Las malas hierbas (1)

Where the Wild Things Grow

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“En la periferia del filme, hay otro sistema: un despliegue de objetos heterogéneos, desde flores hasta máquinas de coser. Son misteriosos, surrealistas, casi vivos. Necesitan que un cerebro les dé sentido. Y ahí es donde vivimos. Las conexiones que hacen que la vida tenga sentido son las grietas entre los hechos”.

-Raymond Durgnat sobre Mi tío de América

 

Empieza como un filme de Brian De Palma, de modo plenamente intenso y excitante. Los planos de unos pies nos conducen a un centro comercial chic. Una voz over nos informa de que una mujer –Marguerite (Sabine Azéma), cuyo rostro no veremos completa y frontalmente hasta pasado el minuto seis del filme- requiere un calzado especial ya que sus pies son poco comunes. Y esta rareza es lo que desencadenará “el incidente” (título de la novela de Christian Gailly) que ocupa el lugar central de la narración. El punto de vista manda, pero lo hace desde un registro dividido: el de la experiencia sensorial de la protagonista ante todo lo que la rodea y el de una cámara que manifiesta, insistentemente, su manera peculiar y propia de ver las cosas. Inesperadas ráfagas a cámara lenta se recrean en una vendedora por la que Marguerite se estremece (es su secreto) y, finalmente, en el patinador que roba su bolso de un tirón. La música de Mark Snow vuela. Dentro de la zapatería, vemos lo que casi podría ser una escena de Sexo en Nueva York: un veloz pero exuberante montaje inspecciona estanterías, marcas, cajas.

En seguida, el magistral filme de Resnais anuncia su orgulloso carácter de mezcolanza. Estamos ante un director que siempre ha complicado el drama con la comedia, el realismo con el surrealismo, la filosofía con la cultura pop, y viceversa. Invención y sorpresa son las señas y las claves de su trabajo: tal como el crítico francés François Thomas afirmó una vez, la táctica de Resnais como artista es confundir e incomodar al espectador cuando la película comienza, pero mantenerlo en su asiento hasta el desenlace de esta. Las malas hierbas (Les herbes folles, 2009) es una obra relativamente agradable si la situamos entre Hiroshima mon amour (1959) o Providence (1976), pero los expertos todavía intentan averiguar si este filme descaradamente joven realizado por un hombre de 87 años es algo profundamente serio o si se trata de una broma, si estamos ante un resumen de su obra o bien ante un despegue hacia cielos desconocidos… La película se las arregla, magistralmente, para ser todas esas cosas a la vez.

Lo cierto es que pese a encontrarnos, indudablemente, ante un autor, Resnais nunca ha buscado guiar su carrera de un modo temático o unitario que dé cohesión a toda su filmografía. Él afirma que eran los productores los que le hacían llegar los proyectos y que sus colaboradores (escritores, actores, compositores, diseñadores) resultaban estar disponibles para trabajar con él. Sin embargo, cierta adhesión a la “escritura automática” -en el sentido surrealista: entregándose al guión que le precede, siguiendo sus intuiciones e impulsos- ha conducido a Resnais a construir -a pesar de sí mismo (que es exactamente el modo en que él quiere que esto suceda)- un cuerpo de trabajo de asombrosa coherencia, un jardín de muchos caminos que siempre conducen a las mismas emociones e inquietudes. 

De este modo, en Las malas hierbas, como en tantos otros filmes de Resnais, el incidente instigador -el robo del bolso- nos lleva a un extraño encuentro aparentemente predestinado: la suerte (buena o mala, nosotros debemos decidirlo) de Georges (André Dussolier) al encontrar el accesorio del que el ladrón se ha desprendido, lo conduce rápidamente a una total obsesión por Marguerite, hasta el punto de que comienza a acosarla. La llama por teléfono y le deja mensajes, le envía cartas, incluso la policía interviene para advertir severamente a Georges. No es Atracción Fatal (aunque Resnais, que se mueve con destreza entre los géneros, consigue que durante un tiempo esperemos algo parecido, sobre todo si tenemos en cuenta las oscuras  pistas –nunca resueltas- del pasado criminal de Georges), pero tampoco es el producto estándar del cine de arte y ensayo francés que glorifica el amour fou. Y es que, en un momento casi indiscernible, algo en esta trama se da la vuelta y Marguerite empieza a interesarse por Georges, quizás incluso a enamorarse de él. Georges, mientras tanto, ha comenzado a moverse en otras direcciones -que incluyen un alucinante flirteo con la mejor amiga de Marguerite, Josepha (Emmanuelle Devos), en el asiento delantero de su coche-.

En este filme, Resnais hace malabarismos con muchos elementos. Flashes de ese montaje asociativo que domina desde hace mucho tiempo coexisten con las evocaciones joviales y nostálgicas de la vida de una piloto (aquí Resnais encuentra, en el material que tiene a mano,  una inesperada oportunidad de rendir homenaje a las experiencias bélicas de su viejo amigo  Chris Marker). El derroche de artificio en el diseño de los decorados, la iluminación y el color (“Me gusta mucho que un filme tenga el aspecto de un filme”, declaró humildemente Resnais en una entrevista) es suavizado por la perspicaz observación de una puesta en escena social, muy real, una comedia de costumbres cimentada en el día a día: solo hay que fijarse en las maravillosas escenas donde interviene el policía interpretado por Mathiew Amalric y en sus protocolos de “espacio personal” y de autoridad que son sutilmente desafiados, infringidos o reforzados a cada paso.

Incluso antes del incidente que abre la película, las imágenes que asoman bajo los créditos ya nos muestran matas de hierba que han aparecido en las grietas del pavimento (Wild Grass es el título inglés del filme) y, con frecuencia, la película volverá a recurrir a este motivo. ¿Es esto una señal de los sueños del inconsciente, de la vuelta de lo reprimido? Sí y no. Porque, gracias a la novela de Gailly, el director es capaz de sintonizar con algo que es a la vez más fantástico y más mundano que el conocido reino freudiano. Resnais atribuye a su productor Jean-Louis Livi la excelente formulación según la cual Las malas hierbas no trata tanto del deseo primitivo, como de algo mucho más complejo e intrincado: el “deseo de desear”. 

El filme captura y pone en escena –y lo hace con profunda fidelidad a la prosa de Gailly- esa extraña voz interior de todos los personajes que oscila entre los impulsos conscientes, inconscientes y preconscientes: hay deseo, sí, pero también la racionalización, la sobrevalorización de este deseo, el jugar caprichoso con el propio deseo (y sus consecuencias) como hacen el gato y el ratón. Y, igual que en Mi tío de América (Mon oncle d’Amérique, 1980), es el propio cine el que –tal y como Resnais subraya- alimenta las fantasías y proporciona unos ideales del yo que, a menudo, son inalcanzables en la vida real. Todo es tan glorioso, y también tan frustrante. 

Las malas hierbas trata de la vida, del amor y de la muerte, pero no estamos ante una pomposa declaración existencial. Al contrario. Al explorar el alegre laberinto de lo que Durgnat llamó “las grietas entre los hechos”, Resnais encuentra totalmente lo que ha estado buscando desde, por lo menos, La vie est un roman (1983): la insoportable levedad del ser.

 


(*) Este texto fue publicado originariamente como exclusiva on-line en Sight and Sound (Julio 2010)

Original text © Adrian Martin, June 2010 / Traducción © Cristina Álvarez López, junio 2012

© Traducción: Cristina Álvarez López