Las ficciones de Claire Denis (1988-2004) (1/2)

El cine bajo la piel

 

En los primeros planos de Jacques Rivette. Le veilleur (Claire Denis, Serge Daney, 1990), el cineasta de Rouen pasea por una galería de arte mirando con atención los cuadros del pintor Jeane Fautrier, observando cómo en estas obras los retratos -a medio camino entre la pintura y la escultura- se retuercen y sobresalen de la superficie plana del lienzo.

Más tarde, en la calle, Rivette y Serge Daney charlan en un bar y el crítico le pregunta al realizador por qué en sus filmes, en los momentos de mayor dramatismo, evita filmar primeros planos de los rostros de sus actores y opta siempre por alejarse de ellos. Rivette piensa y finalmente le responde que en esos instantes tan cruciales jamás se aleja por pudor, sino más bien por necesidad, por la exigencia de no separar el cuerpo humano, mostrándolo como un todo, en su dimensión más orgánica.

Frautrier y Rivette piensan igual: la materialidad de un cuerpo sirve para revelar aquello de lo que está hecho, tanto por dentro como por fuera, y no es casualidad que sea Claire Denis quien se encuentre detrás de la cámara creando esta interesante analogía.

 

1. La piel

En una playa africana, un niño se baña con su padre a la orilla del mar. Todo en esta imagen es perfecto: la luz que recoge a los personajes, el encuadre, el relajante sonido del mar… Pero cuando, de repente, las dos figuras empiezan a correr, la cámara, en lugar de seguirlas, quiebra su dinámica lógica y se mueve en dirección opuesta a ellos, haciendo un barrido hasta detenerse en la figura de una joven blanca que descansa en la arena. Es ahí, en esa pequeña escisión del lenguaje narrativo clásico apenas perceptible del arranque de Chocolat (1988), donde podemos apreciar que algo palpita bajo estas imágenes aparentemente sencillas. Quizás haya demasiada atención volcada en los cuerpos mojados o acaso demasiado misterio en la mirada de la joven, pero sea como fuere, es innegable que algo está sucediendo y que, de momento, nuestros ojos no pueden descifrarlo.

A medida que el filme avance –siguiendo una estructura de flashbacks que siempre, invariablemente, acompañará a los trabajos realizados por Denis en el continente negro–, descubriremos que la palabra clave que define esta ópera prima es “aprendizaje”. De la misma forma que France, la niña protagonista, “aprende” a reconocer al otro (el sirviente Proteé interpretado por Isaach de Bankolé) mediante los sentidos, bien sea comiendo hormigas o escuchando los sonidos de la lengua africana, en esta película Denis parece querer transmitirnos mediante unas imágenes convencionales algo que está más allá de ellas, algo que se oculta en algún profundo lugar al que solo se puede llegar de forma abrupta, mediante la herida.

Es por eso que Proteé, antes de desaparecer en el desierto casi al final de la cinta, incapaz de transmitir con palabras o gestos a France su última lección (el dolor que se siente al ser repudiado), provocará una quemadura en la mano de la pequeña dejando así, tanto en ella como en nosotros, una marca imposible de borrar, una grieta que abrirá el camino de acceso al que será el siguiente filme de la realizadora, S’en fout la mort (1990).

 

1.1. De león a gallo

Quizá France regresó a Francia o quizá no. Eso es algo que no sabremos jamás porque con quien regresaremos a Europa no es con ella, sino con Proteé que, de la oscuridad del desierto, reaparecerá a través de ese quiebro en otra oscuridad (la de la noche de una carretera francesa) transfigurado en Dha, un organizador de peleas de gallos clandestinas que se dirige con su socio a la frontera.

De nuevo, y no precisamente por última vez, es la figura de un intruso la que nos introduce en el universo ficcional pero, en este caso, a diferencia del filme anterior, el dispositivo ha variado sustancialmente tanto detrás como delante de la cámara, y sus papeles casi parecen haberse invertido.

Si en Chocolat la intrusa estaba frente a la cámara bajo las órdenes de una directora perfectamente conocedora del terreno que pisa, en S’en fout la mort es la propia Denis la que se infiltra en un submundo que le es ajeno –el de las peleas de gallos–, al que accede partiendo solo del conocimiento que el propio medio le ha otorgado. Dicho sea de paso, este filme puede considerarse casi una extensión de la película de Monte Hellman Cockfighter (1974).

Suspendida en una especie de limbo existente entre la repulsa y la fascinación, Denis se muestra en esta película, más que como una directora, como una espectadora privilegiada de este particular teatro de la testosterona ubicado en el sótano de un restaurante de carretera. Desde esa distancia intermedia descubre un nuevo elemento que a partir de entonces resultará clave en su obra: la animalidad de sus personajes.

Si en Proteé había algo de león cuando lamía la comida de la mano de France, en los personajes de S’en fout la mort, y muy especialmente en Jocelyn (el socio de Dah interpretado por Alex Descas), todo es gallo. Progresivamente, a medida que avanza la película, el universo masculino que la preside va perdiendo su condición humana para verse atrapado en una espiral que deconstruye las actitudes supuestamente varoniles hasta reducirla a su más pura esencia animal.

Será al final, en el clímax de esta involución del personaje de Jocelyn, donde aparecerá una nueva herida que, a diferencia de la que se producía en Chocolat, ya no está en la superficie, sino que ha penetrado más hondo, ha atravesado la piel, revelando un elemento que hasta ahora tan solo aparecía apuntado y cuya esencia es profundamente femenina: la sangre.

 

1.2. De mujeres y sangre

Se tiene, en general, un concepto bastante pobre de lo que significa el cine de mujeres. Siempre se habla de mayor sensibilidad, gusto por las historias más pequeñas, etc. Denis, sin embargo, encarna la verdadera mirada femenina ya que, por un lado, es capaz de mostrar ese lenguaje sin palabras basado en los gestos que las mujeres captan diez veces mejor que la mayoría de hombres (de ahí su capacidad para registrar esa animalidad en sus personajes) y, por otro, capaz de mostrar directamente la violencia.

La verdadera mirada de una mujer es esencialmente violenta, sobre todo por su relación con la sangre. Mientras el hombre suele sentir una curiosidad casi infantil hacía ella (Tarantino, Scorsese…), la mujer la conoce y convive con ella desde muy joven. Que nadie se engañe: las mujeres están mucho más capacitadas para la exposición fría y brutal de la sangre y la violencia y quizá sea Claire Denis la cineasta que mejor sirva para demostrarlo.

El viaje hacia el interior de las cosas continúa y de nuevo, contra todo pronóstico, no será la figura que debería (Proteé/Dah), sino otra, la de la emigrante lituana de piel blanquísima, Daiga (Yekaterina Golubeva), encargada de guiarnos en el camino.

J’ai pas sommeil (1994) nos lleva del extrarradio a la gran ciudad. Mediante las historias cruzadas de tres personajes totalmente desubicados, nos metemos de cabeza en un París extraño, casi surrealista, en el que la noche y las comunidades marginales imponen sus propias normas.

“Los mejores filmes son aquellos que se nos resisten”, decía Nicole Brenez, y seguramente estuviera en lo cierto, pero hay ciertas irregularidades en J’ai pas sommeil (sobre todo en cuanto a guión) que desconciertan. No obstante, y esto sí que puede resultar inesperado, es este un filme imprescindible para llegar a entender la posterior obra de Denis. Se puede llegar al corazón de Trouble Every Day (2001) o L’intrus (2004) sin necesidad de pasar por Chocolat o S’en fout la mort, pero no sin hacerlo antes por J’ai pas sommeil.

Tenemos la fisicidad, el retrato de mundos marginales, el discurso anticolonialista, los paisajes nocturnos… Contamos con casi todos los elementos que componían los anteriores filmes de la realizadora, reciclados y reformulados una vez más, pero en J’ai pas sommeil aparece uno nuevo, perceptible solamente durante el tiempo que dura un parpadeo, gracias a un inteligente uso del montaje.

 

1.3. De cortes y cuerpos únicos

En una morgue, un par de forenses escuchan distraídos la radio mientras realizan su trabajo. En determinado momento, vemos a uno de ellos mirar una muestra a través de su microscopio. Mientras el locutor habla de asesinatos, vemos unas imágenes abstractas de lo que podría ser un tejido humano aumentado y coloreado puesto sobre la potente luz del aparato. En ese instante se produce un corte y pasamos a otra ubicación, al hotel donde trabaja la joven Daiga. Allí, una de sus compañeras le comenta que ya ha terminado con esa habitación y que va a subir a la planta superior a continuar con su tarea y entonces, justo cuando va a salir, se cruza con otra compañera idéntica a ella que le comunica a Daiga que ella también subirá para cambiar las sábanas.

Unos médicos forenses analizando tejidos y dos gemelas haciendo las habitaciones de un hotel. A priori no hay nada misterioso en estas imágenes pero presentadas de esta forma, una al lado de la otra, se modifican inmediatamente y nos anuncian que hay algo en ellas, algo que las conecta de forma subterránea y que a nosotros nos toca descifrar.

Gracias al montaje pasamos de un milagro técnico (la visión de unas células aumentadas) a un milagro natural (la producción de dos seres idénticos) y será precisamente esta relación entre lo científico y lo humano la que nutrirá buena parte de su filmografía posterior. Claire Denis siempre se ha empeñado en mostrar en su cine cuerpos perfectamente diferenciados como forma de expresar que, a pesar de pertenecer todos a una misma especie, somos seres completamente distintos y únicos.

¿Qué sucede, entonces, cuando resulta que esto no es del todo cierto, cuando la información física de la que somos dueños pertenece también a otra persona? Esta es la pregunta que la cineasta se plantea en este filme (recordemos que dos de los protagonistas son hermanos), pero de una forma tímida, sin llegar a explorar en profundidad este dilema de los cuerpos que, sin embargo, si llevará a cabo en sus dos siguientes trabajos: US Go Home (1994) y Nénette et Boni (1996).

Tout les garçons et les filles de leur âge (1993) fue una serie televisiva francesa de nueve capítulos donde nueve directores seleccionados debían poner en escena sus recuerdos musicales. Al recibir la propuesta, Denis decidió crear una pieza, US Go Home, basada en la influencia de la música rock en la juventud francesa de los sesenta, algo que sin duda le tocaba de cerca, pero para hacerlo evitó la mera autobiografía y decidió tomar como vehículo la relación entre dos hermanos (Grégoire Colin y Alice Houri), un elemento que le interesaba estudiar en profundidad, sobre todo a partir de su anterior película, J’ai pas sommeil.

Debido a su carácter retrospectivo, US Go Home tiene una forma bastante diferente al resto de sus obras, ya que para hablar de ese periodo la cineasta recurre a los códigos visuales que más le influenciaron durante esa etapa de su vida: por un lado, la Nouvelle Vague (el ensamblaje brusco de la música, la denuncia antiimperialista) y, por otro, el cine del director japonés Yasujiro Ozu (el retrato familiar y la vida tranquila en el extrarradio).

Alejada por este encargo de su discurso poscolonialista, Denis aligera el peso del guión. El argumento es mínimo: unas chicas quieren ir a una fiesta, y la realizadora parece más centrada, como expone el crítico Adrian Martin, en realizar “un inventario de posturas y actitudes juveniles” que entronca directamente con gran parte del cine francés de la nueva ola.

Gracias a esa ligereza de la historia, la directora empieza a moverse aquí con mayor soltura y una de las consecuencias es que permite que surjan una serie de instantes que en sus anteriores trabajos aparecían muy difuminados, momentos de gran verdad construidos alrededor de la música, que nada tienen que ver con la trama ni la psicología de los personajes y que revelan, en última instancia, la profunda humanidad de estos.

En esta pieza será el lenguaje no verbal el verdadero soporte del peso narrativo y el abrazo final entre los dos hermanos -acaso demasiado largo, demasiado intenso- da buena cuenta de ello. Hay en US Go Home una continuación de ese embeleso por los cuerpos que comparten información, ya esbozada en J’ai pas sommeil, pero aquí se vislumbra algo diferente: la atracción que siente un cuerpo hacia “ese otro” debido al efecto espejo que provoca su observación. La ley moral impone una norma que rechaza el acercamiento entre estos pero la ley de la carne hace lo contrario, hace que uno sienta fascinación por el otro y que estos se atraigan.

 

1.4. De la atracción por “el otro”

En J’ai pas sommeil dos hermanos compartían información genética y poco más. En realidad uno era el opuesto del otro. En US Go Home, la diferencia era más bien generacional y entre los cuerpos había un acercamiento contra el que el hermano mayor luchaba férreamente (tratando de expulsar a su hermana de cualquier lugar que pudiera tener alguna connotación sexual) mientras que la pequeña, ingenuamente, parecía no planteárselo demasiado. Sin embargo, en Nénette et Boni (1999) el acercamiento va un paso más allá, puesto que la hermana pequeña es consciente de la situación incestuosa y en lugar de luchar contra ella, la motiva.

Aquí se apunta, de nuevo, una diferencia esencial entre hombres y mujeres: ellas conocen mejor su cuerpo y tienen menos miedo a explorar sus límites, mientras que el hombre siempre trata de poner barreras debido a que su autoconocimiento es bastante pobre. Para Nénette (de nuevo Alice Houri) la atracción no tiene nada de malo –de hecho se toma la seducción como un juego que le permite estar más cerca de su hermano–, pero Boni (de nuevo Grégoire Colin) siente un rechazo brutal ante dicha situación. Y mientras Boni está locamente enamorado de la panadera de su pueblo (Valeri Bruni-Tedeschi) y se pasa las horas fantaseando con ella, al final de sus ensoñaciones, sin embargo, será Nénette quien aparezca junto a su hermano, revelándose de esta forma como el verdadero objeto de deseo de este, la cosa en sí.

Una de las escenas más célebres de Nénette et Boni es aquella en la que Boni juega con un conejo blanco que tiene como mascota y empieza a masturbarse, momento en el que su hermana le descubre. Dejando de lado la carga psicoanalítica que puedan contener estas imágenes (el uso del conejo como fetiche sexual, etc.), si nos fijamos en la forma en cómo están filmadas; ¿qué llama principalmente nuestra atención? Sin duda, la materialidad de las mismas, su fisicidad.

Al filmar el cuerpo de Boni mientras se masturba, comenzamos a percibir cómo Claire Denis, poco a poco, está empezando a dejar atrás la piel para introducirse de lleno en la carne. El cuerpo empieza a ser visto como materia y, en consecuencia, a ser filmado como tal.

Es en Nénette et Boni donde la forma de acercarse a los cuerpos empieza a cambiar para Claire Denis y todo se debe, como es y será habitual en esta directora, a su intento por dar mayor coherencia al relato a través de las imágenes. Denis retoma el tema del intruso, pero esta vez haciendo referencia al bebé que Nénette lleva en su vientre. Es decir, el intruso está dentro del cuerpo de la protagonista y a pesar de ser invisible, lo cambia todo. Por lo tanto, dentro de la película, donde no pueda verse, debe de haber también un intruso que lo cambie todo y ese no será otro ser que la propia directora.

 

1.5. De la flotación y la música

Tomando como base el estado de flotación en el que se encuentra un feto dentro del vientre materno, Denis convierte todos los planos de su película en planos flotantes, momentos fugaces captados casi al vuelo, y que, a pesar de estar unos junto a otros, parecen estar separados por una especie de flujo (narración=líquido amniótico) que los mueve a todos por igual.

En esta película el relato empieza a fragmentarse más que en las anteriores y los planos empiezan a ser como pequeñas muestras de este, dando cuenta de una pequeña parte (a veces representativa, otras no) en lugar de tratar de explicar el todo. El cine de Denis, en relación a sus imágenes, empieza aquí a encontrar su propio lenguaje, incluso a nivel sonoro. Nénette et Boni representa, además, el inicio de una prolongada colaboración con la banda británica Tindersticks. “En efecto, si las canciones de Tindersticks ilustran las mismas historias de amor de siempre en un marco mucho más difícil de identificar para el oyente acostumbrado a la desenvoltura del pop clásico, el cine de Denis hace lo propio con las imágenes y los distintos modos de organizarlas”, expone Carlos Losilla. En su debut, allá por 1991, la banda británica desmoronó los cuatro pilares del pop –voz, guitarra, batería y bajo– al usar todo tipo de sintetizadores e instrumentos poco comunes, como el clavicordio o el xilófono. Sus letras, como muy bien dice Losilla, eran las de siempre (amor/desamor), pero el envoltorio era diferente e inusual.

Lo mismo sucede con Nénette et Boni: para llegar a la imagen típica de un hombre sosteniendo a un recién nacido en brazos (casi al final del filme), hemos pasado por unas previas de él empuñando un rifle para llevárselo del hospital y, también, por las de la madre que, desentendiéndose del niño, busca unas colillas en un cenicero. Todo parece familiar, pero si lo pensamos, es de lo más extraño que podamos imaginar (recordemos que el niño ni siquiera es su hijo, sino su sobrino).

Denis, gracias al uso de la imagen naturalista entremezclada indistintamente con la imaginaria, funde dos sensaciones antagónicas consiguiendo que su cine alcance unas nuevas cotas de abstracción, tanto visual como sonora. Su siguiente película, Beau Travail (1999), representa una cumbre indiscutible de tal fusión…

 

(Continuará)

 

 

* Todas las citas textuales aludidas en el presente texto proceden del libro Fusión fría, coordinado por Álvaro Arroba para el Festival de Cine de Gijón (2005) y editado por Ocho y Medio. Libros de cine.