Tony Scott (1944–2012)

The Wings of Eagles

 

Tony Scott se levantó pronto este domingo y condujo su coche tranquilamente hasta el puente Vincent Thomas, un lugar bastante cinematográfico, pues allí se rodaron algunas de las memorables persecuciones de esa joya oculta del cine de los ochenta llamada Vivir y morir en Los Ángeles (To Live and Die in L.A., William Friedkin, 1985). Algunos dicen que Tony Scott tenía un tumor cerebral irreversible, pero su mujer ha declarado que es mentira. En el coche dejó cartas para sus seres queridos. Y se lanzó al vacío.

En este mundo en el que vivimos, sobrecargados de información, las muertes nos golpean cada vez con mayor violencia. En el mundo del cine nunca ha habido tantos muertos. Primero porque cada vez hay más gente que se dedica al cine, y segundo porque ahora, cuando alguien muere, nos enteramos al instante y con mayor cantidad de detalles. La muerte de Scott es inevitable que golpee más que otras de directores más veteranos, igual o más importantes que el cineasta inglés.


Es inevitable también reimaginar su filmografía a partir de este hecho traumático. Buscar en ella las razones por las que cometió ese acto desesperado. O ver en ella rasgos de esa enfermedad que acabó con su vida, o con sus (vanas) esperanzas de vivir y de luchar.

En su filmografía hay dos etapas bien diferenciadas: la que va desde su primer éxito con Top Gun (1986) hasta cierta crisis de su estilo en Enemigo público (Enemy of the State, 1998) y la que va de El fuego de la venganza (Man on Fire, 2004) a su crepuscular obra final, Imparable (Unstoppable, 2010). Entre Enemigo público y El fuego de la venganza transcurre un periodo de tiempo de seis años en el que solo realiza Spy Game, en 2001. Es el tiempo de mayor inactividad en la carrera de Scott. Después, entre el 2004 y el 2010 filma cinco trabajos.

Se puede decir, generalizando, que las primeras son películas de acción muy directas, donde lo más importante es lo que sucede delante de la pantalla. Estamos en la época de gloria del blockbuster americano, del que Tony Scott fue uno de sus mejores y más exitosos cultivadores. En las películas de esta década pasada, por contra, hay algo detrás de sus imágenes. Un tono crepuscular y decadente. Unos personajes con una historia que se sitúa antes del comienzo del filme y de la que nunca somos del todo partícipes. El enigmático Denzel Washington atraviesa, en El fuego de la venganza, la frontera hacia México para olvidar su pasado. El inicio es de lo mejor que ha filmado nunca Scott. Un encuentro con un viejo compañero, retirado igual que él, con el que habla con unas palabras que solo entienden ellos dos. Pero lo importante no es tanto lo que se dicen como lo que transmiten. Un compañerismo, una amistad, forjada a través de los años, de las experiencias juntos como mercenarios. Es decir, que lo importante ya no es tanto la acción en sí, sino lo que esconde. Por eso, toda la primera parte de esta película fue una evolución en el cine de Scott, aunque luego bajo mi punto de vista se pierda en un espectáculo de venganza demasiado largo y cansino, repitiendo una y otra vez los mismos tics visuales.

Un poco de eso también tendría Domino (2005), la más loca e imposible de las películas de Scott. Un biopic falso y apócrifo (la propia Domino Harvey no estaba de acuerdo con muchas cosas, aunque murió antes de ver el filme terminado) de una modelo reconvertida en cazarrecompensas. La película es un vómito posmoderno, un trabalenguas impronunciable, tanto como la propia vida de la protagonista, donde hay lugar tanto para las bromas metanarrativas con Sensación de vivir como para el cameo de Tom Waits haciendo de predicador en el desierto. Llevó al límite también la manipulación de la imagen según los cánones de Scott: imágenes aceleradas y mezcladas anacrónicamente, con momentos en que el montaje prácticamente desaparecía, dejando en su lugar un continuo de imágenes líquido y viscoso, que podría recordar a las mezclas de laboratorio que realiza un director experimental como Peter Tscherkassky. Pero a pesar de todo esto, también existe una mirada retrospectiva, pues es Domino Harvey desde la cárcel quien cuenta la historia de su vida.

Desde luego, la película es interesante como masturbación teórica, pero totalmente desagradable a la vista, fea de narices en lenguaje coloquial, y también bastante repetitiva en sus soluciones, tanto formales como argumentales. Pero es que tanto El fuego de la venganza como Domino parecen ensayos para la que es su película definitiva, esa obra maestra oculta y despreciada del cine americano que es Déjà Vu (2006). En esta película de suspense que deriva hacia la ciencia ficción, un investigador de la policía termina trabajando en un grupo especial para descubrir al perpetrador de un terrible atentado terrorista. La película se realizó después de los dos grandes traumas de la sociedad norteamericana en este siglo, los atentados del 11 de septiembre y las inundaciones provocadas por el huracán Katrina. La película se rodó en Nueva Orleáns como homenaje a las víctimas de esta última tragedia. Scott trabaja en un contexto enormemente político y de gran importancia emocional para el espectador norteamericano.

La clave para resolver el misterio está en el cuerpo sin vida de una mujer hallado al margen del resto de las víctimas. Y, claro, en una máquina del tiempo que permite regresar varios días atrás y que genera imágenes en alta resolución, logrando encontrar a esa joven y vigilarla para hallar en su vida diaria la resolución del enigma. Por lo tanto, gran parte de la película transcurre en una sala oscura, con varios personajes mirando una pantalla, fascinados por el rostro de esa mujer muerta que vuelve a la vida gracias a un misterio tecnológico. Esto es, en cierta manera, Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958), como así señalaron Mark Peranson y Christoph Huber en un texto fundamental sobre Déjà Vu y sobre el cine de Scott. Vértigo como metáfora última del cine, la imagen artificial que permite perpetuar en el tiempo un objeto que una vez tuvo vida. Resucitarlo al reproducirlo.

Muchas películas han seguido el camino de Vértigo. Ahí está Robert Aldrich con La leyenda de Lylah Clare (The Legend of Lylah Clare, 1968), donde el director resucitaba a la misma Kim Novak, actriz del Vértigo original; De Palma con Fascinación (Obsession, 1976); Larry Cohen con otra película despreciada y condenada al olvido, Efectos especiales (Special Effects, 1984), quizás la más personal y radical de las obras de ese director; o Abel Ferrara con The Blackout (1997): todas ellas obras malditas, despreciadas por la crítica. Pero también recientemente se deja ver la huella del filme inmortal de Hitchcock (recientemente escogido como el mejor de la historia por la famosa encuesta de Sight and Sound) en trabajos como La piel que habito (2011) de Almodóvar, El extraño caso de Angélica (O Estranho Caso de Angélica, 2010) de Manoel de Oliveira o La fille de nulle part (2012) de Jean-Claude Brisseau. Todas ellas películas sobre el hecho de resucitar mujeres, o bien de darles forma a partir de otro modelo.


Pero creo que todas ellas siguen un patrón similar a Vértigo y es Déjà Vu  la única que parte de un camino totalmente distinto para llegar al final al encuentro con Hitchcock. Un encuentro inesperado, aparentemente imposible, pero que se reconoce en esas escenas en las que el personaje interpretado por Denzel Washington mira apasionadamente a esa mujer que poco tiempo antes ha visto sin vida. Es tal la genialidad de Déjà Vu que podemos decir que llega a Vértigo de una manera natural, sin proponérselo e incluso va más allá de ella. Porque este filme de Scott es también una película sobre la cinefilia. Sobre la pasión de mirar imágenes en movimiento. Una especie de Goodbye, Dragon Inn (Bu san, Tsai Ming-liang, 2003) donde los protagonistas asisten a una película sobre los últimos días de vida de una mujer. Pero de nuevo Scott introduce sus propias reglas, y este filme está dirigido por el propio espectador, un voyeur que tiene la facultad de mover la cámara a su antojo. De superar las propias limitaciones de la cámara, pues esta es ultraportable y ultraligera, pudiendo situarse allí donde lo desee. Esto es el sueño de Tony Scott, que en sus películas anteriores siempre había tratado de llevar los encuadres y el montaje hasta la eliminación de su sentido. Así, las imágenes epilépticas y poscinematográficas de Domino aparecen aquí como manifestación del poder del espectador-director sobre las imágenes de los últimos días de esa mujer.

Scott se introduce a sí mismo en el filme, como si Déjà Vu aunara en su interior el estilo de su anterior película, dándole un nuevo sentido, o bien tratando de explicar sus intenciones anteriores. Los protagonistas de Déjà Vu se mueven sobre las imágenes del pasado de la misma manera que Tony Scott lo hacía sobre la vida (real o inventada) de Domino Harvey, tratando de superar todos los impedimentos físicos y tecnológicos del cine. Un poco a la manera del De Palma de Misión a Marte (Mission to Mars, 2000), donde la gravedad cero permitía al director italoamericano realizar los planos secuencia más virtuosos de su carrera. O como la reciente Chronicle (Josh Trank, 2012), donde los superhéroes adolescentes terminan utilizando sus poderes para mover la cámara y así realizar una puesta en escena única y original, donde no importan los límites impuestos por la ley de la gravedad.

Pero aún queda en Déjà Vu otro radical giro, otro as escondido bajo la manga maestra de Scott. Y es que la máquina que permite ver las imágenes del pasado, finalmente, permite también transportar a una persona. Como señalaba antes, toda película sobre atentados terroristas realizada en 2006 es inevitablemente política. Y Déjà Vu lo es de manera admirable, al manifestar la frustración de todo un país por ser incapaz de evitar esos hechos del pasado, por cambiar esos terribles acontecimientos. El filme de Scott es un sueño imposible. Tan imposible como su puesta en escena, tanto como sus inverosímiles (y geniales) escenas de acción: Denzel Washington consigue transportarse al pasado y cambiar el destino, algo que no logran los antihéroes de Hitchcock, Aldrich, De Palma, Cohen, Ferrara, Almodóvar, Oliveira o Brisseau, todos ellos derrotados por la fatalidad, por la imposibilidad material de volver atrás en el tiempo.

Hay otro cambio importante en esta última película de Scott, y es la procedencia social de su personaje principal. Normalmente, los héroes de Scott son eso, héroes. Personas especialmente capacitadas para desarrollar las funciones que les encomiendan. Personas únicas e insustituibles. Pero eso cambia a partir de Déjà Vu. Los protagonistas de las tres últimas películas de Scott son gente común. Trabajadores, incluso obreros que desarrollan su trabajo como tantas otras miles de personas a lo largo de EEUU, pero que un día se ven obligados a realizar unas acciones para las que no creen estar capacitados. Esto es así en Déjà Vu, en Asalto al tren Pelham 1 2 3 (The Taking of Pelham 1 2 3, 2009) y en Imparable, todas ellas protagonizadas por un Denzel Washington lejos de su mejor forma física, tanto es así que, en la práctica totalidad del metraje de Imparable, el actor actúa sentado a los mandos de su ferrocarril.

En el último cine de Scott hay un sentimiento proletario. Un gusto por filmar a personas realizando su trabajo. Hombres y mujeres que apenas tienen vida familiar, solitarios, que viven únicamente para trabajar, algo hacia lo que cada vez nos encaminamos con mayor velocidad en esta refundación del capitalismo que vivimos. La derrota vital y el consuelo en los pequeños placeres cotidianos se convierten en los temas predilectos de Scott, ya desde El fuego de la venganza, donde el viejo guerrero encontraba por fin la felicidad cuidando de una inocente niña tras una vida llena de aventuras. El protagonista de Déjà Vu confiesa en una escena “Everything you have, you lose, right? Mother, father, gone”, y después “No matter how hard you grab onto something, you still lose it, right?”.


Este conformismo se vuelve terrible al confrontarse con la dramática muerte del director. Y quizás el transcurso y evolución de su filmografía fue la señal de su destino fatal, con la diferencia de que Scott no tuvo esa máquina con la que soñó en Déjà Vu, que le permitiera viajar en el tiempo para cambiar los errores cometidos. O quizás para volver a los mayores momentos de felicidad, cuando era el director estrella de Hollywood y trabajaba con actores que eran sus amigos. De todas las obras de su primera etapa, la que aparenta ser más feliz es Días de trueno (Days of Thunder, 1990), en mi opinión la otra joya oculta del cine de Scott, despachada en su día como mero vehículo de lucimiento del matrimonio estrella de Hollywood, Cruise-Kidman.

Pero Días de trueno tiene más que ver con las últimas películas del director, en cuanto a que trata principalmente de personas realizando el trabajo que más les gusta. Dos diferencias sustanciales. En esta obra total de los ochenta, priman las imágenes de amaneceres, escenarios soleados, frente al tono tostado y crepuscular del último Scott. Y en Días de trueno hay una experiencia, un trabajo colectivo. Mientras los personajes interpretados por Denzel Washington trabajan en la soledad (salvo Imparable, donde Denzel debe aceptar a regañadientes al joven y chulesco Chris Pine), en esta película hay un sentimiento de comunidad, de personas unidas alrededor de un coche, donde cada uno realiza un trabajo específico e imprescindible, como en Mar de fondo (Seas Beneath, 1931) de John Ford o en Hatari! (1962) de Howard Hawks. Y al igual que estas, son tan importantes las escenas de trabajo como los momentos de pausa, donde los protagonistas se relajan, a veces de forma inadecuada, como cuando, en medio de una carrera, Robert Duvall y el resto de mecánicos del equipo se desentienden de los problemas de su piloto y se dedican a tomar un helado en el pit lane. Todo en esta película es como una epifanía. El mundo y la vida como realmente debería ser. Una competición deportiva y salvaje donde los rivales son también compañeros, donde los empresarios tienen humanidad y donde la épica humanística puede surgir de un espectáculo mecánico y capitalista. Robert Duvall acaricia el metal del coche como si fuera una mujer. Le susurra, como si tuviera vida propia. El gran mérito de Scott es hacer creer al espectador que eso podía ser verdad. Que el coche de Días de trueno podía entender lo que le susurrabas. Que la mujer de las pantallas de Déjà Vu podía estar viva.


Viajar al pasado, incrustado en esa extraña máquina del tiempo de Déjà Vu y regresar a los años de Días de trueno. Tom Cruise, Michael Rooker y Cary Elwes compitiendo sobre la pista. Robert Duvall dirigiendo desde el pit lane, Tony Scott detrás de la cámara. Una especie de aventureros modernos de los nuevos espectáculos de masas. La felicidad, libre de ideología. Scott rehízo muchas de sus películas, y siempre para mejor. De Superdetective en Hollywood 2 (Beverly Hills Cop II, 1987) a El último Boy Scout (The Last Boy Scout, 1991). De Asalto al tren Pelham 1 2 3 a Imparable, donde los terroristas de la primera eran sustituidos por un error del sistema. Scott tendía a eliminar el enfrentamiento, a buscar los problemas en el interior de cada persona. Una lucha contra sí mismo. Y por eso se pasa de los héroes de Top Gun, una película que ayudó más al ejército que cualquier acta de reclutamiento, a los de Días de trueno, donde la guerra era sustituida por la competición deportiva. Pero sus protagonistas son todavía más heroicos que los pilotos de aviones de la anterior, puesto que, ya no se lucha contra una ideología, ni contra un país, ni contra un enemigo. Era la batalla de un hombre contra sus propias limitaciones, atrapado en un armazón de metal, presa de la misma angustia que Scott con su cámara, contra el montaje.

 Scott fue encontrando un concepto de autoría mediante la sucesión de sus películas y no tanto partiendo de unos temas determinados, como hacen la mayoría de directores que se pretenden autores en el cine actual de Hollywood. Parafraseando a John Ford, el director de Imparable podría haber manifestado sin ningún problema “me llamo Tony Scott y hago blockbusters”.