Cannes 2017

Una introducción y cuatro pasos de baile

 

Ya lo decía el título de aquel embriagador documental hippie de Les Blank: God Respects Us When We Work, but Loves Us When We Dance (1968). «Dios nos respeta cuando trabajamos, pero nos ama cuando bailamos». Si tomamos como figura divina al espectador de las películas que pasaron por la 70ª edición del Festival de Cine de Cannes –lo cual puede ser mucho decir; sobre todo en un certamen donde el oropel de la divinidad se suele situar en la alfombra roja, no precisamente en los patios de butacas que prorrumpen en abucheos ante los logos de determinadas productoras y guardan reverente silencio ante otras que practican la misma mercantilización de una supuesta libertad artística–, podríamos caer en la tentación de clasificar los títulos a competición entre los merecedores de respeto, de amor y, ay, de absoluta indiferencia.

Mucho se ha escrito en esta edición de Cannes sobre dos cuestiones. Una, la pertinencia o no de que películas producidas por Netflix compitieran en el festival; caso de Okja (Bong Joon-ho, 2017) y The Meyerowitz Stories (New and Selected) (Noah Baumbach, 2017), objeto de debate por presiones de los exhibidores cinematográficos franceses, que llevaron a cambiar el reglamento del certamen. Polémica de humo que tapaba un mayor apuro: ambas películas, pese a un indudable puñado de aciertos puntuales, son fácilmente ubicables en la tabla baja de la filmografía de sus respectivos autores. ¿Suficiente para competir por la Palma de Oro en un festival que se considera punta de lanza del arte cinematográfico?

Happy End, de Michael Haneke

Con eso quizás tenga que ver el segundo tema de conversación predilecto en la Croisette: el descrédito –al menos, entre la crítica internacional– del llamado cine de la crueldad que tanta adhesión y galardones cosechó durante la década pasada y la actual. La presentación de Happy End (2017), la nueva película de Michael Haneke tras ganar dos Palmas de Oro consecutivas con La cinta blanca (Das weiße Band, 2009) y Amor (Amour, 2012), dejó claro el estado de la cuestión: el maestro ha acabado devorado por las fauces de sus cachorros. Mientras que el cineasta austriaco cabecea con su filme más complaciente hasta la fecha, los autores que han crecido a su sombra mostraron menos remilgos a la hora de humillar y torturar a sus personajes.

La tragicómica farsa familiar burguesa de Happy End, que siendo demasiado generosos podríamos ver como una autoparodia de los títulos más condecorados de su filmografía –la interpretación de Isabelle Huppert lleva a pensar que la actriz quizá se lo tomó así–, poco podía hacer frente al poder de impacto sensacionalista y medido andamiaje formal de Andrey Zvyagintsev en Loveless (Nelyubov, 2017), Yorgos Lanthimos en The Killing of a Sacred Deer (2017) o Ruben Östlund en The Square (2017); este último, hasta ganó la Palma de Oro con su sátira/sermón sobre el mundo del arte contemporáneo, demostrando que ciertas divisas visuales y argumentales siguen cotizando al alza entre los miembros de los jurados.

The Killing of a Sacred Deer, de Yorgos Lanthimos

Como ya hiciera en Play (2011) y Fuerza mayor (Turist, 2014), el director sueco confirma que tiene buen ojo para sacar partido a una puesta en escena firme –hay al menos dos gags que son brillantes gracias a cómo están dispuestos los elementos del plano y dónde se coloca la cámara–, pero acaba parapetándose detrás de grandes discursos y pretendidas reflexiones sociales que ahogan el resultado. Quizás esas sean precisamente las señales luminosas que atraigan los premios, tantas veces más pendientes de temáticas y narrativas discursivas que del lenguaje visual, lo malo es que son tan invasivas que acaban consumiendo toda la energía de un filme sepultado por su propio afán de trascendencia.

En el caso contrario nos encontramos a The Killing of a Sacred Deer. La fácil inclusión de su argumento dentro de los códigos del género de terror sobrenatural encauza con más acierto la degradación a la que somete a su familia protagonista. Cuando dejas claro desde el principio que tus personajes serán marionetas al servicio de los crueles caprichos de un demiurgo, los mecanismos de empatía disfrutan de un margen desmesurado. El género permite tomar tanta distancia como ese apoteósico primer plano del filme, donde la cámara se aleja de un corazón bombeante dentro de una cavidad torácica abierta sobre una mesa de quirófano para, corte de montaje mediante, pasar a enseñarnos cómo se tiran a la basura los guantes ensangrentados que se han usado para suturar el órgano. Algunas de las mejores películas de la competición de Cannes 2017, como You Were Never Really Here (Lynne Ramsay, 2017) o Good Time (Joshua y Ben Safdie, 2017), utilizaron con igual maestría sus líneas rectas argumentales –una venganza la primera, una huida hacia delante la segunda– para experimentar con la imagen, las texturas, los gestos desencajados, el sonido y el montaje.

Pero ya nos hemos desviado demasiado de la intención inicial de este repaso de lo visto en Cannes entre caprichoso y nada exhaustivo –quedan fuera películas muy valiosas, como las dos presentadas por Hong Sang-soo, la última de Agnès Varda o el estreno de la nueva temporada de Twin Peaks de David Lynch–. Recuperando el título de Les Blank y dando un pequeño rodeo por algunas de las restauraciones presentadas en la sección Cannes ClassicsL’Atalante (Jean Vigo, 1934), Madame de… (Max Ophüls, 1953)–, podemos concluir esta introducción con la certeza de que es posible respetar a los personajes dolientes del cine de autor actual, pero amamos a los de las películas de Vigo.

Madame de…, de Max Ophüls

 

Bailes

En Madame de…, el juego sentimental del gato y el ratón en el que se enredan los protagonistas está constantemente salpicado por gente danzando en profundidad de campo y, muchas veces, delante de la acción. Parejas en movimientos circulares perpetuos que hacen un sándwich con el triángulo amoroso del filme. En las siguientes películas estrenadas en Cannes –las dos últimas en la sección paralela Una Cierta Mirada, las dos primeras en el festival paralelo Quincena de Realizadores–, el baile solitario, en grupo o en pareja es un momento aislado de la narración. Pero en todos los casos supone un momento de respiro para estar junto a los personajes, desconectar de sus peripecias y ser conscientes, al mismo tiempo, de sus cuerpos y anhelos. Respeto y amor.

 

1. L’amant d’un jour (Philippe Garrel)

Philippe Garrel cierra su última trilogía en blanco y negro después de La jalousie (2013) y L’ombre des femmes (2015) con otra variación sobre los celos y la infidelidad. En L’amant d’un jour (2017) nos reencuentra con los elementos habituales de su cine, que van desde la autobiografía ficcionada a la familiaridad de unas patologías sentimentales cotidianas –sometimientos, dependencias, desconfianzas, engaños–, sin olvidar el fantasma omnipresente del suicidio. La joven estudiante Ariane (Louise Chevillotte) vive una relación amorosa con Gilles, uno de sus profesores de la universidad (Eric Caravaca), quien también acoge en casa a su hija Jeanne (Esther Garrel), de la misma edad que su pareja, después de que esta haya sido abandonada por su novio.

Sollozos marcan el arranque de la película: del orgasmo contra la pared de Ariane al llanto desconsolado de Jeanne sobre el suelo de la calle. La relación que se irá tejiendo entre las dos mujeres vertebra lo que es un relato de pintoresca convivencia donde el profesor apenas resta como testigo de un estudio de personajes femeninos en vuelo. Hay rostros en primer plano, paseos reveladores, interiores puramente garrelianos, el tratamiento de la luz que Renato Berta también ejecutó en L’ombre des femmes colocando a los personajes delante o detrás de grandes ventanales… Un microcosmos personal, acogedor como un nido, donde la irrupción de agentes externos se siente como el más violento de los ataques. “Cierro los ojos: tu cuerpo pálido / Es el límite del reino”, canta Jean-Louis Aubert –Lorsqu’il faudra, una de sus canciones basadas en poemas de Michel Houellebecq– mientras Jeanne baila en una secuencia breve, acolchada entre la elipsis de un relato que mira con la misma ternura las alegrías y equivocaciones de sus personajes.

L’amant d’un jour, de Philippe Garrel

 

2. Un beau soleil intérieur (Claire Denis)

Si con L’amant d’un jour da la impresión de que el último Philippe Garrel tiene bastante que ver con el cine de Hong Sang-soo por su trato de las relaciones humanas, una aparente sencillez y conscientes repeticiones de los mismos elementos con ligeras variaciones, la conexión del coreano con lo último de Claire Denis es todavía más evidente. Mientras buscaba financiación para sacar adelante su prometedor proyecto de ciencia-ficción (High Life), la cineasta francesa se alió con la escritora Christine Angot para hacer una adaptación libre de Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes. El resultado, que se podría considerar del todo independiente del referente literario, es una de las películas más sorprendentes y originales de Denis: una comedia romántica deconstruida hasta el tuétano, donde Juliette Binoche va dando tumbos por distintas relaciones de pareja, entrando y saliendo de encuentros amorosos que nunca terminan de ser satisfactorios.

Un beau soleil intérieur (2017) es fragmentaria, rápida y cambiante. Las elipsis son tan fulminantes como los encuadres con los que la directora recorta los cuerpos y los gestos de los personajes. Y también la narración: llegamos a cada nueva escena que se nos presenta con muy escasa información. La protagonista interpretada por Binoche puede tener un nuevo compañero, estar seduciendo a alguien o en mitad de una amarga separación. Conocemos cada relación a través de uno de esos instantes privilegiados pero rutinarios y, sin mucha solución de continuidad, pasamos al siguiente.

Denis llega de manera natural a una conclusión evidente: si la comedia romántica es uno de los géneros más difíciles es porque supone un doble juego de calibración. Un desafío relojero. Por un lado, están los mecanismos del humor, un engranaje delicado. Por otro, el material sensible, la posibilidad ideal de que se amen dos personas –adultas, cicatrizadas; la comedia romántica juvenil es un concepto espurio, pues qué mérito tiene amar siendo jóvenes si es lo natural–. Una promesa de armonía que, para cumplirse, como en la realidad, requiere que dos relojes vitales vayan al unísono o acompasados de cierta manera concreta. De la dificultad de ponerlos en hora surgen los equívocos y el relato: aquella posible pareja que llega demasiado pronto, demasiado tarde o simplemente cuando no toca.

Un beau soleil intérieur, de Claire Denis

La película retrata ese historial de discordancias sentimentales como los números de danza de un musical, pero con rupturas. Un flujo continuo que habla de nuestras ansiedades, búsqueda de afecto y todo eso que se viene a llamar el normal caos del amor. Etta James canta At Last en una escena de baile sin que el contenido romántico de la letra sea profético. La sensación de frustración del personaje de Binoche es constante, y la compartimos con ella, pero, a pesar de estar siendo testigos de una colección de descalabros sentimentales, el buen humor engrasa toda la película. Es su bello sol interior.

La culminación de esta combinación de detalles ligeros, musicalidad de las palabras e intérpretes en estado de gracia llega en una colosal secuencia final; tan al borde de la narración, que se desborda encima de los créditos finales. Venimos de asistir al (des)encuentro más bello del filme: Binoche con Alex Descas en una calle nocturna como solamente Agnès Godard las sabe fotografiar. Después de un salto narrativo puramente Hong, que se lleva la narración a otro lado y pone el relato principal momentáneamente en pausa, Binoche llega a la consulta de un futurólogo interpretado por Gérard Depardieu. Es ahí donde tiene lugar el mejor baile de la película –del festival, en realidad–, pero no es físico sino puramente verbal. Con palabras entonadas de manera precisa, diálogos llenos de pausas, dobles significados y tanteo constante del interlocutor. Dos montañas de la actuación francesa ofreciendo un espectáculo deslumbrante, muy sutil y difícil de apreciar, pero de poder inmenso: placas tectónicas que intentan encajar. Si de su empeño termina surgiendo un volcán, queda en off.

 

3. Western (Valeska Grisebach)

Once años han pasado desde que Sehnsucht (2006) situara a Valeska Grisebach como una de las cineastas más prometedoras de nuestro tiempo. No es que desde entonces la alemana haya estado quieta –por ejemplo, su nombre aparece como consultora de guión en los créditos de Toni Erdmann (Maren Ade, 2016)–, pero el hiato hasta su nuevo largometraje ha sido muy largo para quienes quedamos embelesados con aquel baile ensimismado y cortado a negro que finalizaba Sehnsucht. Afortunadamente, el regreso de Grisebach con Western (2017) ha hecho que esperar mereciera la pena: nos la imaginamos durante todos estos años perfilando los sutiles detalles de esta propuesta de wéstern con cada uno de los ingredientes propios del género pero situado muy lejos de su órbita, buscando las localizaciones macilentas de la región fronteriza entre Bulgaria y Grecia donde se desarrolla, contratando actores no profesionales entre los obreros alemanes y búlgaros que se trasladan allí para trabajar en la construcción.

Western, de Valeska Grisebach

Con esos ingredientes más un espigado protagonista de andares lacónicos y mirada de apisonadora –el cowboy silencioso de la historia, jinete de piel cobriza tostada al sol–, Grisebach construye una historia profundamente humana donde no faltan afectos fraternales, lazos familiares anudados como sogas ni enfrentamientos furibundos entre figuras masculinas ajadas. Todo ello, bajo un manto de imágenes naturalistas, paisajes expresivos y una profunda hondura humanista. Lo más parecido que puede haber en la actualidad a un wéstern de Anthony Mann, clausurado por otro baile individual –dentro de una celebración grupal– que refrenda el talento de Grisebach para los retratos existenciales partiendo de arquetipos de género.

 

4. Closeness (Kantemir Balagov)

Por último, una ópera prima que descubrió a un director y una actriz prodigiosos. El joven Kantemir Balagov, que debuta bajo el manto de Alekxandr Sokúrov en la producción, cuenta una historia muy dura –basada en hechos reales de 1998, según se afirma en unos escuetos subtítulos– sin caer en las trampas del relato tremendista ni restarle un ápice de crudeza al drama de una modesta familia de minoría judía afincada en la frontera chechena. Todo parece ir bien dentro de los cauces de una vida sacrificada al trabajo y el posibilismo de una perspectiva de futuro sin muchos puntos de fuga, hasta que el hijo mayor se casa y es secuestrado junto a su esposa en la noche de bodas.

La violenta irrupción del secuestro en la vida familiar no es poca cosa, desde luego: la búsqueda de dinero para pagar el rescate implica sacrificios personales. Sin embargo, el foco de Closeness (Tesnota, 2017) no es tanto ese hecho traumático como la figura de la hermana del secuestrado, interpretada con una enigmática mezcla de intención y autocontrol por la también debutante Darya Zhovnar. Es la relación de la hija con el resto de la familia, cómo se posiciona ella respecto a las argollas de sangre, esa “cercanía” a la que podría remitir el título internacional del filme, lo que da forma a un retrato de unidad familiar que acaba atomizándose en una afirmación del yo individual.

Closeness, de Kantemir Balagov

La hija se niega a casarse con el buen chico de otra familia judía que, si se produjera el enlace, pagaría el resto del rescate por el hermano. Prefiere disfrutar de sus pequeñas burbujas de libertad junto a un novio musulmán y su grupo de amigos, con los que bebe, se droga, mira vídeos de rebeldes chechenos que ejecutan a soldados rusos o, ensimismada, sostiene el tiempo igual que Balagov los primeros planos mientras, en un baile solitario digno de trance psicotrópico, se mueve al melancólico son de una balada de Tatiana Bulanova. Zhovnar es el punto magnético sobre el que gira el resto de la película, en un trabajo de la cámara sobre su cuerpo que bien lo fragmenta –plano poderoso de su cuello en tensión–, lo sigue, lo ausculta o lo somete a ataques de la puesta en escena –con un secador y un mechón de pelo, el director es capaz de construir el momento más angustioso de una película donde, recordemos, se ven vídeos de ejecuciones reales– o de los otros personajes.

Y todo esto tiene su efecto, pues cada acto acarrea consecuencias. Durante el último tercio del filme, la hija se queda afónica, apenas sin voz después de una última noche de fiesta con la que intentar poner en pausa los caminos que toma la vida. Privada de palabras, nos queda seguir atentos, todavía más, cada uno de sus gestos. Ante su familia, a ella todavía le queda mostrarse como un cuerpo, es decir, un receptáculo de heridas.

 
 

© Daniel de Partearroyo, julio de 2017