Les Quatre soeurs, de Claude Lanzmann

Lanzmann no es únicamente severo

 

Podría decirse que toda la aventura cinematográfica acontece en el rostro humano filmado en primer plano: el suspense, la emoción, la memoria, la ausencia, el amor, el odio, la melancolía… Plantar la cámara frente a una cara y filmarla ha resultado ser el gesto más revolucionario y revelador del cinematógrafo a pesar de ser algo tan primigenio, y hoy sigue siendo un recurso fundamental de buena parte del cine que consideramos de autor. De hecho, podría escribirse una caprichosa historia paralela del cine siguiendo las experiencias más impactantes de la práctica del primer plano, partiendo de las imágenes de Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928), de Carl Theodor Dreyer, continuando con los modelos de Robert Bresson y con los rostros apesadumbrados del cine de Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni, luego con los casos radicales de las películas-primer plano Numéro zéro (1971), de Jean Eustache, y Close-up (Nema-ye Nazdik, 1990), de Abbas Kiarostami, y acabando de nuevo con el cineasta iraní y su Shirin (2008), film compuesto solo por primeros planos de mujeres que observan una pantalla de cine, como si cerraran un círculo. Es decir, lo mismo que hacía Anna Karina en Vivir su vida (Vivre sa vie: Film en douze tableaux, 1962), viéndose reflejada precisamente en la Juana de Arco de Dreyer. Y fue su director Jean-Luc Godard, además, quien afirmó que el cine empieza con David W. Griffith y acaba con Kiarostami; nuestro recuento caprichoso podría partir también de los imborrables primeros planos de Lillian Gish en Lirios rotos (Broken Blossoms, 1919).

La pasión de Juana de Arco, Close-up y Numéro zéro

En mitad de toda esa historia, hubo un tal Claude Lanzmann que articuló todo su cine alrededor de una obra central, Shoah (1985), en la que nos relata el Holocausto a través de los rostros de los supervivientes a los que entrevista. Por la ausencia de otros materiales, por la importancia del fuera de campo, por el insobornable rigor con el que Lanzmann se ciñe a la filmación de los bustos de sus entrevistados y, sobre todo, por la frontalidad con la que los encara, Shoah está más cerca de Numéro zéro y Close-up que de La pasión de Juana de Arco o Shirin, donde tanto el montaje como la posición de la cámara y la de las personas filmadas nos expresan cosas, es decir, participan en el juego de la puesta en escena.

Pues bien: en el año en el que Lanzmann nos dejó, pudimos ver Les Quatre soeurs (2017) (1), una serie de cuatro entrevistas que nuestro cineasta realizó a modo de preparación para Shoah en los años setenta y que acabaron componiendo filmes independientes de entre 52 y 89 minutos. Se trata de cuatro historias de mujeres supervivientes —solo son hermanas en ese sentido, no en el biológico— narradas en un primer plano frontal, inmóvil, sobrio en grado sumo. Lanzmann apenas se filma a sí mismo durante las entrevistas y pasa a veces del primer plano al primerísimo primer plano no tanto para enfatizar algo de lo que explican las protagonistas como obedeciendo a una curiosidad natural por sus caras, la misma que tenemos en cualquier conversación en la que escudriñamos los detalles de nuestro interlocutor. Y cada una de las historias supone un relato completo, una narración devastadora que explica por sí sola, desde su singular punto de vista, la experiencia de los millones de personas represaliadas por el nacionalsocialismo.

L’Arche de Noé

A modo de inventario: Ruth Elias, la protagonista de Le Serment d’Hippocrate, disimuló hasta el último instante posible su embarazo mientras realizaba trabajos forzados bajo diferentes formas de confinamiento; Ada Lichtman, en La Puce joyeuse, explica cómo tomó partido en la revuelta de los prisioneros de Sobibor en 1943 estando plenamente convencida, desde mucho antes, de que iba a morir más temprano que tarde; Baluty nos narra la historia de Paula Biren, obligada a cooperar dentro de la policía femenina del gueto de Łódź; y Hanna Marton, entrevistada en L’Arche de Noé, sobornó a Adolf Eichmann para comprar la vida de 1.684 personas y fletar un tren que los llevó a Suiza, donde escaparon del exterminio. La forma de las cuatro piezas es similar a la de Numéro zéro, en la que Eustache situaba la cámara frente a su abuela y grababa sin más una conversación con ella, como en una fusión fantástica entre la narración oral y la cinematográfica. Pero Lanzmann sí recurre al montaje a pesar de que los fragmentos de entrevista que nos muestra son significativamente largos, lo suficiente como para que el montaje resida más en las evoluciones de los rostros que en los pocos efectos generados por la posición de la cámara o en la sala de edición.

La Puce joyeuse

A pesar de esa sobriedad, Les Quatre soeurs no es un simple y frío registro de cuatro testimonios sino una obra tan comprometida como emotiva porque, precisamente, en las mínimas, casi imperceptibles inflexiones de las facciones de las cuatro hermanas, adivinamos la verdadera profundidad del dolor como también las ambigüedades morales que encierran sus relatos. Es elocuente al respecto el instante en el que Paula Biren rehúye, con una expresión pétrea, comentar las tareas que realizaban sus compañeros masculinos en el cuerpo de seguridad del gueto: lo significativo no es tanto cómo Biren niega con la cabeza sino su manera de aguantar la mirada de Lanzmann, que la interroga fuera de campo, observándolo con unos ojos que parecen reflejar recuerdos demasiado agrios como para ser relatados. Si el cine no es solo lo que aparece en el lienzo de la pantalla sino también lo que ocurre en la mente del espectador, podemos afirmar que, en ese instante, vemos lo invisible, pues intuimos en nuestro fuero interno aquello que no nos es explicado, o al menos la profundidad del horror que entraña esa elisión. De algún modo, los primeros planos de Lanzmann en Les Quatre sœurs nos remiten al valor escultórico de la imagen cinematográfica. Son imágenes que sugieren una forma de efigie que, aun estando animada, busca la quieta expresividad de un busto tallado en la piedra. Como ocurre, de nuevo, con el rostro de Hossain Sabzian en Close-up, o con tantos primeros planos exquisitamente calculados, encuadrados y acotados en las películas de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub; o también con las expresiones de consternación de los pescadores de La terra trema (1948), de Luchino Visconti, que calaron muy hondo en la educación cinéfila temprana del arriba firmante.

Baluty

 

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De las cuatro historias, no obstante, la más impactante es probablemente la de Ruth Elias, un terrible periplo por Checoslovaquia, Alemania y Auschwitz. Es un relato trepidante y atroz a partes iguales, lleno de azares, de episodios de solidaridad y de traición, y dotado de un villano singularizado y horrendo, el mismísimo doctor Josef Mengele, que convirtió al bebé recién nacido de Elias en objeto de sus experimentos. Al explicarnos un recorrido tan lleno de avatares y transmitirnos fehacientemente su dureza solo con el relato de esta víctima, Le Serment d’Hippocrate nos recuerda que en el cine a veces una palabra vale más que mil imágenes. Y si quisiéramos buscarle un rostro a Mengele en nuestra memoria cinéfila (dado que en el filme de Lanzmann se mantiene, por supuesto, en fuera de campo), no lo encontraremos en ninguna imagen documental del oficial nazi ni tampoco en ninguna eventual recreación de su figura en una ficción; para este cronista, comparece más bien en el recuerdo de un rostro del mal significativamente esquivo, el de Kurtz (Marlon Brando) en Apocalypse Now (1979). Francis Ford Coppola nos brindó, mediante un primer plano mostrado apenas entre la penumbra, la representación exacta del horror en el cinematógrafo, algo que se ve y se intuye a partes iguales, alguien que nos habla en tono misterioso desde las tinieblas, porque el cine es precisamente el arte de lo que se ve y lo que no se ve a la vez.

Kurtz, entre las sombras, en Apocalypse Now

La historia de Ruth Elias, además, acaba con un giro inesperado sobre el que quisiera poner atención. Tras compartir con nosotros un relato de absoluta desolación, cierra su entrevista con una defensa del Estado de Israel que va mucho más allá de una muestra de agradecimiento a la tierra de acogida: Elias exhibe un sentimiento abiertamente belicoso, un ardiente compromiso con la causa sionista expresado en los términos más encendidos. Israel es para ella la tierra de promisión que asegurará la supervivencia de los judíos y, por ende, debe ser defendida sin reparar en consideraciones secundarias. Al explicarlo, cambian por completo la expresión de su rostro y el tono de su voz. Por supuesto, a la luz del año 2019, conociendo todos los episodios negros que arrastra la creación y el sostenimiento del proyecto sionista desde la Nakba hasta nuestros días, las palabras finales de Elias resultan desgarradoras y nos dejan con el amargo aprendizaje de cómo una víctima de la mayor monstruosidad ha acabado siendo, lamento decirlo, copartícipe de otra monstruosidad.

Le Serment d’Hippocrate

La condición de víctima se nos revela, en fin, como el gran peligro de nuestra historia, pues quien como tal se siente, se considera legitimado para ejercer la injusticia y la violencia en aras de una debida reparación de los daños sufridos. Y ese sentimiento de victimización, justificado o injustificado según el caso y el punto de vista, está detrás de la mayoría o quizás de todos los conflictos que hoy amenazan los cimientos de la democracia, desde las ridículas disputas de esta nuestra esquinita sudoccidental de Europa hasta los más salvajes derramamientos de sangre que asolan el mundo de nuestros días. Ojalá más personas pudieran y quisieran mirarse en el espejo del cine para ver lo que no se ve, para conocer lo que revela la estética y la ética de la imagen cinematográfica.

 

© Lucas Santos, enero de 2019

 

(1) Les Quatre Sœurs se presentó en algunos festivales en 2017 y se difundió en el canal Arte y en DVD durante el 2018, año en que murió Lanzmann.