Mathieu Amalric

La turbia fragilidad

Este artículo forma parte del Especial sobre la política actoral

 

Si fuera director de cine y tuviera que rodar una adaptación francesa de Lolita, la novela de Vladimir Nabokov, elegiría sin duda a Mathieu Amalric para el papel protagonista. Amalric posee atributos parecidos a los que hicieron de James Mason un excelente Humbert Humbert en la adaptación de Stanley Kubrick (1962): ambos transmiten algo frágil y turbio, una inefable doblez moral que se adivina en cada gesto, en cada frase. Tanto la figura como la expresión del francés nos informan sobre esa ambigüedad, pero es sobre todo su voz, un característico temblor que agita sus palabras, lo que nos sugiere una personalidad compleja, insegura, intrigante. Mason nunca compareció en la pantalla para representar al típico héroe granítico y viril del cine americano (de hecho, no era estadounidense sino británico) y Amalric, siempre algo encorvado a lo Peter Lorre y sugiriendo algo a medio camino entre la fragilidad y la inquietud, no pasará a la historia como el villano de Quantum of Solace (Marc Forster, 2008) sino más bien como una de las presencias más recurrentes y significativas del cine de autor francés de los últimos treinta años. Y lo ha sido seguramente porque esa quebradiza personalidad que irradia su presencia atesora una poderosa sinergia con un tipo de filmes que no se cierran sobre sí mismos, sino que se adentran en los recovecos inexplorados del arte cinematográfico.

Si Mathieu Amalric (Neully-sur-Seine, 1965) se convirtió en un rostro habitual del cine francés en los años noventa y lo ha seguido siendo hasta hoy, a este cronista le llamó la atención su presencia de manera especial, quizás por primera vez, en un film que puede tener algo de simbólicamente inaugural; Finales de agosto, principios de septiembre (Fin août, début septembre, 1998) no sólo nos habla de un periodo de tránsito desde su mismo título sino que nos introdujo al estilo dinámico e inquieto que caracteriza desde entonces a su realizador, Olivier Assayas, y pareció abrir el cine francés del inminente siglo XXI hacia formas donde las ondas lejanas de la Nouvelle Vague se encuentran con las texturas digitales y con nuevos extravíos de la narración. El film se cerraba justamente con un primer plano de Amalric, cuya expresión de estupor aunaba la sorpresa y la interrogación, el descubrimiento y el misterio, una mezcla muy acorde con el cine de Assayas, cuyas mejores películas parecen hallar su sentido en su propia energía motriz, sin necesidad de llegar a convertirse en algo muy definido o encuadrable. Y ese plano nos familiarizó con un gesto ya idiosincrático del intérprete: esa manera de dejar la vista perdida, mirando pensativo hacia ninguna parte.

La mirada intensa de Amalric en ese plano y su gesticulación fueron desde entonces un ingrediente característico del cine francés. Una mirada a menudo algo lunática e inquisitiva, que recuerda a la de Jean-Pierre Léaud, y una gestualidad a veces espontánea y poco ortodoxa, como la de los personajes de los filmes de ficción de Jean-Luc Godard de los años cincuenta y sesenta. Siempre hubo una obvia consonancia entre esa manera de rasgar las imágenes con gestos imprevistos y la filosofía de la Nouvelle Vague; y, si el cine francés volvía a sacudirse a sí mismo para violentar sus propias formas y encontrar una renovada libertad en el tránsito hacia nuestro siglo, Amalric parecía acompañar esa indagación con su cuerpo. Nuestro hombre se convirtió en un colaborador habitual de otro cineasta relevante en todo ese proceso: con Arnaud Desplechin ha trabajado en La Sentinelle (1992), Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle) (1996), Reyes y reina (Rois et reine, 2004), Un cuento de Navidad (Un conte de Noël, 2008), Jimmy P. (2013), Tres recuerdos de mi juventud (Trois souvenirs de ma jeunesse, 2015) y Los fantasmas de Ismael (Les fantômes d’Ismaël, 2017). En dos de esa películas, Comment… y Tres recuerdos de mi juventud, encarna al mismo personaje, Paul Dédalus, del que acabamos conociendo la historia de sus amores y desamores a través de dos largometrajes característicos, cada uno de ellos, del preciso instante del cine francés en el que surgieron: Comment… tiene los rasgos de un retrato de grupo protagonizado por parisinos que se adentran en la treintena, a la manera de las películas que hacía por entonces André Téchiné -una de ellas, Alice y Martin (Alice et Martin, 1998), protagonizada precisamente por Amalric-, mientras que Tres recuerdos de mi juventud es un relato de relatos, una narración rica en tonos literarios y reminiscencias del cine de género, algo muy acorde con las hibridaciones y desvíos del actual cine de autor francés que muestran títulos como la Bella durmiente (Belle Dormant, 2016) de Adolfo Arrieta o Le Fils de Joseph (2016) de Eugène Green, de nuevo títulos en los que interviene Amalric.

Si algo tiene en común Desplechin con Assayas es un cierto dinamismo, una manera de buscar en cada film una forma propia haciendo que el espectador comparta esa indagación, y Amalric acompaña ese proceso con su gesto enérgico, su voz temblorosa y su mirada extravagante. Pienso en la intensidad con la que encarna al escritor de Los fantasmas de Ismael, sólo capaz de crear durante las horas nocturnas y acompañado de una copa de vino. O en la fabulosa manera de desplomarse y reincorporarse, completamente ebrio, en una de sus primeras escenas en Un cuento de Navidad; su personaje se nos presenta así y se despide, al final de la película, jugando a cara o cruz con Catherine Deneuve con cara de niño travieso, en otro momento tan simbólico como espontáneo. Quizás es en el cine de Desplechin donde más gesticula nuestro hombre, como si el realizador buscara la forma de su cine en la manera de Amalric de rasgar el plano con sus movimientos. Puede decirse que el intérprete se ha convertido en su Falstaff particular, un ser expansivo y dionisíaco tan lleno de imperfecciones como, a la postre, conmovedor. Amalric protagoniza también, al final de Reyes y reina, un diálogo con el personaje de su hijo -hijastro, de hecho- que cuento entre los momentos más emotivos del cine contemporáneo y que resulta una muestra muy notable del trabajo del actor: durante los minutos que dura su paseo por el Musée de l’Homme de París y sus exteriores en pleno Trocadéro, frente a la torre Eiffel, Amalric literalmente rota alrededor del joven Élias, cambia constantemente de posición y se levanta y se sienta sin cesar, acompañando con su cuerpo sus palabras de una manera que nos transmite la profunda honestidad y el sincero cariño con el que está hablando a su acompañante.

Hay intérpretes en los que la técnica dramática subsiste velada tras sus cuerpos, como si no existiera, o tal vez carecen efectivamente de ella y todo su trabajo consiste en una poética de la presencia que explota sabiamente su fotogenia en la imagen. No es el caso de Amalric, quien más bien subraya su condición de actor, hace visibles ante nosotros sus recursos: su manera de fumar para puntuar sus reacciones, su control sobre las inflexiones de voz, su mirada perdida y nerviosa que parece querer traspasar lo que mira… Es algo que va como anillo al dedo al cine de Desplechin, sembrado de reminiscencias cinéfilas y literarias, ficciones donde es oportuno y pertinente que se haga visible la teatralidad, la puesta en escena. Pero ese tipo de transparencia es mucho más explícita en el film de otro cineasta que atesora también un tour de force de Amalric: en La Venus de las pieles (La Vénus à la fourrure, 2013), es un director teatral que acaba haciendo de intérprete en la puesta en escena de su propia vida a lo largo de un ensayo que deviene representación. Un personaje que, además, nos hace pensar explícitamente en el realizador del film, Roman Polanski: Amalric prácticamente comparece caracterizado como el director de Repulsión (Repulsion, 1965), amén de sostener un duelo profesional —y, a la postre, vital— con la protagonista, que encarna portentosamente Emmanuelle Seigner, esposa y musa del director desde los años ochenta. Amalric evoluciona de uno de sus registros habituales a otro: del intelectual malhumorado al ser profundamente desestabilizado. Véase por ejemplo su estado de turbación cuando coloca las botas a Seigner, una vez ya asumidos los roles de dominado y dominadora, en el último tramo de la película (adaptación, por cierto, de la pieza teatral de David Ives inspirada, a su vez, en el texto de Leopold von Sacher-Masoch); cómo no pensar una vez más en Humbert Humbert, pintando las uñas de los pies de Dolores Haze. La turbia fragilidad de Amalric se convierte en una de las fuerzas motrices del film, en un elemento creador de una importancia central en una puesta en escena que parece estremecerse como su protagonista, como si ambos se desnudaran desarmados ante nuestros ojos.

El propio Amalric ha incidido en el diálogo con el arte dramático, en la transparencia de la puesta en escena y en los ecos de la vida real en la imagen cinematográfica cuando se ha puesto tras la cámara: véase la troupe hedonista de Tournée (2010) cuya harmonía en el caos parece una declaración de principios por parte de su autor; o véase su briosa adaptación de L’Illusion comique (2010), que parece querer maridar el texto de Pierre Corneille con la forma de un film policiaco, género al que volverá para adaptar a Georges Simenon en El cuarto azul (La Chambre bleue, 2014). Son realizaciones muy notables aunque, quizás, su logro mayor hasta ahora como realizador haya sido Barbara (2017), donde parece hacer suyo el mismo juego entre cine y vida real de La venus de las pieles o, más bien, el de Opening Night (1977), de John Cassavetes. Partiendo de la figura de la cantante, que es encarnada por la antigua pareja de Amalric, Jeanne Balibar, Barbara deviene un film extraña y originalmente teatralizante entregado a la ruptura de la cuarta pared. “No se trataba de filmar a Barbara, sino de filmar a una actriz que interpretaba a Barbara”, explica en la entrevista que publicó Caimán. Cuadernos de Cine en abril de 2018 (número 121), donde también afirma, hablando de la protagonista: “Este film es también un documental sobre ella: vemos a una cantante en pleno trabajo, Barbara, pero igualmente el trabajo de una actriz, Balibar. (…) Esa mentira compartida con el espectador que es el cine, algo tan sensual, debía provocarme el deseo de filmar todo eso. Y lo hizo”. Fijémonos también en que, cuando Amalric se dirige a sí mismo, le gusta cultivar ese personaje algo brusco y gruñón, a veces estrafalario, que de alguna manera recorre la mayoría de sus interpretaciones.

El Amalric lunático y enérgico se encuentra también en sus largometrajes con los hermanos Arnaud y Jean-Marie Larrieux, Los últimos días del mundo (Les Derniers jours du monde, 2009) y El amor es un crimen perfecto (L’Amour est un crime parfait, 2013), dos trabajos muy destacables; concretamente, en El amor es un crimen perfecto, apreciamos cómo se adecúan sus atributos interpretativos al thriller, concretamente al rol de protagonista zarandeado por la trama tan propio de las películas de Alfred Hitchcock o los films noirs de Fritz Lang. Estos papeles u otros como su breve aparición en El oficial y el espía (J’accuse, 2019), la última realización de Polanski, nos pueden hacer pensar que Amalric tiende, no sin diversión, a recrearse a veces en el histrionismo. Puede que así sea, y mentiríamos si no reconociéramos que incurre a veces en excesos y su trabajo no es siempre irreprochable, pero fijémonos en otros papeles suyos donde, por el contrario, explota una presencia más bien suntuosa. Es el caso de las antes citadas Bella durmiente y Le Fils de Joseph, en las que comparece prácticamente de la misma guisa -de traje y corbata, media melena, barba de algunos días- y se conduce con pareja sobriedad, poco gesticulador pero muy teatral a su manera. Concretamente, nada más diferente a los trabajos de Amalric con Desplechin que su adaptación al hieratismo que Green exige a sus intérpretes (tal vez deberíamos hablar de modelos, como en el cine de Robert Bresson): en Le Fils de Joseph, le basta la intensidad de su mirada y la recitación de los diálogos para tener una presencia magnética en la pantalla y, a la vez, muy socarrona entre líneas, como, de hecho, todos los detalles de la puesta en escena de Green. Pero, entre sus actuaciones más contenidas, debemos referirnos al caso de un largometraje en el que quizás encontremos uno de los trabajos más interesantes de nuestro hombre.

En La cuestión humana (La Question humaine, 2007), de Nicolas Klotz, encarna al psicólogo de un departamento de recursos humanos que, al indagar las razones del malestar del director general de la empresa, halla el hilo que le conduce hacia el noveno círculo del infierno capitalista, allí donde la filosofía productivista observada hasta su último extremo conduce hacia la lógica de la solución final. Amalric resulta en el film frágil y hierático a la vez como el capitán Willard, el oficial encargado de dar con el coronel Kurtz en Apocalypse Now (1979), de Francis F. Coppola. Su Kurtz particular es encarnado por Michael Lonsdale pero es con otro actor característico del cine francés post sesentayochista, Lou Castel, con quien mantiene un encuentro revelador, una poderosa secuencia hablada donde se produce una suerte de transferencia mediante la cual Castel parece enseñar con sus palabras a ver lo invisible a Amalric. Hemos visto en multitud de películas el proceso por el que un sobrio protagonista va perdiendo la templanza, si no el juicio, a medida que se enfanga en una investigación, pero Klotz y Amalric lo convierten en La cuestión humana en un proceso particularmente intenso que nos hace acompañar al protagonista en su descenso dantesco.

Es interesante ver a Amalric confrontado a Lonsdale y Castel, intérpretes que han dado forma a una determinada manera de estar frente a la cámara en el cine moderno, una maniera que transmite con veracidad el tedio, el malestar y otras emociones tan cotidianas como complejas. Algo de eso hay también en el trabajo de Amalric, una herencia poco evidente de un estilo interpretativo cuyo origen situaría en los años sesenta o setenta, cuando cineastas como Jean Eustache o Marco Bellocchio, con los que trabajaron respectivamente Lonsdale y Castel, indagaron la representación en la pantalla de la melancolía más profunda, no prima sino dopo la rizoluzione, después de las revoluciones imaginarias de la época del mayo francés. No obstante, permítaseme acabar destacando que Amalric ha frecuentado también el cine de realizadores que, más o menos desde los años setenta, han querido ir más allá de las ondas de las nuevas olas y revoluciones formales de los años cincuenta y sesenta, que no transmiten melancolía sino, por el contrario, una forma atrevida, traviesa y a veces fiera de retorcer los mecanismos del relato. Me refiero a Alain Resnais, que no dejó de radicalizarse hasta el final y que dirigió a Amalric en Las malas hierbas (Les Herbes folles, 2009) y Vous n’avez encore rien vu (2012); me refiero también a maravillosos radicales como Raúl Ruiz o Tsai Ming-Liang, con los que trabajó en Genealogías de un crimen (Généalogies d’un crime, 1997) y Visage (2009), respectivamente; y me refiero a Otar Iosseliani, narrador de historias corales situadas entre el espíritu de Jacques Tati y el de Georges Brassens, que lo dirigió en La Chasse aux papillons (1992), ¡Adiós, tierra firme! (Adieu, plancher des vaches!, 1999), Lunes por la mañana (Lundi matin, 2002, en la que sólo oímos su voz) y Chant d’hiver (2015). Y, aunque sólo sea en un breve papel, Amalric aparece en Daguerrotipo (Le Sécret de la chambre noire, 2016), donde Kiyoshi Kurosawa deviene, como Ruiz, Tsai o Iosseliani, otro ilustre visitante en el cine francés y transita en su caso los límites del fantástico, algo que parece ser una pulsión latente no sólo en algunos de los títulos y cineastas mencionados sino en buena parte de todo el cine de autor actual. A su manera, la mirada misteriosa y la voz quebradiza de nuestro intérprete parecen acompañar esa inercia hacia lo fantástico; si en De la guerre (2008), de Bertrand Bonello, salía literalmente de un ataúd, en un film que comienza de forma muy hitchcockiana y deviene más bien polanskiano, À jamais (2016), de Benoît Jacquot, Amalric se convierte por fin en espectro.

 

© Lucas Santos, septiembre de 2020