The tale of Princess Kaguya

Poética del trazo

 

Las películas del Studio Ghibli se erigen como un oasis atípico en el panorama de la animación industrial contemporánea, lanzada con ahínco hacia posiciones estéticas muy definidas: desde el fotorrealismo y la imagen sintética de Pixar hasta el anime japonés, de formas más simples y distanciadas, pasando por industrias emergentes, algunas con estimulantes propuestas formales, como la surcoreana o la francesa. Frente a ello, Ghibli —principalmente en algunas de sus últimas producciones— aboga por una estética más consciente de su propio soporte: desde la acuarela hasta el dibujo animado limpio, sencillo pero profundamente expresivo, enriquecido por toda una tradición estética japonesa que bebe de fuentes como la caligrafía tradicional, el ukiyo-e, el sumi-e o el wabi-sabi —término tan sugerente como difícil de definir, relativo a una belleza de lo intrascendente, de lo efímero y lo sutil, de lo modesto y casi imperceptible frente a lo exuberante —.

Isao Takahata_kaguya

En estos códigos se enmarca el último trabajo de Isao Takahata, que tensa al límite dichos postulados estéticos. The tale of Princess Kaguya (Kaguyahime no monogatari, 2013) es una película blanca —las formas y colores surgen del blanco, un blanco que podría enfrentarse al negro cinematográfico—, de colores tenues y trazos simples que evidencian su carácter dibujado. Desde los títulos de crédito iniciales, percibimos esta naturaleza pictórica y contemplativa de la obra. Estamos ante una película-lienzo, cuya delicada estética a base de trazos leves y acuarelas se erige como medio privilegiado para abordar una historia fantástica, de resonancias míticas, desde la más pasmosa organicidad: lo sobrenatural no rompe la cotidianeidad del sencillo mundo dibujado por Takahata. Convivencia de la magia —manifestación sobrenatural de la propia cultura popular— en un mundo natural muy presente ya en películas anteriores de Ghibli como La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997), Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988), Ponyo en el acantilado (Gake no Ue no Ponyo, 2008) (de Miyazaki, todas ellas) o Pom poko (1994), esta última del propio Takahata. Es quizás Ponyo en el acantilado aquella con la que más dialoga The tale of Princess Kaguya: ambas recurren a una posición estética purista, a una concepción del dibujo despojada de artificios y explícita en su materialidad, que apuesta por la simplicidad del trazo para abordar mundos fantásticos con una sencillez que les aporta extrema belleza.

The tale of princess kaguya

The tale of Princess Kaguya es una adaptación de El cuento del cortador de bambú, un antiguo relato japonés en el que un anciano encuentra un árbol de bambú que brilla intensamente, de cuyo interior extrae a un bebé al que toma como un regalo de los dioses y decide cuidar junto a su esposa. La pequeña crece, a un ritmo mágicamente acelerado, hasta convertirse en una hermosa niña a la que los ancianos colman de amor y bienes. A pesar de estar fuertemente arraigada al campo y a la vida sencilla en comunión con la naturaleza, sus padres adoptivos tratan de hacer de ella una princesa refinada en la gran ciudad. En estos códigos —tradición artificiosa frente a pureza, ostentación frente a sencillez, convenciones sociales frente a impulso vital— se mueve la historia, desparramada en cuidados dibujos que forman más de dos horas de metraje. La ambición de Takahata, que llevaba décadas dándole vueltas a la idea de adaptar ese relato, es inmensa: dar imagen, materializar desde el cine de animación uno de los más celebres cuentos populares de Japón, que además ya había sido plasmado previamente en numerosos grabados a los que la película, en ciertas ocasiones, se debe.

El cuento del cortador de bambu

Grabado japonés de Tosa Horomichi del siglo XVII en el que se ilustra El cuento del cortador de bambú. (Wikimedia Commons).

En una entrevista reciente, Takahata habla sobre lo difícil que es comprender las motivaciones de Kaguya en la historia original, algo que él aborda con sumo cuidado en el film, especialmente al final, donde la decisión de la joven princesa desencadena toda una postura filosófica sugerida con elegancia y un auténtico despliegue emocional —en el que la música de Joe Hisaishi, muy ligada a la tradición japonesa, adquiere un increíble manejo de la intensidad dramática—. La de Kaguya es una historia tan llena de tristeza como de amor y clarividencia, que deja entrever toda una reflexión sobre qué es ser humano, y qué es la vida cuando se la despoja de lo superfluo y se la acepta en su tan bella como bruta profundidad.

Solo la animación más delicada puede dar cuenta de una historia popular fantástica, tan llena de matices y resonancias míticas, desde la naturalidad y organicidad de una estética tan pura. Por momentos, uno siente que está viendo una película hecha de bocetos, que bebe de esa poética de lo esencial con la mínima forma. Propuesta que el director ya había desarrollado, desde un punto de vista más caricaturesco, en Mis vecinos los Yamada (Hōhokekyo Tonari no Yamada-kun, 1999), pero que aquí adquiere una entidad profundamente trascendental. Una secuencia como la de la apresurada huida de la princesa hacia la montaña se figura desde una cinética del trazo que desdibuja completamente las delicadas formas para convertirlas en puro movimiento, en carboncillo que se esparce violentamente por el lienzo. El dibujo adquiere una fisicidad que recuerda a esa animación de la materia de maestros como Jan Švankmajer, así como a ciertos animadores que, desde el digital, transitan estéticas parecidas. En definitiva, el trazo artesanal de Takahata es mucho más que una mera disposición formal, es pura emoción.

Studio Ghibli_animacion

Frente a las últimas películas de sus dos históricos realizadores, el anunciado final del Studio Ghibli como productora de largometrajes animados resuena como el fin de toda una manera de concebir la animación. En una escena del film, la propia princesa Kaguya ojea un pergamino que contiene una historia dibujada y lo despliega impulsivamente, desvelando de ese modo todo su contenido. Aquí uno no solo ve un precedente del cine de animación, sino toda una propuesta ontológica: un dibujo expandido que traza toda una historia. Ante este temido final de Ghibli, Takahata parece haber elevado su estética a un nivel superior de riqueza. Probablemente su último film es el más logrado y bello que ha surgido de esta productora jamás, y una de las mejores películas de animación que se han realizado hasta el momento. Los paralelismos con la propia historia popular que recrea son inevitables, y retornan a esa concepción tan poética y abstracta del wabi-sabi que puede rastrearse en casi toda la producción de Ghibli como un elemento diferenciador frente a la cultura occidental: la belleza de lo que es casi imperceptible, la poética del esbozo, del gesto mínimo, de lo fugaz que la animación es capaz de transmutar con dibujos y combinar con lo fantástico, con la dimensión de lo imaginable. Una estética que te acerca al mundo, que lo recrea desde el mínimo esbozo. Al fin y al cabo, un retorno desde los dibujos hacia lo esencial. The tale of Princess Kaguya es un canto animado a la intensa belleza de lo efímero.

 

© Bruno Hachero, diciembre de 2014