Isabella

La disonancia deseable

La primera impresión que puede causar Isabella a un espectador familiarizado con la filmografía de Matías Piñeiro es la de que el cineasta se ha radicalizado. Por una parte, están los ingredientes habituales de su cine: actrices haciendo de actrices, la representación de una representación y un texto de William Shakespeare (Medida por medida, en la que la joven novicia Isabella es sometida a un chantaje sexual a cambio de salvar la vida de su hermano) que late de fondo pero a la vez es recitado ante la cámara con machacona insistencia, como uno de esos objetos que se repiten una miríada de veces en una obra de Andy Warhol hasta perder —o ganar, según el caso— el aura. Todo eso estaba en Rosalinda (2010), en Viola (2012) o en Hermia & Helena (2016). Pero Isabella va más allá: en ella, como si de una película de Hong Sang-soo se tratara, no sólo la trama sino sus múltiples capas de significación parecen dislocadas, fuera de todo orden que permita establecer cabalmente una cronología de los hechos —aunque, con una mirada bien atenta o acaso en un segundo visionado, las piezas encajan por completo, o casi— o un sentido unívoco del film. Y, con eso, Piñeiro parece convocar nuevas reminiscencias cinematográficas y traerlas a su terreno: digamos que, si su cine hasta ahora tenía algo en común con el de Jacques Rivette por llevarnos con recurrencia al ritual del ensayo teatral, a las bambalinas de la representación y a las correspondencias entre lo real y lo representado, Isabella sigue ahora la estela de Alain Resnais y se acerca a fórmulas como las de El año pasado en Marienbad (L’Année dernière à Marienbad, 1961) o Te amo, te amo (Je t’aime, je t’aime, 1968), donde el desorden de los acontecimientos deviene en desorden de la forma cinematográfica en un sentido más profundo.

¿De qué se compone Isabella, una película sin grado cero, sin punto de partida? Tenemos un juego consistente en arrojar doce piedras al agua para tomar decisiones. Tenemos una actriz (Mariel) que se postula para el papel de Isabella y que sufre un ataque de celos cuando otra (Luciana) consigue el papel incurriendo tal vez en una vil traición. Tenemos a la hermana y la pareja del mismo tipo, Mariel y Luciana respectivamente, que se encuentran gracias a una falsa casualidad. Tenemos un rodaje en Portugal del que vemos, seguramente, sólo un sueño, y del que apenas sabemos que Luciana encarna en él a una Miranda, presumible guiño al personaje de La tempestad. Tenemos un embarazo y la subsiguiente aparición de un niño pequeño que nos ayuda a establecer un orden temporal entre las piezas. Tenemos un paseo por el bosque esparcido por el metraje y otro por una pasarela sobre el mar al principio y al final de la película. Tenemos a Luciana avanzando a buen paso por las calles de una ciudad bulliciosa, con aires de heroína nouvellevaguiana. Tenemos una frase enrevesada que las dos intérpretes repiten y repiten como un trabalenguas (1), recordándonos a todos que, a fin de cuentas, lo que vemos no es más que un juego. Y tenemos unos apartes abstractos en los que unos rectángulos concéntricos cambian de color y componen diferentes combinaciones.

Puede que esos apartes estén ahí para informarnos sobre la estructura de la película pero tal vez esa estructura o mecanismo de Isabella quede mejor retratado en otro —por así llamarlo— apartado del film que nos muestra un plató, taller o zona de bastidores donde, aparentemente, se están gestando esas imágenes abstractas mediante unos plafones superpuestos que van siendo iluminados con luz de diferentes colores. En esos segmentos de la película —donde averiguamos que se está concretando una representación ideada por Mariel— se puede incluso fabular una cierta intención en el hecho de que los personajes se mueven de un plafón a otro, atravesándolos en determinados momentos con sus cuerpos, como avanzando a través de una profundidad de campo impostada y sugiriendo así la comunicación entre diferentes capas de significación.

Pero, además, esos pasajes nos retrotraen a un momento muy concreto del cine francés de los años sesenta que acude recurrentemente a nuestra memoria tal vez por habernos dejado una de las imágenes más bellas e imaginativas de la, por así llamarla, vida interior del cine. Me refiero a las secuencias de Lemmy contra Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, 1965), de Jean-Luc Godard, en las que el protagonista comparece en un extraño laboratorio donde parece controlarse todo y donde departe a través de una máquina parlante con una suerte de inconcreto demiurgo. Ese diálogo, además, parece reverberar en otro pasaje de Isabella, la secuencia —segmentada en tres partes a lo largo del metraje— en que Mariel realiza una audición a través de un doble espejo, recibiendo a través de un altavoz las réplicas que le va dando otro demiurgo oculto y misterioso. La primera vez que acudimos a ese instante, compartimos el espacio con la actriz, en una estancia iluminada pobre y cenitalmente que más bien parece un cuarto de interrogatorios, mientras improvisa un monólogo sobre un episodio de su propia vida cercano al asunto de Medida por medida. La segunda vez, la intérprete ensaya un fragmento de la obra del bardo y nosotros estamos dentro de la cabina compartiendo el punto de vista del ser demiúrgico: la vemos a través del doble espejo, esto es, a través de un marco rectangular como los que vemos en las secuencias del montaje escenográfico.

Aludimos precisamente a Godard, el cineasta por antonomasia de la superposición de sentidos y creador constante de superposiciones de imágenes desde sus Histoire(s) du cinéma (1988-1998) en adelante. Piñeiro, en fin, pasa en Isabella de Rivette a Resnais pero también a Godard, al arte de la superposición y la asociación de imágenes. Abundan en Isabella las rimas entre momentos diversos -por ejemplo, vemos subir una misma escalera, desde el mismo encuadre, a tres jóvenes diferentes- y las variaciones con leves matices: Mariel entra en una piscina pública y tiene que esquivar a una niña jugando con una pelota, ayudándonos así a ver que se trata de una toma diferente a otra casi idéntica; y Luciana aparece en la cuadro en varias ocasiones emergiendo a toda prisa desde detrás de una pared pintada de un color diferente cada vez. En el film de Piñeiro, el cine no es sólo un conjunto de capas de diferente profundidad sino también un juego de resonancias entre una escena y otra, ritmos y cadencias que se repiten, gestos o colores que nos informan de afinidades y coincidencias más allá de la causalidad generada por la trama o el tema, dos nociones quizás poco útiles para abordar Isabella.

Lo que da auténtica unidad a la película es, en realidad, la presencia de las dos protagonistas, María Villar (Mariel) y Agustina Muñoz (Luciana), nombres fijos en la troupe habitual de Piñeiro que en Isabella representan la duda y la decisión, respectivamente. Se trata, pues, de un film organizado alrededor de las actrices, como La flor (2018) de Mariano Llinás. Precisamente los dos realizadores argentinos han mantenido una correspondencia filmada que se puede ver en el canal de Vimeo de La Casa Encendida; y, en la tercera carta que Piñeiro dirige a Llinás, nuestro hombre nos muestra el libro de Josef Albers Interaction of Color que, según explica él mismo, ha jugado un cierto papel en la gestación de Isabella. Encontramos en las páginas del libro los motivos visuales abstractos de la película: los rectángulos concéntricos de colores y la imagen del mar velada al púrpura que abre y cierra el largometraje. Y Piñeiro nos lee unas palabras de Albers, de viaje en México, elogiando las expresiones de arte precolombino: “Con estos ornamentos podemos estudiar un problema sumamente moderno: la relación entre activo y pasivo. (…) Observando estas piezas, nos resulta difícil distinguir qué es figura y qué es fondo. Siguiendo la forma dominante pronto llegamos a las formas secundarias que nos dicen intensamente: ‘no somos el fondo, tenemos el mismo derecho a revelarte la composición, somos igualmente activos’”. Y, un poco más adelante, Piñeiro vuelve a leer a Albers: “Así como nos pasa con la gente en la vida diaria, nos pasa también con el color: cambiamos, corregimos nuestras opiniones sobre el color sabiendo que este cambio de opinión puede volver a darse. (…) En general, un esfuerzo especial en el uso de colores que no nos gustan termina en un enamoramiento profundo de ellos. Al dejar a un lado las preferencias por la harmonía aceptamos la disonancia como algo tan deseable como la consonancia”.

En esas palabras, a la postre, se adivinan el recorrido de las actrices protagonistas de Isabella, que pasan de la complicidad a la rivalidad y viceversa, y la estructura de un film donde las capas se superponen sin que haya una división clara entre figura y fondo, en una disonancia efectivamente deseable que Piñeiro parece ir a buscar siempre a los textos de Shakespeare, sembrados de engaños, equívocos y mascaradas. De hecho, Medida por medida incorpora la disonancia incluso en la grafía de su título: Measvre, For Measure, traducido más apropiadamente en algunas ediciones como Medyda, por medida. Quizás es una pista para indicarnos que la ley del talión aludida en ese título será desvirtuada en la obra, en la que triunfan finalmente el buen juicio y la misericordia. Lo mismo que en Isabella, donde los personajes no son moralmente condenados ni ensalzados y, si alguna lección podemos extraer, quizás es la que contienen las palabras de Lucio en la escena quinta del acto primero de Medida por medida: “Nuestras dudas son traidoras, y nos hacen torcer el rumbo en el camino del bien, por temor a intentarlo”.

 

© Lucas Santos, noviembre 2020

 

(1) “Si usted hubiera sido él, y él hubiera sido usted, usted, habiendo sido él, habría hecho como él y él, habiendo sido usted, no hubiera sido tan severo”, una trasposición intencionadamente alambicada de las palabras originales de Isabella en Medida por medida: “If he had been as you and you as he, you would have slipt like him; but he, like you, would not have been so stern” (acto II, escena ii).