Cannes 2013

Nuestro viaje a Cannes 2013 nos permitió visionar un buen número de filmes, que fuimos agrupando en distintas crónicas. Estas no aspiran al completismo, sino a trazar conexiones temáticas y/o estéticas entre varios de los trabajos más destacados del certamen. Se quedaron fuera algunos títulos importantes (Jarmusch y Gray, por ejemplo), pero están algunos de los mejores, como son los de Lanzmann, Denis, Panh, Guiraudie o Kechiche.

He aquí el índice de nuestra cobertura cannoise:

Crónica 1. 17 de mayo. Introducción, Sofia Coppola y François Ozon

Crónica 2. 19 de mayo. Jia Zhang-ke y Asghar Farhadi

Crónica 3. 21 de mayo. Claude Lanzmann y Rithy Panh

Crónica 4. 22 de mayo. Claire Denis y Alain Guiraudie

Crónica 5. 24 de mayo. La Vie d’Adèle – Chapitre 1 & 2, de Abdellatif Kechiche

 

 

17 de mayo. Introducción, Sofia Coppola y François Ozon

 

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Como buen festival clasista, Cannes distingue a la prensa por categorías. La importancia del medio determina el color que te asignan y ello condiciona en gran medida tu cobertura. Mientras que los rosas acceden libremente a las proyecciones (ni me imagino los privilegios de los rosas pastille) y los azules se plantan en la sala tras una cola de ritmo acelerado, a los amarillos nos toca la peor parte: esperar a que entren el resto de acreditados y confiar en que aún queden sitios libres. Los minutos de cola pueden hacerse eternos, pero también le permiten a uno descubrir la fauna cannoise en su máxima expresión: vendedores de paraguas haciendo el agosto, mujeres emperifolladas paseando, jóvenes de etiqueta reclamando invitaciones, fotógrafos gritando a los famosos de turno, activistas disfrazados reivindicando el cine de la Troma… La pasarela es inagotable. Sea como fuere, la curiosidad se diluye cuando se acerca la hora exacta de la proyección y emerge un único deseo: convertirse en un rosa, en un privilegiado. Dejar de observar y pasar a ser el observado.

Una necesidad similar impulsa a los adolescentes de The Bling Ring, que no se contentan con leer sobre sus ídolos en webs y revistas de moda sino que aspiran a ser como ellos. Para conseguirlo, se cuelan en sus fiestas y en sus casas (en la de Paris Hilton, en la de Orlando Bloom y en la de Rachel Bilson, entre otras), donde roban sus joyas, sus vestidos y sus zapatos. Son una pandilla de pijos de Los Ángeles y Sofia Coppola los retrata con su genuina ambigüedad, la que nos permitió amar a niños ricos como el Stephen Dorff de Somewhere o la Kirsten Dunst de María Antonieta. Sin embargo, su nueva nueva película palidece formalmente ante sus trabajos anteriores: se eliminan los tiempos muertos, la música no se adecua a la cadencia de las imágenes y la distancia ante lo filmado desaparece. ¿Qué ocurre entonces? Los personajes pierden entidad, la trama se encalla y la superficialidad del relato alcanza al propio filme, que acaba resultando distante y frívolo.

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Pese a sus defectos, The Bling Ring bien podría considerarse una estimulante ruptura en el cerrado universo de Coppola. Las anteriores películas de la cineasta transcurrían en el interior de una torre de marfil, donde unos personajes-estrellas vivían observados por unos personajes-espectadores. La casa de Las vírgenes suicidas, los hoteles de Lost in Translation y Somewhere, y el palacio de María Antonieta eran, pues, unos espacios restringidos, que generaban un enriquecedor juego de miradas interior/exterior. En The Bling Ring, en cambio, las torres de los famosos son allanadas por los protagonistas-espectadores, que rompen las barreras (auto)impuestas por Coppola en el resto de su obra. Este nuevo paradigma queda plasmado en el único plano sostenido y contemplativo del filme: el de la ocupación nocturna de una casa de Hollywood filmada desde las alturas. La belleza de la imagen sintetiza la fuerza del gesto: los personajes externos ya no se limitan a ver sino que quieren ser vistos. Algo así como la Toma de la Bastilla (o de Versalles) posh.

Al igual que Coppola, François Ozon se acerca a la adolescencia en Jeune et Jolie y lo hace con una agradecida liviandad, la que le permite retratar sin dramatismos ni moralinas a Isabelle, una bella joven que experimenta con su cuerpo prostituyéndose. Decía Rimbaud que “Con diecisiete años, no puedes ser formal” y el director francés sigue la máxima del poeta durante las cuatro estaciones en las que transcurre su película, que despierta con Pauline en la playa y se duerme con Lolita. Antes que buscar los motivos de la protagonista (que forma parte de una familia acomodada), Ozon se deja llevar por el misterio de la seducción y plasma las reacciones de quienes la rodean. Desde el primer plano del filme (en el que Isabelle es observada a través de unos prismáticos en la playa), intuimos que esta es una película sobre el deseo. O mejor aún, sobre un objeto de deseo. Una vez se produce el despertar sexual del personaje, el cuerpo de Marine Vacth se convierte en el centro de una ficción hormonal, que muta según los impulsos cambiantes de la adolescencia.

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La película bien podría considerarse el reverso femenino de En la casa, la anterior película de Ozon, pues de nuevo un personaje joven es capaz de sabotear el mundo adulto y enfrentarlo con sus contradicciones. Afortunadamente, el peso literario y las formas convencionales de aquella desaparecen en Jeune et Jolie, que fluye desinhibida al son de canciones de François Hardy. Pese a su ligereza, el filme logra cuestionar la comodidad burguesa y nos advierte de la brevedad de la juventud. La ensoñadora aparición de una envejecida Charlotte Rampling es una prueba de ello. ¿Ha filmado entonces Ozon un cuento moral rohmeriano? No exactamente, pero a ratos lo parece.

19 de mayo. Jia Zhang-ke y Asghar Farhadi

Un caballo escapa del amo que le maltrataba. Una serpiente abandona un espectáculo circense. Unos peces de colores son liberados al mar. Unas vacas pasean en medio de la nada. Ni tan siquiera los animales parecen satisfechos en la China contemporánea de A Touch of Sin, donde Jia Zhang-ke deja atrás su tono contemplativo e introduce la rabia en su cine. No en vano, uno de sus personajes emite el rugido de un tigre y se embarca en una matanza contra los que le han tratado injustamente. Otras situaciones tan o más agresivas irrumpen en los otros tres relatos que conforman esta película coral, que reclama una reacción de la ciudadanía contra las miserias del régimen chino.

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Los estudios sobre la memoria individual (24 City, Historias de Shangai) y el paisaje arquitectónico (Platform, Naturaleza muerta) quedan, esta vez, en segundo plano y el interés del cineasta se centra en otro presente de su país: el de la precariedad laboral, la corrupción y la violencia cotidiana. La urgencia y la desesperación tiñen la ficción (incluso se perciben ecos de Alemania, año cero), que escapa del tremendismo, de las metáforas obvias y de la denuncia social más burda. La bella fotografía de Yu Lik Wai guía la nueva mirada de Jia, pues reduce la profundidad de campo de sus filmes anteriores y se centra en los personajes, con quienes compartimos planos más cerrados. Es en esa intimidad donde emerge la tragedia, que surge como un arrebato, como un estallido.

Uno de los pasajes más sugerentes de A Touch of Sin transcurre en una suerte de hotel-burdel, donde las trabajadoras sexuales recrean desfiles comunistas y se visten como camaradas para excitar a sus clientes. La impresión es parecida a la que transmitía el parque temático de The World, pero esta vez el simulacro no se produce con monumentos de otros países sino con el imaginario de la China revolucionaria: el régimen se ha mercantilizado y es ya un producto de lujo para nostálgicos. Detrás del show el panorama es desolador y las oportunidades escasas. Un personaje apunta que algunos animales pueden llegar a suicidarse cuando no soportan sus vidas… ¿Es esa la única alternativa?

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El subtexto sociopolítico que da fuerza a A Touch of Sin es lo que más echamos de menos en Le Passé, la primera incursión francesa del iraní Asghar Farhadi. Mientras que en Nader y Simin, su anterior trabajo, el cineasta retrataba sin subrayados las contradicciones de Irán, aquí solo se vislumbran algunos apuntes sobre la condición del inmigrante en Francia. Por lo demás, las similitudes entre las dos películas son considerables tanto en forma (planos secuencia, diálogos muy trabajados, grupo reducido de actores y localizaciones) como en contenido (un divorcio con hijos de por medio) y ello genera una sensación de déjà vu que puede rebajar la valoración de Le Passé. Sea como fuere, es difícil cuestionar la eficacia de este nuevo relato en forma de red, donde un conflicto se expande en múltiples ramificaciones y da pie a un sofisticado thriller sentimental. La culpa, el pasado y el vacío resuenan en una trama excesivamente controlada y cerrada, que mejoraría si los puntos de vista de los tres protagonistas tuvieran el mismo peso dramático.

21 de mayo. Claude Lanzmann y Rithy Panh

Uno de los debates más apasionantes del siglo XX versa sobre la representación del Holocausto, sobre cómo las imágenes y los textos pueden hacer (o no) justicia a tamaña catástrofe. En su día, Theodor Adorno sostuvo que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie” y Claude Lanzmann fue fiel a esa premisa cuando filmó Shoah. En ese documental de nueve horas, el cineasta francés renunció a la voz en off y a las imágenes de archivo para centrar toda su atención en los supervivientes del genocidio nazi, en los que debían contar lo ocurrido. La Solución Final era, a su entender, inimaginable y, por tanto, irrepresentable. Cualquier imagen (aunque fuera auténtica) la banalizaría y solo las palabras podían ser válidas, justas. Su nuevo trabajo, The Last of the Unjust, casi podría considerarse un epílogo de aquel filme, pero ello sería negar su autonomía y relevancia.

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El documental, cuya duración alcanza los 218 minutos, alterna una extensa y reveladora entrevista que Lanzmann realizó en 1975 a Benjamin Murmelstein (un rabino acusado de colaboracionista, que fue el último Presidente del Consejo Judío del Gueto de Theresienstadt) con planos rodados recientemente por el cineasta en espacios de Austria, Israel, Polonia y la República Checa. Son lugares vinculados al exterminio nazi (estaciones de tren, edificios, carreteras, cementerios, ruinas, memoriales, etc.) que vuelven a la vida con la presencia de Lanzmann, que lee en voz alta fragmentos del libro de memorias de Murmelstein. Mientras, la cámara recorre esos espacios en bellas panorámicas, que contrastan con la temible historia oculta que sale a la luz. Cuando el sonido desaparece, seguimos ahí, atrapados en un paisaje del que ya no podemos marcharnos.

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Aunque The Last of the Unjust alcanza su mayor intensidad en el apasionante intercambio verbal entre Murmelstein y el cineasta francés, destaca también por el uso puntual de imágenes de archivo, que esta vez Lanzmann sí considera legítimas. No se trata, claro, de documentos visuales que aspiran a plasmar la totalidad del Holocausto, pero sí de extractos que ayudan a contextualizarlo, como ocurre con las ilustraciones del gueto dibujadas a escondidas por prisioneros judíos, que se convierten en objetos-testigo de una resistencia y de una historia que los nazis quisieron borrar. Contemplándolas, volviendo a los lugares de los hechos y entrevistando a una figura esencial, Lanzmann confirma que todavía se puede hablar del Holocausto con rigor y frontalidad.

Si hay otro cineasta que herede las formas del responsable de Shoah ese es Rithy Panh, que en S-21: La máquina de matar de los Jemeres Rojos y Duch, le maître des forges de l’enfer abordó con brillantez el genocidio camboyano a partir de la palabra de verdugos y víctimas. En L’image manquante, el documentalista vuelve a los tiempos de Pol Pot con un único testigo: él mismo. Su infancia estuvo marcada por la entrada en el poder de los Jemeres Rojos y su filme es un viaje interior hacia un pasado que no se puede visualizar, pues las imágenes mancan. Ante tal ausencia, Panh no se resigna y convierte L’image manquante en una búsqueda de la imagen justa, en un recorrido estético-ético para acercarse, pese a todo, a un genocidio inimaginable. La verdad, claro, nunca puede emerger completa, pero unas figuras de barro y unos decorados manuales sí ayudan a reconstruir sus recuerdos, a hacerlos visibles con belleza y sin espectacularizar la catástrofe.

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En uno de los momentos más aterradores de The Last of the Unjust, Lanzmann muestra imágenes de Theresienstadt. Ein Dokumentarfilm aus dem jüdischen Siedlungsgebiet, un filme propagandístico que exhibía las presuntas bondades de ese “gueto modélico” (Adolf Eichmann dixit). Los presos judíos eran los actores de esa mise en scène nazie, tal y como lo fueron centenares de ciudadanos camboyanos en los documentales y ficciones propagandísticos mostrados en L’image manquante. La denuncia de esa falsificación de los hechos es más penetrante en Panh, que se permite usar música pop con esas imágenes irreales y decir en voz alta: “El paraíso solo existía en el cine”.

Fotogramas ardiendo. Metalenguaje. Sobreimpresiones en muñecos. Películas exóticas. Bailes. Proclamas revolucionarias. Arroz. Decorados manuales Y, sobre todo, una pregunta que flota en el aire: ¿Dónde estaba Occidente cuando se producía el genocidio? En Histoire(s) du Cinéma, Jean-Luc Godard se acuerda de George Stevens y de su filmación de los campos de concentración nazis. En L’image manquante, Panh lamenta que ningún cineasta capturase la tragedia camboyana. ¿Qué hacer entonces? Ya es demasiado tarde, pero el documentalista vuelve una y otra vez a ese pasado porque no puede escapar de él. No le queda otra que hablar de ello, como a Lanzmann.

 

22 de mayo. Claire Denis y Alain Guiraudie

El cine de Claire Denis es una pregunta sin respuesta. O mejor aún: un rompecabezas que debe resolver el espectador en su imaginación. En algunos de sus mejores filmes (Nénette et BoniBeau travailL’intrus), los planos (las piezas) se presentan sin orden cronológico y es solo la atracción entre ellos la que permite que encajen en un montaje guiado por lo físico y lo musical. El gusto de la directora francesa por la elipsis complica, más si cabe, la ecuación cinematográfica, que cobra sentido al final del relato. No completaremos entonces el puzle, pero sí habremos sentido lo que latía en él.

Les salauds (que debe su título a Los canallas duermen en paz, de Kurosawa, con la que guarda algún pequeño parecido) sigue la misma estructura escurridiza de las películas citadas y en ella Denis se acerca al polar francés con tres actores que sostienen una trama truculenta gracias a su presencia física: Vincent Lindon, Chiara Mastroianni y el ineludible Michel Subor. La fragmentación de los cuerpos y de los espacios, sumada a la práctica ausencia de localizaciones exteriores durante el día, hace del filme una experiencia oscura y claustrofóbica, de la que no podemos (ni queremos) escapar.

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Mientras transcurre la ficción (que se guarda algún que otro golpe de efecto), nos vamos acercando al núcleo de la catástrofe y nos sentimos afectados por la propia atracción de los personajes, que luchan y follan violentamente, y también se miran entre sí en seductores primeros planos elaborados por Agnès Godard. Los lazos inesperados que surgen entre ellos nacen antes de lo instintivo que de lo racional y cuando descubrimos un mapa sentimental que escapa a todo lo moral ya es demasiado tarde para cambiar de rumbo. El filme está infestado. De canallas y también de cuerpos que dan y reciben. Los planos se ven puntuados por la incisiva música instrumental de Tindersticks y solo al final escuchamos la voz de su cantante, Stuart Staples, que nos revela la imagen ausente/abyecta del filme. Entonces nos acordamos de lo que escondían Demonlover y Carretera perdida y sabemos que Denis lo ha vuelto a hacer: Les salauds es una película para inyectarse en vena.

Ante la deconstrucción, la frontalidad. Ante la densidad, la ligereza. Ante el plano cerrado, el plano general: L’inconnu du lac es, en apariencia, una propuesta opuesta a Les salauds, pero comparte con ella un halo de misterio, así como una confianza plena en la fisicidad de sus actores. Alain Guiraudie (director de una comedia tan singular como Le roi de l’évasion) sitúa su filme en un sola localización: un lago apartado en el que hombres homosexuales practican cruising. Todos los planos transcurren en los cuatro espacios que comprenden ese lugar: la playa, el agua, el bosque y el aparcamiento. Y, sin embargo, el fuera de campo es tan amplio, tan lejano, que nada parece transparente en la puesta en escena del cineasta francés. Ni tan siquiera el género de su película, que oscila entre el cine gay, la comedia absurda, el thriller criminal y el drama sentimental con una naturalidad asombrosa.

inconnu-du-lac El sexo explícito se introduce en L’inconnu du lac con una cierta placidez, la que permite tomárselo como una pasión, como un juego o como una necesidad satisfecha. No hay ni gravedad ni sordidez: solo deseo. Los hombres se encuentran, se miran y se van al bosque a follar. Allí, la profundidad de campo es la gran aliada de Guiraudie, que trabaja con planos largos en los que los personajes aparecen y desaparecen sin avisar, entre los árboles. Los hay que miran y los hay que desean ser mirados. Los hay que se pierden y los hay que se encuentran. Y también los hay que parecen fuera de lugar, como el inspector, que ha venido a resolver un asesinato en un terreno que no es el suyo, y como el hombre misterioso, que no se acuesta con nadie y permanece como indescifrable observador. En ese entorno, habrá lugar para el nacimiento del amor cándido y de la amistad cómplice, pero será la atracción hacia la muerte la que arrastre a la pareja protagonista. Bajo el viento de la noche que mece los árboles, la belleza y el misterio de ese lugar nos atraparán y perdurarán para no marcharse en el fundido a negro. Otra película de preguntas sin respuestas.

 

24 de mayo. La Vie d’Adèle – Chapitre 1 & 2, de A. Kechiche

En La escurridiza, o cómo esquivar el amor, los impulsos de la adolescencia se manifestaban bajo la influencia de los clásicos literarios. En Cuscús, las comidas eran un rito social ineludible en el retrato de una comunidad. En Vénus noire, lo diferente se percibía a través de la mirada incomprendida de los otros. Todos estos aspectos aparecen, en mayor o menor medida, en La Vie d’Adèle – Chapitre 1 & 2, que es tanto la más compleja como la más transparente de las películas de Abdellatif Kechiche. También se trata de su obra maestra y del filme más deslumbrante de esta edición de Cannes.

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La historia de amor lésbica entre Adèle (Adèle Exarchopoulos, un torrente emocional que no es de este mundo) y Emma (Léa Seydoux, un objeto de deseo que gana entidad durante el relato) transcurre durante tres horas de cine inolvidables, donde el cineasta francotunecino retrata quirúrgicamente las distintas fases y sensaciones por las que puede pasar cualquier pareja. El enamoramiento, el deseo, la pasión, la rutina, la complicidad, la incomodidad, el miedo, los celos, el dolor… Todo ello surge en la pantalla con la naturalidad que permite una película que no se separa de sus protagonistas y que se toma su tiempo para mostrarnos de dónde provienen sus emociones.

Tal y como ocurre en sus anteriores filmes, La Vie d’Adèle se compone de largas escenas, que funcionan como bloques temporales fragmentados en múltiples planos. La cámara suele detenerse en las miradas y los movimientos de los intérpretes, que hablan a toda velocidad, como si formasen parte de una screwball comedy en la que los diálogos no fuesen deslumbrantes sino sentidos. Se percibe el trabajo del director en la construcción de las conversaciones, pero también la implicación de Exarchopoulos y Seydoux, que improvisan con frecuencia y se apoderan de sus papeles con una intensidad encomiable. El filme acaba confirmando a Kechiche como un gran cineasta de actores en la mejor de las tradiciones posibles, que no es otra que la de John Cassavetes.

La precisión de La Vie d’Adèle se percibe también en sus sutiles y repentinas elipsis, que permiten que de un plano a otro transcurran horas, semanas, meses e incluso años. Son cortes que plasman el paso del tiempo mientras eliminan lo accesorio. La depuración es absoluta respecto a los anteriores trabajos del francotunecino: 180 minutos en los que nada sobra. ¿Y qué decir de la comida? Los helados, los espaguetis, las ostras y el vino marcan estados de ánimo y clases sociales, así como estimulan los sentidos de los personajes. El placer del comer (los actores devoran sus platos) es tan festivo como el sexual, que emerge en un polvo desbocado entre las dos actrices. Será la secuencia más comentada del filme, pero no hay en ella morbosidad sino coherencia. Si queremos saber por qué se desean tanto las amantes, debemos verlas follando. La larga duración de la escena es la justa.

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La excepcional resolución del relato invita a soñar con nuevos capítulos (Kechiche ha comentado que podría volver sobre los personajes dentro de unos años, un poco a la manera de la trilogía de Linklater), pero La Vie d’Adèle es ya de por sí una obra inagotable. Las lágrimas resbalando en un rostro, el baño solitario en una playa, las miradas en una fiesta, el sol cruzando los labios en un beso…  Son infinitos los detalles que componen esta bella película, que transmite una emoción serena, irresistible. Por mucho que termine la sesión, Adèle y Emma ya forman parte de nosotros: hemos vivido y crecido con ellas.