Festival de Sevilla: SEFF 2016 (II)

Bailes con lo real

 

La primera escena de Paradise! Paradise! (Kurdwin Ayub, 2016), película ganadora de la sección Nuevas Olas No Ficción del XIII Festival de Sevilla, muestra a Omar Ayub, padre de Kurdwin, trabajando en su consulta médica de Viena. Los Ayub viven en Austria, pero proceden del Kurdistán. Es allá precisamente donde se dispone a viajar el padre, acompañado por Kurdwin y su cámara. Lo que dice ser un documental sobre el Kurdistán, confrontando desde una mirada adolescente al padre que vuelve a su tierra prometida, es en realidad un retrato familiar mucho más complejo, filtrado a través de una subjetividad vibrante. Ayub está más cerca de Akerman o Varda de lo que parece; ya en esta primera escena hay un último plano, sostenido de manera inquietante, que anuncia a la que será la protagonista en off absoluta del filme: su madre, que con apenas tres apariciones ­—cuatro, si contamos una fotografía que puede verse en la consulta de su marido [imagen inferior]­­—, queda planteada como un enigma insondable, al que se le lanza una última mirada que, precisamente, cierra la película desplazando completamente al espectador a golpe de cámara.

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Paradise! Paradise! (Kurdwin Ayub, 2016)

Con la excusa del viaje al Kurdistán, Kurdwin filma a su familia en escenas que retratan a la perfección ese hábitus, que diría Jean-Louis Comolli, de cultura que les recubre. La cámara de Kurdwin a veces observa desde el plano fijo y distanciado, y otras se implica en lo filmado con maneras de youtuber, integrándose como una protagonista más de la experiencia del filme. Pero lo más interesante surge cuando Omar comienza a dirigir a su hija, pidiéndole que le filme en diferentes situaciones. Kurdwin accede, pero en sus encuadres sostenidos de los posados de su padre reluce una ironía y distancia críticas con lo que ocurre. Una toma de posición que queda explícita hacia el final del filme, cuando Omar posa por última vez en su amado Kurdistán, antes de partir de nuevo a Viena, y su hija le pide que haga algo ante la cámara, bromeando con su manía de mostrar el signo de la victoria. En pleno posado, mientras su padre elogia su patria, la mano de Kurdwin irrumpe en el encuadre para lanzar invisibles bombas ante el rostro contrariado de Omar, hombre de paciencia infinita.

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Paradise! Paradise! (Kurdwin Ayub, 2016)

En la tensión entre el performer, Omar, y la retratista, Kurdwin, se dirime la propia película, que muestra a un hombre obsesionado con formar parte de una realidad que, en el fondo, le es completamente ajena. Ya desde el apartamento familiar en Viena, Kurdwin filma las noticias que el televisor emite sobre el Daesh mientras su distraído padre prepara el equipaje. En el terreno, la violencia parece filtrarse ante la cámara de diferentes maneras: desde la escalofriante escena de los niños representando una ejecución que se tuerce en un alocado baile discotequero hasta la incursión en territorio enemigo, allá donde los Peshmerga plantan cara al Daesh. Allí, en plena trinchera, tienen lugar las escenas más surrealistas de todo el metraje, cuando Omar insiste en posar armado junto los milicianos o apuntando al objetivo enemigo con un rifle prestado. Kurdwin mantiene el punto de vista del filme siempre en el padre, sin dejar de obtener un retrato certero de lo que allí está ocurriendo. Ante su cámara, la guerra se revela como un mecanismo de puesta en escena en el que Omar quiere insertarse a toda costa.

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Paradise! Paradise! (Kurdwin Ayub, 2016)

Con todo, la mirada de Kurdwin sabe ser crítica desde el respeto, pone en evidencia al personaje sin destrozarlo por completo. La hija filma al padre, desde una distancia generacional, pero también desde la mirada de una cineasta interesada en explorar cómo viven sus personajes, qué les mueve y qué aspectos de la realidad que les rodea aparecen en sus acciones ante la cámara. Todo ello desde cierta concepción lúdica del cine que siempre esconde algo más: los cortometrajes de Ayub, también proyectados durante el festival, son un buen ejemplo de ello. En uno de ellos, Adele 1, la cineasta anuncia ante la cámara que va a cantar Someone Like You. La escena, que remite inmediatamente a esa difusión de la privacidad más pudorosa que YouTube ha puesto de moda sobre todo entre los jóvenes, acaba mutando hacia algo muy diferente cuando Kurdwin poco a poco deja de cantar y baja la cabeza, abatida, atravesada por la música. Surge entonces no solo la emoción, sino la reflexión, el cuestionamiento, ya sea ante la emoción exacerbada de Adele o ante la sexualidad hiperbólica y exagerada de Miley Cyrus (en otro corto titulado Sexy). El cine como un juego con lo real, un baile cuidadosamente ejecutado entre la observación y la participación, entre el selfie y el retrato, desde el que se construye la identidad poliédrica y problemática de una nueva generación.

 

De fotogramas a píxeles

Es difícil pensar en un trabajo cinematográfico como el de Kurdwin Ayub sin la tecnología digital. Esa cercanía con lo filmado, esa manera natural de grabar con la cámara implicándose en lo real, ese vuelco reflexivo en la propia filmación, son todos rasgos de una poética digital del cine. Pero más allá de las posibilidades discursivas o estéticas que la tecnología digital ofrece, queda claro que en los últimos años se ha librado una batalla que ha relegado al soporte fotoquímico a una presencia residual en la producción, distribución y exhibición cinematográfica. Incluso en las filmotecas y festivales, la mayoría de proyecciones se realizan hoy, tristemente, en DCP.

La programación del SEFF 2016 ha abordado el tema desde varios puntos de vista. Por un lado, con Cinema Futures (Michael Palm, 2016), documental que parece recoger el testigo de Side by Side (Christopher Kenneally, 2012). Si este se centraba en la influencia de la tecnología digital sobre cada una de las fases del proceso de creación cinematográfica, con un dinámico Keanu Reeves que cambiaba de peinado para cada entrevista con gurús de la industria cinematográfica norteamericana, Cinema Futures propone profundizar en la materialidad de las películas y las posibilidades de archivo y conservación del cine digital frente al celuloide, ampliando también su desfile de bustos parlantes con las interesantes reflexiones de archivistas, técnicos y teóricos de la talla de David Bordwell, Nicole Brenez o Jacques Rancière. La conclusión de ambas películas es similar: sin un estándar digital definido, nuestro ingente mundo de imágenes está condenado a esfumarse con el irremisible paso del tiempo.

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Cinema Futures (Michael Palm, 2016)

Una de las claves más interesantes la da precisamente Bordwell, cuando detecta el poder de la industria cinematográfica en la fase de distribución. Se otea así como las grandes distribuidoras condicionan el cine que llega a las taquillas, uniformizando la oferta e impidiendo toda disidencia. Grandes exhibidores que compran películas a las grandes distribuidoras mientras todo lo pequeño se pudre, poco a poco, frente a las deudas que supone la novísima e imprescindible tecnología de proyección digital. Algo bien sabido, aunque quizás no tan analizado y, desde luego, no resuelto.

Desde una posible disidencia, la que constituyen los pequeños exhibidores, algunos de ellos aun defendiendo su independencia ante un sistema que les aboca a la desaparición, elabora Leire Apellaniz su primer filme, El último verano (2016). La historia de esos que aún proyectan celuloide en pueblos y cines de verano es contada a través de la vida de Miguel Ángel Rodríguez, con el que la propia Apellaniz aprendió el oficio de proyeccionista. Escenificando diferentes escenas de su vida ante una cámara que le sigue en sus viajes por carretera y sus diversos encuentros con gente del mundillo, Miguel Ángel se muestra como uno de esos tipos realmente enamorados de lo que hacen, cuyo oficio acaba debiéndole su propia existencia. En su particular cruzada por salir a flote en un mundo que pertenece a peces mucho más grandes, Miguel Ángel continúa proyectando en 35 mm, mirando al DCP con recelo y defendiendo el proceso artesanal que constituye la proyección de celuloide.

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El último verano (Leire Apellaniz, 2016)

Cuando David Lynch estrenó Mulholland Drive (2001), acompañó su distribución con una carta a los proyeccionistas en la que especificaba los ajustes que quería que le hicieran a su película para ser exhibida en las mejores condiciones. Para Lynch, como para el resto de cineastas que han enviado cartas similares, el proyeccionista es parte del equipo del filme y su trabajo tiene una incidencia directa en el resultado final de la obra, en cómo llega al espectador. Uno no puede evitar pensar en la de obras que ha llegado a ver mal proyectadas, pero también en que al menos la proyección es un acto vivo. Hasta que llegó el DCP y proyectar se convirtió, más o menos, en darle a un botón…

Parece que no está muy claro si, realmente, seguimos proyectando películas o si, quizás, deberíamos hablar de otra cosa. La propia Cinema Futures juega con ello desde sus títulos de crédito, dejando la pregunta al espectador: a film/file by. Por su parte, Apellaniz también nos sitúa en una disyuntiva, retomando al propio cine como gesto nostálgico en un documental que, por otro lado, se construye desde el digital y la inmediatez que permite. Así, en su último plano, El último verano habita por un momento ese mundo añorado de granos de plata donde el gesto cotidiano repetido durante todo el filme —Miguel Ángel prendiendo un cigarrillo— es compartido en una emocionante imagen que parece contener toda una posible película por hacer.

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El último verano (Leire Apellaniz, 2016)

Otro retratista del celuloide que ha traído su última película a este SEFF ha sido Ben Rivers. El cineasta inglés ha presentado What Means Something (2015), un equilibrado retrato de la pintora Rose Wylie hecho desde la intimidad y la cercanía de un cineasta que parece buscar incansablemente con su cámara en cada plano que filma, esperando alguna revelación, algún gesto, algún desliz de lo real que penetre en el filme. Rivers filma el proceso de creación de la artista, que a veces comparte sus pensamientos con la cámara y otras permanece callada, en una suerte de trance, ensimismada en su pintura, en algún objeto entre sus manos o simplemente mirando a lo lejos, ajena a la filmación. El cineasta filma la soledad de su pintora, pero también en dicha filmación se traduce el encuentro entre ambos, la amistad que surge, el entendimiento. En ese sentido, What Means Something es más el documento de un encuentro, y una mirada de admiración y cariño, que un documental más sobre una artista. El arte, el cine, se erige aquí como una forma del encuentro, como una manera de mirarse.

Es precisamente en una de esas miradas perdidas de Rose, aparentemente ajena a la cámara mientras otea los alrededores de su frondoso jardín, la que estructura el plano más poderoso que recuerdo de este SEFF. Un primer plano de su rostro, iluminado a trazos por la luz del sol que se cuela entre las ramas de los árboles, que en un momento dado parece recaer en la presencia de la cámara. Entonces su mirada se clava en el objetivo. Ya no escrutamos simplemente su rostro, ahora ella nos escruta a nosotros, confronta nuestra mirada con la suya, y entonces la vemos: su fragilidad, su calmada soledad, su palabra tenue que decreta el fin de la filmación, su parpadeo extraño, sus ojos luminosos. Entonces oímos que el viento arrecia y una emoción sobrecogedora se adueña de la imagen, del rostro sereno de Rose cuya mirada sostenemos un poco más, hasta que el plano termina y la película con él.

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What Means Something (Ben Rivers, 2015)

 

Ficcionar el documento

Análisis de sangre azul (2015), primer largometraje de Blanca Torres junto al más veterano Gabriel Velázquez, constituye también un gesto fílmico que ahonda en la fractura entre el cine analógico y el digital, encontrando en ella espacio para tejer un mockumentary que se alimenta de la textura granulosa del 16 mm para dar cuenta de una historia inventada, la de un desmemoriado aristócrata inglés que va a parar, allá por los años treinta, a un sanatorio en los Pirineos donde un médico lo toma como su privilegiado objeto de estudio. Lo que primero se plantea como una observación, desde los códigos del cine-diario de carácter científico, acaba metamorfoseando en un delirante retrato social y en un poderoso ensayo sobre la relación con el otro, la interpretación, la curiosidad ante lo extraño y la propia extracción de significado a partir de la mirada atenta.

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Análisis de sangre azul (Blanca Torres, Gabriel Velázquez, 2016)

La filmación del médico deviene en acertijo, en ritual desde el que interrogar a lo filmado desde una subjetividad que también toma posición en las imágenes. Entre teorías frenológicas, cruces genéticos y enigmas sin resolver, el principal interrogante que resurge es la propia película, que nunca muestra sus cartas —aunque sí resquebraja su verosimilitud en ciertos momentos de sonido diegético— y prefiere perderse en los mundos que crea, llevándose al espectador de la mano. Desde la asociación En vez de nada, varios de cuyos miembros han formado parte del equipo que ha creado Análisis de sangre azul, apuntan que el filme “no se trata de un mockumentary como ya ha sido interpretado, sino de una película de ficción que utiliza los códigos del cine científico y el cine diario para ser contada”. Yo precisaría que todo mockumentary es una película de ficción, en la que el juego con el documento constituye una parte fundamental del discurso que la película propone. En Análisis de sangre azul, las diferentes maneras que se escogen para contar la historia ponen de relevancia que cada una de esas ópticas elegidas para mirar aporta algo a lo observado, lo moldean desde un determinado horizonte de expectativas, desde unos códigos estéticos que también añaden significado a la imagen. Así, el filme no es solo una historia inventada, sino una reflexión sobre lo que se inventa en cada historia, lo que la propia historia puede inventarse más allá de sí misma.

Una idea más se suma a las que propone esta película. Una idea que toma cuerpo en el objeto material que constituye el filme ­—uno de los pocos que fueron proyectados en celuloide durante el festival— y en su proyección. Ya en pleno festival, Torres y Velázquez tuvieron la estimulante idea de pintar el celuloide con sus propias manos, prometiendo que, en lo sucesivo, harían lo mismo en cada proyección, variando la propia película poco a poco. Una idea que los propios cineastas presentaban con entusiasmo antes de comenzar cada proyección, y que quizás deslumbraba menos en sus (provisionales) resultados que en sus posibilidades, completamente abiertas a variaciones interminables, al menos mientras las salas de cine, los festivales o los cineclubes se animen a jugar a este juego, y mostrar esta generosa película que no quiere ser la misma cada vez.

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Análisis de sangre azul (Blanca Torres, Gabriel Velázquez, 2016)

Desde una posición a medio camino, también, entre los artefactos de la ficción y los del documental, Lluís Galter traza en La substància (2016) las equivalencias entre el municipio catalán de Cadaqués y Kadakaisi, su réplica en forma de ciudad vacacional en China. Una copia que surge del estudio minucioso del original, de la fascinación por la cultura ajena y, cómo no, de la lógica capitalista de vender emblemas tan vacíos como susceptibles de ser rellenados con lo que sea.

En La substància, la megalómana idea de reproducir un pintoresco pueblo catalán en la costa de China se aborda desde una cierta fluidez indeterminada. Lejos de mostrar las semejanzas (o diferencias) entre ambos lugares, de contar la historia tras semejante proyecto o de lanzarse a un retrato que profundice en las esencias de un lugar tan pintoresco e inflado como Cadaqués, el filme navega en un espacio impreciso, interroga al paisaje desde las posibilidades infinitas de una imagen que se sitúa en lo imaginario. En ella se funden ambos lugares, el masificado pueblo catalán y el complejo vacacional chino, creando un lugar donde la ficción se hace posible.

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La substància (Lluís Galter, 2016)

Tras el prólogo informativo del inicio, Galter y su guionista Ivan Pintor nos introducen visualmente en Kadakaisi a través de un spot animado que se recrea en una visión preciosista del complejo vacacional, acompañado de música tradicional catalana en la que una voz ensalza las cualidades del Cadaqués ampurdanés. El lugar construido a partir de la imagen que lo dota de significado, que propone una determinada experiencia. Es curioso observar cómo la secuencia podría perfectamente pertenecer al inicio de cualquier videojuego: sus movimientos de cámara virtual, el diseño de los lugares, el tratamiento de la luz; todo recuerda a un mundo que no es posible, que carece de historia y parece detenido en el tiempo.

Hacia la mitad del metraje, otra canción adquiere un protagonismo inusitado. Mientras uno de los guardias de seguridad de Kadakaisi despierta en plena montaña de Cadaqués (el lugar ya no es ni uno ni otro, sino un tercero, imaginario) tras un errático deambular que le ha llevado hasta allí, un himno dedicado a los trabajadores de Cadaqués irrumpe en la imagen cantando a los pioneros que sirven “en corazón y alma” al país. Tras las últimas notas, el cuerpo del joven guardia se arrastra torpemente por la roca de la montaña, y la ficción convoca al cine de aventuras asiático, en algún lugar cerca de Fellini, con imágenes teñidas de color que poco a poco devienen en una experiencia mística en pleno paisaje inasible. Es en esos momentos, al fugarse de su propio planteamiento inicial, la película toma cuerpo y permite a la ficción insuflar aire al documental, elucubrando algo más sobre las vidas posibles en esos lugares de incierta semejanza y los mitos que los pueblan. Es, de algún modo, la ficción la que lanza los interrogantes más certeros sobre el lugar, y la experiencia que el lugar posibilita, la supuesta esencia que permanece en ellos o sus ignotas posibilidades. Y el retrato, por contraparte, nos ofrece la posibilidad de un encuentro, de un diálogo o de un viaje, según se mire.

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La substància (Lluís Galter, 2016)

En sus oscilaciones entre el retrato y una ficción libre y medida, o más bien en la confluencia natural de ambas cosas, reside la potencia de una película que puede ser leída como la confirmación del documental de creación junto a obras como La plaga (Neus Ballús, 2013). En el final de La substància, Galter se fuga del punto de vista de su propia cámara sumergiéndose (literalmente) en una sucesión de planos domésticos en torno al viaje en un Cadaqués que rezuma verano y gentío, tras el que de nuevo viene el simulacro, el vacío. Un vacío donde el cine encuentra resquicios para constituirse. En una de las entrevistas del filme, cuando se habla del alma de los lugares, de la tierra y del aura, la cámara ejecuta un gesto extraño, que nos fuerza a mirar a otra parte. Aprovechando la belleza del contraluz, abandona poco a poco al personaje que habla, desplazándose primero levemente, luego dejándose llevar, hacia el cielo casi quemado. Ya no vemos al personaje, todo es cielo, y sus frases resuenan de fondo, abandonadas en la inmensidad de un limbo blanquecino que preludia la niebla del plano posterior, y que parece preludiar también la fuga hacia la ficción onírica que nos deparan las montañas de un Cadaqués perdido en sus réplicas.

 

Desplazamientos del sentido en Auschwitz

Por último, uno de los cineastas habituales del SEFF, Sergei Loznitsa, impone en su Austerlitz (2016) una mirada implacable sobre los turistas que recorren Auschwitz con sus audioguías en la oreja y sus teléfonos en la mano. Austerlitz no es una película sobre Auschwitz, sino sobre el turismo. Auschwitz constituye precisamente, a día de hoy, un extraño decorado por el que deambulan masas de gente entretenidas con las historias del horror nazi frivolizadas por la industria turística. Pero, aparte de lo obvio, no encuentro en ella nada revelador. Tampoco veo en ella esas equivalencias que algunos críticos han trazado en torno a las dinámicas del campo de concentración y las de los turistas en el campo, más allá, de nuevo, de lo obvio.

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Austerlitz (Sergei Loznitsa, 2016)

En una entrevista reciente, Loznitsa reconoce que podría tirarse días observando a toda esa gente que se para frente a la célebre puerta de entrada de Auschwitz con la inscripción ARBEIT MACHT FREI (el trabajo libera) para fotografiarse posando al lado. El cineasta no comprende cómo pueden hacer eso, y su película tampoco. Desde esa incomprensión, que rezuma cierta autoridad moral, se construye el punto de vista en Austerlitz. Un punto de vista rígido: planos fijos, desde una limpia imagen en blanco y negro, que observan desde la atalaya que constituye el trípode a bandadas de turistas que recorren el más voraz de los campo de exterminio nazis, convertido en museo a la memoria de las atrocidades que se cometieron allí. Precisamente ese punto de vista rígido es el que jamás llega a penetrar en las posibles miradas que esos turistas trazan en Auschwitz, no se relaciona con ellos sino desde la observación distanciada, desde una frialdad que juzga, pero no escucha, elaborando una película que sin duda servirá para quienes quieran escribir elegías sobre una humanidad que se hunde en sus propias pantallas. Pero servirá de poco.

 

© Bruno Hachero, diciembre 2016

 

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Leer primera parte de la crónica del SEFF 2016 aquí.