Greta Garbo
La construcción del mito
* Este artículo forma parte del Especial sobre la política actoral
Existe la idea preconcebida de que los enfrentamientos entre los directores y los productores o grandes estudios representan la lucha de un artista que intenta preservar la integridad de su obra. Pero, en cambio, cuando es un actor célebre el que protagoniza esos choques tendemos a imaginarnos a una estrella caprichosa, y no concebimos la posibilidad de que éste también sea un artista preocupado por el resultado de la obra final. Un ejemplo paradigmático que nos obliga a replantearnos esta visión que gira siempre en torno al director como gran creador es el de la actriz Greta Garbo. Hoy día seguramente se la recuerda más por el mito que por sus actuaciones: la diva elusiva y temperamental que se apoyó en su inmensa fama para imponer siempre sus condiciones, y que se retiró de la luz pública a una edad muy temprana por su inseguridad respecto a su físico. Pero se trata de una visión que, aunque tiene parte de verdad, esconde una personalidad mucho más compleja a la que conviene hacer justicia.
La vamp sueca
Cuando la Metro-Goldwyn-Mayer hizo venir a Greta Garbo a Hollywood proveniente de Suecia en 1925 no fue por su carrera, ya que por entonces la actriz de 20 años tenía una limitadísima experiencia en el mundo del cine con solo dos papeles de relevancia. El principal interés del estudio era el director sueco Mauritz Stiller. Éste era en ese momento uno de los más importantes cineastas del mundo y acababa de cosechar un enorme éxito con La leyenda de Gösta Berling (Gösta Berlings Saga, 1925), en la cual había dado un papel a Garbo, entonces una joven estudiante de teatro en la que vislumbró un gran potencial. De modo que la actriz inicialmente era una “creación” de Stiller, quien le enseñó a desenvolverse en el mundo del cine y planeaba seguir haciendo películas con ella en Hollywood. Desafortunadamente, sus carreras llevaron caminos separados: Stiller no supo adaptarse al modus operandi de los grandes estudios y volvió pronto a su país natal sin haber podido dirigir a su protegida, mientras que Garbo desde su primer filme tuvo un enorme éxito que la convirtió en pocos años en una de las actrices más cotizadas de Hollywood.
Garbo, aún inexperta y sola en un país extranjero cuya lengua estaba empezando a aprender, se sintió muy insegura sin el apoyo de su compatriota, pero, viendo cómo se desarrollaron los acontecimientos posteriores, esta circunstancia evidencia todavía más su fuerte personalidad. En sus primeros papeles la Metro la quiso encasillar como vampiresa en obras como El torrente (Torrent, 1926) de Monta Bell y La tierra de todos (The Temptress, 1926) de Fred Niblo, confiando en hacer de ella una nueva Theda Bara. Ésta se había hecho célebre en los años 10 con sus papeles de exótica mujer fatal desbordante de sexualidad, pero representaba un tipo de erotismo que no le interesaba a Garbo: personajes estereotipados que solo desprendían lujuria y codicia, y que llevaban vestidos tan sugerentes que resultaban escandalosos. En sus dos primeras obras en Hollywood se nota el interés del estudio por conducirla hacia ese camino pero, vistas hoy día, sus actuaciones son efectivas sin ser nada remarcables en comparación con lo que vino después. Lo único que se explotaba de ella era su marcado sex appeal y ésta apenas consiguió aportar matices a unos personajes demasiado estereotipados. Sin embargo, el público de la época quedó completamente hechizado: había algo en la forma en que la capturaba la cámara que la hacía diferente, especialmente esa mirada menos agresiva que la de vamps como la ya citada Theda Bara, pero cargada de una sensualidad más sutil. Eso se haría aún más evidente en su siguiente obra.
El mito Garbo
La carne y el demonio (The Flesh and the Devil, 1926) de Clarence Brown fue el gran punto de inflexión de su carrera. De nuevo su papel era el de una mujer tentadora que traía la desgracia consigo, pero aquí Garbo consiguió dotar de más profundidad a su personaje con una sensualidad que se basaba no tanto en su capacidad de seducción como en su forma de reflejar el deseo sexual. La vamp, por tanto, ya no era simplemente una mujer que manipulaba hombres a su antojo sirviéndose de su cuerpo, sino un ser también rebosante de deseo. Este importante matiz viene remarcado sobre todo por la interpretación de Garbo, repleta de instantáneas inusualmente eróticas para la época, como cuando en una ceremonia de misa gira el cáliz del que debe beber el vino para que sus labios toquen la misma parte en que su amado puso los suyos. Esta escena ya anticipa el momento más célebre de La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, 1933), en que, de nuevo, Garbo canaliza su deseo a través de los objetos de la habitación donde estuvo con su amante, así como las escenas de Mata Hari (1931) en las que la sexualidad va unida a lo sagrado (la danza inicial de Mata Hari al dios Shiva o el momento en el que pide a su amante que, antes de acostarse con ella, apague la vela que tiene encendida a un icono religioso).
A la hora de explicar el inusitado erotismo que hay tras El demonio y la carne la historiografía ha tendido a favorecer el mito: durante el rodaje de la película, Garbo y el actor John Gilbert se enamoraron dando inicio a un romance que la Metro explotaría a conciencia y que explicaría la química que hay entre ambos en sus escenas románticas. Pero aun siendo eso innegablemente cierto, el erotismo que desprenden obedece también a otros factores, como el trabajo con la luz de William Daniels, que desde entonces se convertiría en su director de fotografía predilecto. Él supo capturar mejor que nadie esa fascinante belleza etérea que el filósofo Roland Barthes describió tan bien en su ensayo “El rostro de la Garbo” al afirmar que “representa ese momento inestable en que el cine extrae una belleza existencial de una belleza esencial, cuando el arquetipo va a inflexionarse hacia la fascinación de figuras perecederas, cuando la claridad de las esencias carnales va a dar lugar a una lírica de la mujer”. El otro factor clave en dar forma a la imagen de la diva Garbo fue el diseñador de vestuario Gilbert Adrian, con el que empezó a trabajar en La mujer ligera (A Woman of Affairs, 1928) y que optó por un tipo de ropa que explotaba más la elegancia de la actriz y no por acentuar el erotismo que ésta ya remarcaba en sus interpretaciones. De hecho una de las ideas clave de Garbo a la hora de encarnar a mujeres fatales sería que no necesitaba remarcar la sensualidad de sus personajes en todos sus aspectos, y que incluso a veces convenía contrastar ese rasgo con cierta ternura (algo visible en sus futuros papeles en Mata Hari o La dama de las camelias).
Por otro lado, el realizador Clarence Brown, considerado su director por excelencia al hacer más películas con ella que ningún otro, no parecía ser especialmente admirado por la actriz. Incluso en la biografía Clarence Brown: Hollywood’s Forgotten Master de Gwenda Young se reconoce que a la Garbo le resultaba agradable trabajar con él, no por sus méritos artísticos sino porque daba mucha libertad a sus actores. Su gran mérito era ser muy cuidadoso con la extrema sensibilidad de la actriz y conseguir que ésta se sintiera cómoda en los rodajes, pero no llegó a moldear su tipo de interpretación como sí lo había hecho inicialmente Stiller (1)↓.
El método de trabajo de Garbo consistía en una concentración absoluta en cada escena que interpretaba, hasta tal punto que cualquier mínima distracción la podía turbar. Por ello en los rodajes ordenaba situar pantallas alrededor del set. El motivo principal no era ahuyentar a los curiosos (como afirma la historiografía oficial que confirmaría el relato de la Garbo como una caprichosa diva) sino proteger su interpretación, ya que cuando se daba cuenta de la gente que la observaba todo le parecía un artificio ridículo y era incapaz de seguir metida en su personaje. En parte por ello, tampoco le gustaban los ensayos y prefería hacer pocas tomas o incluso solo una, ya que ese punto de máxima concentración la llevaba a darlo todo en la primera. Este método puede vislumbrarse en su forma de interpretar, con el que conseguía que sus miradas y pequeños gestos estuvieran cargados de significado sin necesidad de sobreactuar, algo que se percibe ya en la célebre escena de El demonio y la carne en que los protagonistas se besan por primera vez.
En dicha escena, los personajes de Gilbert y Garbo escapan de una fiesta y se sientan en un banco del jardín apenas iluminado, donde hablan durante unos minutos en que la tensión sexual se palpa sin que ninguno se atreva a dar el primer paso. Ella interrumpe entonces la cháchara sacando un cigarro que posa en sus labios mientras le mira directamente a los ojos. Gilbert, algo nervioso, se calla, y ella entonces se quita el cigarro y lo pone en los labios de él, un primer claro indicio de complicidad. Aquí el espectador ya sospecha que ella no ha sacado el cigarro para fumar, sino como un objeto del que servirse para provocar una reacción de él sin darlo a entender directamente. Éste no obstante lo enciende, pero al cabo de un instante Garbo sopla la cerilla mientras le sostiene la mirada para confirmar lo que el espectador ya ha intuido. Finalmente, ambos no se resisten más y se besan. Durante tres tensos minutos Garbo ha dominado por completo la escena dando a entender el deseo sexual que siente hacia Gilbert sin ser explícita ni apoyarse en rótulos, solo con su mirada y unos pequeños gestos llenos de significado.
A raíz del gran éxito de El demonio y la carne, la actriz pudo permitirse exigir otro tipo de papeles para huir del encasillamiento. Con apenas 21 años y solo tres películas en Hollywood tras sus espaldas, enfrentarse a un gran estudio como la MGM era cuanto menos temerario, pero eso nos confirma su voluntad por tener el control sobre su carrera desde sus inicios. La batalla acabó siendo exitosa para ambas partes: en su siguiente filme, Anna Karenina (Love, 1927) de Edmund Goulding, capitalizaría de nuevo el potencial del tándem Garbo y Gilbert. Y ella pudo, por fin, protagonizar un personaje diferente a los anteriores: una madre que sucumbía a un adulterio que la separaba de su hijo. En este filme Garbo consiguió mantener ese erotismo tan especial con Gilbert, pero la gran novedad eran las escenas que protagonizaba con su hijo, que destilaban una ternura insólita hasta entonces que con el tiempo también trasladaría a algunas de sus escenas románticas.
A partir de aquí siguieron una serie de proyectos que se alternaban entre propuestas más comerciales para satisfacer al estudio y otras de índole más artística para satisfacerla a ella. En su insistencia por mantener siempre a Daniels como director de fotografía y Gilbert Adrian como diseñador de vestuario, Garbo demostraba ser consciente de cuánto le debía a éstos en la construcción de su propio mito. Podía cambiar de directores a lo largo de los años, pero eran Daniels y Adrian los que la ayudaron a convertirse en “la divina Garbo”. Eso quiere decir que el mito Garbo fue en gran parte obra de la actriz y no de la Metro o del célebre productor Irving Thalberg, empeñados en encasillarla en un estereotipo de mujer fatal; ni tampoco de ningún director, ya que, sin Stiller para marcarle el camino, fue ella quien desarrolló su estilo personal en obras dirigidas por realizadores muy competentes, pero sin una marcada personalidad, que intuitivamente la dejaban desarrollar sus personajes.
Por otro lado, buena parte del mito Garbo se alimentó de factores que iban más allá de sus películas. En la época en que ella alcanzó el éxito la industria de Hollywood era especialmente cuidadosa en la percepción que tenía el público de sus estrellas. Tal es así que se intentaba mantener el mito más allá de las películas, para que el público no creyera que había una gran diferencia entre lo que veían en la pantalla y el actor en la vida real. Los departamentos de publicidad tenían una gran importancia a la hora de controlar qué se escribía sobre sus intérpretes más famosos y aportaban todo tipo de material que encajara con la imagen que se pretendía dar de ellos. En consecuencia, una vez Greta Garbo se convirtió en una celebridad tuvo que pasar por el largo proceso que le tocaba sufrir a toda actriz: maratonianas sesiones de fotos, entrevistas en que se le preguntaba sobre su vida privada y apariciones en público. Garbo no soportaba estas obligaciones extras, y más siendo una persona especialmente celosa de su intimidad. Su único interés era actuar, de modo que a medida que fue ganando poder se negó a seguir el juego al departamento de publicidad.
Esto, que en circunstancias normales sería un problema para el estudio, fue utilizado muy astutamente a su favor. El hecho de que la actriz fuera tan reticente a mostrarse en público y a hablar de sí misma sirvió para crear el mito de Garbo como mujer misteriosa. Eso sumado a la imagen que transmitía en pantalla contribuyó a aumentar todavía más la leyenda: la Garbo era el ideal erótico inaccesible, casi intocable. Los fans solo podían contemplarla en esas imágenes tan sugerentes que veían en la gran pantalla sin ser capaces de imaginarse cómo sería en la vida real. De esta forma, el tipo de papeles que interpretaba se acababan fusionando con la imagen que daba de ella la prensa, entremezclando persona y personaje. Cuando el personaje que interpretaba en Grand Hotel pedía lastimeramente que la dejaran sola, el público creía estar oyendo lo que diría la Garbo de verdad. Pero en realidad, si hay un diálogo que representa fielmente sus pensamientos seguramente sea ese de La reina Cristina de Suecia en que afirma: “Estoy cansada de ser un símbolo, Canciller. Deseo ser un ser humano”.
Garbo habla
“Gimme a whisky, ginger ale on the side, and don’t be stingy, baby!“. Pocas veces una línea de diálogo había creado tanta expectación como esta de Anna Christie (1930) de Clarence Brown. Era la primera frase que pronunciaba Greta Garbo en una película, y todo el mundo estaba expectante por oír cómo sonaría la voz de la actriz más popular de la época. Bastantes estrellas de la era muda no pudieron superar la prueba del salto al sonoro, y Garbo partía de las desventajas que le otorgaban su acento sueco y el representar un tipo de belleza tan perfecto que resultaría extraño humanizar dándole voz.
La Metro, temerosa de que no superara la prueba, estuvo posponiendo al máximo ese momento manteniéndola en películas mudas hasta una fecha tan tardía como 1929 con El beso (The Kiss, 1929) de Jacques Feyder, una de las últimas obras silentes realizadas en Hollywood. ¿Cómo salir airosos del paso? El astuto productor Irving Thalberg dio con la clave proponiendo una adaptación de la obra teatral Anna Christie, que le permitiría solventar el tema del acento al interpretar a una hija de emigrantes suecos. Pero más importante aún era el tipo de personaje que interpretó aquí Garbo, que muy hábilmente se alejó temporalmente de los ambientes glamurosos para dar vida a una joven prostituta venida a menos que se reencuentra con su padre. Uno de los rasgos que más llamaba la atención al público del cine sonoro en sus inicios es que las películas adquirían un tono más realista y los actores que las interpretaban se parecían más a personas de carne y hueso, algo que a lo largo de la década provocaría un cambio de preferencia hacia intérpretes más cercanos y menos elegantes o, dicho en otras palabras, de impecables galanes como John Gilbert a representaciones del americano medio como Clark Gable o Gary Cooper.
Por ello resultaba especialmente oportuno que el primer contacto del público con la Garbo fuera en el ambiente barriobajero y decadente de una obra de Eugene O’Neill. De esta forma en esos difíciles años de transición hacia el sonido aquí la diva no se convertía en una figura melodramática que declamaba líneas de diálogo pomposas, sino que parecía una persona real. En Anna Christie, vemos a una Garbo irreverente y desencantada ocultando su oscuro pasado a su padre y de su pretendiente, que tienen una imagen idealizada de ella. Las escenas de amor tienen muy poco de románticas: él es un bruto que intenta aprovecharse de la joven, y ésta saca a relucir su genio apartándole con dureza, aunque no pueda evitar enamorarse de él. Más adelante cuando confiesa a su amante su pasado, le reprocha sus prejuicios con un tono duro y despectivo inédito en la actriz hasta entonces. Garbo aún transmitía esa sensualidad tan característica suya, pero esta vez despojada de esa aura “divina” que la caracterizaba. El público en consecuencia siguió hechizado por la diva, pese a que su voz era algo más grave de lo que cabía esperar (había quien decía que era “una rubia con voz de morena”, otros afirmaban menos galantemente que tenía voz de muchacho). Su salto al sonoro fue un éxito consiguiendo algo tan difícil como mantener esa imagen mítica de sí misma que había cultivado en la era muda al mismo tiempo que se adaptaba a las necesidades de ese nuevo contexto.
El tipo de personaje que Garbo encarnaba en Anna Christie volvería a repetirse en sus obras inmediatamente posteriores, como si la actriz entendiera que era la clase de papeles que mejor se ajustaban a esos primeros años de transición al sonoro. Con Mata Hari (1931) de George Fitzmaurice volvió a la senda de las mujeres fatales que desbordan erotismo y un cierto punto de exotismo, mientras que en la popular obra coral Grand Hotel (1932) rescataba su prototipo de personaje trágico. Con estas dos películas Garbo regresaba al tipo de papeles que la habían convertido en leyenda en la era muda y se vio capacitada para dar el gran paso por el que llevaba años luchando: un mayor control creativo de su carrera.
La reina Cristina de Suecia (1933) de Rouben Mamoulian fue su gran proyecto personal: ella escogió el tema, basado en la vida de una célebre monarca de su país; ella seleccionó a los guionistas y al director; ella impuso como protagonista masculino a John Gilbert, por entonces caído en desgracia a ojos del estudio; y, finalmente, ella fue la que hizo el trabajo de investigación sobre dicho periodo histórico en sus vacaciones a su Suecia natal, trayendo consigo tanta documentación que se convirtió a efectos prácticos en una especie de asesora técnica y coproductora extraoficial a quien se le consultaba todo. El grado de poder y control que tuvo Garbo en esta producción demuestra definitivamente cómo no era una estrella más del estudio, sino una artista interesada en controlar todo el proceso creativo. Y todo ello encaminado una película de calidad y prestigio, y no a un mero vehículo de lucimiento propio. Eso tendría, no obstante, una consecuencia negativa para la propia Garbo: el filme fue el primero de su carrera en no funcionar demasiado bien en Estados Unidos, y a partir de entonces la mayoría de sus películas solo resultarían rentables gracias al mercado europeo.
En La reina Cristina de Suecia quedó patente más que nunca la maestría de Garbo como intérprete, desenvolviéndose con soltura tanto en sus escenas más solemnes de la corte como en aquellas más ligeras en la posada donde se aloja de incógnito disfrazada de muchacho. Garbo rompe aquí con la fama de ser una actriz demasiado seria atreviéndose a jugar con la confusión de género y dando pie a la ambigüedad sexual sin que su mito se resienta. Por otro lado, un ejemplo de la delicadeza que otorgaba a sus interpretaciones es la escena en que su personaje, tras haber pasado varios días encerrado con su amante en la habitación de una posada, se pasea por el dormitorio acariciando los diferentes rincones con mirada ensoñadora. Como ya hemos comentado, en lugar de una escena de exaltación dramática donde la reina se lamentaría entre lágrimas de su inminente separación, aquí se nos ofrece un momento más íntimo en que ésta intenta grabar en su recuerdo cada rincón de esa habitación donde tan feliz ha sido para poder recordarlo en un futuro. Se escoge la melancolía por delante de la tragedia. Del mismo modo, cuando en el desenlace de la película descubre que su amante ha muerto en un duelo, el plano final de la cinta no nos la muestra en un mar de lágrimas sino a bordo del barco en el que se dirige a un futuro incierto con semblante serio e introspectivo. La cámara se acerca cada vez más a ella como si quisiera satisfacer las ansias de los espectadores por conocer qué sentimientos la están torturando por dentro (del mismo modo que el público de la época ansiaba conocer qué había tras el misterio de la Garbo), pero el rostro permanece impertérrito dándole más grandeza aún a su personaje. Pocas actrices de melodrama entendieron tan bien como ella el potencial dramático de las emociones contenidas.
De todos los directores con los que trabajó uno de sus predilectos fue George Cukor, con el que realizó el que sería el papel favorito de su carrera. En La dama de las camelias (Camille, 1936) interpreta a una alegre cortesana que pone fin voluntariamente a su relación con un joven diplomático del que está enamorada para no arruinar su carrera. Su interpretación aquí se mueve entre la coquetería de cortesana (reflejada en sus continuas risas y su porte presumido) y la ternura de una mujer sinceramente enamorada, patente en las escenas de amor que comparte con Robert Taylor, como aquélla en que le abraza y le cubre la cabeza de besos amorosamente, un gesto improvisado por la propia actriz y que ya tenía precedentes en otros papeles suyos: en la única escena que se conserva de The Divine Woman (1928) de Victor Sjöstrom, donde también cubría de besos en una especie de éxtasis amoroso la cabeza de su amante antes de que éste partiera, y en Mata Hari, donde pese a encarnar a una espía, ya imprimía en su relación amorosa con el protagonista un toque más tierno y casi maternal, desmarcándose de la clásica figura de fría mujer fatal. En La dama de las camelias seguiría esa misma pauta alejándose del tópico de la cortesana hipócrita y calculadora, que aquí rebosa ternura hacia su amante (2)↓.
La escena final en que una Marguerite moribunda se reencuentra con él en su lecho de muerte fue uno de sus momentos cumbre como actriz logrando transmitir tantas emociones diferentes de una forma delicada y contenida, expresando al mismo tiempo la enorme alegría que siente al reconciliarse con su amado y la fragilidad de su personaje en sus últimos estertores de vida. Pese a ser un momento tan dramático, Marguerite sigue demostrando su vanidad al querer arreglarse para él e insiste en recibirle de pie. Garbo consigue imprimir a un momento tan dramático un punto de patetismo y melancolía al mismo tiempo, ya que reconocemos en estos gestos a la cortesana coqueta y alegre que vimos minutos antes, a la cual ella intenta hacer revivir en vano por última vez.
Garbo ríe
Ninotschka (1939) y La mujer de las dos caras (Two-Faced Woman, 1941) supusieron un intento final por parte de Garbo de reconducir una carrera que ya daba visos de estancamiento, de abandonar esos personajes prototípicamente melodramáticos y dar un inesperado giro hacia la comedia. La conocida frase promocional con que se publicitó Ninotschka era “Garbo laughs!”, como si ese hecho fuera algo insólito. En realidad, el público había visto a Garbo riendo a menudo en películas anteriores, incluso interpretando escenas abiertamente humorísticas como cuando en La reina Cristina de Suecia se hacía pasar por un muchacho, pero todavía perduraba la imagen de ella como una diva seria y altiva. Por eso la película de Lubitsch funcionó tan bien, ya que en la imagen de esa mujer rusa fría e imperturbable que al final acaba humanizándose el público veía un reflejo de la propia Garbo, que se revelaba aquí como una eficaz actriz de comedia exagerando esa pose altiva que se esperaba de ella para luego convertirse en una mujer encantadora.
No obstante, el experimento falló en su intento de hacer una screwball comedy con George Cukor. Aunque no se puede decir que haga un mal trabajo en La mujer de dos caras interpretando a una profesora de esquí que finge tener una hermana gemela, al público y la crítica les chocó ver a Garbo en este tipo de papel tan ligero y absurdo, más adecuado para Jean Arthur o Irene Dunne. Una de las escenas en que eso queda más patente es aquella que tiene lugar en la sala de baile, donde podemos ver a Garbo bailando de forma absurdamente sensual con un vestido inusualmente ajustado y escotado. Todo es de un erotismo exagerado pero justificado a nivel de guion con intenciones cómicas. Sin embargo, a los espectadores de la época les resultaba chocante ver a Garbo encarnando un tipo de erotismo tan diferente al que estaban acostumbrados viniendo de ella. No había en su actuación nada de lo que hacía de ella una actriz única: la sutileza de los gestos, las miradas sugerentes y la contención por delante de la sobreactuación, que caracterizaban sus famosas escenas de amor en películas anteriores. La screwball comedy, definida por Howard Hawks como “actores serios comportándose como si estuvieran locos”, invitaba al exceso, y más cuando la protagonista debía hacer un doble papel. En Ninotchka había conseguido resultar divertida manteniendo todos sus rasgos propios, pero aquí, sin su marca de estilo personal definida por su forma de actuar y sin la ayuda de unos colaboradores con los que no pudo contar (William Daniels y Gilbert Adrian), Garbo se convirtió en otra actriz más y fracasó en el intento. La Garbo actriz demostró que era capaz de desenvolverse en la comedia, pero el mito Garbo no sobrevivió a esta prueba.
Pese a que posteriormente estuvo tanteando otros proyectos (entre ellos una prometedora adaptación de La duquesa de Langeais con James Mason y dirigida por Max Ophüls), finalmente éstos quedaron en nada en gran parte por la propia inseguridad de la actriz. Había pasado tantos años creando cuidadosamente esa imagen cinematográfica que al final ella misma temía no estar a la altura de su propia obra. El precio a pagar por haber logrado con tanto éxito construir un mito que fuera coherente consigo misma de una película a otra es que éste acabó superando a la propia actriz, quien en consecuencia prefirió seguir el resto de su vida retirada manteniendo viva la leyenda que ella misma había creado.
La fuerza del mito ha hecho que siga existiendo esa idea de Garbo como una mujer misteriosa de una belleza singularmente fotogénica, pero todo ello fue una construcción deliberadamente orquestada por la actriz sin la colaboración inicial de los estudios. El gran mérito de Garbo fue encontrar una personalidad propia en la forma de actuar y presentarse en la pantalla que, al mismo tiempo, no la encasillara en un papel determinado, sino que podía amoldar a diferentes tipos de roles (vamp, espía, reina, bailarina, prostituta, joven madre, una fría comisaria soviética…). Esa naturalidad con que asumía estos diferentes personajes, manteniendo además tal coherencia en la construcción de su imagen cinematográfica de una película a otra, inducía al error de creer que en el fondo estaba mostrándose tal cual era con una diferente caracterización según el caso. En realidad, Garbo consiguió algo tan complejo como adaptarse a una variedad de personajes, pero sin dejar de “ser Garbo”, es decir, manteniendo en todo momento una suerte de marca personal coherente en prácticamente toda su carrera, revelando en todos esos papeles a una actriz con una personalidad propia al margen de los dictados del estudio o sus directores.
© Guillermo Triguero, agosto 2020
(1)↑ De hecho, cuando Garbo tenía la oportunidad de elegir director para sus filmes raramente era Brown su primera opción, y prefería decantarse por otros nombres como Edmund Goulding, Rouben Mamoulian, George Cukor o Ernst Lubitsch
(2)↑ Entre tomas la actriz evitó todo contacto con Robert Taylor para no conocer al actor tal cual era y seguir visualizándole como el personaje que interpretaba en la película, y así mostrar de forma más natural el amor que debía sentir hacia él.