Diario del Xcèntric 2017 (1): Manon de Boer + Val del Omar

Gritos y ensueños

 

1.

Hace algún tiempo, fantaseé con la idea de escribir una especie de novela de encuentros y aventuras sobre un crítico de cine al que le ocurren cosas cuando asiste, en distintas ciudades, solo o con acompañante, a sesiones de cine experimental. A lo largo del último par de años, he empezado a seguir con regularidad la programación del Xcèntric, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), así como a asistir a alguna que otra sesión organizada por los amigos de la revista Lumière, y hay algo en el cine experimental que se me antoja tremendamente romántico. A menudo, se trata de películas a las que, si uno se pierde la proyección, acceder a ellas luego puede ser complicado o imposible. Su formato, la duración o el material fílmico con el que trabajan, incluso si uno puede localizarlas en Internet o en algún archivo, empobrecen considerablemente la experiencia al verlas en una pantalla doméstica. Ir a las sesiones tiene algo de peregrinaje, de rito: si dispusiera de tiempo y dinero, por ejemplo, me gustaría poder desplazarme cada vez que en algún lugar del globo terráqueo se proyectara una parte del monumental Book of All the Dead (1975-1994) de R. Bruce Elder, un proyecto catedralicio que el teórico y cineasta canadiense desarrolló a lo largo de más de veinte años, compuesto por una veintena de películas de duración más que considerable. En Xcèntric pudimos ver uno de los filmes que componen este inabarcable tratado, impregnado de un lúcido e impertinente sentido del humor, sobre nuestro incierto lugar en el mundo.

Lamentations: A monument to the dead world, part two: The sublime calculation (R. Bruce Elder, 1985)

Otra cosa que me resulta curiosa es que a veces es difícil hablar o escribir sobre cine experimental. Me refiero a hablar de ello, digamos, como uno habla con los amigos en un bar. Si uno lee las hojas informativas que acompañan las proyecciones en el CCCB, puede comprobar que los textos tienden a ser muy concretos, hablando directamente de los materiales, de las estructuras, de qué es exactamente aquello que vamos a ver y cómo se ha hecho; una información, por supuesto, no solo interesante sino también importante a la hora de entender y ponderar lo que se va a ver. Además, lo que se puede extraer, sentir, tras asistir a una proyección de cine experimental suele ser más sensorial que narrativo. No digo que no se nos cuenten historias ni se nos hable de lugares y personas, pero son filmes que lo hacen mediante procedimientos distintos a los del cine narrativo. Todavía recuerdo el placer que experimenté el año pasado durante la proyección de Rolls: 1971 (1972), de Robert Huot, intentando averiguar la lógica oculta detrás de aquellas imágenes que se iban repitiendo, con un orden distinto, a lo largo de varias secuencias. Aquella vez, además, incluso me sentí perspicaz: al leer a posteriori la hoja informativa comprobé que mis intuiciones al respecto estaban bien encaminadas, algo que no siempre ocurre. Aquella novela que no escribí habría tratado también acerca de la recepción: el atolondrado crítico de cine, que a veces se pierde o se duerme durante las proyecciones, interroga luego a sus acompañantes o a otros asistentes sobre aquello que han visto, por qué les ha gustado, por qué les ha horrorizado, tratando de desvelar los misterios que le plantean las películas.

Tenía ganas de empezar el 2017 escribiendo y me dije que, ya que con toda probabilidad iba a volver a ser un asiduo del Xcèntric, podría tratar de llevar un diario, una serie de esbozos subjetivos sobre las proyecciones a las que fuera asistiendo. No sé si con estos escritos voy a tratar de responder a alguna pregunta concreta, o si quiero escribir por la mera compulsión de hacerlo, por mantenerme en forma. Diría que uno de mis objetivos es saber si soy capaz de decir cosas sobre películas experimentales de una forma más lúdica que solemne o académica; sobre este tipo de cine también pesa un poco el prejuicio de verlo como algo cuyo disfrute está reservado a intelectuales, sea lo que sea lo que signifique esa palabra, y a gente que disfruta aburriéndose. Tiende a verse el cine experimental como algo abstruso, ajeno, cuando en realidad, a menudo son películas que se vinculan de una forma muy directa con las personas y los lugares propios del cineasta, y sus pensamientos, y sus recuerdos, y sus olvidos. Puede que no se trate tanto de comprender como de sentir.

 

2.

No sé si tengo mucho que decir sobre la inauguración del viernes 13 de enero, los super-8 de José Val del Omar amenizados por la improvisación sonora en directo del Niño de Elche. Llenamos el teatro del CCCB y una hora después, aproximadamente, igual que habíamos subido las escaleras mecánicas para ocupar nuestros asientos, las volvimos a bajar para fundirnos con la noche. Con la cabeza llena de imágenes y al mismo tiempo, en cierto modo, oxigenada y vacía, vacía de fortalezas y castillos de naipes y construcciones de todo tipo, ese fue el efecto que obraron en mí aquellas filmaciones, aquellos sonidos, aquellos retazos de vida y de colores en bruto, captados por el alquimista de las formas que fue Val del Omar. Y editados, en el caso de la pieza principal y de mayor duración, las Experiencias PLAT (1975/1982), por Gonzalo de Lucas y Marta Verheyen. No sé si es que yo soy un malpensado, pero los gemidos que el Niño de Elche emitió durante un rato largo, acompañando un insistente chorro de agua, en los jardines de la Alhambra, me parecieron los gemidos propios de alguien que eyacula largamente, o que se dispone a eyacular, en este caso, un torrente de imágenes.

Variaciones sobre una granada (José Val del Omar, 1975)

Primero el fuego. Luego el agua, el chorro. Turistas, carreteras, luces, flores, pequeñas avalanchas de planos. Me divierte ver cómo lo íntimo, paulatinamente, va haciendo acto de aparición. Hay un plano en el que vemos la carretera desde el asiento del copiloto de un coche, y un leve movimiento de cámara hacia la izquierda nos permite ver, de perfil, el rostro de la chica que conduce. Vemos más rostros, también el del mismo Val del Omar, vemos animales. Pantalla en negro, el Niño en silencio: una cesura nos introduce en algo parecido a una película de terror. Rostros que miran y son mirados (por nosotros), manos —de niño me daba mucho miedo soñar con manos—, rostros prisioneros de otros rostros, pienso en las partes más surrealistas de Amer (Hélène Cattet y Bruno Forzani, 2009), cuando los belgas invocaban a ese otro alquimista del color y del miedo que fue Mario Bava. Ya no sé si llegamos a salir de ese palacio de tinieblas o tan solo eran sueños, como el de la granada, que de niño me parecía una de las frutas más extrañas que había, con todos esos granos en su interior, que no siempre eran dulces.

Luego salimos. A algunos les había impresionado, a otros no. No hay mucho más que decir: fue un evento, de esos a los que se apuntó mucha gente en las redes sociales. Los hubo que se quedaron sin entrada y lo lamentaron durante un par de días, pero no pasa nada, la vida sigue, el mundo sigue desenvolviéndose, inasible, ante nuestros ojos.

3.

Resonating surfaces (Manon de Boer, 2005)

De Manon de Boer sabía y sigo sabiendo muy poco: es una artista visual holandesa, nacida en Kodaikanal, en la India, en 1966. Reside en Bruselas, aunque al salir el domingo del CCCB, de la segunda proyección del Xcèntric, también supe que en algún momento del tiempo se había abierto camino por la jungla de calles y rascacielos de Sao Paulo, donde conoció a Suely Rolnik, una mujer que, a su vez, también tuvo que abrirse camino en la misma ciudad y que en su juventud estuvo bajo el yugo de una dictadura y de la llamada Ley Institucional Número Cinco, promulgada en 1968, el mismo año de las primaveras checa y francesa. La narración de Rolnik emerge de las fachadas de la ciudad, que Manon de Boer filma mediante travellings, siempre desde cierta distancia, recurriendo también a alguna panorámica, intercalando estas imágenes con algunas otras, en las que vemos a la misma Rolnik o a personas que cantan, aunque en las películas de De Boer la imagen y el sonido son prácticamente entes independientes: la voz de Rolnik sobrevuela esas imágenes pero nunca se pega a ellas. Así, en Resonating surfaces (2005) sabemos de su viaje de ida y vuelta a París, sus estudios, sus relaciones con Deleuze y Guattari, y la historia de esos dos gritos que eran un mensaje cifrado, como este otro, otra llamada a la resistencia:

“El taller estaba dirigido por Jeremías Moreno, poeta laureado, y funcionaba en el tercer piso de la Facultad de Letras, en un cuarto bastante reducido en una de cuyas paredes alguien había escrito con spray rojo Alcira Soust Scaffo estuvo aquí, afirmación trazada a treinta centímetros del suelo, clara pero discreta, imposible de ver si el visitante mantenía erguida la cabeza. El graffiti, si bien a la primera mirada resultaba del todo inocente, al cabo de unos minutos y tras repetida lectura adquiría la cualidad de grito, de escena insoportable. Me pregunté quién lo habría escrito —a juzgar por la pintura no parecía reciente—, qué buen hado lo había preservado de los vigilantes de las buenas costumbres, quién sería aquella Alcira que a pocos centímetros del suelo había instalado su campamento”.

El espíritu de la ciencia-ficción, Roberto Bolaño (2016, novela póstuma)

An Experiment in Leisure (Manon de Boer, 2016)

La atención es caprichosa. Uno nunca puede evitar estar viajando, mentalmente, a menudo desplazándose en círculos sin saberlo, o sabiéndolo, enunciando una y otra vez la misma elucubración, con la secreta esperanza de que esta vez el resultado sea otro y podamos avanzar. O, simplemente, navegando ondas cerebrales, recuerdos, fantasías. Y de golpe, en An Experiment in Leisure (2016), tras una serie de imágenes estáticas de paisajes marinos noruegos, parece que Manon de Boer me esté hablando a mí. Habla a través de Marion Milner, una psicoanalista británica, fallecida en 1998, de cuyos textos se leen algunos fragmentos en el filme. Milner teoriza sobre la dificultad del ahora, de estar aquí, exactamente donde estamos, de ser conscientes de lo que nos rodea, de pensar por un momento en lo que nos rodea y no en lo que nos va a rodear o en lo que querríamos que nos rodeara. La película, de treinta y seis minutos, intercala el mar de Noruega con varios talleres de artistas. Y hubo un momento, en particular, en el que me sentí muy aludido: nunca había oído, en una película, a nadie definir de forma tan sintética y concreta la idea de la ensoñación, del perderse en el interior de uno mismo, mecerse, dejar que las cosas vayan y vuelvan, acariciarlas perezosamente, como a un amante al que ya sabes parte de ti.

“¿En qué pensé entonces? Pensé en comida, en Jan en la azotea, en los autobuses de México que circulan a través de la noche, en Boris, en mí mismo sentado tristemente en aquel cuartucho siniestro. Pero no me moví y valió la pena”.

El espíritu de la ciencia-ficción, Roberto Bolaño

© Toni Junyent, enero de 2017