La tortue rouge

Y Ghibli se asomó a Europa

 

En un plano de su aclamado cortometraje Father and Daughter (2000), Michel Dudok de Wit dibuja el vuelo en espiral de una bandada de pájaros en una panorámica lateral. El relato, como el resto de su obra, carece de diálogos. Sin palabras, la historia surge del movimiento, de la interacción, del estudio detallado de los gestos y su repetición en el tiempo que acaba perpetuándose en una búsqueda eterna. Si el cine aspira a capturar el temblor de lo real en las miradas, gestos y lugares filmados por la cámara, la animación no puede sino evocar ese temblor desde el movimiento creado. Al dibujar a esa bandada de pájaros trazando coordinadamente círculos y curvas en el cielo, Dudok de Wit nos empuja a contemplar, y esa contemplación, que no es sino ilusión, es parte de una historia que late en el dibujo. Contemplamos un dibujo que, a su vez, nos habla de lo real, lo acoge en su propia narrativa. El propio cineasta asegura que quería recrear en los dibujos de Father and Daughter la profunda impresión estética que los paisajes holandeses le produjeron durante su infancia, y que trabajó intensamente esta relación de los personajes y la historia con la naturaleza.

En las películas de Ghibli lo real siempre va unido a lo mágico, y lo mágico siempre nos habla, en el fondo, de lo real. El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, Hayao Miyazaki, 2001) puede ser leída como el tránsito hacia la madurez de una niña que ha de reafirmar su identidad ante un medio hostil sin la protección de sus padres; La princesa Mononoke (Mononoke-hime, Miyazaki, 1997) o Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, Miyazaki, 2008) son historias de amor (y, a la vez, siempre son más que eso) a partir de mitos populares que profundizan en la relación del hombre con la naturaleza; en Pompoko (Heisei tanuki gassen ponpoko, Isao Takahata, 1994) se explora el mito popular de los tanuki o perros-mapache originarios de Japón, capaces de transformarse en humanos cuando lo desean, que entrarán en conflicto con los leñadores de un pueblo cercano que destruyen sus bosques; Nausicaä del Valle del Viento (Kaze no tani no Naushika, Miyazaki, 1984) habita un mundo gravemente afectado por la contaminación, plagado de insectos gigantes que se verán envueltos en una guerra sangrienta por culpa de los humanos. En todas estas películas las deidades y seres sobrenaturales están siempre fuertemente vinculados a nuestra propia realidad. De algún modo, las películas de Ghibli, en sus recorridos por lo imaginario, nos enseñan nuevas maneras de mirar el mundo y de mirarnos a nosotros mismos.

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El neerlandés Michael Dudok de Wit ha dirigido su primer largometraje bajo el paraguas del mítico productor Toshio Suzuki (de Studio Ghibli) en colaboración con Wild Bunch, y abanderado por el propio Isao Takahata como productor artístico. Quizás las dos películas del estudio japonés más cercanas a La tortue rouge (Dudok de Wit, 2016) sean Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) y El cuento de la princesa Kaguya (Kaguyahime no monogatari, 2013), de Miyazaki y Takahata respectivamente, por su estética vinculada a ese concepto japonés tan sombrío como revelador del wabi-sabi: una suerte de apreciación de lo efímero de la vida y la existencia, así como de su melancólica belleza ligada a su carácter finito e imperfecto. En ambas, como ocurre en el filme de Dudok de Wit, parte de la narración se detiene en el descubrimiento del entorno. Mei, la pequeña de las hermanas Kusakabe, recorre el bosque siguiendo a una extraña criatura que solo ella parece poder ver y acaba dormitando sobre la panza de Totoro en el interior de un árbol. La magia en los ojos del que mira sin desprenderse de los misterios del mundo. Mi vecino Totoro, además de ser un precioso cuento infantil, es una película sobre la mirada curiosa de una niña, sobre los misterios de las noches en el campo, bajo las estrellas, entre los silbidos del viento en el bosque y también, cómo no, es una película sobre la imaginación.

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La de Takahata es quizás más cercana aún al trabajo de Dudok de Wit: el realizador nipón parte de un antiguo cuento japonés para crear una película-lienzo de estética sutil y delicada, abrazando el esbozo y la ligereza del trazo en toda su expresividad para mostrarnos la vida terrenal de una princesa que pertenece al mundo de los dioses, pero es criada por un cortador de bambú y su mujer. En las diferentes etapas de su crecimiento, la película explora su fuerte relación con el campo, con los placeres sencillos y la vida tranquila junto a sus padres adoptivos. En su esencialidad, El cuento de la princesa Kaguya muestra la vida desde los ojos fascinados de una diosa a la que finalmente le llega el momento de abandonar la tierra de los mortales, y con ello su memoria del mundo, para trascenderlo. La de Kaguya es una historia que acaba cerrándose de manera circular, en una manifestación hermosísima del mismo misterio que dio origen a la princesa bebé en el interior de una caña de bambú.

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La tortue rouge comienza con su protagonista luchando por no ahogarse en medio del mar. No sabemos cómo llegó ahí, ni quién es, ni lo sabremos durante toda la película. Tras acabar en una isla remota, el hombre comienza a relacionarse con el entorno, intentando primero sobrevivir, y más tarde acometer la huida en una balsa de troncos. Finalmente, esa relación con lo que le rodea encuentra su némesis en una enorme tortuga roja de misteriosa mirada que saboteará cada intento del hombre por huir de la isla. Los acontecimientos desviarán el relato hacia otros derroteros: el amor, la paternidad, la muerte que da paso a la vida…, y todo ello sin una sola palabra, todo desde el gesto dibujado y la expresividad visual, unido a su delicado uso de las presencias (tal y como reconocen los propios créditos) de los actores para animar a los personajes también desde lo sonoro. La repetición, de la que Michael Dudok de Wit ya se servía en Father and Daughter para entablar, poco a poco, una relación con el paisaje, sirve aquí como recurso cómico, pero también como eco cuando el hijo pequeño descubre el mismo mundo que su padre descubrió cuando fue arrastrado por las olas hasta esa isla ignota. En un mismo plano, el bebé se acerca a un cangrejo que huye hacia su madriguera, acerca el rostro, mete la mano y saca al bicho, lo mira de cerca, se lo mete en la boca y termina escupiéndolo con desagrado. Entonces, mientras el bebé se marcha hacia otro lado, una gaviota desciende del cielo y agarra con el pico al desafortunado cangrejo.

 

La belleza del tempus fugit

Esta fascinación por un entorno salvaje que se despliega ante el personaje (y ante los espectadores) en toda su majestuosidad, pero también en sus más mínimos detalles, es uno de los rasgos que unen el trabajo de realizadores como Miyazaki o Takahata, en Ghibli, con el del neerlandés. En sintonía con la idea del wabi-sabi, Dudok de Wit hacía referencia en esta entrevista a “la belleza del tiempo” y su esfuerzo por reflejarla en diversos momentos de Father and Daughter, cristalizando, quizás, en ese bello final donde la niña, ya anciana tras toda una vida esperando, corre al reencuentro con su padre y rejuvenece a cada paso que lo acerca a su imagen: una carrera imposible hacia el tiempo perdido.

La iteración, la exploración de los ciclos vitales, las estaciones, las propias fases de la vida…, todo ello se hace aún más grande en La tortue rouge, donde el misterio desemboca en una historia sencilla de ecos trascendentales, dibujada con delicadeza: trazos sencillos y marcados –a veces más difuminados– con reminiscencias del Tintín de Hergé, fondos coloreados con mimo, cuyo estatismo (o casi imperceptible desplazamiento) contrasta con los fluidos movimientos de la animación de personajes, un cuidado planteamiento de los elementos de la historia en los códigos de la fábula –vale la pena escuchar a Dudok de Wit hablando sobre la elección de la tortuga–. Todo ello, partiendo de un relato mínimo, esencial (en este caso, el amor en una isla desierta, la paternidad y sus etapas) para explorar, precisamente, una manera de estar en el mundo y experimentar su belleza desde una melancolía liberadora.

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La primera producción extranjera de Ghibli encuentra sus hallazgos en influencias que van desde el mencionado Hergé o Moebius (como el propio director ha reconocido) hasta, en mi opinión, los movimientos reposados de Sylvain Chomet que han marcado estilo en la animación francesa de los últimos años, donde Dudok de Wit se encuadra como cineasta. El estilo de relato mudo que el animador ha cultivado en sus cortometrajes encuentra aquí una potencia que algunas críticas han señalado como defecto: frente a un despliegue callado de belleza como el de La tortue rouge, algunos prefieren la concisión de sus obras previas. Otros, no obstante, somos de la opinión de que La tortue rouge es una muestra no solo de un cineasta a punto de convertirse en maestro, sino del fértil paraíso que constituye la animación para el cine sin diálogos: desde Jiří Trnka, Jan Švankmajer o los Hermanos Quai hasta aquella deslumbrante primera media hora de WALL·E (Andrew Stanton, 2008) o los maravillosos cortometrajes de Bill Plympton, por poner algunos ejemplos dispersos. Y entre todo este cine animado, La tortue rouge se inscribe como una obra radical que no aparenta serlo: una propuesta que recoge influencias estéticas europeas y las combina, desde una visión autoral propia –fueron los de Ghibli los que contactaron con Dudok de Wit tras haber quedado encandilados con Father and Daughter, y fueron ellos los que le propusieron este filme concretamente a él– que también acoge, de forma natural, gran parte del planteamiento estético de un estudio que se hizo leyenda con las míticas películas de Takahata y Miyazaki. Una leyenda que hasta ahora no ha encontrado herederos, hasta esta pequeña película que se hizo tan enorme en su primera proyección como film d’ouverture en el Festival Internacional de Cine de Animación de Annecy, donde recibió la sentida ovación de casi mil espectadores que abarrotaban las butacas de la Grande Salle del Bonlieu. Para no olvidar.

 

© Bruno Hachero, julio 2016