D’A 2021

La historia ha terminado

 

Ha vuelto a morir el cine. No es la primera vez que tenemos la impresión de haber dejado definitivamente atrás toda una cultura sobre lo que comparece en las pantallas y sobre nuestra relación con esas imágenes. Previsiblemente, tampoco será la última. Pero esta es nuestra muerte del cine, la de una determinada generación o la de un instante concreto de la historia. Porque la muerte del cine no es un hecho sino una sensación, una inquietud sempiterna que se agudiza en momentos como el que venimos atravesando desde hace algo más de un año.

La última edición del D’A, el festival de cine de autor de Barcelona, se ha desarrollado inevitablemente bajo la sombra de la maldita pandemia que lo ha trastocado todo, haciendo saltar por los aires la noción de actualidad que marcaba nuestro día a día cinéfilo. Porque, aunque ya hace tiempo que muchos redactaron la necrológica de la exhibición en salas, los estrenos seguían pautando de alguna manera la agenda, lo mismo que los festivales de cine, dos instancias que se han visto zarandeadas por la nueva anormalidad. Quizás un festival como el D’A nos da ciertas pistas sobre cómo van a ser las cosas a partir de ahora, al combinar proyecciones en salas con la exhibición en una plataforma de streaming sujeta a otros usos y otro tempo, al dar espacio a proyectos como DAU (Ilya Khrzhanovskiy, 2019) que desbordan ampliamente la idea de film e incluso la de serie, o al cuidar con menos mimo el seguimiento del festival por parte de prensa y crítica que la difusión mediante otros métodos y canales (1). Y esa sensación, la muerte del cine que acecha de nuevo, crepita como un fuego callado bajo los filmes que hemos visto durante el D’A. Pero cada uno nos hace sentir su calor de una manera diferente; y ha habido, para este cronista, tres modos diferentes de hablarnos de esta nueva muerte y transfiguración de lo cinematográfico.

«DAU»

1. El cine de después

De entrada, hay películas y cineastas que parecen situarse directamente en el tiempo de después, más allá del paso del ángel de la historia, como el trayecto de dos seres errantes marcados por la desaparición de sus seres queridos en la tragedia de Fukushima que nos narra Nobuhiro Suwa en El teléfono del viento (Kaze no denwa, 2020). Hay cierta indefinición en el film entre un manido relato de superación de los traumas y un mucho más interesante diálogo con las imágenes de las ruinas y demás heridas materiales de la catástrofe, a la manera de Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1948), de Roberto Rossellini, o Noche y niebla (Nuit et Brouillard, 1955), de Alain Resnais. Por el contrario, Tsai Ming-liang nos deja un logro rotundo con Days (Rizi, 2020), quizás su obra más emotiva acerca de la melancolía de nuestro tiempo. En medio de las vidas de soledad inconsolable y rutina abúlica de los dos protagonistas, el acto de regalar una cajita de música que reproduce la melodía de las Candilejas (Limelight, 1952) de Charles Chaplin ofrece un intento de alivio que proviene directamente de nuestra memoria cinéfila. Con ese detalle, Tsai parece informarnos de que no es sino el propio cine lo que recorre por detrás las largas tomas de Days, como un espectro recorriendo las estancias vacías de una casa desolada.

«Rizi»

Y, en Siberia (Abel Ferrara, 2020), la nieve inacabable de la región ártica por la que vaga Willem Dafoe se nos antoja un espacio fuera o después del cine, como las calmas imágenes de Tsai. Pero estamos ante un film más barroco y alambicado que Days, una turbia ensoñación que por momentos nos hace pensar en los pasajes más pesadillescos de la obra de Federico Fellini o en el David Lynch de Inland Empire (2006), pues parece conducirnos también a los confines del yo y a los límites del cine, ahí donde el relato se desdibuja y las imágenes resultan más desasosegantes. Si alguna dirección tiene el recorrido de Dafoe en Siberia, es tal vez un viaje hacia la muerte misma, como el trayecto de los dos cineastas protagonistas de La veduta luminosa (Fabrizio Ferraro, 2021), film poseído como el de Ferrara por un intenso onirismo gracias a su vaporoso estilo visual, que recuerda poderosamente a la obra de ficción de Aleksandr Sokurov. Contagiado de las crisis mentales de Friedrich Hölderlin, sobre quien presuntamente van a filmar una película, el protagonista arrastra a su joven ayudante en un extravío por la naturaleza que parece conducirles a la vez hacia la esencialidad de las cosas y hacia la extinción. La atmósfera de La veduta luminosa se asemeja a la de Bella y perdida (Bella e perduta, 2015), de Pietro Marcello, lo que nos hace pensar que un determinado cine de autor italiano actual se aleja de la realidad y se entrega a la melancolía, como el protagonista de otro filme de Marcello, Martin Eden (2019), que se sume en el mar tras atravesar un tiempo irreal, indefinido.

Por su parte, First Cow (Kelly Reichardt, 2019) parte directamente de la muerte, es decir, del hallazgo de los restos mortales de sus dos protagonistas en un prólogo situado en nuestro presente. Luego, todo el film se desarrolla en un flashback que nos relata la peripecia de dos desheredados de primera hora del sueño americano que tratan de emprender una humilde empresa para subsistir en un Oeste sumamente hostil y desapacible donde se está forjando una sociedad fuertemente competitiva y jerarquizada. Su fraternal recorrido hacia la desaparición no es exactamente un viaje como el de los protagonistas en La veduta luminosa pero también se desarrolla en un bosque umbrío y húmedo, una espesura devoradora como la de Dead Man (1995), el oblicuo western de Jim Jarmusch cuyo título es tan elocuente como la aparición de los cadáveres en los primeros compases de First Cow. Los protagonistas del largometraje de Reichardt están tan muertos de antemano como la Karen Blixen de Karen (María Pérez Sanz, 2020), otro de los grandes títulos del festival. Aquí, el paisaje de la hacienda africana de Isak Dinesen es tan ambiguo como la protagonista y, aunque se compone de espacios abiertos, transmite la misma languidez mortuoria que los bosques de Ferraro y Reichardt. El clasismo y el imperialismo son tan o más tangibles que en First Cow, y la mirada de la cineasta nos sitúa en la posición de turistas que observan con maliciosa curiosidad la sensualidad de la historia y la decadencia de su protagonista.

«Karen»

Karen coincide con Malmkrog (Cristi Puiu, 2020) en registrar la decadencia de una clase privilegiada con mirada incisiva y penetrante. Film radical y revolucionario, se compone de más de tres horas de diálogo incesante entre aristócratas rusos de finales del siglo XIX sobre elevadas cuestiones políticas y religiosas, pero una fina ironía lo recorre todo, como si volviéramos a esas películas habladas de Manoel de Oliveira, y la lógica temporal se disloca sutilmente ante nuestros ojos. Los contertulios de Malmkrog, donde la revolución se adivina fuera de campo pero no se ve, están tan condenados de antemano como los protagonistas de First Cow o como los guerrilleros de En la oscuridad (Sutemose, 2020), un film relativamente convencional dentro de la obra de Sharunas Bartas pero en absoluto desprovisto de interés. Sus meditabundos y apesadumbrados personajes, cuyos primeros planos nos recuerdan a ratos a los del cine de Ingmar Bergman, parecen acarrear en sus conciencias todos los golpes de la historia de la Europa contemporánea. Y no necesariamente por su condición de víctimas: al fin y al cabo, una historia sobre resistentes que se echan al monte contra el poder soviético tras el final de la Segunda Guerra Mundial nos obliga a preguntarnos dónde estaban inmediatamente antes, cuando ocupaban Lituania las fuerzas del Tercer Reich.

2. El cine de la ausencia

Malmkrog, First Cow o En la oscuridad nos sitúan a su manera frente a episodios escogidos del pasado, recodos de la historia que nos informan a su manera de nuestro mundo presente. Otros títulos destacados del D’A 2021, por el contrario, afrontan la ausencia o la parcialidad de las imágenes y tratan de erigir su discurso a partir de lo que solo se intuye o simplemente no podemos ver. Han sido algunas de las experiencias más extremas y excitantes del festival, como la Vaca mugiendo entre ruinas (2020) de Ramón Lluís Bande, que también es el relato de un hundimiento, pero de signo muy diferente al de los protagonistas de Karen o Malmkrog. A partir de fotografías, dibujos, paisajes desnudos y textos recitados por Nacho Vegas —este ha sido, por cierto, el año de los cantautores, pues Christina Rosenvinge nos deja una punzante interpretación como Blixen en el film de Pérez Sanz—, Bande narra la resistencia y caída de las fuerzas republicanas en la cornisa cantábrica durante la fase central de la Guerra Civil. Vaca mugiendo entre ruinas deviene en una experiencia esencial que parece querer situarnos, por así decirlo, antes de que las imágenes cinematográficas hayan sido concebidas, ahí donde se generan a partir de un rostro o la esquina de una ciudad que contiene tras de sí toda la fuerza de la memoria. El cine de Bande supone siempre la reconquista de una emoción política y estética a la vez, una gran ilusión que nos habla desde el siglo XX y que parece excluida de nuestro presente.

«Vaca mugiendo entre ruinas»

De la recitación de textos y la ausencia de imágenes se compone también Anunciaron tormenta (2020), primer largometraje en solitario de Javier Fernández Vázquez, antiguo integrante del colectivo Los Hijos. Un film austero y riguroso como si se tratara de una de esas obras de Claude Lanzmann sin imágenes explícitas del horror. Lo vimos en la sección “Un impulso colectivo”, el mismo espacio que acogió Barcos. Doce cartas náuticas (Vicente Domínguez y Elle Belga, 2021), el más insobornable de todos los títulos del festival cimentados sobre la ausencia de imágenes. Tal y como anuncia el título, doce veces vemos maniobrar a sendos cargueros frente al mismo enclave de la costa asturiana; cada uno de ellos va precedido por un texto donde el nombre del navío evoca un episodio ominoso de exterminio, tortura o explotación colonialista. Lo que en el cine de Lanzmann es ontológicamente irrepresentable, en Barcos halla una materialización indirecta en la mole descomunal de los navíos que rasgan el paisaje, cruzando el plano de un extremo a otro, como anunciando con su grosera presencia la pesadez del horror que subyace tras las imágenes. Experiencia fascinante e inagotable en la que menos es más, el film de Domínguez y Belga hace volar la imaginación y puede verse incluso como la más extravagante e impensable adaptación de El corazón de la tinieblas de Joseph Conrad.

«Barcos. Doce cartas náuticas»

Dentro de la misma sección del festival, un cortometraje engañosamente sencillo como Naturaleza muerta (Carolina Astudillo, 2020), en el que vemos un conjunto de fotografías familiares comunes y corrientes salvo por el pequeño detalle de están hechas en Alemania en plena guerra y la gente posa uniformada, incide también en la cuestión de la verdad invisible que subyace tras las imágenes y en un tema mayor de la historia del cine como es la latencia de los horrores del nazismo sin representación en la pantalla. En una línea parecida, Augas abisais (Xacio Baño, 2020) es casi un film noir de la memoria —familiar e histórica— que parte también de la lectura de textos y que no encuentra una imagen alegórica en la superficie del mar como Barcos sino en lo más profundo del océano. Por su parte, Una revuelta sin imágenes (Pilar Monsell, 2020) encuentra las suyas en la representación pictórica de mujeres contemporáneas a los hechos referidos pero también en los rostros de las visitantes que observan esas telas en las salas de un museo. Y Los ladrillos (Tito Montero, 2020) nos presenta sus imágenes en negativo para enfatizar que lo importante de ellas no es lo que muestran explícitamente sino lo que evocan. Otros cortometrajes no parten de la ausencia de la representación sino más bien de enfatizar una relación compleja con las imágenes, como es el caso de Os corpos (Eloy Domínguez Serén, 2020), cuya forma se nutre del propio desorden de lo que capta la cámara, o el delicioso A comuñón da miña prima Andrea (Brandán Cerviño, 2021), que nos permite la virguería de interrogar a las imágenes de la mano de la propia figura protagonista, la prima Andrea que nos habla desde un punto mágico entre el film y nosotros, los espectadores. Pero el más radical de todos es tal vez Tengan cuidado ahí fuera (Alberto Gracia, 2021), un film donde las imágenes, extraviadas de todo relato o lógica causal, parecen discurrir con la misma libertad y el mismo espíritu kamikaze que sus protagonistas, fascinados por los choques entre vehículos como si fueran la versión castiza de los extraños erotómanos de Crash (1996), de David Cronenberg.

3. El cine de la libertad

Nuestro recorrido nos ha llevado de forma natural de un cine cimentado sobre la sustracción de imágenes a otro basado en la deconstrucción multiforme del relato. Efectivamente, han comparecido también en el D’A cineastas que pretenden volver sobre las estructuras de lo cinematográfico y experimentar con su deformación como han venido haciendo cineastas de vanguardia desde los orígenes mismos del cinematógrafo. Entre ellos, los más renombrados quizás sean Matías Piñeiro y Hong Sang-soo, que nos han dejado dos de los más bellos títulos del certamen. La Isabella de Piñeiro es una nueva vuelta de tuerca en su obra, un film donde el texto de William Shakespeare —Medida por medida—, los preparativos para su representación y una trama de traiciones y reconciliaciones entre actrices se confunden, se mezclan y se fusionan en una forma cinematográfica inaudita, algo así como una tridimensionalidad del sentido que nos llega bajo la apariencia de una pintura cubista. Lo de Hong, por su parte, parece más sencillo pero es en realidad más misterioso: en The Woman Who Ran (Domangchin yeoja, 2020) es imposible fabular si vemos historias alternas o alternativas. El cineasta lleva un pasito más lejos el arte de la repetición y la variación, y el film desemboca en una secuencia que transcurre en una sala de cine donde lo que parece un homenaje cinéfilo a alguna película europea de mediados del siglo pasado es en realidad un guiño al espectador que explica a su manera la lógica sin lógica de la obra del realizador surcoreano.

«The Woman Who Ran»

Otras experiencias estimulantes en la deformación o la deconstrucción del relato se encuentran en cortometrajes como Records d’un arbre (Sònia Abella, 2021) o La vida es sueño (Saida Benzal, 2021), que coinciden en desplegar una escritura cinematográfica felizmente libre y en tratar de poner en imágenes un determinado estado del alma pero sin concretarlo demasiado, sin brindar un discurso cerrado al espectador. Por su parte, la filmación de los preparativos para una demolición y desahucio en La forastera (Valeria Stucki, 2020) nos brinda un inesperado cruce entre los acentos del José Luis Guerin de En construcción (2001) y del cine caóticamente harmónico de Luis García Berlanga. Y Toward Morning I Climb Down and Wander Back Into the House (Carlos Balbuena, 2021) parte del roce entre un texto de Raymond Carver y unas imágenes mínimas —ventanas iluminadas a lo lejos en la noche de la ciudad, imperfecciones en las paredes…—  para hallar una extraña forma poética que quizás no desagradaría a Jean-Claude Rousseau.

Por el contrario, otros cineastas no han optado por deformar —al menos de forma evidente— las formas del relato sino que se han entregado a él con renovado apasionamiento. Me refiero, por una parte, a grandes narraciones, películas río como la nueva adaptación de Berlin Alexanderplatz (2020) que firma Burhan Qurbani y que convierte el texto de Alfred Döblin en la base de un thriller epopéyico en la Alemania de la era Merkel donde el fascismo del siglo XXI se personifica en un narcotraficante lisiado y sádico que tuerce inquietantemente el gesto durante todo el metraje. También el descomunal proyecto DAU al que aludíamos al inicio de nuestro texto, fundamentado en una mirada inclemente que no nos ahorra nada mediante elipsis ni encuadres pudorosos, describiendo el clima moral del estalinismo como un extravío entre dionisíaco y nihilista donde pasamos de la orgía a la tortura sin solución de continuidad. Una narración extrema en el seno del cine ruso que, por lo riguroso de su forma y por el desasosiego que transmite, nos retrotrae a experiencias como Qué difícil es ser un dios (Trydno byt bogom, 2013), de Aleksey German.

«¡Corten!»

Y me refiero, por otra parte, a filmes que optan por volver a transitar géneros, temas y motivos propios de la cultura cinematográfica con una mirada renovada y refrescante, a menudo también irónica y perspicaz. Es el caso de Sangre (Juan Schnitman, 2020), algo así como un original y desconcertante thriller sin trama policial donde una suerte de vampiro del amor, acaparador y enfermizo, fagocita la vida de sus amantes. Y es sin duda el caso de ¡Corten! (2021), donde Marc Ferrer se mantiene leal a su estilo informal y al despliegue en la pantalla de su pasión cinéfila. El film surge como tributo al giallo y a Dario Argento pero transpira otras reminiscencias del cine de Rainer W. Fassbinder, Federico Fellini o incluso Alfred Hitchcock. Y, de hecho, explicita en su secuencia final la vocación irrenunciable por seguir haciendo películas contra viento y marea, narrando incansablemente historias de amor y de violencia tan apegadas a nuestra vida real como a las ficciones con las que hemos nutrido nuestra memoria como espectadores. Por eso, a pesar de su singularidad, ¡Corten! no está muy lejos del espíritu que alienta un título tan diferente en medios y estilo como es Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait, 2020), de Emmanuel Mouret, donde el relato se reproduce constantemente como animado por una pulsión imparable, un deseo genuino por narrar sin fin los avatares amorosos y vitales de sus personajes. Film rico en guiños al cine clásico y moderno, de Howard Hawks a Roberto Rossellini pasando por François Truffaut, tiene un tono kitsch, colorista y autoconsciente como el de las películas de Jacques Demy, y muestra un sentido del enredo narrativo digno de Alain Resnais o incluso Raúl Ruiz. Además, su abrazo de la ensoñación romántica la emparenta con Passion simple (Danielle Arbid, 2020), cuyo título nos anuncia sin rodeos la filosofía de la película: estamos ante una historia de amor desnuda, sin aparataje, una reivindicación ingenua de la necesidad de seguir describiendo los encuentros eróticos, el autoengaño y las ambiguas sensaciones del enamoramiento.

Pero es ¡Al abordaje! (À l’abordage!, 2020), de Guillaume Brac, el largometraje francés del festival que con más finura dialoga con las tradiciones de la comedia clásica y del cine de la Nouvelle Vague para componer un delicioso relato de amistad y amores veraniegos donde las hipocresías y mascaradas inherentes a nuestra era de relaciones digitales son implacablemente satirizadas. Film ácido y a la vez solidario con los jóvenes de hoy, nos recuerda por su desenfado, su calidez y su luminosidad a Los exiliados románticos (2015), de Jonás Trueba, y mantiene por momentos un tono pseudodocumental que lo convierte en el hermano siamés de la anterior realización de Brac, L’Île au trésor (2018). El triunfo de la humanidad con el que se salda ¡Al abordaje! contrasta con la devastadora imagen de la vida digital que nos ofrece Sweat (Magnus von Horn, 2020), en la que una influencer rumana del mundo del fitness sobrelleva una vida estresante, sin descanso ni intimidad, hasta explotar ante la cámara como el periodista de Network, un mundo implacable (Network, 1976), de Sidney Lumet. Quizás es uno de esos filmes que van de más a menos y se echa a perder a medida que la trama se resuelve; pero nos deja una interesante reflexión sobre la anulación del individuo tras su representación digital, así como una claustrofóbica e inteligente apuesta formal, con la cámara insistentemente pegada a la protagonista.

¡Al abordaje!

Por el contrario, el brillante cortometraje Son ilusiones (Zaida Carmona, 2020) arroja una visión más festiva y menos sombría sobre el solipsismo y el narcisismo de las relaciones digitales, y ha sido quizás el más interesante acercamiento al tema del confinamiento de todo el festival, mientras que el largometraje Los continentes (Pedro Kanblue, 2020) adquiere la godardiana forma de un inagotable collage a partir de imágenes de chats, filmaciones caseras, viejas fotografías, etc. Es en parte una película epistolar, como Transoceánicas (2020), hermoso y sencillo largometraje que recoge las cartas filmadas que intercambian Meritxell Colell y Lucía Vasallo entre Barcelona y Buenos Aires; pero Los continentes va más allá y acaba erigiéndose en todo un ensayo sobre la melancolía inherente a las imágenes. Y, como si fuera un film de Jonas Mekas, se compone de una ingente hojarasca de materiales dispersos y se compone ante nuestros ojos a medida que avanza. Por eso, sin ser un título rotundo ni tampoco ambicioso, aporta un reflejo preciso de las luces y sombras de las relaciones humanas mediatizadas por los dispositivos digitales, y una sólida propuesta para indagar nuestra nueva relación con las imágenes y las formas estéticas que pueden derivarse de ellas. Es decir, notas para la continuidad de lo que ha latido siempre tras el cinematógrafo, cuya defunción nuevamente anunciada vuelve a ser, con toda probabilidad, una sensación engañosa.

Así como los materiales que conforman Los continentes se acumulan con aparente desorden, el cine ha empezado a llegarnos de una manera más caótica: con el impacto de la pandemia, no solo ha saltado por los aires la idea de actualidad, como decíamos al principio, sino que la multiplicidad de pantallas, formas de consumo y fuentes de información parece haber aniquilado toda noción de referente o asidero. Y, en términos estrictamente creativos, parece que el cine esté dejando de ser un arte al uso con grandes nombres de referencia y se convierta en algo mucho más complejo y multiforme, un impulso efectivamente colectivo que nos obliga a reconsiderar de arriba abajo nuestra forma de abordar el asunto. Ante el caos y la discontinuidad, quizás lo que ha muerto no ha sido el cine sino su historia, una determinada manera de estructurar lo que sabíamos acerca de él. Y ahora que sí, por fin, la historia ha terminado y nos vemos liberados de la cronología, descubriremos quizás, tras superar el desconcierto, que hemos conquistado una libertad de nuevo tipo.

 

© Lucas Santos, mayo de 2021

(1) Varios de los títulos más célebres del certamen, en particular la sección “Direccions”, solo se pudieron ver en sesiones en sala de cine con público a las que, dadas las limitaciones de aforo, el festival no dio acceso directo a prensa y crítica. En esta crónica, sí hemos decidido mencionar películas de la citada sección no incluidas en Filmin —Malmkrog, Days, First Cow y The Woman Who Ran— porque ya las habíamos visto previamente.