Clint Eastwood y el western

Reflexiones sobre la violencia

 

A lo largo de una generosa filmografía como realizador, que a estas alturas alcanza la notable cifra de 33 filmes (si incluimos en el cómputo Jersey Boys, que debería estrenarse a finales del presente año), Clint Eastwood ha demostrado un inusitado y constante interés por la violencia (quién la ejerce, de qué forma, por qué, hacia quién), por las consecuencias e implicaciones morales que tienen los actos violentos —sobre todo los físicos, pero también los psicológicos—, y por su plasmación cinematográfica.

En los últimos años —concretamente desde Mystic River (2003) y pasando por Million Dollar Baby (2004), el díptico bélico Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006) y Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006), El intercambio (Changeling, 2008) y Gran Torino (2008)— este interés (que ha adoptado definitivamente la forma de un discurso) se ha manifestado de forma más continuada y explícita, con menor tendencia a la espectacularización y con mayor profundidad filosófica, pero lo cierto es que dicho interés ya estaba bien presente en algunas de sus primeras tentativas en el thriller (Escalofrío en la noche [Play Misty for Me, 1971]) o en el western. Concretamente, ha sido en este último género —por el que Eastwood ha transitado un total de cuatro veces hasta la fecha—  donde el realizador ha demostrado con contundencia su indudable capacidad para llevar a su propio terreno guiones ajenos de lo más diverso, trabajando persistentemente los temas y personajes de su interés. Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1973), El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976), El jinete pálido (Pale Rider, 1985) y Sin perdón (Unforgiven, 1992) conforman una tetralogía westerniana esencial en el cine contemporáneo, en la que Eastwood consigue fusionar con notable fluidez y talento la tradición del género y la necesaria renovación de los parámetros que rigen al mismo.

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En todo caso, estos cuatro westerns consiguen trazar agrios y contundentes retratos colectivos (ya se trate de asentamientos mineros, como en el caso de Infierno de cobardes o de El jinete pálido, o bien de pueblos aparentemente algo más civilizados, como el Big Whisky de Sin Perdón), a partir de narraciones conducidas por las figuras fuertemente individualistas de sus respectivos protagonistas. El extraño (apodado como tal en los títulos de crédito) de Infierno de cobardes, el Josey Wales de El fuera de la ley, el predicador de El jinete pálido, o el William Munny de Sin perdón, comparten todos un rechazo frontal a las leyes y a la moral asumidas como más convenientes y respetables. Estos cuatro filmes permiten constatar cómo las cualidades del Eastwood cineasta han evolucionado paralelamente a su capacidad para trasladar a la pantalla relatos cuya estructura narrativa se ha ido mostrando progresivamente más y más compleja. En el fondo, las lecturas sociológicas que se desprenden de las conclusiones dramáticas de obras tan alejadas en el tiempo (tres décadas) como la sencilla Infierno de cobardes o la más compleja Mystic River coinciden más de lo que pudiera apreciarse en un visionado apresurado de cualquiera de ellas: ambos filmes (a los que cabría sumar otros de Eastwood) analizan y cuestionan la dudosa moral que rige el comportamiento de los habitantes de un asentamiento minero (Infierno de cobardes) o de la ciudad de Boston (Mystic River), los cuales parecen compartir una inquietante habilidad para esconder los muertos en el armario.

 

1. Dos venganzas de ultratumba: Infierno de cobardes / El jinete pálido

Aunque separadas en el tiempo por trece años (y ocho largometrajes), Infierno de cobardes y El jinete pálido devienen filmes clave en la filmografía de Eastwood. Vistos en continuidad, permiten comprobar tanto la insistencia del cineasta en ciertos temas y personajes, como —de forma especialmente manifiesta— la envergadura de su evolución profesional. Si bien Infierno de cobardes ya resulta una obra sorprendentemente atractiva y elegante, que destaca por la solvencia narrativa, por la precisa forma en que Eastwood trabaja con el formato panorámico, y también por la atmosférica y sugestiva fotografía de Bruce Surtees —atributos que la alejan del thriller Escalofrío en la noche, filmado apenas un par de años antes, y en el que el realizador se mostraba todavía algo titubeante y limitado en el manejo del lenguaje visual, abusando demasiado del uso de primeros planos, del teleobjetivo y de los zooms—, lo cierto es que El jinete pálido resulta notablemente superior y es, con toda probabilidad, su filme más logrado hasta aquel momento. Lo inicialmente atractivo de ambos westerns —que forman un curioso díptico y hasta cierto punto pueden ser entendidos como filmes complementarios— reside en la hibridación que presentan entre elementos de realismo sucio y otros que otorgan a sendos relatos una sutil atmósfera sobrenatural. Ese segundo aspecto, el sobrenatural, queda firmemente instalado en los filmes con la presentación de sus respectivos protagonistas que, además, comparten una misma forma anónima de relacionarse con los otros personajes: si el protagonista de El jinete pálido es conocido por los demás como “el predicador”, el de Infierno de cobardes apenas es señalado en los títulos de crédito como “el extraño”. Ese anonimato queda vinculado con la fantasmal primera aparición de los personajes: al inicio de Infierno de cobardes, el extraño parece un personaje salido directamente de la nada, cuando su silueta emerge progresivamente en el horizonte tras una vaporosa cortina de aire sobrecalentado. La música espectral de Dee Barton (afín a las bandas sonoras de Ennio Morricone) que acompaña a este momento resulta harto significativa al respecto. Por su parte, el predicador de El jinete pálido también parece venir de no se sabe dónde, aunque en este caso su primera aparición tenga lugar en el marco de unas montañas nevadas, y la llegada del personaje obedezca aparentemente —el montaje en paralelo de ambos instantes así lo sugiere— a las plegarias vertidas en voz alta por la joven Megan (Sydney Penny) en el sombrío bosque en el que entierra a su perrito, muerto en la primera secuencia del filme a causa de una bala disparada por uno de los hombre del cacique Coy LaHood.

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Las conexiones entre ambos westerns no terminan aquí, pues también comparten unas premisas argumentales tremendamente parecidas. La de Infierno de cobardes es verdaderamente sencilla y hasta un punto simple. Un extraño jinete (el propio Eastwood) arriba al pequeño asentamiento minero de Lago, cuyos habitantes esperan con creciente temor la inminente llegada de tres rufianes —comandados por el violento Stacey Bridges— que, tras pasar una temporada en prisión, pretenden atacar el lugar. La habilidad del extraño con las armas de fuego incitará a los lugareños a contratar sus servicios como pistolero para que les ayude a defenderse de aquellos. Conforme avance el relato, el espectador descubrirá que en Lago no existe un alma libre de pecado, que la corrupción y la inmoralidad campan a sus anchas por el lugar, y que lo que en realidad se traen Bridges y sus compinches entre manos es una venganza contra todos aquellos ciudadanos hipócritas que, siendo también cómplices pasivos y encubiertos del asesinato a latigazos del anterior sheriff de Lago, no tuvieron reparos en inculparlos y encerrarlos en la cárcel. En esencia, la trama de El jinete pálido es muy similar: un desconocido llega a un asentamiento minero, cuyos habitantes viven atemorizados por los actos cada vez más violentos perpetrados contra ellos por el cacique LaHood (Richard Dysart), el cual pretende expulsarlos de Carbon Canyon. Pero entre ambos filmes existen también unas notables diferencias, relativas tanto a la complejidad que adopta cada uno de los relatos, como a la orientación estética y narrativa que les imprime Eastwood.

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La influencia del spaghetti western de Leone se deja notar prácticamente en todos los elementos de Infierno de cobardes, desde un itinerario argumental en el que la venganza del protagonista (un hombre sin nombre) juega un papel fundamental, hasta una sobreabundancia de personajes grotescos y nada simpáticos, pasando por la habilidad para componer encuadres de gran atractivo plástico —uno de los elementos más destacados del cine del italiano—. Con todo, Infierno de cobardes me parece un western más estimable que los que componen la famosa “trilogía del dólar”, filmes muy influyentes en el cine posterior, pero también cargados de no pocos excesos de fondo y forma. En particular, es destacable que Eastwood, pese a las deudas contraídas con su mentor, consiga dotar a su western de un ritmo más ágil y fluido que lo aleja decisivamente de la pesadez narrativa y de la un tanto manierista dilatación temporal de los acontecimientos que tanto agradaban a Leone (rasgos que, sin embargo,  le han hecho ganar muchos seguidores). En cambio, la languidez de los habitantes de Lago, sus nada atractivos rostros y comportamientos, su baja estatura moral y su decisiva falta de honradez —debidas también al western de Leone— son elementos utilizados con habilidad por Eastwood que, con ellos, consigue construir un notable y estilizado filme acerca de la ambición, la corrupción y la perfidia humanas.

Si las imágenes de Infierno de cobardes no dejan lugar a dudas acerca de la influencia que Sergio Leone tuvo en la formación de Eastwood como actor y, sobre todo, como realizador, El jinete pálido evidencia la madurez en el oficio alcanzada por el cineasta en apenas quince años. La sombra de Leone también se proyecta sobre las imágenes de El jinete pálido, pero en esta ocasión de forma más contenida, permitiendo que se revelase también, de manera especialmente intensa, la personalidad del propio Eastwood: en cierto modo, este filme ya mostraba el camino que conduciría al cineasta hacia su western más reconocido, Sin perdón. Tal vez el aspecto leoniano más evidente del filme se encuentre en la estética que presentan las indumentarias del mercenario Stockburn (John Russell) y sus seis ayudantes, que parecen salidos directamente de las imágenes de Hasta que llegó su hora (C’era una volta il West, 1968). Asimismo, los rasgos del propio Russell no dejan de recordar a los del icónico Lee Van Cleef de La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965) y de El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966).

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El tratamiento de la violencia en ambos filmes no escatima en detalles repletos de mala leche e ironía: en El jinete pálido, el predicador apaga con un cubo de agua (!) la cerilla de uno de los villanos, el cual pretende incendiar con la misma el carro de uno de los mineros; en otro instante del mismo filme, el protagonista se enfrenta al gigantón apodado Club, golpeándole con un gran martillo, primero en la cara y luego en la entrepierna, para después recomendarle que utilice hielo para aliviar el dolor de sus parte intimas… La violencia de Infierno de cobardes, por su parte, es frecuentemente más sucia y sórdida y da  pie también a excelentes y casi paródicos instantes. Por ejemplo, el entrenamiento con armas que el extraño imparte a los paletos ciudadanos de Lago, induciéndoles a recrear con pelos y señales un simulacro de tiroteo (¡con muñecos incluidos!) contra Bridges y sus hombres: el resultado del invento dejará mucho que desear. Pero el aspecto fundamental en el que ambos filmes devienen opuestos lo encontramos en la forma que tiene cada uno de retratar a los habitantes de sus respectivos asentamientos mineros. Como se ha dicho antes, los habitantes de Lago en Infierno de cobardes resultan abiertamente despreciables, y el espectador no puede sentir ninguna empatía hacia ellos; en abierta oposición, los habitantes de Carbon Canyon en El jinete pálido resultan mucho más agradables y sinceros que aquellos —en consonancia, Eastwood los retrata con respeto—, más cercanos al espectador en sus ambiciones y miedos, algo que debe mucho también a la excelente selección de actores secundarios que les dan vida.

De entre todas las ideas atractivas que encontramos en ambos filmes, merece la pena destacar, por su singularidad, aquellas que se esfuerzan en sugerir la naturaleza sobrenatural de cada uno de los protagonistas. Al inicio de Infierno de cobardes, mientras el extraño avanza lentamente, bajo la atenta mirada de los habitantes, por la única calle de Lago, su sereno y desafiante semblante solo se ve alterado al escuchar el restallar de un látigo contra un caballo. El detalle, que aparentemente reviste poca o ninguna importancia, se revelará cargado de sentido más adelante, cuando el extraño se duerma en la habitación que ha alquilado en Lago y sueñe, precisamente, con el instante de la muerte de Jim Duncan a causa de los latigazos propinados por Bridges y sus compinches. Al respecto, al final del filme, un diálogo entre el extraño y el enano Mordecai (Billy Curtis) ahondará todavía más en el misterioso vínculo existente entre el protagonista de Infierno de cobardes y el susodicho sheriff Jim Duncan, vengado por el primero sin razón aparente.  Justo antes de alejarse definitivamente de Lago, el extraño se encuentra con Mordecai y ambos mantienen una significativa conversación junto a la lápida de Duncan. El hombrecito le dice: «Estoy por terminar»; y tras una breve pausa continúa: «Nunca supe su nombre». El extraño asiente con la cabeza y le contesta de forma misteriosa: «Sí lo sabe», respuesta que provoca estupefacción en el rostro de Mordecai. Acto seguido, el extraño se lleva la mano al sombrero y, antes de partir definitivamente, dice: «Cuídese». Mordecai se lleva la mano a la frente y se despide: «Sí, capitán». Un plano nos muestra entonces, en primer término, la inscripción de la lápida («Alguacil Jim Duncan, que en paz descanse»), mientras, al fondo, el extraño se aleja a caballo. A continuación, una fantasmal música acompaña la imagen del extraño desvaneciéndose en un horizonte tan inestable e irreal como el que mostraba su aparición al inicio del filme. La inscripción en la lápida sugiere, sin hacerlo explícito, que una venganza sobrenatural ha tenido lugar (1).

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De la misma forma solapada, en El jinete pálido se insinúa un extraño vínculo —previo a los acontecimientos narrados por el filme— entre el predicador y el mercenario Stockburn. En una temprana secuencia de la película, el humilde minero Hull Barret (Michael Moriarty) contempla con sorpresa las numerosas cicatrices de bala que muestra la espalda desnuda del predicador. En el clímax dramático, el predicador disparará varias veces desde el pecho y a bocajarro a Stockburn pero, en un audaz detalle de puesta en escena, Eastwood nos mostrará desde la espalda del villano cómo los disparos atraviesan su cuerpo: los balazos en la espalda del predicador, primero, y luego en la de su enemigo Stockburn, devienen un detalle capaz de evocar, en la mente del espectador, la verdadera naturaleza del enfrentamiento que, fuera de los márgenes del relato, se dio entre ambos personajes previamente.

 

2. Los marginados del Oeste: El fuera de la ley

Por varias razones, El fuera de la ley me parece un filme hasta cierto punto algo desvinculado de las otras aportaciones de Eastwood al género. Es importante tener en cuenta que, mientras los relatos de Infierno de cobardes, El jinete pálido o Sin perdón se despliegan en apenas dos o tres espacios diferentes, resultando por esta razón más opresivos y claustrofóbicos, El fuera de la ley deviene un western itinerante, en el que su protagonista, el forajido Josey Wales, se desplaza constantemente de un lugar a otro atravesando la geografía del oeste americano. La diversidad de espacios, mayormente abiertos y naturales, y el desarrollo diurno de gran parte del relato, se oponen claramente a los espacios reducidos (o directamente cerrados), y a las agobiantes secuencias nocturnas, de Infierno de cobardes o Sin perdón.

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Aparte, el eje dramático del relato —la venganza que su protagonista, Josey Wales, tiene pendiente con el mezquino líder de los Botas Rojas, Terrill (Bill McKinney), quien al principio del filme mata a la mujer e hijo de aquel— carece del interés y la intensidad que dicho motivo tiene en otros westerns del cineasta, probablemente porque la narración deviene excesivamente dispersa, sumando continuamente escenarios, personajes y situaciones, y se aleja con mucha facilidad y durante demasiado tiempo del propio Terrill, convertido en un personaje poco carismático y excesivamente plano. Cuando finalmente acontece el esperado enfrentamiento entre los antagonistas, la situación carece de la intensidad y el atractivo que debiera tener. En el balance negativo del filme también adquieren un peso determinante algunos personajes (y sus respectivos intérpretes) que no terminan de funcionar o de aportar elementos de interés a la narración —Laura Lee (Sondra Locke) o Jamie (Sam Bottoms)—. En el primer caso, porque la inclusión del personaje femenino en cuestión propicia algunas situaciones humorísticas bastante irritantes, o un episodio romántico con el propio Josey Wales que parece obedecer a un puro capricho de Eastwood, entonces compañero sentimental de Locke. En el caso de Bottoms, sus propias limitaciones como actor impiden que el espectador sienta la necesaria empatía hacia el personaje que este interpreta: un joven e idealista soldado confederado que morirá a causa de un balazo propinado por un soldado de la Unión. El despliegue de personajes deviene bastante excéntrico e incluye desde una joven india navajo apodada “Pequeño Rayo de Luna”, hasta Lone Waitie, un viejo y entrañable cherokee capaz de adormilar con sus monólogos al propio Wales, pasando por Sarah (Paula Trueman), la menuda y nerviosa abuela yanqui de Laura Lee, y un sinfín de personajes más que retratan, de forma tal vez algo grotesca y exagerada, pero con una voluntad abiertamente satírica, tanto el sur como el oeste de los Estados Unidos.

Pese a todo lo dicho, y a su duración de 135 minutos, El fuera de la ley no es un filme despreciable, y en general puede ser visto como un agradable relato del oeste con toques de aventura, al que Eastwood imprime conscientemente un tono más ligero y una atmósfera menos lúgubre, aspectos que lo distancian claramente de sus otros westerns. En cualquier caso, la adecuada lectura de ciertas situaciones del filme —como aquella en la que Josey Wales sella con su sangre un pacto con el jefe comanche Diez Osos (Will Sampson), despreciando de ese modo cualquier tratado o moral supuestamente civilizada— permite comprobar que Eastwood siempre ha sido un cineasta con las ideas muy claras y muy fiel a sus principios personales: una vez más, Josey Wales es un personaje radicalmente individualista (que exhibe constantemente su desprecio hacia los demás lanzando unos negros escupitajos), aunque desprovisto del misterio que rodeaba al extraño de Infierno de cobardes o al predicador de El jinete pálido, y sin el turbio pasado como asesino de niños y mujeres del William Munny de Sin perdón.

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Es cierto que para comprender debidamente las intenciones de Eastwood en El fuera de la ley se hacen necesarios unos conocimientos básicos del período histórico americano que retrata el filme, la Guerra de Secesión y los significativos cambios sociales y políticos que tuvieron lugar cuando esta llegó a su fin. Sin ellos se hace difícil entender la envergadura del relato revisionista propuesto —Eastwood siempre ha hecho hincapié en que se trata de una obra antibelicista— y su forma desprejuiciada de forzar la convivencia, en un mismo grupo de marginados, de una abuela yanqui (Sarah), de un soldado confederado (Josey Wales), o de representantes de distintas tribus indias (navajos, cherokees y comanches) que en no pocas ocasiones se vieron enfrentadas las unas a las otras. Eastwood rematará la ironía que se desprende de la existencia de tal grupo haciendo que hasta un perro abandonado termine uniéndose al mismo.

 

3. El oficio de las armas: Sin perdón

Entre El fuera de la ley y Sin perdón es posible establecer un pequeño vínculo que, en cualquier caso, no impide diferenciar claramente las intenciones que tiene Eastwood con uno y otro filme. En ambos westerns, el oficio de cazarecompensas adquiere una indudable trascendencia dramática. En El fuera de la ley, Josey Wales se convierte en un proscrito, y por ello mismo se ve acechado continuamente por soldados que quieren eliminarle o por mercenarios que quieren cobrar la recompensa que se ofrece por su pellejo. Por el contrario, en Sin Perdón, el punto de vista que adopta el relato se sitúa precisamente del lado de aquellos (William Munny, Ned Logan y Schofield Kid) que, forzados por sus miserables condiciones de vida, deben actuar como cazarecompensas. En un diálogo de El fuera de la ley encontramos encerrado el verdadero sentido, realista y práctico, de tal profesión: un desconocido entra en el saloon de un pueblo abandonado buscando a Josey Wales, y ambos personajes intercambian unas pocas palabras. Wales pregunta al desconocido: «¿Eres un cazarecompensas?»; a lo que este responde: «En estos tiempos algo tengo que hacer para vivir». La siguiente frase de Wales es una advertencia («Morir no es vivir, muchacho. Esto no es necesario. Puedes pasar de largo») que no logrará persuadir a su oponente, que instantes después morirá tiroteado por el protagonista.

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Si convenimos en que El fuera de la ley puede ser considerado el western más liviano de todos los realizados por Eastwood, en cambio Sin perdón es un filme todavía más sombrío que Infierno de cobardes y El jinete pálido, hasta el punto que señala un cambio de orientación por parte del cineasta en su tratamiento cinematográfico de la violencia. A partir de entonces esta se vuelve más realista y virulenta que de costumbre, y esto encontrará su prolongación diez años más tarde (2), en filmes cada vez más nihilistas como Mystic River, Million Dollar Baby, Banderas de nuestros padres, Cartas desde Iwo Jima o El intercambio. Merece la pena detenerse un momento en una secuencia muy conocida de Sin perdón, aquella en la que Little Bill Daggett propina, en la calle y delante de los ciudadanos del pueblo de Big Whisky, una salvaje, injustificada, pero ejemplarizante paliza a Bob “el inglés” (Richard Harris).

Eastwood filma esta secuencia, muy apropiadamente, combinando los planos en ángulo contrapicado (para Bill Daggett, que domina la situación) o en picado (para Bob, que recibe los golpes en el suelo). Este tipo de situación se repite una y otra vez en los westerns de Eastwood: en Infierno de cobardes, en la secuencia en la que el sheriff Jim Duncan es asesinado a latigazos por Bridges y sus esbirros; en El fuera de la ley, al inicio del filme, cuando Terrill, el líder de los Botas Rojas, corta con un golpe de su sable el rostro de Josey Wales y, después, en la secuencia en la que unos comancheros asaltan un carromato e intentan violar a Laura Lee; en El jinete pálido, en el instante en que Hull Barrett, tras abandonar la tienda del pueblo en la que suele abastecerse de víveres, recibe una paliza de los hombres de Coy Lahood. Eastwood siempre resuelve las situaciones mencionadas de la misma forma: recurriendo a ángulos de cámara picados y contrapicados. Pero en los tres filmes citados uno siempre puede situarse con facilidad del lado del personaje desprotegido, del que recibe los golpes. Algo que no ocurre en Sin perdón: Bob “el inglés” no resulta un personaje simpático, más bien demuestra ser un pistolero presuntuoso y fanfarrón, y Bill Daggett, en su papel de sheriff que pretende imponer unas reglas de comportamiento justas, en realidad parece más bien un sádico que encuentra cierta satisfacción en las palizas que imparte a los demás. En Sin perdón, el espectador no tiene un asidero moral pertinente con el que identificarse, siendo este un relato con un desarrollo dramático en el que la ambivalencia de los actos violentos permite lecturas diversas. Si los habitantes del asentamiento minero de Infierno de cobardes eran descritos por Eastwood como unos seres despreciables, y los de El jinete pálido parecían la cara opuesta de aquellos, en Sin perdón los habitantes de Big Whisky se mueven claramente en el claroscuro moral, y resultan hasta cierto punto imprevisibles: Bill Dagget es un personaje opaco, nada transparente en sus funciones como sheriff; las prostitutas demuestran un apetito de venganza desmesurado por lo ocurrido a unas de sus compañeras al inicio del filme; Skinny Dubois, el dueño de la taberna, contempla a sus chicas como mera mercancía sexual, sin empatizar en absoluto con sus problemas personales; los dos vaqueros que, dejándose llevar por un arrebato momentáneo, cortan con un cuchillo la cara y los pechos de la prostituta Delilah, luego parecen arrepentirse de sus actos… Para acabar de rematarlo, los forasteros William Munny, Ned Logan (Morgan Freeman) y Schofield Kid (Jaimz Woolvett) acuden a Big Whisky con la intención de asesinar a unos tipos a los que ni tan solo conocen, y de esa forma cobrarse una recompensa que les permita aligerar las miserables condiciones en las que todos ellos a duras penas sobreviven. El retrato colectivo ofrecido en Sin perdón por el guionista David Webb Peoples es más complejo y penetrante que el que animaba los anteriores westerns de Eastwood, y se acerca más a los retratos también colectivos que, en narraciones más próximas al thriller, presentará el cineasta en las posteriores y notables Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993), Mystic River o El intercambio.

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La puesta en escena del filme, por su parte, resulta extremadamente refinada y elegante. Eastwood demuestra continuamente su dominio de la profesión tras años de experiencia, haciendo alarde de su maestría a la hora de organizar el tiempo y el espacio fílmicos mediante un montaje notablemente complejo y un trabajo de planificación y composición de los encuadres que, en esta ocasión más que en ninguna de las anteriores, hace pensar en cineastas de la envergadura de John Ford, Anthony Mann o Howard Hawks. Un ejemplo que demuestra que la puesta en escena de este filme es extremadamente refinada lo encontramos en la secuencia en la que William Munny visita a su viejo amigo Ned Logan, con la intención de implicarlo en la tarea de asesinar a los dos vaqueros que han cortado a la prostituta de Big Whisky. Logan se niega inicialmente a abandonar a su esposa para volver a una vida violenta que creía ya olvidada. «Ya no somos rufianes. Somos granjeros», le dirá a Munny. Llegados a este punto, Eastwood filma a Munny levantándose de su asiento para despedirse de su amigo, pero el contraplano que viene a continuación —en el que un suave movimiento de cámara acompaña a Logan dando un paso al frente para cruzar el umbral de una estancia— sugerirá, de forma silenciosa, en una imagen casi subliminal pero muy elocuente, el cambio de orientación que ha tenido lugar en el pensamiento del personaje: cuando el movimiento de cámara finaliza, el ángulo contrapicado de la composición nos descubre la forma de un rifle Spencer que cuelga de la pared situada tras Logan; el «granjero», por su amistad hacia Munny, ha tomado la determinación de recuperar el oficio de las armas.

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En cualquier caso, Sin perdón cierra de forma pertinente y circular el ciclo westerniano iniciado por Eastwood veinte años antes con Infierno de cobardes. Si al inicio de esta última, el extraño jinete encarnado por Eastwood llegaba al emplazamiento de Lago, y su aparición concentraba las miradas de los habitantes del lugar, intrigados por la identidad del forastero, al final de Sin Perdón, cuando William Munny recorre en sentido inverso las calles de Big Whisky, su partida también es contemplada por unos habitantes cuyas miradas, en esta ocasión, delatan estupefacción y miedo, tras haber sido testigos previamente de toda una exhibición de violencia a manos de alguien que, indudablemente, puede ser considerado un ángel de la muerte.

 

© Óscar Navales, febrero 2014

 

separador(1) En una de las numerosas sorpresas que ha deparado el mundo del doblaje en este país, el final de la versión española de Infierno de cobardes presenta una adulteración  caprichosa, pero determinante a la hora de entender de una u otra forma el relato que se ha presenciado. El diálogo descrito entre el extraño y Mordecai se desarrolla exactamente igual, con una salvedad inquietante. Tras contestar a Mordecai diciendo: «Sí lo sabe», el extraño continúa con estas palabras: «Era mi hermano», aludiendo a la lápida del sheriff Jim Duncan que se encuentra frente a su interlocutor. Con este mínimo añadido, el doblaje prácticamente destruye el sentido sobrenatural del relato, volviéndolo una falsa venganza fraternal, tan terrenal y común como cualquier otra.

(2)Aunque apenas un año más tarde, en Un mundo perfecto, Eastwood filmará una secuencia tan angustiosa y áspera como aquélla: el momento en que su protagonista, Butch Haynes (Kevin Costner), amordaza a los miembros de una familia negra y se dispone a asesinarlos.