Holy Motors

¿Cuándo éramos quienes éramos?

 

Claro que hemos sido muchos. Y llegará probablemente el día, y más de uno, en que nos preguntemos quiénes carajos somos, o fuimos, si el final biológico está cerca. Como en una ingenua e in extremis tentativa de poner orden al asunto de la propia existencia, o simplemente por querer jugar a un último juego, asumiendo la imposibilidad de la victoria, que te quedarás a medias o fracasarás, y aceptando la propia confusión y el irremediable desorden de las cosas. O viceversa. Pero jugar pese a todo.

Justo arrancando Holy Motors me creía en una reversión del inicio de Fellini 8 y ½, en algo así o dentro de alguna otra consciencia en plena voluntad retrospectiva, pero no identificaba a ningún clon atascado en un embotellamiento subjetivo, y también se me cruzaban Zelig con algún Bergman y Los ojos sin rostro. Tampoco no significa que no fuera un sueño. O una equivocación.

Y una indigestión de pluridentidad empieza a cobrar forma, en la pantalla y en el patio de butacas: esto era un actor veterano (tanto de mentira como de verdad), para algunos casi un familiar, cuyo trabajo consiste en disfrazarse hasta once veces al día, o más. Y en cada uno de esos disfraces se deja un pedazo de vida y en los más exigentes, toda la barra de energía. Casi siempre se pone al borde de algún abismo y no se confunde porque es un actor enorme y cuenta con una estupenda chófer (Edith Scob, también veterana de la pantalla) y una pautada agenda, y un envidiable armario de ropa y complementos en el asiento trasero. Las bambalinas van dentro de una limusina y de allí puede salir el mundo entero. Y se abre una puerta como asciende el telón. A veces, desgastado, el imponente actor desea la muerte de todos los papeles. La Muerte.

Hay también una mujer que no pudo ser y la resurrección de un personaje anterior al grito de “mierda” y una erección que se duerme. Pero en realidad nada de esto fue, pues también eran mentira la hija, la mujer, el asesinato del político, la mendiga, el prehistórico hombre verde, la motion capture y aquella carrera-simulacro sobre una cinta de gimnasio (¿qué habría hecho Muybridge con ella?) durante la que podría haber sonado el “Modern Love” de Bowie. Y todas las lágrimas falsas, sobre todo todas las lágrimas. Y, sin embargo, seguimos pagando entradas, solicitando acreditaciones, aguardando tiempos de descarga, accionando plays. Salimos del cine dentro del cine, y del cine dentro del cine, despojados, desnudos, recién nacidos, y decidimos volver a la limusina.

Y de pronto sí, tanto tiempo llevaba dormido tras nosotros que despertó, el tísico de Carax empijamado entre cuatro paredes y dispuesto a romper una sala. Sale de la tumba de su dormitorio y nos pone frente a nosotros mismos: público que mira a público. Quizá solo quede ya esta imagen inquietante; o quizá es la única imagen que existió siempre, conteniendo todas las demás. Los espectadores frente a los espectadores, recibiendo la última visita, encajando la última bala anunciada para nosotros. El otro día se la llevaba el triste Álex Mala sangre. Y tantos años después aquel director sonado regresa de entre los muertos, casi, para invocar a través del cine su propia resurrección, representando una última función arrebatada, reapropiándose una vez más de un cuerpo llamado Denis Lavant, una invasión por quinta vez, una invasión múltiple con múltiples máscaras y múltiples lugares, mucho más profunda.

Por primera vez Lavant no se llama Álex sino Óscar (1), y el director que mezcla sus letras deja su viejo nombre y se renueva con su segundo, y entonces aquella vieja extensión anatómica de la nueva ola, aquel viejo fantasma de intermitente enfant terrible vuelve a retorcerse y travestirse para festejar con la boca abierta una valiente, sonora e irónica carcajada donde se reúnen todas las historias vividas y las que quedaron por vivir, las contadas y las que quedaron por contar, y la autonomía de una autoría orgullosa en su desmesura y en la de su propio actor gigante, ambos dispuestos a morir en cada mentira. A contraluz una limusina puede parecer un coche fúnebre. Y viceversa.

 

(1) Léos Carax es un anagrama resultante de su primer y segundo nombre de nacimiento, Alexandre Oscar Dupont. Denis Lavant ha sido dirigido por Carax en cuatro largometrajes (más el segmento “Merde” de la irregular Tokyo!, 2008): Chico conoce chica (Boy Meets Girl, 1984), Mala sangre (Mauvais sang, 1986), Los amantes del Pont Neuf (Les amants du Pont-Neuf, 1991) y Holy Motors (2012). En los tres primeros el protagonista se llama Álex. En este último, sin embargo, el personaje al que interpreta Lavant se llama por vez primera Óscar.