Inland Empire

El reino de la incerteza de Lynch

 

“La mente estaba hecha para vivir más de una vida, el cuerpo no”. Pág. 155 de Palacio de sombras (1994), de José María Latorre.

“Todo empieza de forma sencilla. El público cree que se va a acabar, pero una historia engendra otra, y otra…”. Donna Rebecca Uzeda (Beata Tyszkiewicz) en El manuscrito encontrado en Zaragoza (Rekopis znaleziony w Saragossie, 1965), de Wojciech J. Has.

“Somos todos ciegos errando en una ciudad extraña. Caminamos por las calles pero damos la vuelta cuando rozamos nuestro objetivo. Veo aquí ciertas callejuelas que, hasta ahora, no llevan a ningún sitio. Quizá surjan nuevas combinaciones que arrojen cierta luz, pues lo que un hombre puede inventar, otro puede resolverlo”. Don Pedro Velázquez (Gustaw Holoubek) en El manuscrito encontrado en Zaragoza (Rekopis znaleziony w Saragossie, 1965), de Wojciech J. Has.

 

Lynch, contradictorio a su pesar

Si alguien me preguntara cuál es la película más libre, sugestiva y original (concepto este resbaladizo como pocos) que he visto en los últimos diez años, apenas titubearía a la hora de responder que Inland Empire (2006), el último (y más radical) artefacto cinematográfico concebido hasta el momento por David Lynch. Sin embargo, semejante propuesta deviene un tanto insatisfactoria para una significativa y algo perezosa fracción de los seguidores habituales del cineasta. Buena prueba de ello es que, cuando la BBC Culture publicó hace unos meses un listado con las supuestas cien mejores películas del siglo XXI (confeccionada a partir de los gustos de 177 críticos de cine de todo el mundo), Mulholland Drive (2001), del propio Lynch, ocupaba el puesto número uno, mientras que de Inland Empire no había el menor rastro. Cosa verdaderamente incomprensible si tenemos en cuenta que el segundo de los filmes expande más allá de lo imaginable algunas de las sugerencias e intuiciones ensayadas en el primero…

¿Puede un mismo espectador sentirse perfectamente cómodo (y fascinado) con la primera de las obras pero total o parcialmente desorientado (y disgustado) con la segunda? ¿Es esto posible? ¿Existe un espectador mainstream para ciertas películas de Lynch? ¿Son Mulholland Drive, la serie Twin Peaks (1990-1991) y, tal vez, Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), obras de alcance popular, mientras que Cabeza borradora (Eraserhead, 1977), Carretera perdida (Lost Higway, 1997) e Inland Empire tan solo se dirigen (o mejor dicho, alcanzan) a un público más cinéfilo? Si bien no creo posible hallar una respuesta satisfactoria para todo ello, sí que considero que este tipo de recepción tan dispar (y contradictoria) debe sorprender incluso al propio cineasta de Missoula…

Una imagen de Mulholland Drive

Y no es para menos, pues allí donde en Mulholland Drive se pueden detectar algunos cabos sueltos (o tramas secundarias interrumpidas) que su artífice termina resolviendo por medio de un ardid fantástico que cubre la media hora final de la propuesta (1), lo que no obsta para que su desarrollo sea generalmente aceptado, la narrativa discontinua y extremadamente libre de Inland Empire destaca por su particular y densa forma de ir soltando lastre (en forma de fugaces indicios visuales, de inexplicables cambios de escenario o de diálogos que en principio no atesoran relevancia alguna), para, sin embargo, revelarse al cabo de sus tres monumentales horas de metraje mucho más cohesionada de lo esperado. Y esto es así porque Lynch, liberado finalmente de cualquier condicionante comercial, concibe su propuesta de forma rabiosamente artesanal e independiente y se atreve a desplegar un conjunto (replegándose continuamente sobre él) mucho más arriesgado —y tal vez incluso compacto— que el de su fascinante predecesora, apostando definitivamente por una narrativa sonámbula que no parece poner los pies en el suelo en ningún momento, una postura creativa que, sin duda, genera en el espectador un desconcierto adicional que para algunos puede hacerse insalvable.

¿Un enigma espiritual?

Ahora bien, dudo mucho que alguien pueda asimilar en un solo visionado el torrente de escenas aparentemente inconexas que despliega el filme para, con ello, armar sin mayor esfuerzo el puzle onírico diseñado por Lynch. De hecho, Inland Empire, al igual que la radical (hoy tanto como ayer) El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, 1961), de Alain Resnais, o que la inagotable Vampyr (1932), de Carl Theodor Dreyer, necesita ser vista en varias ocasiones para abrir finalmente una hendidura en la mente del espectador por la que el embrujador sentido de su enigmática, irracional y críptica propuesta empiece a deslizarse. Exige una motivación y un grado de atención especiales, razón por la que los visionados apresurados no funcionan con ella. Su dificultad reside, básicamente, en que Lynch no altera la estructura cronológica de su historia para diseñar una película de aspecto sofisticado pero fácil de asimilar por la audiencia (2), sino que expresa de forma completamente intuitiva (y aparentemente caprichosa y aleatoria) un universo ficcional, acaso más espiritual que psicológico, que se rige por unas reglas propias. Un mundo personal en cuya particular matriz parecen haberse fundido hasta lo indistinguible los aspectos introspectivos, folletinescos, románticos, perversos y definitivamente irreales de una historia que se halla envuelta en una densa capa de abstracción que bien podría ser fruto de la afición del realizador por la meditación trascendental.

Una imagen del rodaje de Inland Empire con Laura Dern y David Lynch

Una narración, por cierto, que abriéndose de manera tan abrupta como la de Mulholland Drive —cuyo accidente de carretera inicial no solo justificaba la amnesia de Rita (Laura Harring) sino también la ambigüedad que presidía los acontecimientos posteriores— nunca se detiene en un lugar susceptible de ser llamado realidad, a diferencia de su predecesora. Y es que en Inland Empire no llegaremos a esclarecer si la protagonista, Nikki Grace (Laura Dern), es una actriz real que interpreta en la ficción a una mujer, llamada Susan Blue, que comete adulterio, o si ambas mujeres no son más que la proyección imaginaria de una joven chica (Karolina Gruszka) que espera ser liberada (de un cautiverio que más que físico podría ser mental y/o espiritual) con objeto de volver a reunirse con su marido e hijo, tal y como le ocurre a la Dorothy Vallens (Isabella Rossellini) de Terciopelo azul, circunstancia que también aleja a Nikki/Susan de otros personajes lynchianos aproximadamente reales. Me refiero, por ejemplo, al celoso saxofonista Fred Madison (Bill Pullman) de Carretera perdida —quien, eso sí, escondía en su interior una personalidad esquizofrénica— o a esa cándida aspirante a estrella de Hollywood de Mulholland Drive llamada Betty (Naomi Watts) —¿O eran ambos, en realidad, Pete Dayton y Diane Selwyn?—.

Porque tal vez, y solo tal vez, el grueso de los personajes de Inland Empire no sean otra cosa que el eco interior de una chica que libra consigo misma una suerte de particular y diabólica batalla desencadenada por las malas artes de un enigmático individuo, llamado Phantom (Fantasma) o Crimp (Rizo, aunque el término bucle, sinónimo de la anterior palabra, define tal vez mejor su naturaleza, ya que además de ser capaz de hipnotizar a los demás para obligarles a hacer lo que él quiere, el tipo puede atravesar puertas que conducen a zonas espacio-temporales diferentes). Un personaje que, al parecer, la mantiene oculta en una habitación a la que solo se accede, de manera fantasmagórica, tras haber atravesado previamente la misteriosa puerta 47 —¿es esta una puerta real o solo mental?—, número que además de conducir a un escenario en el que unos conejos de figura humana protagonizan una sitcom particularmente bizarra también sirve de título a un cuento gitano polaco que, según se explica en un momento del filme, puede estar embrujado.

Unos conejos de figura humana protagonizan una sitcom particularmente bizarra

Aunque todas esas vías —o ramificaciones o desviaciones— son utilizadas por Lynch de forma inusualmente elástica y sin plegarse definitivamente a ninguna de ellas, la batalla en cuestión, formulada de manera insólita, no simboliza otra cosa que el sempiterno enfrentamiento (¿o es complementariedad?) entre luz y oscuridad, bondad y maldad, que el realizador ya había plasmado con anterioridad en El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), Terciopelo azul —¿recuerdan el falso petirrojo que al final de esta película atrapaba a un insecto con su pico, imagen que devenía (supuestamente) una manifestación simbólica (e irónica) del destierro de la maldad?—, Corazón salvaje (Wild at Heart, 1990), Twin Peaks o incluso en la extraordinaria y no por todos apreciada Una historia verdadera (The Straight Story, 1999).

 

Un cubo de rubik onírico

No tengo claro qué debería ser más efectivo, si intentar explicar el argumento de Inland Empire —que no todo el mundo interpretará de la misma forma— o hacer lo propio con el mecanismo que le proporciona su particular inercia. En cualquier caso, conviene dejar claro que las primeras escenas del filme son esenciales por mucho que su extraño contenido pueda antojarse incoherente… En esta ocasión, Lynch obstaculiza la comprensión del espectador desde el primer momento (3). Veamos.

Sobre la imagen de apertura, que muestra en blanco y negro cómo la aguja de un tocadiscos hace girar un vinilo, se escucha la voz en off de un locutor que dice lo siguiente: “Axxon N, el serial radiofónico más largo de la historia. Esta noche, siguiendo en las regiones bálticas, Un día gris de invierno en un viejo hotel”. A través de una serie de fundidos o sobreimpresiones efectuados a partir de insertos del disco o de una ventana mojada por la lluvia, Lynch nos conduce a una extrañísima secuencia, también filmada en blanco y negro, que describe el encuentro entre una prostituta y uno de sus clientes (o al menos eso deducimos a raíz de los diálogos) mientras la figura de ambos se muestra deliberadamente emborronada —más no desenfocada—. Al principio, los dos hablan en polaco en el pasillo de un hotel. Ella desconoce el lugar pero él le insiste con que se dirigen a su habitación habitual. Una vez dentro, él le pide que se desnude y ella obedece. Mientras la pareja inicia una relación sexual —la imagen se muestra extremadamente borrosa—, la voz de la chica confiesa tener miedo.

La elipsis que Lynch efectúa a continuación dificulta las cosas de manera rotunda. En primer lugar muestra dos planos, filmados en penumbra y blanco y negro, de, supuestamente, la anterior habitación. El primero es un plano general que muestra una esquina en la que puede verse una cama y alguna que otra silla; el segundo retrata la esquina opuesta, en la que además de una ventana se observa un largo canapé, una silla y una lámpara de pie. A renglón seguido, la serie en cuestión se repite pero ahora en color, con el aliciente de que en un primer momento el objetivo de una cámara, filmado en primerísimo plano, se sobreimpresiona a la primera imagen, apuntando directamente a la pantalla e insinuando por primera vez algo que se irá concretando a lo largo del metraje —me refiero a una dimensión metacinematográfica que será llevada hasta sus últimas consecuencias—. A continuación, se nos muestra a una chica (conocida en los créditos como Lost Girl) que, vista ahora con perfecta claridad, oculta su desnudez con una prenda roja y observa un televisor situado en la otra esquina —espacio que remite al anteriormente visto pero que ahora se muestra con una configuración visual notablemente diferente— que por el momento solo reproduce un efecto de niebla televisiva. La transfiguración experimentada por el escenario, evidentemente, no debe ser considerada un fenómeno casual.

Sobre el conjunto de imágenes, a las que se añaden otras que muestran cómo la chica llora mientras contempla una cinta que parece estar rebobinándose hacia delante, se escucha una delicada canción, cantada por una mujer (Chrysta Bell) y titulada Polish Poem, de la que suenan los siguientes versos: “Te canto este poema/ Del otro lado veo/ Resplandecientes olas ondulantes/ Está muy lejos/ Muy lejos de ti/ Puedo verlo allí”. Finalmente, Lynch hace que la mirada del espectador penetre en una de las imágenes vistas previamente en el televisor y de esa manera lo transporta a esa sitcom televisiva que mencionábamos antes en la que unas figuras humanas disfrazadas de conejos (un hombre y dos mujeres) mantienen una incongruente conversación en la que sus respectivos diálogos, tomados de forma individual, apuntan a cuestiones tales como esperar una llamada, ocultar un misterio o preguntar la hora. Una serie de asuntos que más adelante demostrarán tener su importancia: son intercambios de palabras que adquieren el valor de pistas (subliminales) dirigidas al subconsciente.

En el momento en el que los conejos escuchan unos pasos detrás de una puerta, el conejo-hombre abre y atraviesa la misma provocando que la acción se traslade entonces a otra habitación, de aspecto más real e inicialmente vacía, en la que el personaje, habiendo permanecido un instante parado, se diluye como un fantasma mientras una intensa luz invade un espacio que se ha presentado inicialmente oscuro. Ese resplandor parece alentar la aparición, por corte directo, de dos hombres que mantienen una tensa conversación en el lugar. Uno de ellos, que luego sabremos que es el ya citado Phantom (Krzysztof Majchrzak), confirma ante el otro (Janek, interpretado por Jan Hencz) que está buscando una apertura por la que pasar.

Al finalizar, Lynch recupera una imagen del conejo dándose la vuelta con el propósito de regresar a su espacio natural —tras haber adquirido, intuimos, una especie de conocimiento secreto— y entonces se produce una suerte de punto y aparte que conduce hacia un largo bloque de secuencias, de unos cincuenta minutos, que durante ese tiempo, y aparentemente desgajado del resto, se revelará apreciablemente más inteligible para el espectador: si primero se describe la visita que Nikki recibe de una pintoresca vecina (Grace Zabriskie), luego se hace lo propio con la enmarañada relación sentimental que la chica entabla con otro actor, Devon Berk (Justin Theroux). En cualquier caso, de lo anterior conviene tener en cuenta que la estancia de los conejos parece conectar con otros escenarios de aspecto más real. Lynch recuperará todo ello (espacios, personajes y canción) durante el significativo tramo final de la película.

Una espiral que avanza y retrocede en el tiempo

Llegados a este punto conviene recordar lo que decía al principio del anterior apartado, pues el dispositivo narrativo utilizado por Lynch le habrá permitido conectar, a través de un sencillo corte de montaje que establece un raccord entre ambos, la mirada de la chica contemplando el televisor con el interior de las imágenes reproducidas en el aparato, y dentro de ese mundo ficcional protagonizado por conejos, poner en relación dos puertas que parecen enlazar (¿de forma absurda?) dos universos completamente diferentes, uno de ellos habitado por seres humanos. Previamente, un disco girando y una voz habrán introducido una escena en un hotel cuyo escenario (una habitación) se habrá transformado por medio de simples (aunque equivalentes) cambios de plano a partir de los que se habrá desencadenado el resto.

Seis escenas consecutivas conectadas de esa forma, una conduciendo hacia la otra… Algo así como una historia dentro de otra historia dentro de otra historia, estrategia que se repetirá en más de una ocasión a lo largo del filme —¿recuerdan la extraordinaria película fantástica El manuscrito encontrado en Zaragoza (Rekopis znaleziony w Saragossie, 1965), curiosamente dirigida por un polaco, Wojciech J. Has, que adaptaba la no menos brillante novela homónima escrita por Jan Potocki?—. Fijémonos, por ejemplo, en un fragmento posterior, considerablemente espeso, que se ve inaugurado por una secuencia en la que, después de que un personaje —que podría o no llamarse Smithy (Peter J. Lucas)— se haya manchado una camiseta blanca con un alucinante salpicón de kétchup capaz de evocar en la mente del espectador la apariencia de una mancha de sangre, Susan cree ver, por medio de un fundido encadenado efectuado sobre la ropa en cuestión, a la Chica Perdida exhibiendo una actitud cuasi religiosa o icónico-meditativa: su rostro aparece rodeado de velas y su cabeza cubierta con una especie de velo negro mientras ruega para que desaparezca un “sueño perverso” que se ha adueñado de su corazón (4). ¿Está recordando entonces Susan algo ajeno a su memoria o es que ahora tiene una especie de vínculo con esa otra mujer? Es difícil saberlo, pero la secuencia no tarda en verse enlazada, tras un inquietante fundido a negro, con varias escenas breves y consecutivas que se desarrollan en una Polonia tan fría como fantasmagórica.

En ellas puede verse primero cómo esa misma Chica Perdida, armada con un destornillador, clava la herramienta en una mujer que tiene un semblante extrañamente parecido al de Doris Side (Julia Ormond, personaje del que hablaré más adelante); inmediatamente después, caminando de noche por la calle, la joven se tropieza con Phantom/Crimp, individuo con el que mantiene una tensa conversación que evidencia una relación en común. Además, durante su charla el hombre menciona un asesinato recientemente cometido, pero aunque el espectador puede pensar, en buena lógica, que se está refiriendo a la mujer apuñalada, Lynch revela a continuación que el fallecido es en realidad un hombre con los rasgos de Piotrek/Smithy, alguien a quien, según Phantom/Crimp, la chica conocía. Al insertar brevemente un plano de la Chica Perdida llorando en esa habitación en la que permanece encerrada viendo la televisión —el mismo escenario de las primeras secuencias del filme—, el cineasta refuerza en el espectador la sensación de que entre todos los personajes (los vivos y los asesinados) se había creado una relación sentimental a cuatro bandas y entonces retoma la secuencia de la mancha de kétchup, desarrollada en un jardín, para mostrar ahora cómo Smithy presenta a Sue a sus nuevos y pintorescos compañeros de trabajo, un grupo que, según le explica, actúa en espectáculos ambulantes en la región del Báltico. Esta circunstancia nos recuerda automáticamente a una expresión (Axxon N; palabra que en varios momentos del filme servirá de guía a Susan o a Nikki: esta última reconocerá que al leerla experimenta un flujo de recuerdos) y un escenario (el Báltico) que se mencionaban nada más empezar la película. En el espectáculo, Smithy se encargará de cuidar a los animales porque alguien le ha dicho que tiene facilidad para ello. El plano de una trapecista girando como una peonza a cámara rápida alude a esa nueva actividad (el espectáculo ambulante), y entonces Lynch, por medio de una sobreimpresión, retoma a Sue (¿la verdadera?), a la que justo antes de empezar este fragmento había dejado en un extraño despacho confesando ante un tipo de aspecto kafkiano —Mr. K (Erik Crary); ¿es su nombre una casualidad?—, entre otras anécdotas, esa misma historia que apenas ha llegado a quedar esbozada. Lo último que Sue llega a recordar antes de que Inland Empire siga por otro cauce es que Phantom/Crimp era uno de los empleados del circo y se caracterizaba por unas extrañas habilidades que le permitían controlar a los demás.

El origen y final en la secuencia con Mr. K nos permite hablar de encapsulamiento, básicamente porque aquí, al igual que ocurre de forma más amplia con el principio y el final de la película, Lynch traza círculos (o contenedores) narrativos que parecen funcionar —por utilizar un símil lo suficientemente expresivo— a modo de capas de cebolla que se encuentran secretamente interrelacionadas. Gracias a ello se puede prescindir (de forma más aparente que real) de una cierta noción de causa-efecto tradicional (5) y potenciar así la capacidad que la mente del espectador tiene de establecer vínculos (emocionales, gestuales, verbales) en principio imposibles. Todo ello permite a Lynch profundizar en conceptos tales como la repetición (de palabras, de situaciones, de acciones), los bucles espacio-temporales, el desdoblamiento (y tal vez incluso triplicamiento) de personajes, el discurrir anómalo del paso del tiempo y el contacto (¿o acaso sería mejor decir fusión, o incluso confusión?) entre dos mundos totalmente ajenos (Los Ángeles y Polonia/los vivos y los muertos/el presente y el pasado).

A modo de justificación poética de todo el invento resulta evidente que la habilidad que Nikki Grace tiene, debido a su profesión de actriz, para adoptar personalidades ajenas es fundamental. Su nuevo proyecto, la película On High in Blue Tomorrows (Flotando en mañanas tristes), cuyo título remite en su efecto melancólico al del programa radiofónico emitido por Axxon N, Un día gris de invierno en un viejo hotel, es en realidad, como le revelará su director, Kingsley Stewart (Jeremy Irons), una nueva versión de un filme inacabado y supuestamente maldito que, al parecer, se basaba en un cuento folclórico gitano de Polonia… Nikki tiene por tanto la capacidad de desdoblarse en su doble de ficción, Susan Blue, aunque esto, en principio, solo ocurre cuando filma. De igual manera, su pareja en la película, la estrella masculina Devon Berk (Justin Theroux), se transmuta en Billy Side. La cuestión es que Billy y Susan, enamorados en la ficción, empiezan a sentirse atraídos también fuera de ella, si bien en algún momento ambos empiezan a ver difuminada la estrecha línea que separa una de la otra. Es decir, Nikki y Devon cometen adulterio, pero mientras que ella está casada con un poderoso hombre polaco, Piotrek Król (Peter J. Lucas, intérprete también de Smithy), el personaje ficticio interpretado por su compañero, Billy, lo está con una mujer, Doris Side, con la que tiene dos hijos. Alguien cuyo rostro, como he señalado antes, recuerda al de una mujer asesinada en Polonia por la Chica Perdida… con ayuda de un destornillador.

Sin embargo, tan inusual affaire extramatrimonial, que implica a personajes reales y ficticios, terminará despertando, como no podía ser de otro modo, el afán de venganza de Piotrek y Doris. Y en este sentido el espectador menos despierto corre el riesgo de perderse continuamente en la enmarañada tela de araña que construye Lynch si no atiende debidamente a los nombres y apellidos de los personajes (confundiendo por ejemplo a Devon con Billy o a Nikki con Sue; harina de otro costal es que Smithy y Doris nunca sean identificados —intencionadamente— de manera directa… ), los cuales el cineasta emplea a conciencia para oscilar entre realidad y ficción con un simple cambio de secuencia, lo que evidentemente puede ser catastrófico… o no, pues como el propio Kingsley reconoce en un determinado momento de su primer ensayo con los actores, “A veces uno no se entera de la historia completa”.

En cualquier caso, esta trama, deliberadamente condimentada con los (vulgares) tópicos sentimentales que uno puede encontrar en una telenovela cualquiera (recurso dramático que Lynch ya había desarrollado en Twin Peaks), se va empantanando y retorciendo progresivamente gracias sobre todo al meditado uso que el realizador hace de un montaje que se revela tan complejo como libre en su capacidad para despertar conexiones en la mente del espectador y también a un ensamblado de las secuencias, escasamente convencional, que determina un desarrollo considerablemente alambicado y abierto a múltiples interpretaciones. No por casualidad en este filme una hora concreta, las 21:45, puede tener algo que ver con unos minutos después de la medianoche…

Interpretaciones que, como ya he dicho, dependen en buena medida de los primeros quince o veinte minutos de película, fragmentarios y sorprendentes como pocos, y también de un asombroso clímax que Lynch pone en relación con aquellos para culminar una estructura que no solo se ha ido retorciendo en espiral sino que se ha visto frecuentemente interrumpida por saltos atrás y adelante en el tiempo. Podríamos decir que los significados de la propuesta se multiplican (o expanden) tanto porque el relato se concibe en forma de matrioska (esa muñeca rusa que oculta en su interior a otras más pequeñas) como por efecto de unas ondas concéntricas —las primeras secuencias— cuya vibración no solo atraviesa de manera transversal el filme sino que se hace notar de manera muy especial en sus últimas imágenes. La historia se ensambla para luego ser desmontada (¿o es al revés?), penetrando poco a poco el espectador en un supuesto misterio que acaso forma parte, más que de una realidad exterior y plausible, de un Inland Empire (Imperio Interior o hacia el interior, expresión que solo llegará a verbalizar un personaje para indicar que Phantom/Crimp se ha dirigido a ese lugar), y, por lo tanto, de un concepto narrativo abstracto asociado al inasible (e inefable) territorio de lo espiritual e incluso al contacto entre el mundo de los vivos y el de los muertos, como parece sugerir esa fantasmagórica percepción que la protagonista tiene de un universo polaco del pasado que tal vez haya sido víctima de una maldición.

Personajes como la Chica Perdida, la extraña vecina que visita a Nikki (Grace Zabriskie) o la segunda mujer (Mary Steenburgen), ahora vecina de Sue, que en el último tercio del metraje corrobora que lo que la primera había dicho a la actriz —que debía saldar una deuda— era cierto, así como el no menos extraño individuo que responde a dos nombres igualmente sospechosos —Phantom (Fantasma) o Crimp— juegan en este sentido un papel fundamental como conectores entre universos (¿paralelos?). Por no hablar del propio Piotrek, marido de Nikki pero también el mismo hombre (en apariencia) que en la resolución de la historia recuperará, junto a su hijo adolescente —no por casualidad conocido en los créditos finales como “hijo de Smithy” (Brandon Reinhardt), uno de los secretos mejor guardados de Inland Empire, fundamental para entender, a posteriori, quién es en realidad ese Smithy del que Kingsley habrá hablado en un par de momentos del filme en relación a uno de los protagonistas de la película que está rodando—, su lugar junto a la Chica Perdida, esposa y madre, respectivamente, de los personajes.

Piotrek/Smithy es, por tanto, el único personaje que se repite en todas las dimensiones posibles —la real, donde asume el papel de esposo de Nikki, una ficticia donde se convierte en marido de Sue, y otra que lo vincula con Polonia y la Chica Perdida—, formando parte incluso de una secuencia, el reencuentro con su verdadera mujer, que se desarrolla en un espacio que durante toda la película habrá ido quedando intermitentemente ligado al resto de las secuencias por medio de un simple raccord de miradas, las de la Chica Perdida mirando hacia un televisor que parecía reproducir (o rebobinar) la película entera. Circunstancias, las anteriormente mencionadas, que además de insinuar posibilidades narrativas inusuales evocan en la mente del espectador la función desempeñada en Carretera perdida por un personaje como el Hombre misterioso (Robert Blake), siniestro individuo que grababa con una cámara, a modo de recordatorio —o de perversa voz de su conciencia—, las atrocidades cometidas por el protagonista, Fred Madison.

La vida es sueño y la mente un lugar extraño

La citada aparición, durante una larga secuencia que finiquita los primeros veinte minutos de Inland Empire, de una mujer (Grace Zabriskie) que dice ser vecina de Nikki y conversa con ella empleando unos acertijos que parecen dignos de la Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll es una pieza fundamental de la arquitectura narrativa de una película cuyas secuencias previas (y posteriores) no parecen tener conexión alguna con esta. Y esto es así porque la vecina no solo conoce cosas que no debería saber, sino que previene a su interlocutora (y de paso al espectador) de que los fallos de memoria y las alteraciones espacio-temporales van a tener una importancia destacada, le informa de que detrás de cierto mercado está el camino que conduce al palacio, le explica que “las acciones tienen consecuencias” y también que “la magia existe” y, finalmente, la proyecta hacia el futuro más inmediato (un día después) con solo hacerla mirar hacia el espacio que ambas mujeres tienen delante suyo en el amplio salón de la casa de Nikki.

Cuando Nikki se ve inmersa, como por arte de magia, en la mañana siguiente descubre que ha obtenido el papel protagonista en una importante película cuyo argumento, además de girar en torno al matrimonio, contiene, según le habrá revelado su vecina (¿bruja o hada madrina al estilo de las de Corazón salvaje?), “un asesinato brutal de cojones”. La cuestión es que todo esto, que demostrará ser cierto, se verá contaminado, al principio de manera intermitente y luego de forma prácticamente indistinguible, por una serie de personajes y de circunstancias (de los que ya he ido hablando) que bien podrían tener algo que ver con esa película previa, inconclusa y supuestamente maldita que adaptaba un cuento gitano polaco. De hecho, no solo algunos de los personajes se expresarán en ese idioma sino que parte de la acción se desarrollará en una helada calle polaca inserta en un escenario propio del pasado.

¿Cabe la posibilidad entonces de que el avatar ficticio de Nikki Grace, es decir Susan Blue, esté interactuando en realidad con los actores que han sido previamente víctimas de una maldición? De ser así, ¿puede que Nikki Grace/Susan Blue haya quedado atrapada en una especie de fantasmagórico limbo que en ocasiones comunica con el mundo real, como certifica ese sorprendente instante en el que Susan contempla desde un decorado todavía en construcción (la casa de Smithy) a su intérprete real, Nikki Grace, ensayando junto a su compañero de reparto, Devon Berk, su realizador, Kingsley, y un extraño hombre, Freddie Howard (Harry Dean Stanton), experto en obtener información sobre el mundillo cinematográfico?

Durante el metraje Lynch no responde a esta o a cualquier otra de las cuestiones que inevitablemente surgen en la mente del espectador, pero, a cambio, configura numerosos bucles narrativos que además de repetir (para desviarse de) situaciones vistas con anterioridad, prenden en la mente de su destinatario la mecha de la asociación poética, recurso creativo que le va a permitir rellenar intuitivamente los huecos que la narración, al modo de un inmenso rompecabezas, habrá ido dejando expresamente vacíos.

Si Susan es quien observa, como he dicho, a Nikki y a sus compañeros, uno de ellos, Freddie, habrá podido atisbarla a ella —un personaje inexistente que pertenece al territorio de la ficción— desde el otro lado. ¿Por qué? En la casa de Smithy parece estar la clave: sus diferentes estancias, una de ellas habitada por un grupo de chicas —¿fantasmas también?— que en ocasiones se expresan por medio de canciones pop de amor, conectan con escenarios de otra época y país o incluso con el exterior real que debería rodear a la casa si esta existiera más allá del decorado que la contiene. Sin embargo, cuando Sue huye en la primera secuencia —que acontece en realidad después de la segunda— del acecho de Devon, que corre en su dirección para averiguar quién se esconde tras el lugar donde ensayan, una extraña intromisión se materializa: un hombre, en apariencia Piotrek, el marido de Nikki, observa a ambos desde una ventana que se interpone entre ellos. Piotrek viste ahora una singular chaqueta verde y su inexplicable aparición se produce poco después de que Nikki y Devon —¿o son Susan y Billy?— hayan consumado su relación a espaldas del hombre.

Una vez atrapada en ese universo alternativo que permanece agazapado en la casa de Smithy —lugar al que se verá misteriosamente dirigida por la lectura de la expresión Axxon N en una pared—, Susan empieza a intuir o a recordar cosas, probablemente ajenas, que poco a poco la conducirán hacia la aparente resolución de su enigmática condición. Una circunstancia que Lynch aprovecha para ir diseminando detalles que funcionan a modo de pistas para el espectador —fugaces y fragmentarias, es cierto, más no por ello desprovistas de una ligazón—: el singular aspecto de una lámpara capta la atención de Susan en la habitación de matrimonio que debería compartir con Smithy; Smithy guarda su chaqueta verde en la mesita sobre la que se apoya la lámpara; los conejos de figura humana que protagonizan la sitcom televisiva insinúan, sin que se sepa de qué hablan exactamente, que “el hombre de la chaqueta verde” ha hecho algo; la vecina de Susan (réplica o emisaria de la vecina de Nikki) le recuerda que tiene una deuda sin pagar y que su vecino se llama Crimp; al visitar a Crimp, Susan se asusta —el hombre se acerca a ella sosteniendo una bombilla con la boca— y tras coger un destornillador huye del lugar; ese mismo destornillador será clavado en su estómago cuando Doris Side, la esposa de Billy y personaje de ficción extrañamente vinculado a la Chica Perdida, se lo arrebate en la calle y le apuñale con él tras haber sido previamente hipnotizada por Crimp; la visión de la bombilla en la boca de Crimp recuerda a Susan que su marido esconde algo bajo la lámpara de la mesita; al abrir el cajón superior, Susan encuentra una pistola junto a la chaqueta verde de Smithy; el arma es la misma que unos ancianos polacos habrán entregado previamente a Piotrek/Smithy en una ciudad que se encuentra a miles de kilómetros de Estados Unidos (6).

Si bien esta inusual forma de atar cabos puede resultar tan compleja como satisfactoria para el espectador, el conjunto carece de explicaciones definitivas, porque, al fin y al cabo, ¿Crimp es alguien bueno o malo? ¿Es alguien real o un producto del subconsciente? ¿Puede viajar entre épocas y escenarios? ¿Ha conseguido Piotrek seguir la pista a Crimp gracias al uso de una misteriosa chaqueta verde? ¿Por qué Janek, quien al principio del filme ofrecía a Phantom, es decir a Crimp, pasar por una apertura, es quien guía luego a Piotrek/Smithy hasta unos hombres que le entregan una pistola con la que Susan destruirá (o desterrará) a Phantom/Crimp? ¿Es Susan quien elimina a Crimp o es Nikki quien hace lo propio tras haber fallecido en la ficción (en su rol de Susan) y resucitar a continuación con la habilidad de traspasar el umbral (metacinematográfico) que lo conducirá hasta él? ¿Por qué y para qué Piotrek/Smithy quiere encontrar a Phantom/Crimp? ¿Por qué Janek ha permitido a Phantom pasar por una apertura pero luego ayuda a Piotrek/Smithy a encontrarle? ¿Es la casa de Smithy un escenario realmente embrujado? ¿Han sido las experiencias de Nikki/Sue fantasías inducidas por una maldición? Y, en última instancia, ¿es la película entera una abstracción espiritual acerca del proceso de iluminación interior de su protagonista —una mujer de la que nunca se sabe con certeza si es alguien real o incluso si está efectivamente viva— y por esta razón su peripecia culmina con la liberación de (o comunión con) una chica perdida?

Un sinfín de preguntas se agolpan en la mente del espectador al mismo tiempo que Lynch, extremadamente riguroso en lo que concierne a la repetición de escenarios, al uso de la indumentaria o a la función expresiva, narrativa o atmosférica de las canciones, con las que insinúa posibilidades o manipula los estados emocionales del espectador, se esfuerza por dotar de cohesión (esbozando un cierto hilo conductor que guíe al visitante en tan intrincado laberinto) a una transgresora e hipnótica experiencia audiovisual cuyo efecto más sobrenatural, paradójicamente, lo constituye una Laura Dern aquí en completo estado de gracia.

Inland Empire es uno de los experimentos narrativos más concienzudos, vanguardistas, obsesivos y revolucionarios rodados en mucho tiempo, así como el proyecto más fascinante jamás filmado en mini-DV, caracterizado por un sofisticado uso de las texturas de imagen en baja resolución (aspecto este que determina su atmósfera irreal y también una determinada manera de trabajar los escenarios) al que tal vez solo se haya aproximado Godard en alguna de sus películas más recientes —pienso en determinados fragmentos de Elogio del amor (Éloge de l’amour, 2001), Film socialisme (2010) o Adiós al lenguaje (Adieu au langage, 2014)—. Una excepcional obra, poliédrica e irreductible, cuyo enigmático misterio demuestra que todavía es posible innovar a partir de unos esquemas clásicos —planteamiento, nudo y desenlace, así como giros de guión que hacen avanzar la trama— que, eso sí, aquí se utilizan de forma tan subrepticia y libre como desconcertante. Una prodigiosa, persuasiva y esotérica propuesta cuyo alarde de imaginación nos permite redescubrir el cine y que, no me cabe duda, tardará en verse superada.

 

© Óscar Navales, febrero 2017

 

(1) Se trata de elementos que formaban parte de una trama más compleja y amplia que la de la propia (y hasta cierto punto mutilada y/o deformada) película, la cual sufrió un parto un tanto complicado: ver sino los significativos cambios que experimenta el material estrenado respecto al episodio piloto de la serie homónima finalmente abortada.
(2) Al estilo de, por poner ejemplos recientes, Pulp Fiction (1994), de Quentin Tarantino, Irreversible (Irréversible, 2002), de Gaspar Noé, o Memento (2000), de Christopher Nolan.
(3)
 Los subtítulos del DVD español contribuyen todavía más a la confusión con algunas omisiones que afectan al nombre de un personaje, Crimp, o a la relevante mención, nada más empezar la película, de la expresión Axxon N.
(4)
 Lynch toma prestada esta imagen, así como las palabras pronunciadas por la Chica Perdida, de un momento de El crepúsculo de los dioses (Sunset Blvd., 1950), de Billy Wilder, en el que Joe Gillis (William Holden) y Norma Desmond (Gloria Swanson) contemplan una vieja película protagonizada por la segunda y en la que puede verse a la actriz, dentro de un plano cuya configuración es prácticamente idéntica a la utilizada en Inland Empire, en una misma actitud religiosa con la que expresa, intertítulo mediante, el siguiente ruego: “Cast out this wicked dream which has seized my heart” —“Saca este extraño sueño que se apoderó de mi corazón”. A su vez, Wilder recupera dichas imágenes de la magnífica La reina Kelly (Queen Kelly, 1929), de Erich von Stroheim y, de forma no acreditada, Richard Boleslawski, Edmund Goulding, Irving Thalberg y Sam Wood, película donde Kitty Kelly (Gloria Swanson) adoptaba la misma postura pero para, en este caso, manifestar un deseo distinto: “Please make my wish come true. To see the Prince again!” —“Por favor haz que mi deseo se haga real. ¡Volver a ver al príncipe otra vez!”. Salvo omisión ocular mía a la hora de revisar la obra de Stroheim, el rótulo que interesa a Lynch, ausente en el filme mudo, debió ser invención de Wilder o de sus coguionistas, Charles Brackett y D.M. Marshman Jr. [A continuación reproducimos varios fotogramas de la citada escena de El crepúsculo de los dioses].

(5) En El manuscrito encontrado en Zaragoza, Has y Potocki sí recurrían a una causa-efecto más directa al utilizar personajes que contaban historias a otros personajes para, dentro de esas historias, recurrir a otros personajes que igualmente contaban otras historias.
(6) La importancia que Lynch concede a las referidas lámpara y bombilla queda refrendada por la aparición un tanto inesperada de las siglas L.B. dibujadas en el dorso de la mano con la que Susan coge la pistola que su marido oculta en el cajón. Dado que mi intuición no alcanzaba a descifrar su significado, una oportuna visita a Internet me reveló que con casi toda seguridad se trata de Light Bulb, es decir bombilla en inglés. Pero todavía es más interesante comprobar cómo Lynch —o en su defecto John Hagelin, importante físico cuántico— recurre en dos conferencias sobre creatividad y meditación trascendental a la palabra Light Bulb como concepto clave de su exposición. Se trata de Meditation, Creativity, Peace (2012) —minutos 55 y 63— y de Consciousness, Creativity & the Brain (2005) —ver al respecto minutos 83, 96 y 99—. Ambas pueden verse en Youtube con subtítulos en inglés opcionales. Tampoco está de más ver More Things That Happened (2007), 75 minutos de material descartado que incide en algunas posibilidades contempladas por Lynch pero que finalmente no hallan su cabida en el largometraje definitivo.