Amour

El tiempo del amor

 

En su libro Elogio del amor, Alain Badiou señalaba la escasa presencia o las dificultades que el arte había tenido en general para representar el amor en términos de duración. El filósofo francés era claro: el amor incluye el éxtasis inicial del encuentro, pero es sobre todo la duración, la persistencia ante los obstáculos y el tiempo lo que constituye el verdadero núcleo sobre el que se construye una relación amorosa. La duración (entendida como la construcción del amor en el tiempo), por lo tanto, no se ha dejado representar con tanta facilidad y, más que una dificultad técnica/narrativa específica del arte (o del cine en este caso), la causa de esta carencia debemos buscarla quizás en la poca espectacularidad de la duración en comparación con la intensidad del encuentro y de los comienzos. En una época que ha hecho de la juventud un valor deseable, es obvio que el encuentro amoroso -sentimiento que nos remite a lo más adolescente y narcisista de nuestra personalidad- va a primar por sobre la duración, esa “cosa de viejos”.

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Por eso ver Amour (2012) de Michael Haneke puede transformarse en una tarea no del todo grata para algunos, ya que allí donde las películas románticas realizan una elipsis, allí donde el corte desproblematiza el después (pensemos por ejemplo en El lado buenos de las cosas (Silver Linings Playbook, David O. Russell, 2012), pensemos en el porvenir problemático de esa pareja que la película decide ignorar: una vez confirmado el encuentro ¿cómo podrán sobrellevar una relación estable a pesar de las patologías palpables de ambos?, ¿cómo harán para sobrevivir en el tiempo si ninguno de los dos tiene perspectivas concretas de futuro (trabajo, familia, hogar)?) la película de Haneke se detiene para analizar y dar cuenta del amor como proceso, del amor como duración, del amor como una serie de gestos compartidos.

Pero para que esa duración no mute en monotonía, para que la duración no sea la eterna repetición de lo mismo (que lleva inevitablemente al agotamiento), para que el acontecimiento-pareja no se diluya, el amor, sostenía Badiou, debe reinventarse, resignificarse para que siga siendo el mismo-otro. Ambos deben construir las condiciones de posibilidades para sorprenderse mutuamente y hacer de sus diferencias una experiencia enriquecedora. En este sentido, en un pasaje bellísimo, Georges (Jean-Louis Trintignant) cuenta a Anne (Emmanuelle Riva) una historia de su niñez (relacionada a su vez con la fascinación inicial del cine); ella, sorprendida, le dice que nunca había escuchado ese relato, él le responde que a pesar de los años juntos todavía tiene muchas historias que contarle. Haneke, lúcido, parece decirnos que el amor se construye en el diálogo, en esa extimidad compartida, en ese resto de historias que mantiene la sorpresa y la emoción de los comienzos.

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Si entonces la monotonía es la gran prueba a superar en toda pareja, la enfermedad de uno de los cónyuges es la última y más importante prueba de amor, un acontecimiento (en términos de Badiou) que genera un cambio en la rutina, que instala una nueva forma de relacionarse en la pareja. Saber y poder adaptarse a esa nueva situación implica también un acto de amor, en ese “a pesar de” es donde el verdadero amor tiene que comparecer. Y de eso trata Amour, de dos ancianos que deben sobrellevar una enfermedad: la de ella, postrada, perdiendo progresivamente todo indicio de vitalidad y teniendo que adaptarse a esa nueva situación; y la de él, teniendo que asumir una responsabilidad, la de tener que ser una especie de enfermero -a pesar de, también, sus muchos años- y de compañero fiel, sabiendo que la persona amada tal como la conocía probablemente no vuelva a ser nunca más la misma.

Amour es en definitiva la película más llana y simple de Haneke, pero su falta de pliegues es menos un déficit que una posición ética y estética (“esto es todo lo que hay y al que no le gusta váyase” parece decir Haneke), la elección obvia que sus materiales le pedían. No es que Haneke haya inventado la vejez en el cine, sino que su virtud radica en llevar la degradación física y mental mucho más allá que los demás, sin caer en la inmoralidad, haciéndolo justamente de una forma respetuosa y, porqué no, cariñosa. Uno podría pensar en algunas de esas pequeñas películas intrascendentes como Iris, El hijo de la novia o Mar adentro para darse cuenta donde radica la diferencia y las virtudes de Haneke. Si en comparación con las películas mencionadas Amour se vuelve por momentos intolerable es justamente por la vieja y remanida cuestión de las formas: la puesta en escena de Amour es rigurosa, ya que se vale de la potencia del plano secuencia (siempre austero) o la cámara fija, en el mero transcurrir del tiempo como una forma de captar -como sostenía Deleuze- “algo intolerable, insoportable (…) algo excesivamente poderoso, o excesivamente injusto”, en este caso el envejecimiento, la decrepitud y finalmente la muerte. Haneke podría haber caído fácilmente en la puerilidad y el golpe bajo, pero lo evita justamente porque su puesta en escena le quita toda sensación de espectacularidad al asunto y uno siente ante las imágenes realmente la impotencia y el dolor ante lo percibido.

Pero.

 

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Es verdad, como se ha dicho, que esta es la película más humanista de Haneke, en la que el nihilismo y la misantropía freudiana de antaño, en los que los personajes se transformaban en meros instrumentos de una idea (en este sentido Haneke es más bressoniano que bergmaniano, pues es difícil hablar de personalidad y psicología en su cine al ser sus personajes pura exterioridad, áridos, inexpresivos, complejos avatares de una trama) dejan paso a un respeto y un cariño sensible hacia sus protagonistas, lo cual se puede ver en la forma en la que filma los gestos y complicidades antes de la enfermedad y el obstinado ejercicio del amor después de ella. Pero hay escenas (como en las que a Anne le cambian el pañal o la bañan ante la vista de su marido) en las que no podemos evitar pensar que, a pesar de todo, en el fondo, en la cara de Haneke se debe estar dibujando una sardónica sonrisa. Y es que la humillación, tanto física (Funny Games (1997), El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003)) como verbal (Código desconocido (Code Inconnu, 2000), La cinta blanca (Das weiße Band, 2009)), es un punto central sobre el cual el cine de Haneke pivota. La humillación es, quizás, uno de los sentimientos más intensos, desgarradores que podamos sentir, momentos en los que en la realidad parece producirse una hendidura por la cual se filtra la más verdadera y pura de nuestra humanidad. En esas escenas uno pueda percibir al verdadero Haneke, al que desde la sombras recuerda al Houllebecq de “sean abyectos: serán verdaderos”, al que el amor le resulta una fachada para hablar de la verdadera condición desgraciada de la humanidad.

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Por lo tanto, no hay que confundirse: Amour puede ser la película más tierna y empática de Haneke hasta la fecha, pero a pesar de esto y de su hype, de sus premios, de sus actores estrellas, etc., Haneke sabe que el arte es el espacio mismo de la negatividad, el lugar privilegiado para expresar aquello que una sociedad no puede digerir (por ceguera, negligencia o mero rechazo); que el arte, en definitiva, no tiene nada que ver con el disfrute y la diversión.