La cinta blanca

Lo plausible como disfraz

Creo que estaremos de acuerdo en considerar a Michael Haneke como uno de los cineastas más incómodos de nuestro tiempo. Un creador que ha sabido traducir en imágenes la impostura del mundo en que vivimos y que ha convertido emociones proscritas como el sentimiento de culpa, el miedo a la libertad y la violencia que subyace a cualquier código moral en el centro de su imaginario cinematográfico convirtiéndose en un radiólogo excepcional de las enfermedades del alma del hombre contemporáneo.

La cinta blanca (Das weisse Band, 2009), su última película, no es una excepción sino una confirmación, a parte de una continuación, de las radiografías sobre el origen de la violencia que Haneke había explorado en su “Trilogía de la glaciación emocional”, compuesta por El séptimo continente (Der siebente Kontinent , 1989), El video de Benny (Benny’s Video, 1992) y 71 fragmentos de una cronología del azar (71 Fragmente einer Chronologie des Zufalls, 1994), y en films como Funny Games (1997), Código desconocido (Code inconnu: Récit incomplet des divers voyages, 2000) o Caché-Escondido (Caché, 2005). De este modo, La cinta blanca vuelve a cuestionar tanto el lugar como el código ético del espectador al poner sobre la mesa, y al hacer visible, las miserias del hombre, quien parece no poder escapar de su naturaleza si no es a través del uso o el abuso de la violencia. Una constatación que entra en contradicción, y que por eso se torna en Haneke insoportable, con la construcción social idealizada que el hombre contemporáneo se ha hecho de sí mismo. Una crónica sagaz de nuestra verdadera tragedia.

Es la primera vez que Haneke se adentra en este difícil sendero optando por un relato que no rehúye la explícita vinculación histórica. Exceptuando Caché-Escondido, en la cual las referencias a las consecuencias de la guerra de Argelia en la sociedad francesa pueden leerse de forma más o menos unívoca, Haneke había optado hasta el momento por la conceptualización y la abstracción de la violencia, y de sus mecanismos, huyendo de la singularización histórica o geográfica. Es por ello que sus películas deben ser leídas como verdaderos tratados ensayísticos sobre un tema más que como narraciones cinematográficas en el sentido clásico del término. En La cinta blanca, en cambio, el cineasta sitúa la acción de la película en una pequeña aldea protestante del norte de Alemania meses antes del inicio de la Primera Guerra Mundial. Una precisión que intensifica el relato dominado por la capacidad del cineasta para mostrar la violencia que se oculta en la vida cotidiana y que no puede ser denunciada porque los ojos del hombre no están preparados ni para verla ni para entenderla ni, por supuesto, para aprehenderla. De este modo, lo que hace Haneke en realidad es abrirnos los ojos, hacernos ver, volver visible lo que en verdad no quiere ser visto.

La película está narrada por el maestro del pueblo (Christian Friedel) a través de una voz en off que se erige como hilo conductor y que nos explica los misteriosos sucesos trágicos que tuvieron lugar en la aldea poco antes de estallar la guerra: un hilo invisible que hizo caer el caballo del médico; la muerte inexplicable de una mujer; Sigi, el hijo del barón, y Karli, el hijo ilegítimo del médico, que fueron brutalmente apaleados; el incendio del establo de los campesinos que trabajan para el barón… Fechorías cuyo autor permanece sin ser descubierto y que revolucionan la comunidad al abrir las sospechas sobre unos y otros. Este retrato de los estragos que perviven ocultos en comunidades muy pequeñas acerca La cinta blanca a películas europeas como Dogville (Lars von Trier, 2003) o Sátántangó (Béla Tarr, 1994). Con la primera comparte no solamente el análisis de cómo se origina la violencia a partir de la rigidez moral y el miedo como forma de dominio y sumisión, sino también las opciones formales para mantener al espectador a una cierta distancia de lo narrado buscando su implicación emocional sin caer en una catarsis de tipo melodramático. La frontalidad en la concepción espacial y la planificación, así como el estatismo de la cámara y la preferencia por los encuadres lejanos, hielan el relato hasta bordear los límites de lo inhumano. De este modo, las tesis de Haneke hacen comprensible que lo incomprensible también existe y tiene nombre de persona. Por otro lado, la película comparte con Sátántangó el retrato coral de la pobreza de unas relaciones que se tejen por necesidad, al no existir otras opciones entre los habitantes de una comunidad tan pequeña. Como en aquella, los personajes viven asfixiados por los límites del pueblo y por la dificultad de desprenderse del control y el poder de las figuras de la autoridad (el padre, el cura, el médico, el barón…).

En La cinta blanca la máxima expresión del dominio y de la opresión recae en la figura del pastor (Burghart Klausner), cuyos hijos deben servir a la causa de su padre, es decir, representar la bondad, la generosidad, la inocencia, la pureza, la paz… Es por ello que el pastor no duda en atarles una cinta blanca en el brazo para que recuerden a cada momento cuál es su misión en el mundo y que, incluso, decida atar los brazos de su hijo mayor, Martin (Leonard Proxauf), a la cama para evitar que el niño se masturbe. Como no podía ser de otro modo, la represión de estos niños provoca que acumulen rabia, ira y odio hacia su padre. Unos sentimientos de los cuales solamente se podrán desprender llevando a cabo las acciones violentas que sacuden al pueblo. He aquí, pues, el origen de la violencia. Es por ello que cuando el maestro confiesa sus sospechas al pastor sobre sus hijos, el hombre es incapaz de aceptar que tal maldad provenga de su prole, educados con esmero según sus prédicas. Lo que hace, junto a todos los habitantes del pueblo, es buscar una explicación plausible a los actos vandálicos culpando al médico y a la partera, quienes han huido del pueblo escapando de la guerra. Un disfraz que venda los ojos de los hombres y que los incapacita para asumir que el origen del mal está en sí mismos. Nada más cerca de la realidad. Sin duda.