Cadaqués, Ghibli, Dalí
El paseo y la mirada
Nunca antes había estado en Cadaqués. Al menos, no conscientemente. Hubo en mi infancia algún baño en el pueblo cercano de Port de la Selva y un fin de año con amanecer en el Cap de Creus en mis veintipocos, pero la mitificada localidad ampurdanesa no era más que una imagen para mí. O un imaginario: la tramontana, los pescadores, las habaneras, el ron cremat, el aislamiento, Salvador Dalí, las casitas blancas, la mar brava… Toda esta enumeración tiene mucho de cliché, de estampa turística, de postal desvaída, aunque uno siempre viaja con un equipaje cargado de tópicos, dispuesto a abandonarlos en el primer lugar singular e inesperado que encuentre en su camino. Pasear por un espacio emblemático es, al fin y al cabo, una oportunidad de revivirlo, de desmontarlo, de otorgarle otra mirada, de hacerlo presente más allá de su petrificado pasado.
Mientras andábamos por Cadaqués (aquí el plural es una compañía luminosa e inspiradora) no podía dejar de darle vueltas a La sustancia (La substància, 2016), la película en la que Lluís Galter plantea un diálogo imposible (con fugas coloristas y oníricas) entre el pueblo ampurdanés y su réplica china, Kadakaisi. ¿Cómo distinguir sendos lugares? ¿Cómo advertir cuál es la copia y cuál el original? Si unas semanas atrás alguien me hubiese abandonado en una calle estrecha de Kadakaisi, difícilmente la hubiese distinguido de una de la Costa Brava. Lo mismo ocurre al contemplar ciertos planos del filme que juegan con la ambigüedad espacial, por mucho que Galter parezca perseguir el aura de Cadaqués, esa hipotética sustancia del lugar inimitable. Ni tan siquiera uno de los vecinos que mejor conoce la localidad gerundense lamenta del todo la existencia de una copia asiática. Es más, le confiesa al cineasta catalán que los chinos quizá sepan apreciar mejor que nosotros lo que significa (o ha significado) este pueblo. Kadakaisi, la redentora.
Nuestro paseo continuó a través de los olivos del amplio jardín de la casa de Dalí (y Gala) en la cala de Portlligat. Es necesario pagar cinco euros para recorrer este entorno que en su día sirvió tanto para la exhibición artística (ante los invitados) como para el retiro (del creador y su musa). Hoy forma parte de una visita museística (el precio para entrar en el hogar del pintor es más elevado) y cumple perfectamente las expectativas del turista daliniano al uso. Apoteosis del kitsch como la más bella de las artes, el patio (con estanque) colindante al edificio es la atracción más llamativa del jardín al contar con serpientes de goma, una cabina telefónica, muñecos Michelin, huevos de pascua, toreros en miniatura,… ¿Y qué decir del impagable sillón labial escoltado por cuatro ruedas (falsas) de Pirelli? Ya lo advertía Walter Benjamin en los años treinta: la obra de arte pierde su aura en la era de la reproductibilidad técnica. Dalí, Andy Warhol y la sociedad de consumo solo se encargaron de que esta derrota fuese inapelable: ¿O es que acaso Kadakaisi no es también una más de las sopas Campbell?
La escultura más interesante del olivar surrealista se aprecia mejor desde el mirador: un enorme cuerpo de materiales pobres extendido en la tierra con los brazos en cruz. Es el Cristo de los escombros, una obra que el artista ampurdanés elaboró a finales de los sesenta con los restos que arrastró una riada en Portlligat y que fue restaurada hace unos años a causa del deterioro sufrido por el clima. Los materiales de derribo utilizados en la escultura son “la barca de madera que forma el cuerpo de la figura, la cabeza de hierro oxidado, fragmentos de cerámica, ladrillos huecos y neumáticos” (1)↓. En conjunto, un gigante reciclado que recuerda a otro gigante cochambroso, aquel que se encuentra erguido en el terrado del Museo Ghibli de Mitaka, un pueblo cercano a Tokio. La figura japonesa es una reproducción a escala humana del robot animado de El castillo en el cielo (Tenkū no Shiro Rapyuta, Hayao Miyazaki, 1986), cuyo aspecto bien pudo inspirar el diseño de El gigante de hierro (The Iron Giant, Brad Bird, 1999). Aunque tampoco cabe descartar que Miyazaki leyera antes El hombre de hierro, la novela de Ted Hughes de 1968 que adapta la película de Bird. ¿Quién ha influido a quién? Desde luego, el Cristo de los escombros lo tenía difícil para inspirar a sendos filmes animados porque permaneció casi invisible hasta que el jardín de Dalí se abrió al público en 2007.
Mientras nos preguntábamos por estas coincidencias artísticas (intencionadas, casuales o inconscientes), entramos en la pequeña tienda de souvenirs situada junto a la casa del pintor en la que venden camisetas, imanes, libros, figuras y otros objetos asociados a su obra. El merchandising es aquí más moderado, aunque también menos refinado, que el que uno puede encontrar en el Museo Dalí de Figueres. Aun así, la sensación de que el arte tiende al kitsch, al fetichismo pop, a la marca de consumo vaciada de sentido, no deja de ser descarada. Una impresión parecida nos asaltó unos meses atrás en el Museo Ghibli, al que antes aludíamos. Lejos de ser un lugar en el que pensar sobre las técnicas de animación, sobre la evolución histórica de este estudio japonés o sobre los procesos creativos de directores como Isao Takahata o Hayao Mizayazi, nos encontramos con un espacio disneyficado tan curioso como insustancial. La singularidad del edificio, que parece emular a las criaturas antropomórficas y a los paisajes verdosos pertenecientes al imaginario de la compañía, promete una experiencia inmersiva que no se satisface en el interior. Salvo por la posibilidad de ver un cortometraje inédito en una sala de cine (en nuestro caso, un discreto spin off de Mi vecino Totoro – Tonari no Totoro, Hayao Miyazaki, 1988) y por la exhibición de alguna que otra maqueta de artilugios emblemáticos de Ghibli, la visita carece de interés cultural y está únicamente orientada al recreo infantil y al consumo. No en vano, las dos atracciones más llamativas, además del citado robot de El castillo en el cielo, son un enorme gato-bus de Mi vecino Totoro y una suerte de gabinete de curiosidades que pretende recrear el estudio de los dibujantes de la compañía. Nada, pues, realmente relevante en un museo (el término es muy generoso) de no excesivas dimensiones que, eso sí, reserva un lugar privilegiado a una tienda de recuerdos y a una cafetería. Aun así, las coloridas vidrieras pintadas con personajes del Studio Ghibli son un detalle tan kitsch que prácticamente compensa la decepción de la visita.
Si en su día salimos del museo japonés con unos flyers en la mano que anunciaban el estreno de La tortuga roja (La tortue rouge, Michael Dudok de Wit, 2016), en nuestro paseo por las playas de Cadaqués acabamos evocando la riqueza cromática de la película del animador holandés. En particular, las distintas tonalidades del azul con las que Dudok de Wit dibuja el cielo y el mar se fundieron con los matices de ese mismo color en el pueblo ampurdanés. La experiencia contemplativa cobró más sentido al recordar una escena de La sustancia. Me refiero a aquella en la que la cámara de Galter se aleja de un vecino al que está filmando y se desvía lenta e inesperadamente hacia las alturas. El bello plano, a contraluz, se sale de la narración y nos invita a observar detenidamente el azul blanquecino del cielo mientras todavía escuchamos las palabras del hombre entrevistado, que habla del alma inimitable de Cadaqués. Las imágenes, sin embargo, parecen contradecir sus palabras al trasladarnos sutilmente a Kadakaisi sin que apenas apreciemos diferencias entre sendos lugares. La llamativa simbiosis de cielos facilitada por el montaje sintetiza la esencia del filme de Galter y nos sugiere que en la percepción subjetiva de los colores —en pantalla, en un lienzo o al natural— las asociaciones cromáticas son inagotables.
Seguimos andando sin rumbo fijo por el pueblo de la Costa Brava y, pese a fijarnos bien en las tonalidades del lugar, no pudimos evitar pensar que nuestro recorrido se parecía demasiado al de cualquier otro turista. Nos detuvimos a picotear en una terraza cualquiera, que resultó ser otro lugar emblemático de Cadaqués: el Bar Melitón. Así lo atestiguan en su interior una serie de fotografías enmarcadas que decoran sus paredes con dos protagonistas: Marcel Duchamp y el ajedrez. El artista francés, que empezó a veranear en el pueblo ampurdanés tras una invitación de Dalí, fue un gran aficionado a este juego, al que dedicó largas horas en este local. Hoy parece haberse perdido el encanto de antaño y nos cuesta imaginar que estamos en el bar que facilitó un encuentro provechoso entre artistas y ajedrecistas. Sin embargo, la sombra de esa época bohemia parece ser alargada.
De camino ya al coche con el que dejaremos Cadaqués poco después, dirigimos nuestra última mirada hacia la playa. No hay apenas bañistas, pero sí unos niños que corretean por la arena hasta descubrir una barca destartalada con la que improvisan un juego. Para ellos no existen la historia, los mitos, las tradiciones y los clichés acumulados por este pueblo. Solo cuenta el presente. Y es mejor que así sea. La única posibilidad de que Cadaqués no se vea devorada por sus tópicos es encontrar nuevas miradas, nuevas maneras de percibirla y habitarla. La infancia es una oportunidad: “El niño ve todo en novedad; está siempre ebrio. Nada se parece tanto a lo que llamamos inspiración como la dicha con que el niño absorbe la forma y el color (…) A esta profunda y alegre curiosidad ha de atribuirse la mirada fija y animalmente extática de los niños ante lo nuevo” (2)↓. La frase de Charles Baudelaire sirve tanto para este pueblo como para el cine, la pintura o la vida. Ahora, cuando ya hemos abandonado la Costa Brava, solo nos queda confiar en que cuando nazca nuestro hijo recuperaremos a través de él esa mirada limpia, esa inspiración. Solo entonces podremos volver a Cadaqués.
© Carles Matamoros, julio de 2017
(1)↑ Según detalla en su página web la Fundación Gala – Salvador Dalí.
(2)↑ BAUDELAIRE, Charles, El pintor de la vida moderna, Editorial Taurus, Madrid, 2013. (Publicado originalmente en francés en 1863)