FID Marseille 2017
Viajar a nuevos territorios
Atraviesas la larga autopista que une el aeropuerto de Marsella con el centro de la ciudad y tienes la inmediata certeza de estar ante un paisaje eminentemente mediterráneo: montañas áridas, árboles tímidos, un cielo sin mácula que ofrece una luz con un cierto “esplendor trágico”, como acertó a definir Albert Camus. De Marsella se dice que tiene personalidad y carácter, es decir, estamos en una ciudad que quiere sentirse ajena a esa galopante homogeneización que sufren las grandes ciudades europeas. Marsella no quiere parecerse a nadie, es una metrópolis caótica y palpitante que no disimula su condición portuaria: siempre mirando al mar y erigida como un eterno lugar de tránsito donde chocan, se cruzan y dialogan culturas.
Hasta las instituciones quisieron rendir su propio homenaje a esa mediterraneidad levantando su particular cubo blanco junto al mar. En esa Villa Mediterranée que parece un moderno laboratorio de pruebas ha encontrado su sitio el prestigioso Festival Internacional de Cine de Marsella (FID), un encuentro anual que se ha ganado un nombre en el panorama cinéfilo por su arriesgada programación y su insobornable compromiso político. Hace ya varias ediciones dejó atrás la palabra documental en su enunciado, lo que le permitió abrirse a nuevos lenguajes y enriquecer aún más su propuesta. Esta apertura ha permitido, por ejemplo, que en los últimos años se haya podido ver allí ciclos de Hong Sang-Soo o de Roger Corman, el homenajeado este año.
Tres días pude estar este año en Marsella. Tres días calurosos, intensos, alguno azotado por el inclemente viento Mistral, lo que condicionaba la ubicación del bar del festival (una carpa junto al puerto), pero te obligaba a estar más tiempo en las salas de cine.
Casi un mes después, ya en Barcelona, pretendo hilar las películas que vi en Marsella, y mientras retomo mis notas me percato de la enorme y variopinta diversidad que traje conmigo: paisajes en Siberia, países remotos como Afganistán, campos de refugiados en Calais, favelas brasileñas… El FID este año ha vuelto a viajar por terrenos desconocidos, por territorios que quedan fuera de los mapas. Las temáticas narrativas comprometidas encuentran aquí también un compromiso con el cine: no importa solo qué vamos a contar, sino cómo lo haremos. Me viene a la mente una idea que siempre relaciono con el cine de Jean Rouch: intentar desterrar los defectos de la antropología tradicional, basada en esa exploración clásica de tintes coloniales, y buscar vías hacía una antropología compartida, en la que exista un proceso de intercambio entre el que llega y el que habita.
En estos parámetros se mueve 7 veils (2017), la película de la iraní Sepideh Farsi. La directora viaja a Afganistán con su cámara, y su relato deslavazado y espontáneo nos permite vislumbrar apuntes de ese país del que solo tenemos clichés. Los siete velos del título son los que, según la leyenda, recubren el país, los que lo hacen opaco y misterioso. Con fina ironía, a modo de diario y entre lo personal y lo público, la cineasta pasea y dialoga con todo aquel que se encuentra, intentando evitar en todo momento juicios de valor y ofreciendo un mosaico variado y subjetivo de la realidad del país afgano.
Braguino (2017), la cinta francés Clément Cogitore, ganó la Mención Especial del jurado y, ciertamente, fue una de las apuestas más bellas de todas las vistas. Braguino es una zona desconocida de Siberia donde habitan dos clanes enfrentados a los que les separa un río. La película, cuya narrativa se permite jugar —con acierto— con un suspense digno de thriller, de nuevo nos ofrece un terreno poco explorado, aunque aquí la puesta en escena es más cuidada, más preciosista que la anterior. En Braguino se observan con cierto ensimismamiento modos de subsistencia, una naturalidad rayana con la poesía con la que el director consigue hacernos cercano lo extraño. El momento álgido de la película podría ser esa caza del oso a la que asiste Cogitore en primera persona (muy comentada en el festival), pero también los instantes finales, que advienen una expulsión del territorio por parte de especuladores, nuevos conquistadores de traje y corbata.
De un sitio sobre el que se cierne la especulación a otro donde el pasado quedó sepultado hace tiempo. Cartucho (Andrés Cháves Sánchez, 2017) da nombre a una antigua calle de Bogotá, un lugar de tráfico de drogas y alto grado de delincuencia que fue arrasado hace años para convertirlo en plaza. Hoy día es un espacio de tránsito sin alma, uno de esos lugares con aspecto de solar que parecen construidos para evitar la interacción entre personas. De este cemento parece emerger el archivo de vídeo, un material de apariencia arqueológica que sale a la luz para mostrar qué se esconde en los fosos de esta obra: vidas en las que reinaba la violencia y la desnutrición, pero también la música y modelos de vida basados en la supervivencia. Sobre las imágenes de la plaza actual resuenan voces fantasmales del presente que terminan de dotar de un nuevo significado a esta plaza: ahora nos parece una especie de memorial, un recuerdo frío de otro tiempo.
Baronesa (2017), de la brasileña Juliana Antunes, se llevó tres premios y el reconocimiento de todos los que pudimos verla. La película acumula innumerables méritos. El primero, entrar en un terreno vedado como es el de una favela y conseguir ese tono íntimo, en el cual la cámara pasa lo más desapercibida posible dentro de todas las situaciones y conversaciones que se muestran. Como en las grandes obras, aquí la ficción y el documental se disuelven para crear un relato único y veraz, que no debe más a uno u otro formato. En Baronesa se mira hacia ese microcosmos con ternura y de forma descarnada, sin ambages, dejando en evidencia esa estética sensacionalista y basada en la pornomiseria con la que se suele recrear el mundo de las favelas en el cine. Como pasa en No quarto da Vanda (Pedro Costa, 2000), en la que pensé un par de veces, se consigue dignificar al ser humano buscando luz entre tanta tiniebla.
Por último, una de las proyecciones señaladas durante la semana era la de L’Héroïque Lande (Nicolas Klotz Elisabeth Perceval, 2017), un retrato épico sobre la vida en el campo de refugiados de Calais. Filmada durante varios años y teniendo como eje central el desmantelamiento de 2016 de la mal llamada “jungla”, la película se muestra ambiciosa desde el propio título —de reminiscencias clásicas— y ese ejercicio titánico nos da una película compleja, basada en el testimonio, donde se evita personalizar en un único protagonista para hacer un retrato coral. Una obra que dialoga o acompaña en el recuerdo a otra que también vivió en Marsella en 2010 un punto de inflexión, Qu’ils reposent en révolte (des figures de guerres), de Sylvain George. Películas de apariencia underground que denuncian la tragedia de los refugiados en suelo francés y que evitan en todo momento la instrumentalización de la compasión. La mirada de los realizadores busca estar al mismo nivel de lo filmado (en el sentido físico y metafórico), la cámara sigue movimientos y se acerca a los rostros sin dramatismos… todo encaminado a ofrecer retratos poderosos, exultantes de vida. “Tierra heroica”, “Que descansen en rebeldía”, posibles traducciones a títulos consecuentes, rabiosamente contemporáneos, que no se prestan a engaño. Lógico que ambas encontrasen su hábitat natural en el FID.
© Aurelio Medina, agosto de 2017