D’A 2022

El año de la restauración

Volvió el D’A, el festival de cine de autor de Barcelona, y nos devolvió la sensación de seguir el certamen a la vieja usanza: en salas de cine sin limitación de aforo, con corrillos al final de las proyecciones, encadenando tres sesiones seguidas a diario y picoteando cualquier cosa entre una y otra. Las películas que hemos visto están marcadas por las huellas de la pandemia pero uno tiende a pensar que el D’A ha mostrado una suerte de restauración, es decir, que el cine ha vuelto al punto en que lo habíamos dejado antes de que el virus lo trastocara todo. De entrada, la programación del festival —excelente, digámoslo sin rodeos— ha mantenido la triple alma que le caracteriza desde siempre. En primer lugar, hay una serie de títulos de todas las procedencias que comparten esa hechura característica del cine que recorre los festivales internacionalmente; en segundo lugar, hay un cine más periférico, más austero y a veces más audaz, mayoritariamente local, que a pesar de su heterogeneidad compone ese impulso colectivo del que nos viene hablando el D’A desde hace años; y, en tercer lugar, están los largometrajes de las sesiones de inauguración y clausura que, también como en las ediciones anteriores, parecen ir por libre, como un elemento aparte de la programación.

Varias imágenes del día de la inauguración del D’A 2022

Pero esas tres almas del festival no han formado —nunca lo hacen— discursos paralelos sino todo lo contrario, un solo relato sobre el estado de las cosas. Concretamente, quien firma estas líneas ha interpretado el D’A 2022 como un cuestionamiento colectivo sobre el papel futuro del cine o, tal vez, sobre el papel específico que le corresponde a lo que quiera que deba ser un cine de autor de ahora en adelante. Es decir, en este año de la restauración, hemos retomado nuestras tribulaciones ahí donde las habíamos dejado en suspenso, o eso creíamos. Y, si algún efecto ha tenido la pandemia, resulta que no ha cambiado nada sino que, en el cine como en tantas otras cosas, más bien ha agudizado lo que ya estaba pasando. Porque ya había saltado todo por los aires, la enésima muerte y transfiguración del cine se venía consumando desde mucho antes y multitud de cineastas observaban con curiosidad el resultado de este nuevo diluvio, buscando una libertad de nuevo tipo, como decíamos el año pasado. De hecho, para entrar ya en materia y por organizar de alguna manera lo que vamos a contarles, digamos que un primer segmento del cine del D’A 2022 se caracteriza por desbordar los márgenes del cine en muchos sentidos y explorar lo que hay afuera, a veces con un verdadero instinto suicida, buscando ya sea una continuidad, una renovación o una enmienda a la totalidad.

Extravíos

Sería sin duda el caso de El gran movimiento (2021), de Kiro Russo, un largometraje genuinamente radical que se extravía a cada paso, oscilando entre la más oblicua manifestación de lo fantástico y el musical más extravagante, entre la fábula y la realidad cotidiana. Uno tiene la sensación de redescubrir en él el poder primigenio del cine; es decir, esa magia que produce el roce de una imagen con otra y que tanto fascinó a los vanguardistas soviéticos hace cien años. Es tal la sensación de dislocación de las estructuras de la ficción y del lenguaje fílmico que se hace inevitable pensar en el cine de Apichatpong Weerasethakul; una reminiscencia que parece recorrer también Mbah Jhiwo / Alma anciana (2021), de Álvaro Gurrea, que nos cuenta lo mismo tres veces, tres versiones de una historia marcadas respectivamente por las creencias ancestrales, la profesión del islam y la fe en el capitalismo. Al final, el film pasa de la reiteración al extravío en un hermoso epílogo en que el protagonista coge la cámara con sus propias manos y se la lleva adonde le da la gana, bajo la caída de agua de una cascada. La película de Russo transcurre en Bolivia y la de Gurrea en Indonesia, significativamente en los confines del cine, lejos de las geografías habituales del canon; toda una declaración de intenciones que nos hace pensar en la obra de Jean Rouch, que buscó también sus libérrimas imágenes lejos de la metrópolis.

«El gran movimiento»

En cambio, Haruhara-san’s Recorder (Haruharasan no uta), de Kyoshi Sugita, nos lleva a uno de los espacios más reconocibles por la cultura cinéfila, las calles estrechas de un Japón silencioso y melancólico. Lo que parece que va a ser un film sobre gente corriente como los de Yasujirô Ozu o los más modernos de Ryûsuke Hamaguchi deriva en un mosaico formado por teselas inconexas, un no relato aún más complejo que El gran movimiento y lleno de sensibilidad que, como Drive my Car (Doraibu mai kâ, Hamaguchi, 2021), termina con un viaje de regreso a Hokkaidô, la helada y remota isla septentrional del archipiélago nipón. Algo tienen las islas, pues Cometas: Un verano corso (I comete, 2021), de Pascal Tagnati, nos confina en un rincón de Córcega para mostrarnos un grupo de personajes igual de deslavazado y desconcertante, recorrido además por bajas pasiones y rencillas enconadas, el infierno grande intrínseco a todo pueblo pequeño. Tagnati parece buscar una original forma cinematográfica filmando los cascotes de una sociedad descompuesta.

Hay en el flujo de Haruhara-san’s Recorder algo remotamente poético —de hecho, se basa en un tanka, una composición de cinco versos, de Naoko Higashi— pero no es exactamente un poema filmado, algo que sí nos atreveríamos a decir de Las niñas siempre dicen la verdad (2021), el último cortometraje de Virginia García del Pino. La cineasta parte en su caso de los poemas de Rosa Berbel para componer algo así como una elegía al futuro por llegar, un porvenir cuyas imágenes encuentra en escenas de la vida corriente en la Barcelona de hoy, como en una película de ciencia ficción de Chris Marker o Jean-Luc Godard. Y del encuentro entre texto e imagen surgen también dos de los cortometrajes más bellos del certamen. Así vendrá la noche (2021), de Ángel Santos, está coescrita por Pablo García Canga y empieza, de hecho, como La Nuit d’avant (García Canga, 2020): en una estancia donde una mujer deja un largo mensaje telefónico, una carta larga para un largo adiós que genera una ficción dentro de la ficción, el retrato de un artista solitario y taciturno a orillas del mar. Por su parte, Lois Patiño recopila una multitud de fragmentos de autores variopintos, de Jorge Luis Borges a Susan Sontag, para recitarlos en japonés en El sembrador de estrellas (2022) mientras cada plano compone un trampantojo mezclando imágenes nocturnas inconexas de las luces de Tokio. El resultado es como un colorido decorado de Metrópolis (Metropolis, 1927), de Fritz Lang, lleno de trenes cruzando en diagonal el cuadro entre rascacielos que se erigen inclinados y reflejos titilantes de los barcos amarrados junto a la ciudad.

«Sycorax»

El mismo Patiño ha codirigido Sycorax (2021) con Matías Piñeiro, una secreta derivación de Isabella (2020), largometraje de Piñeiro en el que se aludía marginalmente al rodaje en una isla portuguesa. Ese rodaje es documentado en Sycorax, que empieza como los apuntes de Pier Paolo Pasolini para un film sobre la India o una Orestíada africana, continúa con un casting veloz como el de Grandeur et décadence d’un petit commerce de cinema (1986), de Jean-Luc Godard, y acaba en un bosque umbrío y misterioso como el de Longa noite (2019), de Eloy Enciso. Sycorax es el nombre de la bruja que es mencionada pero no llega a comparecer en escena en La tempestad, la obra de William Shakespeare; Patiño y Piñeiro indagan su presencia en la película, que dialoga con el texto del bardo como si quisiera desbordar los límites de lo cinematográfico y hallar una forma sutilmente híbrida. Como Diana Toucedo, que en Tatuado nos ollos levamos o pouso (2022) sobreimprime pinceladas de animación digital sobre las imágenes, hibridación que ya practicó en Camille et Ulysse (2021). Pero más expeditiva es María Cañas, que compone su cortometraje En el futuro… Predicciones para un presente extremo (2021) a partir de fragmentos de otras películas, animaciones que evocan las formas fluidas del cosmos y multitud de imágenes recolectadas entre la hojarasca de Internet. Como García del Pino, fabula un futuro cercano, un advenimiento de los parias de la naturaleza que es, de hecho, un revolucionario reinado de las imágenes desprovistas de aura, más allá del cine.

En ese terreno de la intertextualidad, debemos finalmente destacar a dos reconocidos cineastas que han llevado sus últimas realizaciones a un diálogo abierto con la literatura. En Benediction (2021), Terence Davies no solo nos relata los amores del poeta Siegfried Sassoon sino que adopta, como en muchas otras de sus realizaciones, un marcado acento literario. Al cineasta británico le gusta contarnos relatos haciendo visibles los mimbres que los sostienen: los avatares de la historia, la teatralidad de la puesta en escena, los mecanismos novelescos de la narración… Una transparencia solo parangonable con la de Guermantes (2021), donde Christophe Honoré se interpreta a sí mismo como dramaturgo que ensaya una adaptación teatral del tercer volumen de En busca del tiempo perdido que nunca podrá ser representada. Pero la aportación de Marcel Proust no consiste tanto en el texto como en una cierta forma líquida de narrar y en esa manera de hablar de un mismo de manera directa e indirecta a la vez. Y, alrededor de Honoré, su troupe de actores actúa por actuar, por la belleza del gesto, como el transformista Denis Lavant de Holy Motors (2012), de Léos Carax; e invaden las calles de París caracterizados como personajes de la Recherche, desbordando todos los márgenes de la representación y dando forma con sus cuerpos a una película en rebeldía, libre de verdad.

«Guermantes»

No es, en el fondo, una actitud muy diferente de la que adoptan otros dos cineastas. En primer lugar, Joanna Hogg, cuyo díptico The Souvenir (2019) y The Souvenir: Part II (2021) guarda algunas concomitancias con Guermantes: parece compartir rasgos con Out 1, noli me tangere (1971), de Jacques Rivette, atesora un relato parcialmente autobiográfico y, en la segunda parte, se extravía en una fantástica evocación de los espectros que pueblan las imágenes cinematográficas. Como todas las películas de Hogg, no solo son audaces y estimulantes sino también muy bellas, están filmadas con un mimo exquisito. En cambio, Nadav Lapid parece cultivar un cierto brutalismo en el estilo visual de Ahed’s Knee (Ha’berech, 2021), pero no es menor la precisión de cuanto nos quiere comunicar. Nos habla también de sí mismo a través de la figura de un huraño cineasta que presenta su última película en una biblioteca perdida en un páramo israelí, acaso un asentamiento ilegal. La furia antipatriótica del protagonista, que lo emparenta con el joven exiliado de Sinónimos (Synonymes, 2019), discurre en paralelo a un iracundo rechazo contra la mediocridad biempensante, los topicazos rutinarios, la perezosa convencionalidad de una sociedad autosugestionada y de un cine esclerotizado. El cineasta violenta el plano una y otra vez bailando en el desierto o moviéndose inquieto, a veces desnudo, como si buscara, igual que los cuerpos de Guermantes, una posibilidad de escape.

Soledades

Ahed’s Knee no deja de ser, en el fondo, un film que se explica a sí mismo tanto desde su asunto como desde su forma inquieta. Lo cual nos lleva a introducir un segundo segmento de films vistos en el certamen —adviértase en cualquier caso que no estoy estableciendo compartimentos estancos sino categorías flexibles e intercambiables— que correspondería a las realizaciones que, de una u otra manera, por encima de otras consideraciones, se autodescriben. Diarios de Otsoga (Diários de Otsoga, Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes, 2021) es un ejemplo palmario y completa el puente con el bloque anterior, ya que los cineastas comparecen ante la cámara as themselves igual que Honoré en Guermantes, rodeados también por sus actores y por un sacrificado equipo de rodaje que trabaja bajo las penosas condiciones de aislamiento y control impuestas por la pandemia. Bajo una ladina apariencia documental, las secuencias se suceden en orden temporal inverso y nos van revelando el verdadero estatus de las imágenes, una ficción dentro de la ficción. El verdadero asunto de Diarios de Otsoga son los actores, la manera como sus cuerpos pueblan el cuadro, y la presunta trama es a la postre la historia de un beso cuya verdad invisible solo conquistamos penetrando en las imágenes a medida que el film avanza. Porque, al final, el cine es poco más que una sempiterna historia de amor, la crisis que provoca el acercamiento entre dos cuerpos o lo contrario, la descomposición de una relación sentimental, tal y como parece indicarnos Una película sobre parejas (Natalia Cabral y Oriol Estrada, 2021), más modesto que el film de Fazendeiro y Gomes pero igual de fresco y divertido. Es la descripción del fracaso de todo plan, o la constatación si se prefiere de la imposibilidad de controlar la puesta en escena y de la ridiculez de las pretensiones autorales. Quizás no sea casual que la película empiece en un atasco como Fellini 8½ (8½, 1963), de Federico Fellini, y luego nos recuerde en ciertos tramos a Abril (Aprile, 1998), de Nanni Moretti.

«Diarios de Otsoga»

El cineasta está presente también, aunque sea de forma vicaria y discreta, en Delante de ti (Dangsin-eolgul-apeseo, 2021), de Hong Sang-soo, concretamente en la figura una actriz surcoreana que regresa a su ciudad natal para pasear, visitar a su hermana, mantener una comida de trabajo con un director y, entre una cosa y otra, reflexionar para sus adentros acerca de la harmonía secreta de las cosas cotidianas. “Todo lo que veo es gracia, no hay pasado ni futuro”, piensa en off en un instante del film. El coqueteo con el misticismo, lo mismo que un sutil poso de melodrama hacia el final del metraje, son los elementos sorprendentes de este penúltimo — siempre es el penúltimo— film del prolífico Hong. Pero, en realidad, de lo que nos está hablando es de la filosofía profunda de su cine, que podría sintetizarse con la frase de la protagonista que inspira el título de la película: “Todo está perfecto delante de nuestros ojos”. Aunque no es menos importante en su obra el componente onírico, a menudo ambiguo; y, en Delante de ti, la hermana deja en suspenso el relato de un sueño a la vez que todo podría responder a una ensoñación de la protagonista. Una pregunta que también nos podemos hacer en Abrázame fuerte (Serre moi fort, 2021), de Mathieu Amalric, que parece transcurrir en un tiempo cubista, inexistente, en el que el recuerdo y el sueño se confunden. Y Tilda Swinton, por su parte, ve interrumpido su sueño por un sonido enigmático que se convierte en su obsesión en Memoria (2021), el último largometraje de Weerasethakul. Un film fiel al estilo del tailandés por su extrañísima manera de transitar lo fantástico o la preponderancia de los tiempos muertos, pero también un inesperado pasadizo secreto que comunica su cine con Occidente a través de detalles como la presencia de Swinton o la de Jeanne Balibar, las localizaciones en Colombia o la alusión a la obra de Salvador Dalí, como si todo ello fuera una misteriosa reverberación, igual que el ruido que atenaza a la protagonista.

«Delante de ti»

A juicio de este cronista, Hong y Weerasethakul son tal vez los más importantes cineastas asiáticos de nuestro tiempo junto con Tsai Ming-liang, de quien hemos visto The Skywalk is Gone (Tian qiao bu jian le, 2002), Autumn Days (Qiu Ri, 2015), The Moon and the Tree (Yuèliàng shù, 2021) y The Night (Liang Ye Bu Neng Liu, 2021), cuatro cortometrajes que componen toda una filosofía cinematográfica completa. Desde la imagen que abre el primero de todos, un fascinante encuadre en el que conviven cuatro formas de tiempo —el cielo, una pantalla publicitaria, una chica observándola inmóvil y las masas hormigueando a su alrededor—, hasta los planos recorridos por cientos de ficciones sobre un espacio inmutable en The Night, Tsai nos invita a pensar en el cine como el arte de experimentar el tiempo a través de la duración de las cosas y del roce del movimiento con la quietud. Abstracto, magnético e inagotable, el cine del realizador malayo-taiwanés parece haberse quedado a vivir en el famoso eclipse final de El eclipse (L’eclisse, 1962), de Michelangelo Antonioni. Y supone el más estricto ejercicio de autoexplicación mediante la forma, mientras que otros títulos del certamen, por el contrario, muestran indirectamente su propia filosofía mediante el asunto que tratan: el extraño viaje de los protagonistas de Eles transportan a morte (2021), de Helena Girón y Samuel M. Delgado; la no menos rara exploración de una gruta en Il buco (2021), de Michelangelo Frammartino; la memoria incrustada en las imágenes en Esa fugaz esencia que dejaron los sucesos (2022), de Carolina Astudillo; o las ficciones que surgen de la exploración de una casa en Los caballos mueren al amanecer (2022), de Ione Atenea.

«The Night»

Por otra parte, algunos títulos del D’A 2022 nos muestran que su razón de ser se origina en el estado actual de las cosas, los síntomas siempre alarmantes de una sociedad que cada vez se siente más huérfana de toda esperanza. France (2021), de Bruno Dumont, nos puede sorprender por ser un film urbano, protagonizado por una estrella como Léa Seydoux y más abiertamente político que sus realizaciones anteriores. No obstante, estamos en realidad ante la visión caricaturesca de la humanidad que caracteriza todo el cine del autor francés; y el tedio vital de los lugareños de Flandes que vemos en otros de sus títulos es en el fondo el mismo que padece la protagonista epónima de France, un ser mediático incapaz de zafarse del bucle de pornografía sentimental e ideológica que imponen las redes sociales —como la protagonista de Sweat (2020) de Magnus von Horn, film que vimos en la edición anterior del festival—. Menos amargo pero igualmente crítico es el retrato coral de la hermosa juventud que describe Tener tiempo (Mario Alejandro Arias, Gabriela Alonso y Nicolás Martín, 2021). Si el adjetivo generacional puede acompañar con buen sentido a una película es a este documental fascinante, acaso fina autoficción, que nos habla de veras desde la óptica y el lenguaje de los jóvenes madrileños que han crecido con las funestas perspectivas que han ido dibujando las sucesivas crisis económicas, políticas y pandémicas de nuestro siglo. Por su parte, Víctor Moreno es tal vez quien mejor ha captado el espíritu de la pandemia en Lovebirds (2021), breve comedia de tono impasible a lo Aki Kaurismäki o Chema García Ibarra que recrea una marciana suspensión de la afectividad, de los acontecimientos, del desarrollo mismo de la ficción. Moreno ha entendido que la COVID-19 nos ha dado la posibilidad de volver una vez más al gesto más revolucionario del cine: filmar la nada.

«Lovebirds»

Tradiciones

Por último, un tercer segmento de la programación puede agruparse alrededor de la idea de volver a recorrer, desde nuevas perspectivas, texturas y motivos arraigados en el acervo histórico del cine. En un primer lugar podemos hablar en clave europea y autoral con casos como el tributo explícito a Ingmar Bergman de Mia Hansen-Løve en su último largometraje, La isla de Bergman (Bergman Island, 2021). En este filme, una pareja se desplaza a la isla de Fårö, donde el director de Persona (1965) vivió largos años hasta su fallecimiento; los protagonistas se instalan en la misma casa en que fue rodada Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1974) y no solo viven ellos mismos una crisis conyugal sino que el bergmaniano guion que la mujer está escribiendo se materializa ante nuestros ojos y se apodera de la película, escindida entonces en dos mitades mágicamente conectadas, como si fuera un remake báltico de Tropical Malady (Sud pralad, 2004). Por el contrario, los referentes en los que parece basarse Petite Solange (2021), de Axelle Ropert, son las películas engañosamente naïves de Jacques Demy —el film transcurre en su terruño, Nantes— y de Agnès Varda, así como las de sus discípulos aventajados François Ozon y Christophe Honoré. Ropert nos ofrece un perspicaz y sensible redescubrimiento de lo kitsch que abunda en la importancia de la adolescencia y primera juventud en el cine francés de autor hoy en día. En ese sentido, sirvan también como ejemplo los protagonistas de Ma nuit (2021), de Antoinette Boulat, que no es una adaptación sino una variación sobre las Noches blancas de Fiódor Dostoyevski, un film irregular pero muy notable en su primera mitad.

«Petite Solange»

O ya se trate, en segundo lugar, del cine americano y de género, como en el caso de, curiosamente, dos realizaciones patrias. Aftersun (2022), de Lluís Galter, juega a la confusión entre las imágenes documentales y las ficticias pero nos conduce indudablemente hacia el terreno del thriller y el terror, compartiendo la curiosidad de un grupo de niñas que escuchan en un camping el viejo relato de una desaparición y curiosean a su alrededor atraídas por el misterio. La trama, más que consumarse, se nos sugiere a través de imágenes ambiguas, situaciones extrañas, como los paseos de un tipo disfrazado de oso junto a la piscina que nos invitan a pensar en un sosias moderno del Peter Lorre de M, el vampiro de Düsseldorf (M – Eine Stadt sucht einen Mörder, 1931), de Fritz Lang. En cambio, Chuck a-luck (2022) empieza prácticamente donde acababa Actos de primavera (2020), la anterior realización de Adrián García Prado, para salir a continuación a la calle y emular a su manera la tradición del slapstick, de Charles Chaplin y Buster Keaton a Jacques Tati y Jerry Lewis —estos dos, explícitamente citados en el film—. Los créditos finales aluden también a Otar Iosseliani, de quien el cineasta parece haber heredado una cierta actitud ociosa y errabunda, una bohemia que parece una continuación lógica de los días de confinamiento, de ese tiempo suspendido en el que vivimos todos durante aquel extraño periodo.

«La amiga de mi amiga»

Hay en Chuck a-luck guiños a la España añeja y cañí de ese periodo comprendido entre los años sesenta y ochenta que tan a menudo sirve como referencia al actual cine español de autor. Zaida Carmona, en cambio, adopta en La amiga de mi amiga (2022) el estilo underground y socarrón de cineastas mucho más cercanos, particularmente de un director tan apegado al D’A como es Marc Ferrer, para quien ha trabajado como actriz en la mayoría de sus realizaciones. Carmona comparte la austeridad y el desahogo del cine de Ferrer, también su cinefilia, pero es mucho más que una discípula: le bastan muy pocos ingredientes para articular una voz cinematográfica contundente, finísima en su descripción de los caracteres y las relaciones en la Barcelona de hoy, impecable en su manera de hilar los acontecimientos. La amiga de mi amiga, además de un explícito homenaje al cine de Éric Rohmer, es una encomiable celebración del impulso inagotable de narrar, hacer cine contra viento y marea. Y con la libertad que tanto le ha faltado, por motivos políticos, a Jafar Panahi, cuya influencia se hace notar en el debut de su hijo Panah Panahi, Hit the Road (Jaddeh Khaki, 2021). No es un film tan valioso como otros aquí comentados pero deja sensaciones estimulantes al plantear una cierta continuación, nada beata, de ese cine iraní despojado y esencialista —junto al de J. Panahi, añadamos los nombres de Abbas Kiarostami, Abolfazl Jalili, Mohsen y Samira Makhmalbaf— que nos fascinó en los años noventa. En sus mejores momentos, Hit the Road nos muestra pasajes cómicos y costumbristas de tono casi berlanguiano, así como un interesante uso de los planos generales, ricos en detalles, que nos hace pensar en una tela de Pieter Brueghel el Viejo.

El cine de autor, en definitiva, jamás cabalga sin la compañía de la vasta cultura cinéfila que atesoramos a nuestras espaldas. En cierto sentido, el cine se sabe un arte fundamentalmente del siglo XX aunque mantenga en nuestro presente una vitalidad innegable. Pasamos los días y los años proclamando que el cine ya no ocupa el lugar central que tuvo años ha, que la cultura audiovisual se filtra a través de pantallas y contenidos muy alejados de lo que fue tradicionalmente el cinematógrafo, que la cinefilia será en el futuro una afición minoritaria y selecta, quizás arrinconada en el ámbito académico y reducidos círculos intelectuales. Pero la riqueza y la capacidad innovadora del cine de autor que vemos año tras año en el D’A nos invita a pensar que el cine no solo sigue existiendo como tal sino que mantiene una incontestable autoridad como vanguardia estética; es decir, como el terreno donde el audiovisual contemporáneo experimenta más y con más provecho. Si ese impulso se acabará agotando pronto o pervivirá por largo tiempo, no lo podemos saber. Mientras tanto, observemos cómo afrontan los cineastas la encrucijada entre el compromiso y la acomodación.

«Alcarràs»

Precisamente, las películas de inauguración y clausura del D’A 2022 —Alcarràs (Carla Simón, 2022) y Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa, 2022)— son una invitación a proseguir con este debate, con esta encrucijada. Son realizaciones irreprochables en algunos aspectos —por ejemplo, la progresión narrativa de la primera o el sutil poso de melodrama clásico de la segunda— pero veladamente tópicas en otros: la sensación de naturalismo impostado que nos dejan o un cierto prurito moralizante nos invitan a pensar que, en el cine de autor, habita también el peligro de la estandarización. Son propuestas de interés, a pesar de mis prevenciones, pero creo que a las películas autorales les corresponde una actitud más inconformista, inquieta, rebelde, insobornable, incluso tan rabiosa como el protagonista de Ahed’s Knee. Porque, al fin y al cabo, es el discurso acerca del propio cine y el aliento de la innovación el que, desde las más diversas manifestaciones, ha empujado este arte desde sus orígenes hasta nuestros días.

 

© Lucas Santos, mayo de 2022