Lo que esconde Silver Lake

Lucha de clases Pop

 

Piscinas y animales

Es probable que la piscina sea el espacio más definitorio del cine de David Robert Mitchell. Ya en su ópera prima, The Myth of the American Sleepover (2010), Maggie se siente atraída por Steven en una piscina pública; luego se baña con él (y le da la mano) en una suerte de lago privado en una fiesta nocturna y, tras una serie de peripecias y flirteos, ambos amagan con besarse mientras bajan por el tobogán de la piscina en la que han cruzado miradas por primera vez. En ese mismo filme, la intimidad de dicho espacio acuático vuelve a manifestarse cuando Scott se confiesa sentimentalmente ante las gemelas Ady y Anna mientras los tres remojan los pies en una piscina deportiva en la que se han colado en plena noche. En It Follows (2014), Jay se baña relajadamente en la piscina del patio trasero de su casa ajena todavía a los terrores que pronto acecharán su existencia y, más adelante, intenta electrocutar a la abstracta criatura que le persigue en una piscina municipal con la ayuda de sus amigos… y de varios electrodomésticos. Esa secuencia, que asocia el agua a la muerte, es retomada de algún modo en Lo que esconde Silver Lake (Under the Silver Lake, 2018), cuando en el embalse del barrio de Los Ángeles que da nombre a la película muere Millicent (Callie Hernandez), la hija del millonario Jefferson Sevence (Chris Gannn), tras recibir un disparo mientras comparte baño y revelaciones conspiranoicas con el protagonista del filme, Sam (Andrew Garfield).

Los baños de The Myth of the…, It Follows y Lo que esconde Silver Lake

Si nos fiamos de las palabras de Mitchell, que no tiene reparos en reconocer la autocita, este tipo de escenas acuáticas no buscan transmitir una idea concreta, sino que nacen de su atracción por las imágenes y, sobre todo, los sonidos que surgen al filmar en el agua, que “rodean” al espectador y crean un “sentimiento especial” (1). No resulta sorprendente que el cineasta estadounidense sienta debilidad por La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1954), tanto por la lentitud de la criatura (una de las inspiraciones de It Follows) como por esas memorables escenas bajo el agua. Sea como fuere, la proliferación de piscinas en Lo que esconde Silver Lake es mucho mayor que en sus dos anteriores películas, lo que no deja de ser consecuencia del entorno adinerado en el que se mueve Sam. Al fin y al cabo, prácticamente todas las fiestas en las que merodea (e investiga) su personaje, cuentan con su piscina privada con perspectivas privilegiadas desde las alturas de Los Ángeles. En una piscina, en este caso comunitaria, es donde también transcurre otra de las escenas clave de la película: aquella en la que Sam, equipado con unos prismáticos diríase que prestados por el James Stewart de La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954), vislumbra con deseo voyeur a Sarah (Riley Keough), la mujer que desaparecerá al día siguiente sin dejar rastro y activará su búsqueda alucinada por las calles angelinas. Una variación erótico-pesadillesca de esta secuencia, fruto de la obsesión de Sam por Sarah y de su mirada pop de la realidad, se producirá en plena noche, cuando a ojos del protagonista Keough emule los gestos de la Marilyn Monroe desnuda de la célebre sesión fotográfica de Lawrence Schiller durante el rodaje de Something’s got to give, la película inacabada de 1962 de Georges Cukor. El encanto del sueño se romperá cuando Sarah empiece a ladrar, como si se tratase de uno de los perros que atormentan al protagonista (ya sea por la presencia de un misterioso asesino de canes en la ciudad o por esa frustración que arrastra tras una fracasada relación sentimental de la que solo conserva las galletas para el perro de su exnovia).

Riley Keough y Marilyn Monroe, en la piscina

La mirada voyeur de Sam a Sarah en Lo que esconde Silver Lake

Los animales, de hecho, tienen una presencia simbólica en la escurridiza trama de Lo que esconde Silver Lake, pues parecen determinar el destino de Sam, ya sea para advertirle de las desgracias (esa ardilla que cae del cielo y le anuncia que pronto será desahuciado si no paga el alquiler), para señalarlo (esa mofeta que le transfiere su fétido olor durante días) o para guiarlo (ese coyote que le marca el camino hasta la fiesta en la que se reencontrará con su expareja y con Millicent). Lo animal, además de en el citado asesino de perros, también estará presente en los indescifrables pájaros cantarines de la vecina del protagonista, en la leyenda urbana de la mujer desnuda con cabeza de búho (a medio camino entre la Irma Vep de Les vampires —Louis Feuillade, 1915— y los enmascarados de Judex —Georges Franju, 1963—) y en el extraño culto que profesan unos personajes que se creen reyes y construyen lujosas tumbas bajo tierra, y cuentan con la escultura de una mofeta como emblema en la entrada de su tienda. No cabe otorgarles ni un papel trascendental ni cerrado a todas estas pistas (estamos ante una película polisémica, llena de capas construidas en base al imaginario cultural de varias generaciones, en la que abundan códigos, acertijos y referencias de todo tipo), pero es curioso apuntar que ya en It Follows Mitchell ensayó esta inquietante presencia animal. Precisamente, en la mencionada escena inicial en la piscina, Jay ahoga con su mano una hormiga y observa una ardilla que avanza por un cable. Más adelante, otra ardilla (¿quién sabe si la misma?) contemplada desde la ventana de un piso destartalado parece anunciar la entrada en el plano de la criatura que persigue a la protagonista.

La ardilla de It Follows (arriba, izquierda) junto a la ardilla muerta, el coyote y uno de los pájaros de Lo que esconde Silver Lake

 

Adolescentes eternos

La abundancia de piscinas en el cine de Mitchell es también una constatación estacional: sus películas son veraniegas y dejan entrever un mundo soleado, sin obligaciones laborales o estudiantiles, en el que el amor y el deseo sexual son preeminentes. Este universo, sin embargo, dista de ser idílico y si uno ve los tres filmes de su trayectoria cronológicamente (aunque lo cierto es que el director estadounidense escribió antes el guion de Lo que esconde Silver Lake que el de It Follows), es fácil percibir una mirada cada vez más oscura y nihilista de esos veranos a medida que sus personajes se acercan a la edad adulta. En un significativo momento de The Myth of the American Sleepover, un desencantado Steven le cuenta a una sorprendida Maggie (él es unos pocos años mayor en edad que ella) que la adolescencia no es más que un mito, una promesa insatisfactoria que te obliga a abandonar los juegos y aventuras de la infancia que ya nunca volverán. Considerando esta lectura, la ópera prima de Mitchell sería el único de sus filmes en el que todavía una fiesta de pijamas o un primer beso pueden ser el centro de las vidas de los personajes, mientras que los adolescentes ya tardíos de It Follows (con las relaciones sexuales esporádicas y los viajes en coche) anuncian la llegada de una nueva etapa existencial con mayores responsabilidades a la que no parece amoldarse el Sam de Lo que esconde Silver Lake, un treintañero anclado en una adolescencia eterna en la que sus fetiches ocultan las obligaciones adultas y en la que el sexo no es más que una escapatoria momentánea. La indiferencia inicial y la posterior indignación del personaje cada vez que alguien le pregunta sobre su situación laboral —recordatorios constantes de que debe trabajar para vivir— evidencian la huida hacia adelante de Sam, que sigue recibiendo llamadas controladoras de su madre y que acaba reconociéndole a un amigo que “esperaba ser alguien” en la vida. No deja de ser una muestra de ese síndrome de Peter Pan (o de Spider-Man, si se prefiere) que la chica de sus sueños, Sarah, viva en una habitación teñida de rosa con pósters y muñecas más acordes a una adolescente que a alguien de su edad. La escena en la que Sam bebe zumo de naranja y come galletas con ella en su cama termina pudorosamente con un beso, como si estuviéramos ilusoriamente en una teen movie donde no pudiera superarse ese paso en la primera cita. La eterna adolescencia adopta, sin embargo, tintes grotescos en la autocita más explícita de la película: la proyección de The Myth of the American Sleepover en un cementerio de Los Ángeles. Lo perturbador de la escena es que algunos de los planos originales del cándido primer largometraje de Mitchell han sido recreados por dos actrices de mayor edad, que luego descubriremos que ejercen de escorts. El encanto de la adolescencia se prostituye y ni tan siquiera la naturalidad de los intérpretes no profesionales de aquel filme escapa de la usurpación hollywoodiense.

La habitación rosa de Sarah en Lo que esconde Silver Lake

La recreación de The Myth of… en Lo que esconde Silver Lake

En Los Angeles Plays Itself (2003), el inspirador film-ensayo de Thom Andersen que indaga en cómo el cine ha representado la ciudad californiana a lo largo de las décadas, se recuerda que Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, Nicholas Ray, 1955) fue la primera película noir adolescente y se celebra que para su rodaje se eligieran localizaciones reales de Los Ángeles “filmadas como si fueran decorados de un musical” para plasmar el “mundo paralelo” en el que viven los protagonistas, que transcurre al margen del “mundo estable y moral de los adultos”. La película de Ray, que es citada explícitamente en Lo que esconde Silver Lake cuando Sam sigue una pista que le lleva a tocar el busto de James Dean ubicado en el Observatorio Griffith, abre una senda en el retrato de la adolescencia a la que no es ajena el cine de Mitchell, pues tanto en The Myth of the American Sleepover como en It Follows se percibe un trabajo meticuloso en la elección de los entornos que se hacen propios sus protagonistas. Mientras que en su primera película, Mitchell quería “crear un espacio mágico, como fuera del mundo adulto” para sus adolescentes, en su segundo filme sus intenciones eran distintas: “aislar a los personajes” y “sugerir que están todavía más solos de lo que están”. El desplazamiento de los adultos al fuera de campo fue, pues, una decisión meditada, acorde a un cineasta que amolda su puesta en escena a la historia que tiene entre manos y a los escenarios elegidos, sin autoimponerse un estilo marcado. De ahí que la cercanía de la cámara con los personajes de The Myth of the American Sleepover (habitando los espacios de esos adolescentes para que el espectador, en palabras del director, “sienta que realmente está saliendo con ellos”), dé paso a los planos panorámicos con profundidad de campo de It Follows (“muy fríos y distantes, porque miramos a la heroína y a sus amigos, y sabíamos lo que había alrededor, el entorno”) y después al punto de vista subjetivo de Lo que esconde Silver Lake, donde la mirada de Sam lo determina todo. Tanto es así que Mitchell incluye con frecuencia contraplanos del rostro de Andrew Garfield para que advirtamos sus reacciones ante lo que observa o le sucede (desde la sonrisa hasta la perplejidad, pasando por la rabia y el deseo) y recordemos que, en tanto que espectadores, siempre veremos a través de sus ojos.

Andrew Garfield y James Dean en el Observatorio Griffith

La mirada de Garfield marca el punto de pista de Lo que esconde Silver Lake

 

Los Ángeles/Detroit

Tal y como apunta Andersen en su film-ensayo, uno de los aspectos más proféticos de Rebelde sin causa fue mostrar a “los primeros adolescentes con coche, al menos en las películas”. La libertad que otorga el automóvil es particularmente relevante si uno quiere desplazarse por una ciudad como Los Ángeles, hostil con quienes no disponen de vehículo privado. De ahí que en Los Angeles Plays Itself se apunte que “perder el coche es una castración simbólica, en las películas y en la vida” al referirse a las vicisitudes que sufre el detective que interpreta Jack Nicholson en Chinatown (Roman Polanski, 1974) cuando se queda sin automóvil. Algo parecido le sucede a Sam en Lo que esconde Silver Lake, que primero ve cómo la carrocería de su lujoso coche es destrozada por unos niños y después cómo su deportivo es retirado por una grúa por un mal estacionamiento. Ante la imposibilidad de recuperar su vehículo (probablemente por la falta de dinero para asumir la multa), Sam deberá andar por las cuestas de Silver Lake y recurrir a la ayuda de colegas para desplazarse, lo que visibilizará su inevitable decadencia vital; la pérdida de un estatus que todavía conservaba en el primer tramo de la película, cuando le veíamos investigar mientras conducía tras tres mujeres sospechosas emulando al James Stewart de Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958).

Sam emula en su coche al Scottie de Vértigo

Dice también Andersen en su película que, en Los Ángeles, “la realidad se confunde con su representación” y si uno contempla Lo que esconde Silver Lake es evidente que se filma intencionadamente con esa idea. Es cierto que Mitchell cae en varias convenciones y lugares comunes en su forma de mostrar la ciudad que se cuestionan en Los Angeles Plays Itself, tales como dar a entender que la mayoría de los angelinos trabajan en la industria del cine o asumir que todos los ciudadanos viven en las colinas o en la playa (en este caso, nos quedamos solo en las alturas). Pero esto es así porque su película no aspira ni al realismo (por mucho que cuide la elección de localizaciones auténticas) ni a la absoluta verosimilitud (cada espectador decidirá hasta qué punto se deja llevar por el juego que plantea el filme). El director estadounidense se alimenta conscientemente del imaginario nacido de una larga tradición de filmes de cine negro ubicados en la ciudad californiana y siguiendo esta lógica neonoir busca ofrecer una visión “distorsionada del mundo que conozco”, del Los Ángeles en el que reside desde hace años. En este punto, las comparaciones algo forzadas de algunos analistas con Mulholland Drive (2001) sí son pertinentes, pues David Lynch rodó una versión deformada (y bajo el influjo mitómano de Hollywood) de la ciudad angelina a través de un personaje con una mirada alterada de la realidad: los delirios de Betty (Naomi Watts) bien podrían ser un antecedente de los de Sam. Por no hablar de algún que otro guiño más obvio, como la presencia del actor lynchiano Patrick Fischler en el rol de un dibujante de fanzines amante de las conspiraciones, cuya perturbación le emparenta con su inolvidable personaje de Mulholland Drive —ese que soñaba con un aterrador vagabundo en las afueras de un diner (los mendigos, por cierto, también son claves en Lo que esconde Silver Lake). El vínculo del cine de Mitchell con el de Lynch (son muchas más sus influencias declaradas: David Cronenberg, Alfred Hitchcock, Roman Polanski, François Truffaut, Brian de Palma, Fritz Lang, Michelangelo Antonioni…) ya parecía intuirse en It Follows, donde la primera aparición de la criatura (adoptando la forma de una mujer desnuda y magullada) evocaba a la irrupción nocturna de Dorothy (Isabella Rossellini) en el entorno residencial de los personajes de Kyle MacLachlan y Laura Dern en Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986).

Patrick Fischler, en el cine de Lynch y en el de Mitchell

La tumba de Alfred Hitchcock en Lo que esconde Silver Lake y dos calles con nombres cinematográficos en Los Angeles Plays Itself

Si Los Ángeles es la ciudad de acogida de Mitchell en su edad adulta, Detroit es la ciudad de su infancia y juventud. Nacido en 1974 en Clawson, una pequeña localidad en el área metropolitana de la célebre urbe del estado de Michigan, el director de Lo que esconde Silver Lake situó sus dos primeras películas en suburbios residenciales de Detroit, con su particular microcosmos alejado del downtown de la ciudad. En The Myth of the American Sleepover, los adolescentes van a pie o en bici (salvo aquellos pocos que, ya con una mayor edad, cuentan con coche propio) y parecen formar parte de un universo atemporal que puede aglutinar a múltiples generaciones, donde no existen ni móviles ni ordenadores y donde una serie de objetos-fetiche juegan un rol significativo: una tabla ouija, un radiocasete, un diario, un televisor añejo… En It Follows, el entorno-burbuja de los personajes también incluye anacronismos temporales, que van desde un impagable ebook en forma de concha marina (¡en el que una adolescente lee El idiota de Fiódor Dostoievski!) hasta una serie de aparatos electrónicos vintage (una máquina de escribir, una lámpara, un secador,…) con los que el grupo de amigos busca destruir a la criatura en la ya mencionada escena de la piscina. Ocurre que Jay, la protagonista del segundo filme de Mitchell, empieza a ser perseguida tras mantener relaciones sexuales con un joven ajeno a su entorno residencial, lo que viene a suponer el fin de su inocencia. La sombra de la pobreza (y de los duros efectos de la crisis en Detroit) se cuela entonces en la película: los personajes viajan en coche hasta una zona decadente de la ciudad y acaban verbalizando su perplejidad al cruzar la “frontera” (sic) más allá de su confortable entorno. “Cuando era niñita, mis padres no me dejaban que fuera al Sur. Ni tan siquiera sabía qué significaba hasta que me hice mayor, y me di cuenta de que era donde terminaban los suburbios y comenzaba la ciudad”, confiesa una de las chicas.

Un radiocasete en la atemporal The Myth of the American Sleepover

La aparición del Detroit real al que viajan los personajes de It Follows

En Los Angeles Plays Itself, Andersen considera que quienes conocen realmente la urbe californiana son aquellos que “caminan o van en bus”, por lo que reivindica filmes independientes de cineastas como Haile Gerima (Bush Mama, 1979), Kent MacKenzie (Los exiliados —The Exiles, 1961) o Charles Burnett (Killer of Sheep, 1978). Esa otra ciudad, menos glamurosa y más a ras de suelo, es la que ve con indiferencia el detective Philippe Marlowe (Elliot Gould) desde la seguridad de su coche en Un largo adiós (The Long Goodbye, Robert Altman, 1973) —otro de los títulos que aparecen en el film-ensayo de Andersen y otro de los referentes de Lo que esconde Silver Lake— y es la que también observa Jay desde la ventanilla del automóvil en el mencionado viaje de It Follows (en este último caso, cambiando Los Ángeles por Detroit). Si nos ceñimos, en cambio, a la última película de Mitchell, Sam procura no alejarse del distrito de Silver Lake, aunque en uno de sus paseos nocturnos a pie (ya sin su estimado coche) se topará con esa realidad al enfrentarse verbalmente con un vagabundo que le pide limosna. El abismo de la pobreza, la asunción de que no puede seguir formado parte (aunque sea ilusoriamente) de la clase social adinerada a la que aspira, le afecta profundamente, hasta el punto de lanzar una perorata contra todos los sintecho, a los que dice detestar y a los que compara con poltergeists por su comportamiento: “Les gusta flotar en los bordes de la periferia y mirar a la gente comiendo comida deliciosa, bebiendo cerveza y haciendo el amor. Están celosos porque no pueden participar y nos acosan”. La película, de forma inapelable, llegará a su fin el día siguiente con el desahucio de Sam de su apartamento, en una constatación evidente de que su juego ha terminado.

La disputa con un vagabundo en Lo que esconde Silver Lake

Sam será advertido de su desahucio un día antes de que se produzca

 

Mapa de citas

En alguna que otra ocasión, Mitchell ha apuntado que una de las motivaciones del proyecto de Lo que esconde Silver Lake era interrogarse, en un sentido casi filosófico, si era posible encontrar verdad y belleza en productos de la cultura pop ideados para el consumo masivo. Su película no ofrece un posicionamiento nítido al respecto y se permite tanto celebrar ese universo con infinidad de citas más o menos inteligibles (de canciones, filmes, cómics, videojuegos, etc.) como cuestionarlo implícita y explícitamente —la escena más burda sería la del personaje del Songwriter, que vendría a representar a todas aquellas multinacionales que idean productos culturales mainstream o se apropian de toda creación que se rebela contra el sistema. Más allá del discurso teórico de la película, lo interesante es que el mapa de citas que dibuja Lo que esconde Silver Lake ofrece múltiples hipervínculos para el espectador, que, a su vez, puede seguir el relato sin necesidad de reconocer/interpretar los mensajes y códigos que emergen en la imagen y el sonido (impagable, por cierto, la banda sonora instrumental de Disasterpeace, que se permite citar tanto a Bernard Herrmann como los efectos sonoros de Super Mario Bros, o el papel de la letra de What’s The Frequency, Kenneth? de los R.E.M.). Es probable que Mitchell, en tanto que creador autoconsciente que controla hasta el más mínimo detalle de sus filmes, rebaje las posibilidades interactivas de su relato al conducir a su protagonista (y, por tanto, al espectador) por un itinerario muy determinado, que desemboca en la resolución de los enigmas centrales planteados. Del mismo modo, se verbalizan en exceso algunas de sus reflexiones sobre la cultura pop a través de diálogos-monólogos de varios personajes. Pese a ello, el sense of wonder de Lo que esconde Silver Lake no se agota tras varios visionados y su capacidad narrativa se nos antoja arrolladora: la rocambolesca trama, aun con sus meandros, avanza con suma fluidez y precisión formal hasta el punto de topografiar un entorno de Los Ángeles a medio camino entre la superficie y el subsuelo (y entre la realidad y la ficción). Uno de los puntos neurálgicos de ese territorio es el embalse de Silver Lake, en cuyas aguas se sumergen infinidad de historias, entre las que se encuentran las filmadas hace más de un siglo en unos grandes estudios de cine mudo. Pues, antes de que Hollywood ni tan siquiera existiera, ese lugar formaba parte de Edendale (2).

El embalse de Silver Lake, con el cartel de Hollywood de fondo

La unión de los mapas de un videojuego y de una zona de Los Ángeles permite resolver un enigma en Lo que esconde Silver Lake

El detallismo del cineasta estadounidense es tal que una de las tareas más complejas de la producción del filme fue la de recopilar y ordenar las piezas (desde los objetos hasta las localizaciones) que configuran su película-puzle, de tal modo que las conexiones que va descubriendo Sam no sean un mero capricho arbitrario del guion y sigan una cierta lógica narrativa-espacial. Este ambicioso método de trabajo (solo posible gracias a un presupuesto más holgado que en sus dos anteriores trabajos) es coherente con la naturaleza de Lo que esconde Silver Lake, que nace del ensamblaje de materiales culturales preexistentes para dar forma a algo nuevo. Las citas, por tanto, no se limitan a homenajear otras obras, sino que se integran en la narración de forma orgánica —en este aspecto, Mitchell se aleja del mayor exhibicionismo de los referentes de otro filme clave para comprender Los Ángeles en clave pop: Southland Tales (Richard Kelly, 2007)—. En cuanto a la ambientación de la película, no se persigue un anacronismo temporal como sucedía en It Follows y The Myth of the American Sleepover, sino una mayor concreción. Tanto es así que Mitchell ha asegurado que quiso ser fiel a su visión (en clave pesadillesca) del mundillo cultural de Silver Lake en verano de 2011. Sea como fuere, los objetos y aparatos que aparecen constantemente en su filme (pósters de músicos y películas, tocadiscos, revistas, videoconsolas, tebeos, libros conspiranoicos, etc.) no aluden precisamente a la segunda década de este siglo, sino al universo analógico de Sam, en el que lo digital tiene un papel residual (sus dos búsquedas en internet son infructuosas para la investigación) y en el que el uso de un dron (con irónica mención a Amazon) no permite saciar los deseos voyerísticos de uno de sus amigos (y de él mismo) en una escena perturbadora, que pone en crisis la mirada del protagonista y explicita la violación de la intimidad que facilitan las nuevas tecnologías.

La mirada voyeur hacia la intimidad de una mujer mediante la cámara de un dron

La generosa transparencia de Lo que esconde Silver Lake se aprecia en instantes tan definitorios como aquel en el que Sam se masturba mientras contempla expuestas en una mesa varias revistas pornográficas junto a una fotografía polaroid de la desaparecida Sarah. El onanismo es, pues, inherente a la trama detectivesca que construye el personaje ideado por Mitchell, al que cabe atribuir también un imaginario muy determinado (masculino, blanco, indie, analógico, cinéfilo, gamer). Considerando, de hecho, que la gran mayoría de elementos que conforman la intriga del filme se encuentran desplegados en su apartamento (o se ven a través de su ventana), uno puede intuir que las peripecias de Sam podrían ser fruto de su delirio escapista, de una trama imaginada por un individuo que intenta dotar de un sentido a su universo cultural. No debería sorprendernos entonces que la estructura de la película beba de ciertos videojuegos —con pantallas a superar (plataformas) y enigmas a resolver (aventuras gráficas)— y que el protagonista resuelva con brillantez los acertijos que se le presentan mientras seduce a todas las mujeres con las que se cruza en su camino (sin dificultad aparente y con mirada cosificadora del sexo femenino). Llegados a este punto, cabría preguntarse si Lo que esconde Silver Lake no es tanto una película egocéntrica y resabida diseñada al gusto de los connaisseurs del pop como una propuesta que asalta la zona de confort de esos consumidores culturales, al enfrentarles a la nada, al vacío existencial. No en vano, la oscuridad acaba rebajando la aparente luminosidad del filme (incluso con estallidos de violencia) y, al final del viaje, uno no puede más que recordar las palabras de una bailarina que conversa con Sam durante su investigación: “No hay nada que resolver. Estás desperdiciando tu tiempo en algo que no importa. Solo tenemos un pequeño y minúsculo momento. Podemos divertirnos, follar, ser libres. La vida es muy corta”. ¿Será esta también una advertencia para los prescriptores y analistas fílmicos? ¿Para todos aquellos que vivimos por y para la cultura pop?

La mesa de Sam en la que se despliegan los objetos de su investigación

 

© Carles Matamoros, enero de 2019

 

(1) Todas las referencias en el texto a declaraciones de David Robert Mitchell pertenecen a alguna de estas ocho entrevistas al cineasta publicadas online en Filmmaker Magazine, Hammertonail, AV Film, Slant Magazine, Moviemaker, Deadline, CineSeries y Avoir-Alire.

(2) Edendale es el nombre con el que antaño se conocía un amplio distrito de Los Ángeles, que hoy está conformado por Echo Park, Los Feliz y Silver Lake. A principios del siglo XX, era la ubicación de uno de los mayores estudios de cine mudo de la época, donde incluso rodó Charles Chaplin. Tanto en Lo que esconde Silver Lake como en Los Angeles Plays Itself se hace alusión a Edendale y al cine silente.