Cuatro narraciones de la nueva juventud: Coppola, Gilliam, Van Dormael y Fincher
Cine anciano, cine joven
Tengo, cada vez con mayor intensidad, la sensación de que los años no pasan, sino que pesan. ¿Será que se aproxima, amenazante, el cumpleaños? ¿Se trata, acaso, de la ominosa ausencia de paternidades y de oportunidades perdidas? O, tal vez, sea simplemente el resultado de una serie de coincidencias… Aunque, no, no puede ser casualidad. Nos lo decían, alto y claro, los personajes de Lost. No podía ser casual su encuentro en aquella isla, en aquella situación y con aquellas compañías. Y nos lo decía, por triplicado, el espléndido y magistral prólogo de Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999), aquel en el que un farmacéutico era asesinado por el Sr. Blue, el Sr. Berry y el Sr. Hill, criminales ajusticiados posteriormente en Blueberry Hill; aquel en el que un arruinado piloto de hidroavión se suicidaba tras haber asfixiado, accidentalmente, en su cisterna a un buzo atrapado en un lago y que resultó ser el croupier al que acusó de hacerle perder en el juego; aquel, finalmente, donde un suicida era asesinado involuntariamente mientras caía desde la azotea por un arma disparada por su madre y previamente por él mismo cargada, lo que le hacía cómplice de su propio asesinato… No, tanta casualidad no es posible. Y, sin embargo…
¿Casualidades de la vida? He tenido la posibilidad de ver, de disfrutar, con pocos meses de intervalo, hasta de cuatro películas que contemplaban el paso del tiempo y su influencia sobre la vida humana. Películas de veteranos, unos más que otros, que, no exentos de sabiduría, ironizaban, reflexionaban, especulaban sobre la voluntad de detener el tiempo, de hacer retroceder las agujas del reloj. De buscar, de conseguir una segunda oportunidad. Francis Ford Coppola (n. 7 de abril de 1939), Terry Gilliam (n. 22 de noviembre de 1940), Jacob Van Dormael (n. 9 de febrero de 1958) y David Fincher (n. 28 de agosto de 1962): cuatro autores aparentemente muy diversos aunque posiblemente tengan más coincidencias que separaciones, cuatro auténticos cuentistas, cuatro fabuladores, cuatro directores a los que el puro placer de narrar mantiene en activo, especialmente en el caso de los dos primeros, mucho más veteranos. Autores, sin duda, que viven también a través del cine y que nos ofrecen la plenitud de una vida alternativa mediante el celuloide.
En Youth without youth (2007), Dominic es un anciano lingüista que se siente derrotado por la vida. Habiendo perdido en su juventud a la amada por optar preferentemente por su trabajo -la enciclopédica compilación del origen de las lenguas y del pensamiento humano-, Dominic ve cómo han pasado los años sin que tampoco haya conseguido realizar su obra magna. En vísperas de la invasión nazi de Rumanía, Dominic opta por el suicidio pero un rayo le fulmina antes de hacerlo. Inesperadamente, el profesor no solo no muere sino que inicia un proceso de rejuvenecimiento que incluye, también, una ilimitada y acelerada capacidad de conocimiento. Mientras la civilización europea se desmorona a su alrededor, Dominic se transforma en un cobaya y, a la vez, en una esponja de saber, en la misma enciclopedia que pretendía escribir. Su viaje iniciático le llevará a adoptar diversas personalidades, a atravesar el continente y, una vez acabada la contienda, a un nuevo renacimiento. Otro rayo, que alcanza a Verónica, le permitirá conocer a una mujer que no solo representa los rasgos de su amada Laura, sino que (en un sorprendente giro argumental) empieza a retroceder a vidas pasadas, primigenias, permitiéndole recabar la información lingüística de civilizaciones desaparecidas. La juventud de Dominic provoca sin embargo el envejecimiento acelerado de Laura y el profesor deberá, de nuevo, escoger y renunciar a sus objetivos… Coppola plantea, como buen cuentista, distintas opciones, para retomar la inicial. Es imposible desandar lo andado. El arrepentimiento que Dominic ha vivido durante su primera vida no podrá solucionarse en la segunda. Hay que asumir decisiones, hay que soportar los giros de la vida. Aunque el rayo permita al profesor una segunda oportunidad, y un periodo de felicidad, debe asumir que no se puede tener todo y acatar los límites que la vida define. Renuncia a su pareja y a completar la obra a cambio de que Verónica viva, radiante, como madre de un hijo deseado. No me parece una opción conformista de Coppola, sino absolutamente realista.
Hay quien ha planteado que se ha transformado en un cineasta de segunda, que ha vendido su alma al diablo con tal de seguir rodando mediocridades, pero Youth without youth demuestra que mantiene su ilusión y su pulso narrativos y consigue una obra superior a Legítima defensa (The rainmaker, 1997) -que aparentemente cerraba su filmografía. Aquella era una cinta, además, coherente con su idea de recuperación de la oportunidad perdida, una idea que se extiende por su filmografía: muy especialmente en Peggy Sue got married (1986), pero también en Tucker: the man and his dream (1988), Drácula (Dracula, 1992), Jack (1996)… y por su propia vida, representando Youth without youth y la posterior Tetro (2009) un regreso a los orígenes, por breve que pueda resultar. En fin, más sabe el diablo por viejo que por diablo (o a la vejez, viruelas) y Coppola nos recuerda a la vez la ilimitada capacidad creativa del ser humano (llámese Dominic o Francis) y, simultáneamente, nuestra fecha de caducidad.
¿Teníamos presente que Terry Gilliam es casi tan viejo como Francis Ford Coppola? El suyo es un sueño de soñador teñido de pesadilla. Su vida y su obra. De las alucinaciones de Brazil (1985) o de Las aventuras del Baron Munchausen (The adventures of Baron Munchausen, 1988) al laborioso y catastrófico rodaje de The man who killed Don Quixote. Gilliam ha pasado de la ilusión a la desesperación debido al naufragio de dicha producción, de la salvación que representara El secreto de los hermanos Grimm (The Brothers Grimm, 2005) a la olvidada Tideland (2005), ambas producciones sucesivas. A sus sesenta y nueve años Gilliam recupera una idea afín a su imaginario y revisita el mito de Fausto en El imaginario del Dr. Parnassus (The imaginarium of Doctor Parnassus, 2009), la historia de otro sabio profesor que vendió su alma al diablo a cambio de la inmortalidad pero que finalmente (tras sucesivas apuestas) envejeció, recuperando su don a cambio del alma de su hija. La historia de Parnasus representa, como el caso de Dominic, la opción de recuperar aquello que se perdió durante la vida. Parnasus representa para Gilliam la posibilidad de crear como antaño filigranas visuales y cuentos narrativos. Una nueva oportunidad para un autor al que se daba por irrecuperable. En este sentido, tras un millar de piruetas argumentales adornadas con un impecable sentido visual, Gilliam reivindica la sabiduría del anciano y otorga a su personaje (al igual que se le ha otorgado a él mismo) la oportunidad de deshacer el entuerto, recuperando el alma y la libertad de su hija. También él, como Dominic (aunque en el estilo circense de Gilliam) deberá reconocer sus limitaciones y saber que no todo puede volver atrás.
A diferencia de ambos, Benjamín Button va hacia atrás. Toda su vida evoluciona en sentido contrario al de “sus semejantes”. David Fincher, el más joven de los cuatro cineastas, se ha preocupado en toda su filmografía, de uno u otro modo, por la identidad. La identidad de Alien frente a la de Ripley (Alien 3, Alien³, 1992) y sus respectivos roles en un juego mortal. La identidad del millonario Van Orton, desequilibrada por un juego del que no podía huir (The game, 1997). La identidad desconocida que a la postre pesaría sobre las identidades de los protagonistas de Seven (1995) y Zodiac (2007). Las identidades enfrentadas y complementarias de Brad Pitt y Edward Norton en El club de la lucha (The fight club, 1999)… Como todos ellos, Benjamin Button (El curioso caso de Benjamin Button, The curious case of Benjamín Button, 2008) sufre por su identidad. O más bien, su identidad le provoca una diferencia que le hará sufrir. Pero en este aprendizaje tan americano que Fincher narra con clasicismo (evitando, como hiciera en películas previas, una narración acelerada o fragmentada en rompecabezas, excepto en un par de momentos en los que juega con el azar) hay una reflexión final que le emparenta con los protagonistas de todas las historias aquí comentadas. No podemos huir de nosotros mismos o de aquellas decisiones anteriormente tomadas. El azar nos puede zarandear o puede determinar puntos de giro en el guión de nuestras vidas, pero no debemos plantearnos, angustiarnos, en función de qué hubiera sido de nosotros de haber conseguido cambiar la situación. Hay que saber adaptarse a la situación y disfrutar, al máximo, de ella. Incluso en el caso tan paradójico de Button, Fincher demuestra que la inversión del código vital, por curiosa o anormal que parezca, no determina, finalmente, una historia tan distinta si se vive asumiéndola como propia. No se trata tampoco en este caso de un planteamiento conformista. Fincher no deja a su personaje abandonado a la inercia, renunciando a todo. Al contrario, Fincher estimula en Button, recoge de Button, la voluntad de aprendizaje y, finalmente, el placer hedonista ante todos los pequeños momentos de la vida. Benjamin Button alcanza su madurez en su juventud, como todos, aunque para él las experiencias más importantes ya han tenido lugar. Y estas experiencias permitirán a Button (y a Fincher tal vez, y sin duda a Coppola y Gilliam) disfrutar de una segunda juventud tan basada en los conocimientos adquiridos, en experiencias vividas con mayor o menor gozo, como en la capacidad de no cerrarnos, con el paso de la vida, a la adquisición de nuevas sensaciones.
A diferencia de todos ellos, el juguetón abuelo que es el Sr. Nadie (Mr. Nobody, 2009) retrocede en el tiempo y reivindica el recuerdo de la felicidad, la felicidad de los pequeños momentos de la vida, en una cinta más agradable que consistente, más fascinante que coherente. Su potencia visual se pierde en caminos alternativos que, finalmente, no conducen a ninguna parte. Jacob Van Dormael contempla (de nuevo con el placer del gran narrador) todas las vidas posibles del último anciano, Nemo Nobody. En un mundo fantástico de extremos avances tecnológicos, será el último hombre en morir de viejo. En un universo que ha tendido a la máxima expansión, Dormael desmadeja y entrecruza los hilos de la historia, de las historias, de Nemo. ¿Cómo decidir entre la amiga rubia, la morena o la oriental? ¿Cómo decidir entre la que nos atrae pero nos rechaza, la que nos quiere pero ignoramos o aquella que descubrimos demasiado tarde? ¿Cómo decidir entre quedarse a vivir con el padre o con la madre cuando se separan? ¿Y si lo decidimos a posteriori, cuando sepamos lo que habría sucedido en la otra alternativa? ¿Y si podemos vivir múltiples opciones? ¿Y si optamos por las dos o, de algún modo, no elegimos ninguna para que todas las opciones sigan siendo posibles? ¿Y si…? Dormael recurre a la idea de la alternativa, de vidas o universos paralelos, para crear múltiples señores Nobody, muchos señores Nadie alternativos y juega, más que reflexiona, con ellos.
Recurriendo a una estética muy precisa y a un tono entre cómico y melancólico, recupera el universo y la filosofía de Toto, el héroe (Toto, l’heros, 1991). Allá donde el personaje creía crecer en la familia equivocada y se desesperaba por estar viviendo la vida que no le correspondía, por ver cómo su vecino vivía su vida, Nemo imagina, vive, múltiples vidas. Sin embargo, como le sucedía a Toto, Nemo paga un peaje por ello. “No hay felicidad o satisfacción absoluta en una u otra alternativa”, parece decirnos. Sin embargo, la entropía del universo y la entropía del propio guión se detienen y retroceden con Nemo Nobody volviendo hacia atrás a momentos más felices. Ahora sus recuerdos, todos, se harán realidad, unas alternativas y otras, y estalla en una carcajada que se expande paralela a la contracción del universo. Su risa es la risa de Van Dormael, pero ambas dejan al espectador no solo sin explicación sino también sin reflexión. Para este director deberíamos poder vivir todas las vidas posibles. Por supuesto, también para mí. Pero, ¿y si no es posible?
…No, no puede ser casualidad que hayan coincidido tales películas para darme ánimo. No se trata tampoco, por fortuna, de obras que planteen la ancianidad gozosa de cine geriátrico. Si acaso (salvo la fuga hacia atrás de Nobody y Van Dormael) se trata de movimientos decididos hacia delante que permiten rejuvenecer a sus directores y permiten disfrutar a todos los espectadores con lo que de estas películas podamos aprender. Las agujas del reloj siguen avanzando. ¿Y si no nos resistimos a avanzar con ellas?
© Antoni Peris, diciembre 2009