Dunkerque

La gran evacuación de Nolan

 

El nuevo cine mudo

No le faltan al cine bélico actual exponentes que aporten algo diferente a un género que, aunque ya acumula una larga tradición a sus espaldas, para muchos cinéfilos jóvenes solo existe a partir de Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola. Gusten más o menos, Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), de Steven Spielberg —y su inolvidable desembarco de Normandía, fragmento que no tardó en sentar cátedra—, La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), de Terrence Malick, o el díptico formado por Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006) y Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006), de Clint Eastwood, son obras, especialmente las dos primeras, cuya capacidad para influenciar a nivel estético en otras ha contagiado incluso a propuestas de naturaleza muy diferente.

Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg

De hecho, el prestigio del género también se hace notar en filmes tan recientes como la discutible Corazones de acero (Fury, 2014), de David Ayer, o la irregular pero vigorosa Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, 2016), de Mel Gibson, que han sido igualmente consideradas por algunos como obras maestras. Al margen, como digo, de su pertenencia a un género bien asentado y con un recorrido histórico tan incuestionablemente sólido, uno de los aspectos que más llaman la atención tras el visionado de Dunkerque (Dunkirk, 2017), de Christopher Nolan, es el que concierne a una filosofía narrativa que consigue hacer pensar al mismo tiempo en el cine mudo y en ciertas corrientes del cine contemporáneo.

Si por un lado es lícito pensar en películas que proponen una experiencia inmersiva (y al límite) como la inglesa ’71 (2014), de Yann Demange, la epopeya espacial Gravity (2013), de Alfonso Cuarón, o United 93 (2006), de Paul Greengrass, filmes todos ellos que, con sus aciertos y defectos, no forman parte de mis preferencias cinematográficas, por el otro no es extraño evocar durante el metraje de Dunkerque determinados fragmentos del cine de D. W. Griffith —especialmente el clímax de Las dos tormentas (Way Down East, 1920), desarrollado sobre unas capas de hielo bien reales—, del de Sergei M. Eisenstein —sus frecuentes montajes de choque— o de la obra de F. W. Murnau, de la que Nolan retoma una cierta capacidad para construir el relato por medio de las imágenes, prescindiendo casi por completo de los rótulos explicativos (o los diálogos) y apoyándose en la composición del plano, la iluminación y la cohesión del montaje, cuando no directamente en los ritmos musicales, experiencia esta última que tanto la DJ Georgina Fernández como la estimulante música de Agustí Busom Barceló consiguieron reproducir de forma notable cuando acompañaron, respectivamente y en ambos casos en directo, las imágenes de Tabú (Tabu: A Story of the South Seas, 1931), del propio Murnau, en la Filmoteca de Cataluña de Barcelona —el pasado mes de abril—, o las de la espectral La carreta fantasma (Körkarlen, 1921), de Victor Sjöström, en el Festival Cryptshow 2015.

Las dos tormentas, de D. W. Griffith

Nada extraño si tenemos en cuenta que Nolan ha admitido haberse inspirado en el cineasta alemán —concretamente en su Amanecer (Sunrise: A Song of Two Humans, 1927)—, en Erich von Stroheim —Avaricia (Greed, 1924)— o en David Lean —La hija de Ryan (Ryan’s Daughter, 1970)—, pero también en Jan de Bont —la floja Speed: Máxima potencia (Speed, 1994)— o Tony Scott, de quien toma como referente su mediocre Imparable (Unstoppable, 2010), propuesta cuyo planteamiento narrativo hubiese lucido incomparablemente mejor en las manos de cineastas con mejor pulso para el montaje y el suspense, caso de John Frankenheimer o Clint Eastwood.

Afortunadamente, Dunkerque, que al fin y al cabo es hija de su tiempo, toma lo mejor y más valioso de semejante cine contemporáneo, especialmente un determinado concepto narrativo que, como hemos visto, no es novedoso, y lo suma a los imperecederos hallazgos de aquellas obras a las que el paso del tiempo no parece afectar: unas y otras comparten al menos una característica: sus respectivas peripecias argumentales, casi siempre mínimas, permiten a sus artífices potenciar al máximo la arquitectura audiovisual. El realizador de Interstellar (2014), por tanto, pliega el espacio-tiempo cinematográfico y, con ello, además de acortar distancias entre épocas, descubre una serie de vínculos que estimulan su creatividad.

Imparable, de Tony Scott

Experimentación y comercialidad

Pero tal vez lo más importante de Dunkerque no resida en su condición de cine bélico, ni siquiera en su envoltorio de cine espectáculo, sino en su extraordinaria organicidad, en la impresión que transmite de que el metraje resultante, considerablemente compacto, es consecuencia de la atención por el detalle y del acento que Nolan ha puesto a la hora de priorizar la creación de pequeños instantes, construidos casi siempre de manera ejemplar, que se alejan en buena medida de las situaciones más prototípicas que hayan podido verse en el género —algo a lo que no solo ayuda la ausencia de sangre o mutilaciones en pantalla, sino también la del propio enemigo—, configurando, en definitiva, una suerte de lenguaje mudo, casi siempre autosuficiente, que al mismo tiempo que se aproxima de un modo genuino y apasionado al planteamiento visual de las obras más maduras del silente, se aleja del de propuestas tan simpáticas y frívolas como The Artist (2011), de Michel Hazanavicius, o la más interesante Blancanieves (2012), de Pablo Berger, películas que funcionan en cierto modo como sucedáneos de aquel.

En Dunkerque, Nolan construye el relato a través de imágenes y no de diálogos

Nolan, mucho más audaz y diestramente cinéfilo que sus colegas francés y español, compensa la teórica espectacularidad de ciertas escenas —cuyo virtuosismo hiperrealista elimina casi siempre la sensación de estar contemplando un lienzo digital, si bien eso tiene un precio: nada menos que entre cien y ciento cincuenta millones de presupuesto— con un trabajo actoral marcadamente sobrio y contenido. Paradójicamente, esta polarización entre intimismo y espectáculo que algunos han tachado de poco equilibrada, básicamente porque la propia dinámica del relato, deliberadamente fragmentaria, impide dar profundidad a unos personajes que, en general, son retratados por medio de pinceladas tan certeras como arquetípicas, acerca todavía más el trabajo del realizador inglés al de cineastas como Griffith, el primer Hitchcock o incluso al Elem Klimov de la imborrable Masacre (ven y mira) (Idi i smotri, 1985), película bélica, al igual que la de Nolan, cuasi muda —y con una dimensión sonora tan persistente como desestabilizadora—, que definía a los personajes a través de sus actos y miradas y no de sus palabras, practicando una suerte de introspección psicológica de la que Dunkerque no anda tan lejos —ver sino lo que ocurre con la que podría ser considerada la trama más importante del conjunto, protagonizada por unos jóvenes soldados que salvan constantemente el pellejo a base de observar lo que les rodea y actuar en consecuencia—.

Las miradas juegan un papel esencial en Dunkerque

También Klimov se apoyaba de manera decisiva en el instinto de supervivencia y la subjetividad narrativa, es decir, en las miradas de los personajes, para trasladar al espectador al centro de la acción y, de ese modo, comunicarle una variada gama de sentimientos, emociones o atributos: el miedo, la alegría, la cobardía, la crueldad, el hambre, la agresividad, la determinación. Un abanico compuesto de reacciones primarias y carentes por tanto de una dimensión cerebral. En Dunkerque la muerte o la supervivencia son cuestión de segundos. Aquí no hay lugar para las reflexiones filosóficas al estilo de La delgada línea roja, sino pura visceralidad.

Como buen ejercicio de tensión narrativa que es, el filme de Nolan queda lo más alejado posible de una película intelectual, cuestión esta que no deja de sorprender viniendo de alguien tan propenso a los juegos estructurales (cronológicos y/o cerebrales) del estilo de Memento (2000), El truco final (El prestigio) (The Prestige, 2006), Origen (Inception, 2010) o Interstellar, una tendencia que su última obra no desestima pero que, eso sí, el cineasta utiliza de manera más elemental —sus predecesoras se veían ocasionalmente lastradas por un exceso de ambición en este sentido— para potenciar la creación de suspense a través del montaje alterno, cada vez que las situaciones se desarrollan en tiempos o lugares distintos, o en paralelo cuando su destino es converger de manera irremediable.

 

Las dos caras de la supervivencia

En uno de los momentos más extraordinarios de Dunkerque, el rostro inquieto de Kenneth Branagh refleja con verdadera tensión la incertidumbre e impotencia que se apoderan de su personaje, el comandante Bolton, ante la cuasi inevitable perspectiva de que un avión alemán acribille a sus hombres justo cuando estos, tras haber visto hundirse el barco que debía llevarlos a casa, luchan desesperadamente por evitar ahogarse. La cámara se aproxima al rostro de Branagh y el actor termina cerrando los ojos mientras el atronador sonido del Stuka le provoca una incontrolable reacción facial. Pero, a pesar de ello, una nueva (e inesperada) heroicidad del virtuoso piloto Farrier (Tom Hardy) evita la catástrofe en el último momento. En consecuencia, los soldados celebran con unos gritos liberadores una acción, la de su compañero, que les va a permitir seguir con vida.

Kenneth Branagh tiene un papel breve, pero relevante en Dunkerque

Previamente, el espectador habrá contemplado, con la cámara de Nolan adoptando de forma privilegiada la subjetividad del personaje, una peripecia no menos memorable. Farrier, tras haber logrado alinear la trayectoria de su Supermarine Spitfire con la de otra aeronave enemiga a la que habrá perseguido infatigablemente, abatirá a esta justo cuando su piloto se dispone a disparar a las víctimas del barco hundido. Sin embargo, ambas situaciones límite —resueltas gracias a una mezcla de suerte, habilidad y tenacidad— se verán relativizadas por una desastrosa casualidad: en su imparable descenso, el primer avión alemán se estrellará contra una gran mancha de fuel que, cubriendo la superficie de esa misma agua que rodea a los soldados ingleses, prenderá de inmediato y provocará una horrible muerte a muchos de ellos. Son las dos caras de la misma moneda. Una ambivalencia de las acciones militares que, sin obedecer exactamente al mismo propósito, recuerda al continúo desdoblamiento (o bifurcación) de las acciones que caracterizaba a El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008).

El lado más agradecido y el más amargo de la batalla, que con frecuencia solo benefician a uno de los bandos, quedan estrechamente relacionados. Una ambivalencia que demuestra que en la guerra nada está ganado hasta el auténtico final y que, de un modo u otro, afecta a la practica totalidad de los personajes, desde un joven y anónimo soldado inglés que deberá elegir entre morir ahogado bajo el agua o quemarse vivo en la superficie —una de las situaciones más angustiosas de todo el filme—, hasta el propio Farrier, quien a pesar de haber protegido a sus camaradas deberá asumir con resignación que la falta de combustible en su avión le va a hacer aterrizar en territorio enemigo, razón por la que él precisamente no será uno de los que regresarán a casa. Desde el Sr. Dawson (Mark Rylance) y su hijo Peter (Tom Glynn-Carney), que no podrán olvidar la muerte de su joven amigo George (Barry Keoghan), acaecida de forma accidental en ese mismo barco de recreo que, paradójicamente, les habrá permitido rescatar a decenas de soldados, hasta el perspicaz soldado Tommy (Fionn Whitehead), alguien que, tras haber huido de la sitiada ciudad de Dunkerque, establecerá una provechosa colaboración con un igual francés (Damien Bonnard) hasta que, habiendo logrado salvar el pellejo en diversas ocasiones, ambos queden atrapados en un barco varado en la costa junto a unos highlanders que pretenderán obligar al segundo a abandonar la embarcación con objeto de aligerar un peso que, más allá de que les permita evitar el hundimiento cuando la marea suba, le va a convertir en blanco inmediato de las balas del enemigo en el exterior. Cuando los highlanders le amenacen con compartir un mismo destino, las palabras de Tommy, quien deberá hacer una elección drástica tras haber intentado evitar una muerte absurda que de forma inesperada no se terminará produciendo, expresarán bien su dilema: “Viviré con ello. Pero no está bien”.

Una de las tramas de Dunkerque transcurre en un barco de recreo

La bifurcación, una herramienta dramática que en ocasiones consigue expresar la contrariedad de los personajes, perseguirá a los supervivientes hasta el final: a pesar de conseguir regresar con vida a casa, a Collins (Jack Lowden) se le hará insoportable la idea de que sus paisanos les rechacen, consciente al fin y al cabo de que el fracaso militar que han protagonizado puede convertirles (a sus ojos) en unos miserables cobardes. Empero, el audaz (y finalmente satisfactorio) rescate de miles de soldados que algunos ciudadanos han organizado de manera casi espontánea, ha logrado colmar de orgullo el corazón de sus compatriotas, quienes les dedicarán un caluroso recibimiento, satisfechos con la tremenda gesta que ha hecho posible su salvación.

 

Compás de espera bélico

Dunkerque es un filme que basa buena parte de sus méritos en la precisión, razón por la que la labor con el corte de montaje, la edición de sonido y el diseño musical devienen esenciales —en lo que atañe a su precisión narrativa tal vez habría que determinar si, en cierto momento del metraje, su alternancia de escenas nocturnas y diurnas resulta adecuada por mucho que en el plano temporal ambas se desarrollen en momentos diferentes; una pirueta estructural que, eso sí, no resulta ajena a Nolan—. Una dependencia del tempo y la precisión que, de hecho, no resulta muy diferente de la que caracterizaba a la reciente (y sobrevalorada) Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), de George Miller, película cuyas mejores escenas quedaban subordinadas al talento desplegado por Margaret Sixel, John Seale y Junkie XL en unos campos, el montaje, la fotografía y la música, que contribuían de forma decisiva a ensalzar el carácter sensorial de la propuesta. No es casual, por tanto, que en Dunkerque el trabajo en equipo sea tan determinante como en aquella.

Nolan opta en Dunkerque por la claridad expositiva de las tomas

El montaje de Lee Smith y la música de Hans Zimmer son, nunca mejor dicho, aliados perfectos, y la fotografía de Hoyte Van Hoytema, cuyas texturas, duras y sensuales al mismo tiempo, recuerdan en cierto modo a las concebidas por Russell Boyd para algunas películas de Peter Weir —especialmente a las de Master and Commander: Al otro lado del mundo (Master and Commander: The Far Side of the World, 2003), una de las cuatro colaboraciones de Weir con, vaya por donde, el mencionado Lee Smith, por no hablar de la presencia en Dunkerque de James D’Arcy, aquí mano derecha del comandante Bolton y allí del capitán Jack Aubrey (Russell Crowe)—, otorgan una dimensión oscura, aunque no por ello menos épica, a unas imágenes que, sin dejar de ser espectaculares, son casi siempre muy directas y sencillas, al borde mismo de lo esencial, permitiendo a su artífice no solo exhibir una notable elocuencia y sensatez en el uso de ángulos, escalas y posiciones de cámara, sino también el depositar su confianza en la claridad expositiva de las tomas y en el montaje por corte directo —prescindiendo de esa fragmentariedad visual, tan típica del cine de Tony Scott o Michael Bay, que persigue confundir al espectador creando nociones espacio-temporales inexistentes que, además, les permiten enmascarar las huellas de su ineptitud narrativa—.

El primer bombardeo sobre el espigón es una de las escenas más destacadas de Dunkerque

Los primeros treinta minutos de metraje, fundamentales para establecer ese prolongado compás de espera que Nolan persigue afanosamente, constituyen un excepcional tour de force narrativo que parece montado con el diapasón en la mano —la ecuanimidad en la duración de los planos es notable, por no hablar de aquellas tomas que, siendo más largas, se caracterizan por un dinamismo cinético, fundamentado en el movimiento de la cámara y/o de los actores, que logra equilibrar la balanza en lo que al tempo sostenido se refiere—. Dicho fragmento, que abarca desde la temprana huida que el joven Tommy emprende por las sitiadas calles de Dunkerque hasta el primer y demoledor bombardeo que los alemanes lanzan sobre el inacabable espigón en el que cientos de miles de soldados ingleses permanecen apelotonados a la espera de ser rescatados o masacrados, no es el único logro de este notable filme, pues a él deben sumarse todas y cada una de las elegantes e inolvidables escenas aéreas, capaces de trasladar al espectador a un campo de batalla, el desplegado en los cielos, que es donde verdaderamente se decidirá la victoria o el fracaso de la evacuación y en el que dos pilotos verán recaer sobre sus espaldas todo el peso de una responsabilidad que si algo logrará evidenciar es su capacidad de sacrificio, o la tensa situación que se creará en el interior del barco varado conforme los disparos efectuados en el exterior por el enemigo amenacen con hundir a la embarcación en el momento en que la marea suba, circunstancia que determinará que sus ocupantes, ante la posibilidad de morir ahogados, expresen su deseo de sobrevivir y, en consecuencia, su disposición a sacrificar a quien haga falta.

 
 

© Óscar Navales, agosto de 2017