Le secret de la chambre noire

Contra la gentrificación del cine de género

 

En Kairo (2001), Kiyoshi Kurosawa subvertía o más bien ampliaba el radio de acción del J-Horror establecido por Hideo Nakata en The Ring (Ringu, 1998). Lo importante ya no era ni trabajar la ambientación para generar un estado de expectación en el espectador ante una aparición sobrenatural ni jugar con la posibilidad de un sobresalto. En ese film, la aparición de los fantasmas era mucho más gradual, su presencia no era agresiva y los protagonistas no reaccionaban violentamente. Los espectros no querían hacer daño, simplemente manifestarse, como residuo doloroso de una vida terminada. El impacto era emocional y Kairo se convertía en un film existencial donde los fantasmas representaban la fragilidad y la fugacidad de una vida: su presencia generaba una angustia ante la idea de la muerte. En la anterior Cure (1997), la investigación criminal llegaba a un punto muerto ante el descubrimiento de una vieja y enigmática película. El cine primitivo se convertía en un elemento casi sobrenatural, de un tiempo ya tan lejano que parecía pertenecer más a un mundo dominado por la magia y la superstición que al contemporáneo.

Cure (arriba) y Kairo (abajo) son dos filmes esenciales en la carrera de Kurosawa

Estas dos ideas, la de lo sobrenatural como exposición de las propias miserias de los protagonistas y la de la desconexión entre pasado y presente a través de objetos e instrumentos ya olvidados o en desuso, se repiten habitualmente en el cine de Kurosawa, como si esas dos películas hubiesen sentado unas bases para su cine posterior, o al menos para una serie de películas dentro de una filmografía más variada de lo que se suele señalar (1). Pero puede que, tras una época con menor actividad y con films menos adscritos a lo que podríamos llamar el canon Kurosawa, unido al encumbramiento definitivo de sus películas más representativas, el director parece más centrado últimamente en esos temas y ambientes que le dieron más fama. Así, sus últimos films parecen continuar ese mismo canon pero de forma ya plenamente consciente.

En Real (Riaru: Kanzen naru kubinagaryû no hi, 2013), un futuro amenazante, deshumanizado y pesadillesco aparece como visión enfermiza del protagonista, y en Journey to the Shore (Kishibe no tabi, 2015) el regreso de seres queridos fallecidos se produce cuando estos atraviesan una cueva que podría ser una puerta al otro mundo. Lo interesante en ambos casos es el tratamiento de Kurosawa, que lleva los films hacia una ambigüedad, hacia una indeterminación que provoca que la ficción creada por los protagonistas parezca más tangible que la propia realidad. No se sabe dónde empieza lo sobrenatural y dónde termina la imaginación. Indeterminación que también se vislumbra en lo genérico, pues su pertenencia al cine fantástico parece diluirse en el melodrama. El devenir de estas dos películas sigue el trayecto de los protagonistas para redescubrir el mundo que les rodea, como si tuvieran que volver a aprender, a mirar, a sentir, a respirar. Las apariciones sobrenaturales pueden ser extrañas y amenazantes, pero no buscan machacar a base de sustos, como mucho a través de la angustia de enfrentarse descarnadamente con lo desconocido, lo inexplicable. En Journey to the Shore, este encuentro entre el mundo de los vivos y el de los muertos se acepta sin condiciones, como si el cineasta quisiera decirnos que el mundo actual, lleno de rutinas cotidianas innecesarias y dominado por una llamativa y omnipresente cultura de consumo, hace que esas apariciones parezcan poco sorprendentes, aunque su presencia resulte dolorosa a largo plazo. Por eso mismo, el film acaba siendo más bien un melodrama sobre el redescubrimiento del amor de una pareja antes que una obra fantástica o de terror.

La indeterminación entre realidad y la ficción se percibe ya en Journey to the Shore

Le secret de la chambre noire (2) (2016) parecía por condiciones de producción una excepción más dentro de la carrera de Kurosawa. Su primera película rodada en el extranjero y en otro idioma (Seventh Code -Sebunsu kodo, 2013- no era exactamente eso) podría haber supuesto un cambio de tono o una adecuación a los estándares del cine fantástico galo (el horror). Pero no ocurre así, y el film continúa de forma natural lo desarrollado en Real o Journey to the Shore. Al igual que aquellas, es una película menos hermética que las primeras obras de Kurosawa, con más énfasis en la narración que en la fijación de determinados ambientes o situaciones. El rodaje con varias cámaras le ha dado a sus films una apariencia menos rígida, un desarrollo menos moroso, y a veces eso puede molestar en exceso —por ejemplo, el cineasta abusa de contraplanos dando respuesta a muchos planos que no lo necesitaban, algo que, en cualquier caso, no es tan dramático como en la mayoría de las producciones actuales, donde los planos de seguridad se han convertido en norma, y han hecho que la puesta en escena y el montaje sean meros trámites—. Pero en el cine de Kurosawa siempre parece haber un orden, una curiosidad por encontrar elementos, figuras en los bordes del plano. La cámara se desplaza lentamente por los escenarios, por ese hall de la mansión donde transcurre el film, con esa gran escalera que se retuerce, con esa puerta de la cocina que se abre misteriosamente o con ese espejo sucio en la entrada… Este último objeto es el más genial de la película, el punto del encuadre en el que inevitablemente fijamos la vista, esperando encontrar una aparición fantasmal o algo que justifique su presencia.

Ese espejo sirve para explicar el funcionamiento de una película que se construye sobre la expectación del espectador por darle sentido a lo que ve, por fabular sobre elementos sobrenaturales, por adivinar el enigma antes de que el propio film lo explique. Kurosawa se mueve en la ambigüedad en una película que es tanto un film de fantasmas como un retrato ensimismado de hombres culpables, obsesionados con la imagen de una mujer muerta. Podríamos dividir las escenas de Le secret de la chambre noire en dos: las narrativas o de transición y aquellas más psicológicas donde el director japonés mueve con curiosidad su cámara por los rincones de la mansión, sugiriendo la presencia de elementos paranormales. Estas últimas suelen consistir en planos más sostenidos, donde se alarga el suspense y la cámara se mueve de forma morosa, casi como un ente sobrenatural errático por el escenario, cerrándose sobre los actores o alejándose para mostrar algo que está fuera del encuadre.

Marie posa inmóvil en Le secret de la chambre noire para su padre, el fotógrafo Stéphane

El choque entre el mundo de los vivos y el de los muertos se produce tanto a un nivel íntimo y personal como a otro más general y teórico. En el cine de Kurosawa, el mundo y los objetos que rodean a los protagonistas son detalles muy a tener en cuenta. La mansión en la que vive Stéphane ocupa un lugar estratégico dentro de un ambicioso plan urbanístico parisino. Todo el espacio que rodea al edificio está lleno de vallas y avisos de obra, en proceso de demolición. Espacios devastados, como en Creepy (Kurîpî: Itsuwari no rinjin, 2016), que se encuentran en un proceso traumático de modernidad agresiva, que dará lugar a urbanizaciones de nuevo cuño. Stéphane y su mansión son la única resistencia ante esa imparable gentrificación. Solo él aguanta, insobornable, ante el avance de la civilización, al igual que en su trabajo fotográfico, puesto que utiliza un método extenuantemente lento y nada práctico, pero al mismo tiempo de inigualable calidad. Este consiste en utilizar aparatosas cámaras de impresiones para realizar daguerrotipos, lo que implica que sus modelos se vean obligados a permanecer impertérritos durante los largos procesos de fijación. El resultado es asombrosamente real, casi sobrenatural, de ahí que Stéphane y su ayudante Jean vivan cada vez más en un mundo de ficción que en uno real. Su técnica fotográfica tiene más que ver con manipular la realidad para conseguir adecuarla a su trabajo, de ahí que las personas fotografiadas siempre sean muy particulares: su propia hija, casi convertida en un espectro en vida; la mujer al borde de la muerte que pide un retrato de sí misma, como si esperase que ello le fuese a dar la inmortalidad; o el hijo recién fallecido de un matrimonio joven, al que deciden inmortalizar justo antes del funeral. En ese mundo poblado de ruinas y espectros en el que vive Stéphane, la aparición fantasmal de su mujer, real o imaginada, no parece desentonar, al igual que los fantasmas de Kairo. Si allí era lo virtual lo que alteraba el sentido de la realidad de los protagonistas, aquí son los sueños analógicos, la exposición ante unos artilugios de un mundo lejano donde la fotografía parecía más magia que ciencia. Un poco como ocurría con la vieja película de Cure.

¿Se convierte Marie en imagen en Le secret de la chambre noire?

Michel Mourlet decía que el cine sustituía nuestra realidad por una amoldada a nuestros deseos (3), y quizás eso sea lo que busca Stéphane, al igual que el fotógrafo de El extraño caso de Angélica (O estranho caso de Angelica, Manoel de Oliveira, 2010), que creía que la mujer fallecida que fotografiaba le sonreía. En el caso del protagonista de Le secret de la chambre noire, esa fantasía se transforma en condena, y su mujer regresa, como fantasma o recuerdo, no para asustarle, sino para provocarle una angustia permanente, con su ausencia de respuestas, su rostro pálido y su mirada perdida. La hija de ambos, Marie, parece seguir en vida los pasos de su madre, y ha sustituido a esta como modelo en los delirios fotográficos de su padre. Cada sesión fotográfica parece un paso más allá para dejar de ser humana y convertirse en imagen, espectro. Su única razón de ser al margen de ese trabajo es su jardín, un invernadero lleno de flores y plantas que se ve asimismo amenazado por el avance urbanístico parisino, pero también por los vertidos de los productos químicos que Stéphane utiliza en su trabajo. La transformación de Marie en imagen es paralela a la contaminación del terreno sobre el que se levanta el invernadero. Stéphane y Jean terminan tan obsesionados por las imágenes quietas y perfectas que producen que la realidad les parece poco atractiva, al igual que lo que señalaban Mourlet y Jean-Luc Godard.

Jean y Marie se enamoran, pero no queda claro si él quiere más a la imagen impresa en el daguerrotipo, de la cual Marie no es más que una versión falible y perecedera, por mucho que ella misma haya sido también vampirizada por su propia imagen. La situación es parecida a la de Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958), donde Scottie era incapaz de amar a Judy por el recuerdo de la perfecta y sobrenatural Madeleine. De hecho, en la banda sonora de la película de Kurosawa parece haber reminiscencias a la partitura del filme de Hitchcock y en la escena en la que Jean observa cómo unos buzos registran la zona del río bajo el puente, hay un plano similar a aquel donde Scottie recordaba a Madeleine mirando al río en el que la había rescatado. Al igual que el personaje de Kim Novak, Marie se comporta como un fantasma en vida: frágil, ausente, solitaria, de gestos repetitivos y mecánicos. Llegado a un punto, Jean le transmite sus dudas acerca de que todo lo que están viviendo sea real. Ella se acerca a una ventana y con su silueta entrecortada por la luz, con su actitud distante habitual, señala que realmente poco importa mientras sean felices. Y Kurosawa trabaja esa ambigüedad, como señalando que el dispositivo mismo de la narración cinematográfica lleva a esa confusión: los movimientos de cámara, las elipsis de tiempo que todos damos por supuesto cuando vemos un film, no son más que intervenciones sobrenaturales en la realidad, que el cine nos ha acostumbrado a que interpretemos como normales. El director japonés parece darle la vuelta a todo ello y consigue que el montaje y todos los trucos narrativos vuelvan al terreno de lo sobrenatural. De ahí que los comportamientos cada vez más extremados de Marie (distante, enigmática) y de Jean (obsesivo, desequilibrado) nos conduzcan a dudar como espectadores de la realidad que muestra el film, como si nos sumergiéramos en el terreno de lo mágico de forma inevitable. Quizás el propio cineasta juegue con las expectativas de lo que uno podría esperar de un film de Kurosawa.

La ambigua e irreal historia de amor entre Jean y Marie en Le secret de la chambre noire

Con el paso de los años, las películas del director japonés se alejan cada vez más de los moldes genéricos y sus tópicos asociados, de los lugares comunes del thriller, del fantástico o del terror. Es cierto que en Le secret de la chambre noire hay una idea de suspense, un continuo trabajo de sugestión del espectador para obligarle a estar alerta, a pensar en los elementos sobrenaturales, en los tópicos del cine de género, pero como se señalaba en los párrafos anteriores, parece más un juego retórico, una maniobra de distracción. De lo que se trata más bien es de ir desnudando y depurando toda una serie de tópicos que han dejado de tener sentido, de tan sobados que están, para resignificarlos y alejarlos de su aplicación mecánica. Kurosawa quiere rescatar el factor humano. Una de las cosas que más me emociona de sus mejores películas es su capacidad de convertir el conflicto del film, por muy nimio y banal que parezca, en un conflicto existencial, en un drama íntimo desgarrador. Quizás por eso no me gusta mucho Creepy, su otra película de 2016, que deriva hacia el film de tesis, y me sobrecoge un film romántico y ambiguo como Le secret de la chambre noir.

 

 

© Miguel Blanco Hortas, julio de 2018

 
 

(1) Donde hay espacio para el thriller de venganza Serpent’s Path (Hebi no michi, 1998), la ciencia ficción ballardiana de Barren Illusions (Ôinaru gen’ei, 1999), la comedia negra en Doppelganger (Dopperugengâ, 2003), el coming-of-age de Bright Future (Akarui mirai, 2002), el drama familiar de Tokyo Sonata (2008) o el más atípico de todos, el noir de inmigrantes japoneses en Rusia Seventh Code.

(2) Conocida internacionalmente como Daguerrotype.

(3) Jean-Luc Godard haría famosa esta cita enunciándola al inicio de El desprecio (Le mépris, 1963) y atribuyéndosela equivocadamente a André Bazin.