Welcome to New York

 

El ayudante

 

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En las tinieblas de una habitación de hotel mal iluminada, el cuerpo envejecido y maltrecho de Devereaux languidece entre dos prostitutas. La erección ha sido breve, la eyaculación rápida. Queda la mirada perdida, el gesto cansado, el hombre derrotado. Abel Ferrara filma la escena desde una distancia prudencial, casi respetuosa, más como un director de escena que de cine. No le interesa capturar el físico rotundo de su protagonista, sino ese preciso instante en el que se derrumba. Ese momento secreto, que prácticamente nadie advierte, cuando los pensamientos se abandonan a la soledad. Ese momento que la cámara persigue durante toda la película, como si le fuese la vida en ello. Con el mismo tesón con el que grababa a Harvey Keitel en Teniente corrupto, desnudo y entre balbuceos, con tanta ternura como piedad, consciente de ser el único testigo de esa fragilidad que solo puede acompañar tras la cámara. Como un apoyo, como un ayudante.

Depardieu-Welcome-to-New-YorkDevereaux parece un animal herido, siempre incómodo en su traje de corte, ahogado continuamente en su respiración entrecortada. Salvaje y desagradable, como cuando agarra furioso la cabeza de una de las mujeres durante su fiesta privada y le practica una felación. Sin respeto, sin placer; una salida de emergencia para apagar un fuego interno cuyo foco todavía no ha localizado. A Ferrara no le interesa retratar el dinero o el capital, solo la descomposición y el miedo. El corte a la siguiente escena, cuando Devereaux descansa en un sillón frente al paisaje después de la batalla. La desprotección. Si pudiera, le susurraría al oído si alguna vez ha pensado que ese puede ser su último aliento, que esa puede ser su última imagen. De eso trataba 4:44. Last Day on Earth, de ese final con el que nos quedamos cuando todo acaba, que asegura la continuación de un nosotros frente al olvido. El abrazo protector antes del final. De eso trata Welcome to New York, de ese abrazo que nunca parece llegar.

La vida de Devereaux transcurre entre lugares anónimos y viviendas postizas, aprisionada entre el hormigón de un hotel de lujo y el fuselaje del Airbus que sigue la ruta París-Nueva York. Cualquiera podría decir que Ferrara ha vaciado deliberadamente el relato en la mesa de montaje, en la que ha cortado diálogos y situaciones. En su lugar, la película se mueve en un flujo de escenas que hunden el dedo en la herida por la que se desangra su protagonista: un hombre importante, tal vez una de las figuras más influyentes de la política económica internacional, al que nunca vemos hacer o decir nada importante; al que nunca podemos llegar a conocer, como si el presente hubiese borrado a conciencia las huellas de su pasado. En vez de seguir las reglas de la biografía, que traza un arco para explicar cómo alguien llega a ser quien es, Ferrara elige el camino inverso: describir esa pérdida profunda por la que su criatura se convierte en una sombra de lo que alguna vez fue.

En uno de sus relatos, Bukowski narra cómo su alter ego literario se enamora de una prostituta adolescente y decide cobijarla en su casa. Más que el instinto de protección -la chica muere al poco de empezar el cuento-, le puede el miedo a la soledad, necesita evitarla de cualquier manera. Ferrara se mueve en un terreno parecido. Aunque sus personajes se distinguen por su carácter tormentoso, el director nunca les niega un gesto de compasión, una mirada cómplice, como la de quien acompaña al reo hasta el final del corredor. Hay quien ve en esa acción un rasgo íntimamente religioso. Sin embargo, su obra se caracteriza más por el respeto antes que por la práctica; por la ternura piadosa ante los hombres marcados, no tanto por su salvación. Y en verdad hay algo profundamente humano, desesperadamente humano, en la mirada de Ferrara, que en Welcome to New York no deja de gravitar sobre cada escena: el terror al abandono, a la pérdida, que atenazan el rostro del personaje interpretado por Gérard Depardieu en un rictus de eterna tristeza. La misma con la que Bukowski deseaba, al comienzo de su relato, que no muriese la prostituta, que sucediese cualquier cosa menos esa.

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Frente a su mujer, consternada por lo que supone para sus planes políticos la detención de Devereaux, aquel reacciona indiferente. En un gesto interesado, Ferrara dispone de una serie de flashbacks que describen el pasado de su protagonista: en una exposición artística acaba acostándose con la hija de un conocido, en una especie de entrevista privada intenta violar a su entrevistadora. En el fondo, piensa Devereaux, ¿no es acaso su vida en Nueva York ya de por sí un calabozo? Una cárcel en la que sigue el vaivén de su rutina diaria, de la terminal al hotel, de una señorita de compañía a su sustituta, de una fiesta privada a la siguiente. Más que una adicción parece el lastimoso intento por compartir un pedacito de humanidad antes de ser absorbido por eso que carcome lentamente su interior. De ahí el gesto indiferente, como el de una estatua de piedra, que responde a los sentimientos de Devereaux. De ahí la impotencia frente a Simone, la esposa, ante su abrazo tibio, ante sus lágrimas y su rencor por una vida que lleva demasiado tiempo siendo un simulacro. Qué desgarrador puede llegar a ser ese epílogo en el piso de alquiler en el que cumple su arresto domiciliario, en el que los diálogos son cada vez más entrecortados, más extenuantes, como si Ferrara hubiese elegido las tomas en las que sus actores interpretasen la escena con sus energías bajo mínimos. En ese momento en el que sientes bajar los brazos, depositar todo el peso del cuerpo a la altura del estómago y dejarte llevar sin saber qué es lo que te espera.

Se suele comentar que Abel Ferrara ha perdido la intensidad emocional que caracterizaba a películas como The Addiction o El funeral, la virulencia de filmes como El rey de Nueva York o la radicalidad de saltos sin red de seguridad como The Blackout. A diferencia de Nicholas St. John, su hermano del alma, Ferrara eligió seguir rodando sin mirar atrás. La vejez, sin embargo, ha contagiado un extraño fulgor a su cine, un sentido de la pausa que ha acentuado, si cabe, muchas de sus obsesiones temáticas. En la desnudez formal de Welcome to New York, una obra que cualquiera imaginaría dirigida en la intimidad, como un diálogo secreto entre realizador y actor, el cineasta americano encuentra ese gesto de piedad que le invita a acompañar a su criatura hasta la última imagen. Porque sabe que nadie más lo hará, ni lo comprenderá, porque es un ejercicio tan condenadamente humano que no puede negarse. El de Devereaux es otro relato sobre el dolor y el vacío, la herida abierta y el olvido, tan caro a su cine que Ferrara se arroga el papel de ayudante, como si su cámara prolongase ese abrazo perdido que Devereaux nunca halla a su alrededor. Porque ambos saben que lo que caracteriza a ese gigante arruinado no es su poder, sino su soledad. Y alguien tiene que intentar colmarla.

 

© Óscar Brox, mayo 2014