Scarlett Johansson

Abandonar el cuerpo

Este artículo forma parte del Especial sobre la política actoral

Siempre tiene cierto peligro revisar una película, especialmente una que te gusta, que se te quedó clavada —más allá de que fuera por las razones equivocadas— y que ahora recuerdas con una feliz inexactitud. Desde luego, no recordaba de manera tan vívida que Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003) comenzaba con un primer plano del culo de Scarlett Johansson en unas braguitas transparentes. Por otra parte, reconocí la imagen en cuanto la vi, como si la llevara dentro sin saberlo.

Ella misma ha contado cómo la inspiración viene de la pintura realista de John Kacere, cuyo trabajo se centra de una manera ciertamente específica en la representación del cuerpo femenino, y cómo ese plano era fundamental para el personaje y el film. La imagen sirve para expresar el deseo oculto y la confusión propias de una naturaleza todavía infantil, descubridora, en un cuerpo de mujer que parece estar hecho para ser descubierto. Aún así, es un motivo concebido desde una mirada ajena, desde una sensibilidad externa que parece ser definitoria de la propia manera en que Johansson ha sido (casi siempre) filmada. Más que analizar esta faceta de su carrera, este ensayo parte de aquí para entender cómo su fotogenia se ha presentado, centrándonos después en ciertos trabajos de la última década en los que la actriz parece alejarse de todo este imaginario que el cine parecía tener reservado para ella, ya desde aquellos primeros planos de una terrible fuerza melancólica en El hombre que susurraba a los caballos (The Horse Whisperer, Robert Redford, 1998), donde apenas contaba con trece años.

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Tal vez la película que más profundamente explora su fotogenia sea La joven de la perla (Girl with a Pearl Earring, Peter Webber, 2003), donde Scarlett Johansson interpreta a Griet, la joven modelo que aparece en uno de los cuadros más célebres de Johannes Vermeer. Antes de que el pintor (Colin Firth) la descubra sucede una escena breve, aunque intensa, en la que su mirada se encuentra con su propio reflejo en un pequeño espejo que observa con detenimiento como si su imagen la sorprendiera. Desde el joven carnicero (Cillian Murphy) hasta el mecenas del pintor, la joven Griet atrae todas las atenciones a su alrededor, incluido el genio que se obsesiona con su rostro y su capacidad para apreciar la luz y los matices de sus pinturas.

La tensión de este magnetismo no intencionado define al personaje, algo que Johansson explora en su gestualidad conteniendo su rostro siempre al borde de la emoción y combinando cierta desconfianza animal con una delicadeza que casi hace palpable —en esto tiene mucho que ver la magnífica fotografía de Eduardo Serra— la luz que la rodea. La escena donde se retira la cofia y Vermeer, abrumado por su belleza, la observa con su medio rostro asomando sin disimulo por la puerta es el clímax de esta idea. Más que ruborizarse Griet se eriza con una hostilidad indefensa, como un gato acorralado, perturbada por mostrarse ante él con el cabello suelto. Será más tarde, en el instante en que él le perfora la oreja para colocarle el pendiente, cuando se revele un deseo confuso en su manera de temblar y de entregarse, sin saber muy bien por qué, a unos labios que nunca encuentra. Es clave que no lo haga, pues la emoción no desborda todavía. Él le pide que gire la cabeza para mirarle y en ese momento, sabiéndose observada, su mirada se llena de fragilidad y algo a medio camino entre el deseo y la rabia. El zoom que entonces realiza la cámara hacia el rostro de la actriz, reimaginando el posado, transmite la misma intensidad indeterminada que la propia mirada inmortalizada en la pintura hace casi cuatro siglos.

Quiero creer que es esa misma melancolía intrínseca, aun enmascarada en la suntuosidad de sus rasgos físicos y la voluptuosidad que adquieren su más mínimo gesto y su voz grave, la que la acerca más a la sensibilidad de Monica Vitti que a la exuberancia de Anita Erkberg o Marilyn Monroe, y la que siempre me ha atraído de ella en films de una mirada tan marcadamente masculina como Algo más que un jefe (In good company, Paul Weitz, 2004), La isla (The island, Michael Bay, 2005), La dalia negra (The Black Dahlia, Brian de Palma, 2006), El truco final (The Prestige, Christopher Nolan, 2006) o Match point, Scoop y Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen, 2005, 2006, 2008). A su vez, son filmes que también beben, en mayor o menor medida, del discurso de la musa objetificada en el que Scarlett Johansson parece haber trazado toda una evolución paralela más o menos autoconsciente. Si tomamos las elecciones de una actriz también como una manera de imprimir cierta línea autoral a su trabajo más allá de las películas que lo componen, podemos encontrar en su filmografía más reciente algunos títulos que llevan su fotogenia a terrenos insospechados, en los que el cuerpo constituye precisamente un límite a transgredir y, por ello, un terreno interpretativo a explorar.

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En 2010 Johansson participa en su primera película de Marvel, Iron Man 2 (Jon Favreau, 2010), encarnando a la Viuda Negra —la espía rusa desertada Natasha Romanoff, integrante de los Vengadores—; un papel que la ha llevado al máximo estrellato en toda la saga que prosigue y que culminará el próximo año con un filme homónimo dedicado al personaje que dirige Cate Shortland. Aunque son principalmente otros títulos en torno al fantástico y la ciencia ficción los que trazan una evolución fascinante sobre la representación del cuerpo y la autorrepresentación de Johansson, el propio personaje de Natasha ya condensa en buena parte algunas de estas tensiones: una huérfana raptada, manipulada y mejorada con biotecnología convertida en espía rusa, con un pasado que la hace desconfiar y proteger su intimidad de todo el mundo. La actriz le da un carácter distendido a la femme fatale de Marvel, combina el despliegue físico de la acción con un hieratismo donde entremezcla matices y sobre todo juega; su química en las escenas con Robert Downey Jr. (Tony Stark) —un actor también desbordante sobre todo en su velocidad y su verborrea imparable—, al que sostiene la mirada durante sus intentos de seducción con una firmeza inalcanzable, es fascinante. Pero el cuerpo, a pesar del cine digital, permanece como frontera, como condición incluso de su propia destreza. Y aunque la actriz puede resultar, lo sabemos, poderosa y apabullante en su expresividad corporal —y pienso aquí especialmente en su rostro desgarrado en Historia de un matrimonio (A Marriage Story, Noah Baumbach, 2019)—, me interesa detenerme especialmente en los filmes que parecen proponer no solo una fuga discursiva, sino representativa, estética, del propio cuerpo.

En Under The Skin (Jonathan Glazer, 2013), su trabajo más fascinante hasta la fecha, al menos para el que escribe, Scarlett Johansson interpreta a un ser alienígena. Un ser que, como nota Sergi Sánchez, surge de la propia luz, en una materialización cuyo sentido se nos escapa, y habita una piel robada que resulta ser la suya. Se trata de un personaje venido a un mundo que le es completamente ajeno, que descubrirá con una mirada completamente virgen al mismo tiempo que descubre el cuerpo que habita.

Ya desde la escena en la que conocemos a su personaje se encuentra presente la iconografía del renacimiento, aun inquietantemente deformada en una macabra Pietà. Una Scarlett yace inmóvil en una habitación nívea a los pies de otra Scarlett desnuda que se agacha a desvestir a la primera. Tras ponerse cada una de sus prendas la mira por última vez, observando como una última lágrima, una última emoción, abandona su rostro. Una manera sutil y terrorífica de denotar que queda vida en ese cuerpo casi inerte, y también una imagen imposible de una actriz vaciada. Esta será la característica principal de este personaje sin nombre, cuya relación con su cuerpo adquirido funcionará como reflejo de su propio descubrimiento del mundo. Un personaje que funciona, como casi todo antagonista del género, como espejo de la humanidad en tanto que como monstruo. Si esta idea ha estado siempre presente en la ciencia ficción, en Under The Skin se alinea la metáfora con su literalidad en el personaje interpretado por Johansson, situándonos en la perspectiva de un monstruo oculto en una piel de una fría familiaridad que no podría tener sino el rostro de la musa.

Para reconstruir la mirada del monstruo camuflado, el dispositivo del filme se basa en una furgoneta conducida por la actriz por las calles de Escocia que le permite, precisamente, improvisar preguntando direcciones o recogiendo a jóvenes algunos de los cuales la seguirá hasta su casa a encontrarse con su mala suerte, hundiéndose poco a poco en el negro de una habitación que se los terminará comiendo vivos (si el blanco puro enmarcaba el nacimiento, el denso negro de esta habitación vampiriza los cuerpos y los reduce a una piel flotante). Grabado con un equipo ligero, adaptando sensores de cámaras de vigilancia con ópticas que ofrecieran calidad suficiente para crear pequeñas cámaras ocultas de calidad cinematográfica, Glazer trata de reconstruir, con sus travellings desde el vehículo, sus múltiples perspectivas y sus planos descargados de todo valor añadido, una mirada que ve todo por primera vez. Y esa mirada —eso es lo que hace al film tan inquietante y maravilloso— nos habla a su vez de la perspectiva de un Otro inimaginable.

No debe ser tarea fácil para una actriz ya entonces en pleno apogeo de su carrera enfrentarse a un personaje de una construcción tan compleja, más aún cuando el dispositivo de filmación se basa en parte en la improvisación con terceras personas. Caracterizada con una peluca negra, Johansson tira de acento escocés y baja la ventanilla para interactuar con no actores, pasa tiempo observando o se cuela en lugares donde pueda haber carne vulnerable; en cierta escena camina frenética por la calle y le fallan las piernas, provocando que las personas que en ese momento la rodean se acerquen naturalmente (aunque no en todas las tomas fue así, según reconocía la actriz en el Festival de Venecia) a ayudarla. El montaje intercala diferentes cámaras, todas situadas lejos de la acción, que multiplican los puntos de vista recalcando su valor de realidad, de haber sido visto. Es parte de lo que el cineasta ha reconocido como un formalismo intencional en las imágenes; en esto también tienen mucho que ver esos motoristas que una y otra vez vemos cruzar carreteras a toda velocidad en una conspiración silenciosa y, casi siempre, nocturna.

Es fascinante ver los largos planos sostenidos donde el rostro de Scarlett Johansson se mueve entre la impasibilidad y la emoción (doblemente) fingida, o viceversa, y es ahí donde se hace evidente la construcción de muñeca rusa de un personaje que también contiene algo de deconstrucción de su propia imagen; después de vaciar su cuerpo, pareciera que también sus gestos se han vaciado, llenándose de extrañeza y novedad, cargándose de una energía primitiva. Cada gesto parece realizado por vez primera y cada expresión vivida como si fuera nueva. El arco se completa con el desnudo menos erotizante y más fascinante de Johansson, cuando ante la luz de una estufa halógena explora su propio cuerpo ante el espejo. El cuerpo femenino, la propia mujer, es, además de objeto evidente de la trama, condición para el encuentro y el reconocimiento en oposición al resto de personajes que participan de la extraña conspiración alienígena en el film. Un terreno colonizado por lo desconocido que la actriz explora de forma sublime en relación a su propia autorrepresentación, como describe el propio Glazer:

I think the female sexuality in the film is something which is objectified. The creature that Scarlett plays in the film exists to be objectified. She’s there to be objectified. And what she does in the course of the film, in her own discovery, is she reclaims that—she de-eroticizes her own image, actually. Thinking about that now, that’s nothing that I would worry about. It seems to me to be somehow in line with Scarlett’s life as an actress, and in the way she’s objectified. There’s a parallel idea of her reclaiming her image, and her sexuality in this film, which I think she does.

Si entre el monstruo y la musa hay una tensión fascinante —y toda una tradición que podemos rastrear desde La Belle et la Bête hasta el Monsieur Merde de Leos Carax en su segmento de Tokyo! (Michel Gondry, Leos Carax y Bong Joon-ho, 2008), por mencionar dos ejemplos—, aquí ambos coinciden bajo la misma piel en un cuerpo colonizado. Como si el monstruo bajo la piel liberara a la actriz de sí misma, convirtiendo su cuerpo en un lienzo por pintar de nuevo.

Estrenada ese mismo año, Her (Spike Jonze, 2013) supuso un film completamente atípico —y, según ella misma comentó, liberador— por cómo se desarrolló su participación. Scarlett Johansson aterrizó con todo el metraje ya rodado para sustituir a Samantha Morton interpretando al sistema operativo que acompaña la vida de Theodore (Joaquín Phoenix). Resulta curioso cómo, en este caso, además de interpretar a un personaje sin cuerpo, Johansson lo hizo con la película ya en postproducción, sin pasar por el proceso de rodaje en set, y únicamente con su voz. La voz funciona como único contraplano posible de un ser digital, del que Theodore se va enamorando poco a poco hasta el inevitable final; también como único recurso para una actriz conocida por encima de todo por su presencia física y su fotogenia, que precisamente tiene la oportunidad de liberarse de todo ello para explorar a fondo las posibilidades interpretativas de su voz. Aunque ya había participado en doblajes, la propia actriz remarcó en sus declaraciones cómo la experiencia con Jonze había sido completamente diferente. En este collage de intercambios —Morton daba las réplicas a Phoenix en el rodaje, pero sus líneas son pronunciadas a posteriori por Johansson, en otras ocasiones el propio Phoenix daba las réplicas a Johansson en postproducción—, el personaje de Samantha, nombre que Theodore le asigna a la interfaz, se construye enteramente en los matices, silencios y ondulaciones de la voz de Johansson, invisible pero presente en el imaginario del espectador. Se trata de esa idea figurativa a la que me he referido anteriormente como un no-cuerpo, un ser simulado construido enteramente más allá de lo físico y desde la propia mente del espectador, donde realmente se configura como imagen.

Tanto es así que las escenas de sexo revelan el choque imposible entre la imagen concreta y la negación de la imagen que perpetran Johansson y Jonze. La primera vez que intiman, Theodore describe con palabras los gestos que no puede consumar con Samantha, mientras ella escucha fascinada desde la intimidad del auricular. Cuando él indica que le gustaría tocarla y ella pregunta dónde —pues, recordemos, estamos ante un no-cuerpo—, él comienza a inventarse primero su rostro y luego el resto de su cuerpo, que ella parece sentir conforme él narra. Filmada con primeros planos del rostro de Phoenix, ya desde su mitad, justo cuando él narra el beso y ella, sorprendentemente, parece sentirlo, la escena se va a negro. El gesto, la narración creadora y la imagen negada; solo el negro, solo la ausencia de imagen en contraposición a la saturación de las voces interpuestas permite representar el encuentro imposible de ese beso, y de lo que viene. Desde ese momento la voz de Johansson se entrega al suspiro, al gemido, imprimiendo de carnalidad su interpretación mientras Samantha simula y experimenta (y los espectadores, ¿imaginamos?)  su propio cuerpo a partir de la narración de Theodore; el cuerpo no ya visto, sino creado a partir del deseo del otro. En una escena posterior invitan a una chica para hacerlo más real y todo se va al traste; la imaginación entra en crisis ante la literalidad del cuerpo presente y no hay encuentro posible.

También en Lucy (Luc Besson, 2014) Johansson da vida a un cuerpo que trasciende su propia condición física, aunque aquí la trama está más cerca de la ciencia ficción efectista que de ser una propuesta figurativa con entidad. En todo caso, son elementos muy similares los que estructuran su personaje: engañada por un hombre, Lucy acaba siendo presa de una banda que la pretende utilizar como mula para pasar una peligrosa droga sintética a Europa, pero la bolsa se rompe dentro de su cuerpo liberando una sustancia que, si bien se llevará por delante toda su biología, también despertará toda la capacidad oculta de su cerebro en el proceso (representada en explícitos planos que indican el porcentaje alcanzado) convirtiéndola en una suerte de Akira (Katsuhiro Otomo, 1988) tornado en una hiperbólica femme fatale que trasciende su propia existencia. Más allá de la trama, es quizás en su final donde se plantea un discurso más claro sobre el (no) cuerpo digital, o la digitalización de la conciencia, y donde de nuevo se pone en evidencia el motivo del renacimiento. En todo caso, ante la conciencia elevada a toda su capacidad, el cuerpo desata primero todo su potencial violento (algo sobre lo que quizás se recrea más el film) para después desvanecerse como un límite superado. La idea de un cuerpo que trasciende su materialidad hasta volverse metafísicamente inalcanzable.

Podemos encontrar los últimos ecos de esta tendencia en Ghost in the Shell (Rupert Sanders, 2017), el remake en acción real del mítico anime de Mamoru Oshii (1995), donde Johansson se atreve, no sin resistencias, a encarnar a la Mayor Mira Killian, un personaje que enfrenta tensiones similares: es, al fin y al cabo, una humana fallecida reconvertida en ciborg, única en su especie, y su encuentro con el hacker al que persigue durante todo el filme dará lugar, también, a un último momento de transcendencia en los límites de lo humano y lo eterno (momento que, por supuesto, en el remake se torsiona para dejar abierta la posibilidad de saga). Veintidós años después, el film de Sanders parece el más viejo en sus formas, como si el cyberpunk fuera incompatible con la estética limpia y neobarroca de la imagen digital, por paradójico que parezca, o, en definitiva, como si Matrix (Wachowskis, 1999) hubiera agotado toda posibilidad de remakear esta película. Hasta las muchas ideas tomadas del original parecen vacías y sin fuerza. La potencia expresiva que el dibujo tiene en el anime para reimaginar el cuerpo cibernético imprimiendo movimiento vivo en el cableado circulatorio o representando el descontrol de su materia —pienso especialmente en las escenas finales de Tetsuo en Akira— quedan ahogadas en el valle inquietante de la imagen fotográfica.

Tanto en Lucy como aquí, Johansson explora una gestualidad mucho más autárquica de movimientos rígidos y rápidos que desemboca de nuevo, vía CGI, en el cuerpo viéndose superado por una materia o una potencia que lo trasciende. Mientras Lucy adquiere una consciencia omnisciente, más allá del tiempo, en Ghost in the Shell el pasado humano reaparece en forma de glitch, dando sentido a la búsqueda existencial del personaje. Aunque las diferencias temáticas con el original supongan una pérdida de profundidad en el relato, es curioso atender a cómo reverberan ante las propias obsesiones temáticas desgranadas hasta aquí: de personajes víctimas de su propia belleza a un cuerpo cibernético concebido como arma para ser usada por otros, y por tanto víctima de su propia condición. En el fondo, este siempre es el final ante el que sus personajes intentan rebelarse, casi siempre sin éxito. Desde aquí cobra sentido que la Mayor de Johansson aborde el dilema de lo humano que impregnaba la obra original desde un individualismo más marcado. Ya desde la introducción, cuando su cerebro es instalado en el cuerpo cibernético, se evidencia la gran cuestión que su personaje condensará y hará evidente en el relato: su propia condición de ser vivo atrapado en una máquina y cómo ello la sitúa en el límite de lo humano —otra peripecia del héroe más sobre la identidad y la pertenencia, una fábula sobre la recuperación del nombre arrebatado pero en ningún caso sobre la revolución, pues el propio personaje es metonimia de la dictadura distópica que enfrenta, como ocurría en Blade runner (Ridley Scott, 1982) o RoboCop (Paul Verhoeven, 1987)—.

En cierto momento del film tiene lugar un breve encuentro entre la protagonista y una prostituta humana. La escena, a diferencia del manga y anime original, no explora la dimensión sexual de la Mayor —incluso el beso entre ambas que aparecía en el tráiler fue eliminado del metraje final—, pero sirve a Johansson para revelar la fragilidad de un personaje que jamás baja la guardia y condensar su desamparo en el gesto, así como a Sanders para condensar la gran pregunta del relato. Tras pedirle que se descubra el rostro, la Mayor acerca el suyo a un palmo y extiende los dedos para recorrer suavemente sus pómulos y sus labios mientras la mira sin emoción, pero con los ojos muy abiertos. “¿Qué se siente?” pregunta con honesta curiosidad, a lo que la chica responde extrañada: “¿Qué eres?”

Poco después, en su encuentro con Kuze, el ciberterrorista al que persiguen, tendrá lugar un gesto similar en el que él le acaricia suavemente la cara, desacoplando la pieza principal que la conforma con un gesto medido, sin brusquedad, pero igualmente violento, componiendo un extraño plano-contraplano entre rostros que no son. Por un momento, la clásica figuración del encuentro en el cine se torna inquietante cuando el cuerpo deja de ser condición para que este se produzca.

En la escena, y en la propia relación entre la Mayor y Kuze, reverberan las mismas relaciones de poder y filiación que estructuran el recorrido hasta ahora; incluso su belleza es alabada por Kuze mientras examina su rostro de cerca, impresionado por el adelanto tecnológico que ha hecho de la Mayor un ser más allá de lo humano. La admiración agria de Kuze, cuyas revelaciones en ese momento supondrán un punto de inflexión para nuestra protagonista, queda oscurecida por la propia figuración. El hecho de que él sostenga una pieza de su cara entre los dedos mientras le habla, hace aún más palpable que en realidad no le habla a ella, o más bien no la ve a ella, sea lo que sea ella.

Una cristalización más de una idea que vertebra todo este recorrido y sobre la que Johansson ha tejido toda una reflexión desde el propio trabajo interpretativo: la de la imagen colonizada.

 

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Puede haber un abismo entre la inocente gestualidad temblorosa de las primeras interpretaciones analizadas y las acrobacias imposibles de la Mayor o la Viuda Negra, pero las diferencias más sutiles son las que, podríamos decir, redefinen al mismo personaje una y otra vez desde los mismos recursos interpretativos modulados de diferente manera. Al fin y al cabo, es la misma hostilidad animal entremezclada con deseo confuso de su Griet la que aquí afina con precisión hasta alcanzar una agresividad fría y calculada; es la misma intensidad melancólica de su mirada la que aquí se reduce a momentos donde una intrínseca fragilidad la desborda, evidenciando lo humano tras la máscara cibernética; y es la misma profundidad de su voz arrastrando las consonantes en los susurros, como su cuerpo arrastra sus propios gestos en un tempo propio, los que le han permitido explorar de una manera especialmente rica el arquetipo de la femme fatale, siempre enfrentada y fascinada a la vez por su propio reflejo, por la imagen más o menos deformada que de ella devuelve el espejo (o la cámara).

 

© Bruno Hachero, octubre de 2020