Masacre (ven y mira)
La mirada transfigurada
De niños y guerras
Determinadas películas, si no existieran, deberían hacerse, y algunas películas que ya han sido filmadas deberían ser vistas por todo el mundo al menos una vez en la vida. Tendrían que ser obligatoriamente puestas en las escuelas. Masacre (ven y mira) (Idi i smotri, 1985), del ruso Elem Klimov, es una de ellas. Aunque tal vez el estado de las cosas no cambiaría con ello, al menos sí se concienciaría un poco más a sus espectadores del callejón sin salida al que suele conducir el horror de la guerra. Amenazada como siempre ha estado la paz en el mundo por conflictos de lo más diverso, nunca está de más tener esto bien presente.
El visionado del filme de Klimov no deja indiferente, no puede hacerlo. Es, sin duda alguna, uno de los más revulsivos jamás filmados. De hecho, de entre los grandes nombres que ha dado la historia del cine, no se me ocurre ningún otro que haya entregado un filme bélico tan radical, tan descorazonador y con tanta capacidad para dejar hecho papilla al espectador como este que ahora cumple treinta años. Resulta además curioso que esta obra tan oscura y visceral viera la luz apenas un año antes de que el gran Andrei Tarkovsky, también ruso, entregara desde el exilio la inolvidable Sacrificio (Offret, 1986), un luminoso y esperanzador testamento cinematográfico que exhibía una inquebrantable fe en la capacidad espiritual del ser humano para sacrificarse por los demás. Una fe que choca frontalmente con la desesperanzada mirada que Klimov arroja a la humanidad en Masacre (ven y mira).
Si la ficción de Tarkovsky se desarrollaba en los albores de la Tercera Guerra Mundial, momento en que el supuestamente enajenado Alexander (Erland Josephson) conseguía en apariencia restituir la paz en el mundo con un simbólico y esperanzador gesto, Klimov opta por situar la acción de su película en pleno auge del terror nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Un contexto adverso, y muy real, en el que hace cargar a su adolescente protagonista, Florya (Aleksey Kravchenko), con el peso de un enorme martirio causado por un grave pero inconsciente error cometido al principio de Masacre. En dicho arranque, él y su más joven amigo hacen oídos sordos de la advertencia de un anciano que les previene contra el peligro que supone cavar agujeros en una zona descubierta del bosque, ya que con ello pueden fácilmente delatar su posición y la de los suyos al avión alemán que de tanto en tanto les sobrevuela. Una negligencia que hacia la mitad del filme se revelará fatal tanto para la familia de Florya como para el conjunto de la aldea en la que vive el anciano.
Pero, en realidad, el supuesto juego infantil al que con tanto afán se entregan los dos muchachos tiene como objetivo principal encontrar un fusil que les permita sumarse a los partisanos que en 1943 permanecen escondidos en un bosque bielorruso. Hallada el arma, Florya regresa satisfecho a su casa y a continuación se une a los guerrilleros para, a la hora de la verdad, ver cómo sus intenciones quedan frustradas: llegado el momento de partir, el comandante del destacamento, un tal Kosach (Liubomiras Lauciavicius), ordena al novato intercambiar sus botas con las de un anciano que las tiene rotas y, por consiguiente, quedarse inactivo en el lugar. Completamente desolado, Florya emprende el camino de regreso a casa, pero al poco de encontrarse en el bosque con la guapa y un tanto extraña Glasha (Olga Mironova), su suerte empieza a cambiar: un repentino bombardeo enemigo sorprende a ambos y deja medio sordo al muchacho, momento a partir del cual el paisaje que les rodea —y con ello las imágenes y sonidos del filme— empezará a verse transformado en algo progresivamente más amenazador e inquietante.
Masacre se convierte entonces en una experiencia sensorial más inmersiva que la que proponen, salvando las distancias, espectáculos en 3D como Gravity (2013), de Alfonso Cuarón, u otras cintas bélicas como La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), de Terrence Malick. La dramaturgia empleada por Klimov no surge de la sobrecargada fascinación filosófica que el cineasta norteamericano siente por la guerra, sino de la visceralidad, el asco y el rechazo más absolutos por el envilecimiento del alma humana que esta provoca. Ambas películas son, qué duda cabe, las caras opuestas de una misma moneda. Klimov no sermonea como Malick, sino que incomoda al espectador hasta la exasperación, conduciéndolo hasta un punto sin retorno al final del cual tan solo se encuentra la locura más absoluta. Una locura que, en cualquier caso, se encuentra más próxima a la que Werner Herzog describía en Aguirre, la cólera de dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972).
Los horrores de la guerra
No es Masacre una película de la que pueda hablarse con facilidad por escrito. Durante su largo metraje de dos horas y cuarto Klimov se muestra en todo momento más preocupado por comunicar sensaciones o emociones que por narrar una historia. Por encima de todo, sus esfuerzos se concentran en transmitir al espectador una experiencia, la de Florya, que con frecuencia resulta desconcertante y perturbadora, cuando no directamente espeluznante. Para ello, el realizador divide su filme en unos pocos bloques de larga duración. Uno puede hacerse una buena idea de lo que esto significa si tiene en cuenta lo parco que resulta el filme en acontecimientos. Sin ir más lejos, durante su última hora apenas se asiste al robo nocturno de una vaca, al encuentro de Florya con un anciano que se muestra dispuesto a esconderle, a la destrucción nazi de una aldea llamada Perekhody, a la consiguiente venganza partisana y al reocultamiento final del grupo en el bosque, conscientes de que su encarnizada batalla con el enemigo aún no ha terminado.
Pero mientras que Klimov reduce prácticamente hasta lo minimalista el desarrollo argumental, su barroco trabajo con las imágenes y el complejo retrato psicológico que ofrece de unos personajes que han dejado de ser normales para encontrarse ahora al borde de la locura, consiguen que su filme no sea precisamente el más sencillo de ver. Es cierto que la linealidad narrativa es casi absoluta —la única excepción se encuentra en una secuencia de la que hablaré más tarde—, pero no lo es menos que la misma sirve para construir una atmósfera muy física, densa y opaca, que acumula sin parar capas y capas de una demencia que se encuentra en sintonía con la desquiciada mentalidad de los personajes. Por ejemplo, durante el antes mencionado tiroteo nocturno, la vaca recibe un balazo, y ello conduce a Klimov a filmar en plano detalle durante unos segundos el ojo del agonizante animal, dominado ahora por un espasmo nervioso: un sufrimiento que por sí solo resulta elocuente hasta el punto de que el espectador puede fácilmente sentirse agredido o violentado ante su exposición.
Tres son las estrategias fundamentales que Klimov utiliza para penetrar lo más profundamente posible en la psicología de sus personajes y para situar al receptor de las imágenes en el centro del huracán. En primer lugar, la planificación se halla dividida, a grandes rasgos, entre aquellos instantes que se encuentran filmados con la cámara sobre trípode y aquellos otros que lo están cámara al hombro —o, más probablemente, con un dispositivo tipo steadicam—. Con semejante planteamiento, el realizador no solamente consigue pasar con sencillez de un punto de vista más objetivo a otro marcadamente subjetivo —forzando con ello un proceso de identificación con los personajes—, sino también aportar una inmediatez —no necesariamente documental— o, como poco, una pátina de realismo sucio y sórdido a las imágenes de un filme que, con cierta frecuencia, resulta profunda y paradójicamente irreal. En muchos momentos, uno tiene la impresión de que los acontecimientos se despliegan en tiempo real, razón por la que se agudiza la sensación de que por ello mismo son inevitables.
Por otro lado, el trabajo con la banda de sonido resulta prodigioso y deviene parte fundamental de la eficacia dramática que Masacre presenta en todo momento. En este sentido, existen hasta tres vertientes distintas que se encuentran trabajadas con igual y admirable minuciosidad y coherencia: la banda sonora compuesta por Oleg Yanchenko, quien lejos de ofrecer una partitura convencional recrea con acierto una atmósfera enrarecida e insana que busca y consigue incomodar al espectador; la puntual utilización de piezas de música clásica como la Lacrimosa de Mozart —parte integrante de su Misa de Réquiem en re menor, K. 626— o la archiconocida La Cabalgata de las valquirias (1856), de Richard Wagner, que aunque incluida aquí de manera muy puntual refleja como pocas el verdadero acervo cultural del espíritu teutón; y en último lugar, pero tal vez con mayor peso específico que las anteriores, la puntillosa recreación de unas atmósferas sonoras que impregnan el filme secuencia a secuencia, plano a plano, con la abierta intencionalidad de arrastrar al espectador hacia un mundo de sensaciones y experiencias que sobrepasan con mucho el ámbito de lo cotidiano para entrar de pleno en lo directamente horroroso o terrorífico. Una vertiente sonora que se alía con las extremadamente físicas texturas visuales del filme (y su inclinación telúrica: aquí hay lluvia, barro, niebla, fuego, tierra, humo, polvo, etc.) para conformar un tapiz audiovisual que resulta muy difícil de olvidar.
La tercera estrategia a la que me refería antes vuelve a ser una cuestión de mirada: algunos planos pueden no parecer especialmente complejos o difíciles desde un punto de vista técnico, pero consiguen poner al descubierto la mirada que Klimov arroja sobre los personajes o sus circunstancias, de un modo que resulta tan personal e intransferible como acostumbra a serlo en el cine de Fellini, Herzog o Lynch, por poner tres ejemplos bien diferentes. En pocas palabras, desde que empieza el filme y hasta que termina, el espectador se ve obligado a pisar un territorio que no deja de ser una proyección mental de la extraña pero aquí excepcional personalidad de su creador (1).
Ven y mira
Es posible que el fragmento que tal vez resuma mejor esta manera de trabajar sea aquel que describe la destrucción de la aldea de Perekhody por parte de los nazis. Al principio, la cámara sigue a Florya en su búsqueda de un lugar en el que esconderse. Cuando finalmente consigue entrar en una casa, el movimiento termina pero la cámara permanece en el exterior, mostrando cómo al fondo del plano empiezan a verse, recortadas contra un espeso manto de niebla, las figuras de las tropas alemanas que acaban de llegar.
Un segundo movimiento de cámara sigue en un primer momento al sidecar en el que viajan un par de soldados y luego se desmarca de estos para describir cómo el escenario recibe, sin resistencia alguna por parte de sus habitantes, la llegada de varios camiones llenos de tropas enemigas. A partir de ese momento, y recurriendo entonces a una mayor fragmentación, Klimov describe con minuciosidad todo el proceso con el que los nazis toman el control de la zona. Uno de ellos se sienta tranquilamente en casa de una familia —la del anciano que se ha ofrecido a ayudar a Florya— y se dispone a comer y a beber. En el exterior, las tropas conducen hasta un pequeño edificio de madera, como si fueran un rebaño de ovejas, a todos los habitantes que encuentran a su paso, engañándoles seguidamente al darles a entender que se va a celebrar una asamblea. Un oficial (Jüri Lumiste) informa a gritos de que todo aquel que esté dispuesto a abandonar a sus hijos en el recinto puede salir si así lo desea: un aterrorizado Florya es el único en hacerlo —Klimov no se lo pone fácil al espectador con esta decisión—, pero tan solo para convertirse en testigo impotente de los acontecimientos subsiguientes: los alemanes tiran varias granadas por unas rendijas y, a continuación, prenden fuego al edificio, concluyendo finalmente su labor al efectuar prolongadas ráfagas de disparos contra el lugar.
De manera harto coherente, la barbarie en cuestión es tan solo vista desde el exterior y en plano general, no necesariamente desde el punto de vista de Florya pero sí al mismo nivel que el personaje, cuyo rostro se muestra aquí crispado hasta extremos difíciles de soportar. Si durante toda la secuencia se han venido escuchando diversos fragmentos de música escupidos por los altavoces de los alemanes, ahora esta se ve sustituida por la suma de gritos que desde el interior las víctimas profieren en su inconcebible agonía. No por venir expresado en fuera de campo el contenido de las imágenes resulta más digerible. Y en lo que respecta a la cuestión de la mirada, Klimov intercala continuamente, antes, durante y después de la matanza, una serie de planos que elevan hasta lo indecible la crueldad y contundencia de lo mostrado. Un soldado muy alto juguetea alegremente con tres niños al tiempo que los acompaña hasta el recinto en el que morirán. Un oficial de las SS (Viktor Lorents) frota suavemente su mejilla contra el pelaje de un exótico animal –una especie de lémur o tarsero– que permanece apoyado en su hombro. Un alemán de corta estatura y apariencia bufonesca estampa su mano en la cara de Florya y amenaza con matarle ahí mismo. Otro se ríe a mandíbula batiente contemplando la dimensión de la atrocidad. Una mujer vestida de militar sorbe obscenamente la carne que encuentra en la pinza de una langosta mientras escucha el desesperado griterío de los quemados…
Las vidas de los aldeanos parecen provocar en los nazis la mayor de las indiferencias, con excepción de uno que no puede evitar llorar mientras dispara o de otro que, arrodillado en el suelo, empieza a vomitar nada más acabar el tiroteo. Son estampas, en definitiva, que ofrecen —al igual que el ojo de la vaca moribunda— una perspectiva insólita de la guerra, y que resultan tanto más sorprendentes por cuanto bordean lo surreal sin en ningún momento abandonar su autenticidad —a excepción hecha, muy probablemente, del citado plano de la mujer nazi, tan grotesco como innecesario—: son la constatación de que una pesadilla —tal vez la de El grito (1893), de Edvard Munch— se ha hecho realidad. La estampa con la que se cierra el fragmento no deja lugar a dudas: antes de abandonar la destrozada aldea, unos soldados transportan a una anciana en su camastro —paradójicamente convertida, dada su avanzada edad, en única superviviente de la masacre— y la abandonan a la intemperie no sin antes invitarla a tener más descendencia… Ante una imagen así, sobran las palabras.
A pesar de que justo después los partisanos logran apresar y matar a los alemanes —Klimov opta aquí de nuevo por el uso del fuera de campo: vemos a los bielorrusos disparando, pero no el impacto de las balas en el cuerpo de sus víctimas—, la mente y el rostro de Florya parecen haber quedado irreversiblemente destrozados, pero no lo suficiente (parece decirnos el realizador) como para cometer el crimen más atroz de todos: el de un recién nacido. Efectivamente, el rostro del joven se descubre ahora completamente transfigurado, descompuesto y surcado por unas arrugas que se dirían propias de un anciano, casi como si de ese modo externalizara —cual retrato de Dorian Gray— todo el horror y el dolor que sus ojos han contemplado.
Cuando Florya se queda un momento a solas y dispara sobre un retrato del führer, a continuación su mente le lleva a rebobinar imaginariamente toda la guerra —el único momento que se salta la cronología del filme; una idea, por cierto, nada chistosa—. Esto se representa a través de un montaje de imágenes documentales en las que puede verse cómo los edificios destruidos quedan de nuevo en pie, o cómo las tropas de tierra o aire deshacen su camino o regresan al interior de los aviones tras haber saltado en paracaídas… Este proceso mental se detiene finalmente sobre una fotografía de Hitler, todavía infante, siendo sostenido en brazos por su madre. Ni siquiera entonces toda la rabia y frustración reprimidas por Florya le conducen a tomarse, una simbólica y merecida venganza —como de hecho si llevan a cabo, despreciando el curso de la historia, los protagonistas de Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009), de Quentin Tarantino, cuando asesinan a Hitler y toda su cúpula encerrándolos dentro de un cine (¡!) y quemándolos con celuloide (¡¡!!)—. Él no es como ellos. Puede haber perdido su inocencia, pero no su humanidad y su conciencia. Es, sin duda alguna, una de las ideas cinematográficas más audaces, sorprendentes y liberadoras de todo el cine de los ochenta, puesto que con ella Klimov se atreve a eximir al espectador —aquí plenamente identificado con Florya— de cometer un crimen adicional que no solo pondría en entredicho la moralidad de sus pensamientos, sino que le condenaría a atravesar el último y definitivo umbral hacia la locura.
(1) No ocurre lo mismo con Agoniya (1975), película en la que Klimov intenta conciliar sin demasiada gracia el, material de archivo con reconstrucciones harto excéntricas y grotescas de los últimos años de Rasputín. Se trata, sin duda alguna, de otra radiografía de la locura, pero mucho menos convincente que la propuesta en Masacre (ven y mira): en no pocos momentos, Agoniya deviene narrativamente deslavazada y muy cargante (cuando no directamente insufrible) a nivel dramático.
© Óscar Navales, septiembre 2015