escena cotidiana de una travesura escolar. Nada justifica en pantalla la capacidad de manipulación que dos décadas después la joven posee sobre su exprofesor, del que apenas sabemos que estuvo un tiempo en la cárcel, quién sabe por qué.

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El gutter se apodera también del interior de la habitación del lagarto negro, aunque en este caso los motivos son distintos. Escondernos lo que ocurre dentro de esa sala de torturas sadomasoquista responde más a la certeza de que nada de lo que Vermut pudiese mostrarnos sería , ni por asomo, más atroz de lo que el espectador construirá en su cabeza. El magnetismo que desprende la presencia de una puerta cerrada, prohibida, y el detalle de una hoja de papel vacía en la que debería aparecer una palabra de seguridad (el término que usan los sadomasoquistas para interrumpir el juego si alguno de los dos teme por su integridad física) es suficiente para accionar la perversión erótica del espectador. Vermut reconoció que tuvo serios problemas, en Diamond Flash, a la hora de representar la escena en que Juana (Ángela Boix) era brutalmente apaleada por el superhéroe enmascarado y, de hecho, la secuencia en que Elena (Ángela Villar) debía ser torturada por Enriqueta (María Victória Radonic) se interrumpía, mágica y esperpénticamente, por un risible pedo. Pero, en este caso, la habitación del lagarto permanece cerrada a nuestros ojos por el deseo malévolo del director de insertar en el montaje los planos salvajes que el espectador creará en su mente.

 

Vacíos

En una extraña secuencia en la filmografía de Vermut (extraña por irrelevante; es de ese tipo de instantes que el director suele sustituir por el vacío), Damián visita a un excompañero de cárcel para pedirle que le consiga una pistola. Se introduce entonces en escena un elemento que convierte de manera definitiva Magical Girl en un thriller. Pero, en realidad, a su cine jamás le habían hecho falta armas para visualizar el enfrentamiento salvaje entre dos personajes. La palabra siempre ha sido la bala más mortífera con la que Vermut ha contado para desequilibrar esas balanzas trucadas que son sus escenas.

“Como vuelvas a hablar de mi hermana, te mato, hija de la gran puta”, le soltaba la hasta entonces frágil e inocente Lola (Rocío León) a Juana en Diamond Flash. Y, en ese preciso instante, la relación lésbica entre una joven segura de sí misma y fuerte y otra más bien sumisa y temerosa daba un giro de 180 grados. Las conversaciones en el cine de Vermut son bombas de relojería que pueden estallar cuando uno menos lo espera. “Estaba pensando en la cara que pondríais si lanzo al bebé por la ventana”, reconoce entre risas Bárbara, con un bebé en los brazos, en Magical Girl, convirtiendo una plácida reunión de amigos en la apertura en canal de la Caja de Pandora. También en la ya citada escena en el bar protagonizada por Luis y Damián, el primero logra recuperar por un brevísimo instante su poder en la conversación al explicarle a su verdugo que él jamás torturó a Bárbara, sino que, sencillamente, le había hecho chantaje tras acostarse con ella. Esa confesión es el dedo que aprieta el gatillo del arma de Damián.

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Desapariciones

En su estructura circular, Magical Girl, un filme profundamente arraigado al terror cotidiano y real —como Los fusilamientos del tres de mayo de Goya—, huye dos veces hacia lo sobrenatural al enseñarnos dos simples trucos de manos, dos juegos de aprendiz de prestidigitador, que sin embargo poseen el mismo poder de desequilibrio de la balanza que las palabras citadas en el párrafo anterior. Bárbara hace desaparecer una nota entre sus manos en la que aparece escrito algo que no quiere que su profesor lea; veinte años después, Damián le devuelve la jugada con un nuevo truco que le hará recuperar, al fin, su rol de autoridad frente a ella. Esas dos imágenes insertan lo fantástico en un filme realista en el que hemos conocido elementos tan mundanos como un profesor en paro, una niña enferma de leucemia o una joven con graves problemas mentales.

También en Diamond Flash nos sorprendíamos con una imagen que rompía con la estabilidad racional de toda la película. Aquel superhéroe encarnado por Miquel Insúa (el actor que interpreta al proxeneta en silla de ruedas de Magical Girl) podría haber sido un simple justiciero excéntrico con disfraz adquirido en eBay. Pero tras apalear a Juana, en un efecto de montaje digno de Méliès, Diamond Flash se teletransportaba a otro lugar, desaparecía de la escena. Era la única fuga hacia lo sobrehumano que tenía una película cuyo título era el nombre de un superhéroe. El susodicho ni volaba, ni tenía rayos en la mirada, pero sí la capacidad de inquietarnos profundamente sobre su identidad. ¿Quién es Diamond Flash? Era la gran pregunta que sobrevolaba el ambiente, especialmente tras la confesión final que escuchaba el personaje de Elena en una definitiva conversación telefónica.

Que la desaparición, la substracción de elementos, sea una de las herramientas cinematográficas de Vermut, incluso en su vertiente mágica, no deja de ser un acto de coherencia total. Su propio cine es el cine de la omisión. Omite información, omite escenas y planos, en aras de referenciar un misterio que está más allá de la propia película. Al observar un cuadro de Hopper, uno también tiene esa incómoda sensación de querer conocer más sin saber dónde buscar las respuestas. Un hombre solitario sentado en la barra de un bar: ¿Quién es? ¿Por qué está solo? ¿Qué secretos esconde?… ¿Quién es Diamond Flash? ¿Qué ocurrió entre Damián y Bárbara? ¿Qué será de ellos a partir de ahora? Preguntas con las que Vermut despierta de su letargo ese músculo atrofiado que todos tenemos y que responde al nombre de imaginación.

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© Gerard Alonso i Cassadó, octubre 2014