Somewhere

Pequeños gestos, grandes películas

 

Una cierta tendencia en el cine americano: películas que se apartan del centro, desplazándose hacia los márgenes, hacia lugares todavía por habitar o que apenas se han visitado. Gus van Sant en una mansión en medio del bosque. Vincent Gallo languideciendo en la carretera. Azazel Jacobs aburriéndose en el interior de su hogar. Kelly Reichardt contando una (y no La) Historia que se desvanece en el desierto. Y, finalmente, Sofia Coppola encerrada en un hotel. Como en Lost in Translation (2003), pero eliminando la posibilidad de réplica, el plano-contra-plano (tal cual) entre Bill Murray y Scarlett Johansson. Como en María Antonieta (Marie Antoinette, 2006), pero sin caminar de la Historia a su representación y viceversa. Más lejos que nunca de Las vírgenes suicidas (The Virgin Suicides, 1999), ese debut tan previsible, tan “independiente”. Ahora estamos únicamente con ella, en su intimidad, en su habitación de hotel. Es ella.

Este desplazamiento hacia lo individual quizás muestra una generación incapaz de jugar al gran cine, al cine serio. Todas las películas del párrafo anterior (Last Days, The Brown Bunny, The GoodTimesKid, Meek’s Cutoff) son películas sobre el fracaso. El fracaso de un individuo o un grupo de individuos. El fracaso de un país para construirse. También el fracaso mismo de hacer películas. Por eso mismo, por su sinceridad con el espectador, por su falta de trampas, son triunfos. Este proceso donde el cine se convertía en algo portable, en un proceso singular, lo aventuraba Emmanuel Burdeau en uno de los mejores artículos que se han escrito sobre cine en la última década (al menos de lo que yo he leído). Bajo el epígrafe “Un momento sutil”, el ex redactor jefe de Cahiers du Cinema Francia decía, a propósito de New Rose Hotel (Abel Ferrara, 1998) y Misión a Marte (Mission to Mars, Brian de Palma, 1998), las dos películas que él creía fundadoras de esta tendencia: “las imágenes dejarían de engañar a su propio mundo, se contentarían con resbalar, con ir y venir como el agua, en olas a veces peligrosas, a veces calmantes […] En un mismo salto el cine se convertía en mundial y doméstico. En Ferrara, ficción planetaria pero reducida a cuatro personajes y la misma cantidad de cuartos de hotel. En de Palma, primera instalación de un cine portátil personal, mediante la visera en Scope y el micrófono THX provisto a cada astronauta” (1). El cine se transformaba a través de pequeños gestos. La épica de la ciencia ficción, la lucha contra la intolerancia y contra la adversidad habitual en este género, se replegaba, se movía hacia otros territorios. Quizás esto venía de antes, aunque a cuentagotas. No en vano, Nicholas Ray hizo una película, titulada Más poderoso que la vida (Bigger than Life, 1956), sin salir del ámbito doméstico de una familia americana. Menos es más.

Y de ahí llegamos a Van Sant. El biopic de Kurt Cobain, sin bio, pero con pic. De Two-Lane Blacktop a The Brown Bunny. De Francis Ford Coppola y su reformulación del clasicismo a Sofia Coppola, el espacio vacío. Lo que antes aparecía como complemento, ahora ocupaba el centro de la película. La pausa y la mirada perdida. El aburrimiento, para algunos críticos. Nuestro aburrimiento, el de verdad, el de cada día. Reclamamos otros. Y ese viaje es el que realiza Sofia Coppola a lo largo de sus cuatros películas. Un proceso de limpieza, de eliminar las asperezas. Somewhere es el último episodio del cine americano, donde ya nada sucede. O más bien, todo sucede de manera imperceptible. Johnny Marco (Stephen Dorff) tiene un brazo escayolado. Una brecha en su cuerpo que esconde tras la aparatosa protección blanca. Se dedica toda la película a observar, desde la distancia. La película lo reduce a mero espectador. Espectador de las bailarinas sobre la barra americana improvisada en su habitación. Espectador de su hija en su entrenamiento de patinaje. Espectador nocturno de televisión. Espectador también de una mujer que, en otro balcón, le muestra sus pechos. Historias que podrían ser y que nunca son. Persigue en coche a una mujer enigmática, hasta que el coche de ella se introduce en una mansión. Quizás Brian de Palma habría fabulado otra vez Doble cuerpo (Body Double, 1984). Mujeres que vienen y van. La chica de la habitación de enfrente. La pareja de reparto (Michelle Monaghan, redirigiendo el personaje de Anna Faris en Lost in Translation). La amante italiana.

Y, al margen, su hija, misterioso objeto que aparece un mediodía. Inexplicable, entra y sale de la película, como muestra de todo lo que Johnny olvidó o dejó escapar. Le quiere decir algo antes de despedirse, pero el batir de las alas del helicóptero hace que sus palabras se pierdan. El espectador tampoco podía escuchar lo que Bill Murray le decía a Scarlett Johansson al final de Lost in Translation, pero, al menos, ahí había una conexión entre dos personas. Aquí el vínculo desaparece. No hay mecanismo ni trampa, ni narración ni complementos. El cine caminando hacia su origen, hacia la página en blanco que era cuando nació. Porque Somewhere es únicamente una idea, un pensamiento, que tuvo una mujer y, con él, decidió hacer una película. Pequeño gesto. Gran película.

 


(1) Aquí se puede leer el artículo completo, traducido al castellano.